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sábado, 8 de abril de 2017

La amistad no envejece

8/Abril/2017
El Cultural
Rafael Pérez Gay

Ninguno de nosotros es tan joven
como antes. ¿Y qué?
La amistad no envejece.
W. H. Auden
Sergio González Rodríguez murió de un infarto a los 67 años de edad. Una muerte temprana que lo sorprendió en el mejor momento de su vida, si convenimos en que el reconocimiento trae plenitud, seguridad y lectores. En el laberinto de azares que enredan la existencia, González Rodríguez fue reconocido como el “cronista de la barbarie” por cuatro libros: Huesos en el desierto (Anagrama, 2002), El hombre sin cabeza (Anagrama, 2009), Campo de guerra (Premio Anagrama de Ensayo, 2014) y Los 43 de iguala (Anagrama, 2015). Menos conocida es su obra novelística, una exploración de la oscuridad, de los misterios de la violencia, de los pliegues de las revelaciones nocturnas. Ese estudio de las sombras empezó en el año de 1992 con la publicación de La noche oculta. De esa pasión por las tramas extremas, destaco El vuelo (Random House, 2008), Infecciosa (Random House, 2010) y El artista adolescente que confundía el mundo con un comic (Random House, 2013). Al mismo tiempo, González Rodríguez fue un periodista de diversas densidades y un columnista de raza. El primer momento de esa larga historia ocurrió en El Centauro en el paisaje (Anagrama, 1992) un ensayo de tendencias culturales.
Esa trayectoria le fue reconocida con el Premio Fernando Benítez de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Aquella noche de plenitudes, Sergio me dijo con su premio entre las manos: “Mira, casi cuarenta años después de publicar mi primera nota: más vale paso que dure”.
El joven que fui e hizo sus primeras armas en el periodismo cultural no vislumbró la entrega a Sergio González Rodríguez del mayor reconocimiento del periodismo cultural mexicano. Aún recuerdo cuando González Rodríguez publicaba uno de sus primeros trabajos periodísticos, si no el primero, en la recién fundada revista Nexos: una reseña de dos cuartillas sobre el escritor peruano Manuel Scorza: La tumba del relámpago.
Hoy, desde el futuro, veo al joven González Rodríguez iniciar una trayectoria dedicada a las letras. Desde ese día no dejó de poner en la prensa un artículo semanal. Así cumplió cuarenta años de escribir para revistas, periódicos y suplementos con la fe de un carbonero y la fuerza de un joven eterno.
Nunca sabremos qué magia desatamos con un solo hecho cotidiano. Con aquellas cuartillas talladas a mano, González Rodríguez despertó una vocación. Había sonado el llamado del periodismo. Cuando eso ocurre, les aseguro, no hay retorno. México dejaba atrás la década de los setenta, ese momento oscuro en el cual la corrupción priista y la ineptitud de la clase política hizo estallar en pedazos la estabilidad financiera. Vendría detrás de esos añicos la larga noche de la crisis mexicana.
Al lector obsesivo que González Rodríguez incitó libro tras libro, añadió el aprendizaje de la edición. En esos tiempos, un editor era ante todo un lector y la idea del mercado no dominaba todos los espacios. Su línea admonitoria era ésta: no es posible un escritor sin un lector decidido; nunca la abandonó, santo y seña de su profesión literaria.
Eran los años del suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Un grupo de jóvenes nos incorporamos a la factura de esas páginas que dirigía Carlos Monsiváis. De él aprendimos la voracidad informativa, la audacia editorial y la idea de que el periodismo de cultura es sobre todo intentar esta hazaña: crear un público. Sergio escribió ensayos literarios y columnas de información nueva en el suplemento, le abrió una ventana a esa casa. Recuerdo su ensayo pionero sobre Marshall Berman y su libro clásico: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Sergio había descubierto que la imaginación y el rigor no son agua y aceite, al contrario, ambos se difunden en el buen periodismo.
En 1984, un sueño se hacía realidad: el viejo periódico La Jornada. Fernando Benítez era la proa cultural de esa nave. Héctor Aguilar dirigía el suplemento La Jornada Semanal y atrajo a González Rodríguez y a Fernando Solana Olivares como editores. En ese camino, Sergio concibió un sello: investigación documental, claridad en el método expositivo, buena prosa.
El momento culminante de esa fórmula secreta ocurrió en El Centauro en el paisaje, un conjunto de ensayos sobre la cultura finisecular y sus relaciones con las letras, el cine, la pintura y uno de los temas que Sergio investigó e interpretó con las armas de la curiosidad y la inteligencia: la posmodernidad. Dos años antes, en 1988, González Rodríguez publicó un libro en torno del cual un numeroso grupo de lectores empezó a seguirlo: Los bajos fondos. El antro, la bohemia y el café, un estudio cultural sobre encrucijadas del fin de siglo XIX y los misterios de la clandestinidad en los márgenes del siglo XX.
El periodismo mexicano y sus relaciones con el poder cambiaron en los últimos treinta años del siglo XX. Los periodistas que hicieron Proceso y La Jornada encabezaron ese cambio y Fernando Benítez formó parte de esa independencia crítica. En ese tiempo, González Rodríguez se incorporó a la empresa que transformó al periodismo mexicano: el diario Reforma, la casa de Sergio durante más de veinte años. En sus columnas, “Escalera al Cielo”, que compartió con Christopher Domínguez, y “Noche y Día”, puso en marcha la vieja máquina de su juventud: narrar los hechos culturales, difundir las nuevas tendencias en busca de un canon y la propuesta de un gusto. En esas columnas González Rodríguez demostró que las fronteras de los géneros se han desvanecido: el cine, las artes plásticas, el teatro o las letras acuden al llamado de un escritor si el tratamiento no litiga con la libertad imaginativa.
Libro tras libro, Sergio quebró el falso dilema entre periodismo y literatura. Nuestros grandes escritores han sido periodistas de fuste y los grandes periodistas, escritores cultos. Una prueba de esta aventura ocurrió cuando Sergio fue tocado por una pasión perturbadora: la investigación de las muertas de Juárez, umbral y presagio, sombras y llamas del México que nos esperaba en la oscuridad. Ese escritor y ese periodista que se disputaban los sueños de Sergio no se cansaba de decir que la “fronterización” de todo el país con su cauda de violencia e inseguridad empezaba a ocurrir ante nuestros ojos y en los caminos sin ley del mapa mexicano.
Cuando apareció Huesos en el desierto en la editorial Anagrama, la crítica y los lectores reconocieron en ese libro no sólo una completísima investigación sobre el feminicidio de Ciudad Juárez sino, además, una forma de periodismo de voluntad radical. Este libro es el punto de inflexión en la obra de González Rodríguez. A partir de entonces, Sergio le añadió a su método, a esa ansiedad de conocer, posturas políticas, causas, opiniones. No hay periodismo serio sin riesgo; renunciar a la audacia es abandonar la voluntad de saber.
Los jóvenes que Sergio y yo fuimos no previeron que cuarenta años después yo lo despidiera al pie de su féretro. Recordé entonces nuestros veintes, cuando nos comíamos el mundo a puños mientras abrazábamos a la noche en bares de mala y buena muerte. Recuerdo que éramos invulnerables. Conservamos la facultad de la amistad a prueba de balas e intrigas. Les recuerdo que la amistad nunca envejece. Tampoco muere.

miércoles, 10 de julio de 2013

José María Pérez Gay 1943-2013. Breve perfil intelectual

Julio/2013
Nexos
Rafael Pérez Gay

Frente al ataúd de mi hermano, una tempestad de emociones me impedía escuchar las condolencias de los amigos. Aturdido por su muerte, fatigado por las horas sin dormir, impresionado por el tiempo que había pasado ante su cadáver tendido en la cama que ocupó una parte de su estudio, de su biblioteca, entré a la capilla ardiente a decirle adiós. 

Horas antes, al amanecer del domingo 26 de mayo, había caminado por una de las avenidas arboladas del Panteón Francés. Me  seguía una sombra. Busqué dentro de mí y lo supe con una punzada en el estómago: la orfandad intelectual. Entonces recordé no tanto al hermano destrozado por la enfermedad, como al intelectual con el cual compartí no pocas aventuras de las letras del pensamiento. 

El sol entraba por las pequeñas ventanas de la capilla. En una de las esquinas del féretro me pregunté cuál había sido el perfil intelectual de esa aventura del conocimiento a la que José María Pérez Gay dedicó su vida. Intento un trazo en su memoria.

Cuando nos entregaron sus cenizas y sus hijos Pablo y Mariana sostuvieron la caja de finas maderas que contenía los restos de mi hermano y Lilia atravesaba la urna con la mirada, recordé al joven que viajó a Alemania a los 21 años en el año de 1964 y que hizo sus primeras armas metafísicas bajo la tutela de un profesor rumano avecindado en México: Tanasescu. En México cerraba el sexenio de López Mateos, la mancha de la ciudad de México crecía hacia el norte mediante un parque industrial y hacia el sur en zonas residenciales  como Coyoacán y San Ángel. Metafísica: la indagación de la naturaleza humana, la pregunta última por la existencia. Kant decía que los tres grandes temas de la metafísica son el libre albedrío, Dios y la inmortalidad del alma. Estas fueron las preguntas que mi hermano se llevó a Alemania en la maleta la mañana en que abordó un avión de Lufthansa en el aeropuerto de la ciudad de México.

La noche del día en que cremaron su cuerpo, con el corazón en la boca, y la nada en el alma, bajo la sombra de eso que sentimos quienes no reconocemos otra vida más allá de la que ocurre en el mundo de los vivos, busqué las cajas y las maletas que mi padre me entregó antes de morir. Encontré las cartas que mi hermano nos escribió desde 1964, cartas a la familia y especialmente a mi madre, la cosa adorada, como le decía en esas cartas de papel cebolla.

Con la rapidez de un relámpago, los estudios convirtieron a Pepe en un joven liberal de camino a sus 30 años. Creía pues en esa forma de la política basada en la realización, por medios constitucionales moderados, de ideales socialmente progresistas. En Alemania vivía en el centro explosivo de aquel cambio: el amor libre, la sexualidad desaforada, la experiencia de las drogas, el rock, el cine, la literatura, la defensa de los derechos de las minorías y de los homosexuales, la liberación femenina. Un joven liberal mexicano en Berlín. No había en él la voluntad radical del comunismo, ni mucho menos, aun cuando participó en el movimiento de 1968 y reconoció en Rudy Dutschke al líder de esas esperanzas.

Mientras leía sus cartas y se me enquistaba en el alma su muerte, me salió al paso el joven estudiante de filosofía que había encontrado en el humanismo una razón de ser y en la literatura una realización profunda de su alma. La ética y la política social deben ser los pilares de una mejor comprensión de la naturaleza humana, de eso trata, al final, el humanismo. La ilustración kantiana fue siempre su escudo de combate: el hombre libre por el don de la razón.

Durante los años setenta, José María Pérez Gay dedicó sus empeños intelectuales al estudio del psicoanálisis. No exagero si digo que en ese tema fincó sus intereses durante mucho tiempo: Freud y su época. Testigo de la revolución de la intimidad a la que el doctor de Viena arrojó al mundo, Pepe saltó a ese abismo de oscuridades insondables. Freud fue el primer momento de su pasión por el imperio austrohúngaro. Como pasa con las grandes pasiones, un día creyó que el método psicoanalítico se había perdido en el camino y entonces perdió la fe en ese sistema. Le encantaba citar provocadoramente a Karl Kraus: el psicoanálisis es la única enfermedad que cree ser su propia curación. Para entonces, Pepe se había convertido intelectualmente en un nietzscheano, el filósofo que marcó su vida y no pocos de sus actos y en un estudioso de la obra y la vida de Max Weber.

En esos años alemanes, el marxismo era la llave intelectual de la izquierda. Pepe leyó y releyó a Marx hasta el cansancio. Nunca lo deslumbró, salvo el Manifiesto Comunista y el 18 Brumario. En cambio, reconocía en su propia trayectoria intelectual a un hegeliano tardío. Entre las muchas aventuras del conocimiento que realizamos juntos se cuentan dos seminarios: uno sobre Freud y otro sobre Hegel y el marxismo. A esas clases extraordinarias asistimos Alberto Román, Luis Franco y yo. Leímos durante dos años la obra de Freud a través de un libro importante de Paul Ricoeur: De la interpretación. Para abordar a Hegel y llegar a Marx leímos el libro esencial de Kojéve, una biblia para Pepe: Introducción a la lectura de Hegel.

Pepe era un maestro extraordinario, histriónico y dramático. Nos avisaba por carta que venía a México y que todas nuestras lecturas deberían estar puestas al día:  conmigo no hay tu tía, nos amenazaba. El primer día del seminario era inolvidable:
—Rafa: ¿qué es el espíritu absoluto en Hegel?
—La historia.
—¿Cuál historia?
—El sonido de los cascos de los caballos del ejército napoleónico en París.
—Bien. Esta conclusión les ha llevado a los estudiantes de la universidad libre de Berlín suplicios, torturas y no pocas pendejadas radicales.

Prendía un cigarro, hacía una pausa dramática y nos decía: sospechen, nunca admitan nada sin sospechar, o serán parte del rebaño. Y sobre todo: lean a Borges.

La apertura democrática echeverrista cumplió su ambición en el fracaso económico. Pepe iba y venía de Alemania cada vez con más frecuencia y más necesidad de regresar a México. Tuvo su historia con la familia Echeverría y conoció de cerca los poderes priistas. Su carrera diplomática avanzaba sin futuro seguro, su trayectoria académica se fortalecía y su pasión literaria ocupaba todos sus sueños. Entonces conoció a Lilia Rossbach e hizo con ella una familia.

La aventura intelectual de José María Pérez Gay no hubiera sido la misma sin los amigos con quienes discutía y confrontaba sus lecturas, pensaba y debatía. Con Héctor Aguilar tuvo una conversación que nunca cesó y duró más de 50 años, esa amistad se interrumpió sólo el día de la muerte de Pepe. Luis Linares también fue el amigo de toda su vida, un testigo, un interlocutor, un amigo imprescindible. Pienso también y desde luego en su amistad con Alberto Ulloa y su cariño por Eduardo Maldonado y Raúl Santoyo. Al mismo tiempo, me refiero a Carlos Monsiváis, a Rolando Cordera, a Arnaldo Córdova, a Bolívar Echeverría. En su perfil intelectual, estos nombres son imprescindibles.

Algunos de sus mejores amigos literarios lo esperaban en una generación posterior a la suya, Pepe sostuvo una amistad de intensidades literarias con Luis Miguel Aguilar, Antonio Saborit, Delia Juárez, José Joaquín Blanco, Alberto Román, Sergio González Rodríguez, Roberto Diego Ortega.

Entre las traducciones que traía de Alemania, Pepe trabajaba con especial entusiasmo en aquellas que criticaban el socialismo realmente existente. Siempre supo que Octavio Paz tuvo razón respecto a los crímenes del totalitarismo y el dogmatismo estalinista. Fue un crítico implacable (una palabra que a él le gustaba utilizar) de los regímenes comunistas. A la sombra de la Dialéctica de la ilustración, de Adorno y Horkheimer, de Marcuse y Habermas; de Hans Magnus Enzensberger, los marinos de Kronstadt, el corto verano de la anarquía más sus canciones del progreso y la crítica de la ecología política; de Elias Canetti y su estudio de las multitudes; de Norbert Elias y la historia del hombre en los inicios de la civilización; de Karel Kosik y la Dialéctica de lo concreto, de la primavera de Praga; de los procesos de Moscú y Bujarin y Arthur Koestler; de Pasternak y Solyenitzin; del opio de los intelectuales y Raymond Aron; de Hannah Arendt y la banalidad del mal: de todo ello escribió y habló José María Pérez Gay con un conocimiento, una autoridad y una audacia que abrevó en la Viena de sus sueños, en el Berlín de sus pesadillas pues el pensamiento de José María gravitó siempre en torno a la idea del progreso y el contrapunto del terror totalitario.  Para entonces Pepe se había convertido en un socialdemócrata.

Los últimos años de su vida los dedicó a la política activa como asesor en materia internacional de Andrés Manuel López Obrador. Mi hermano formó parte de la campaña presidencial rumbo a las elecciones de 2006 y se convirtió en un militante decidido del movimiento lopezobradorista. Sé que consideró a Andrés Manuel un amigo y un hermano durante estos años, sé también que López Obrador lo quiso como se quiere a un hermano y supo ser su amigo durante los días más difíciles. Entonces la enfermedad  entró en su vida y la muerte vino por él.

Por cierto, detestaba a Wagner y festejábamos juntos el chiste de Woody Allen: cada vez que oigo a Wagner, me dan unas ganas enormes de invadir Polonia. Sin humor, nuestra hermandad no hubiera sido nada. Ante el ataúd de mi hermano recordé que cuando yo tenía seis años y él 20 montábamos un arte dramático en el cual él era el Santo y yo Blue Demon. En algún lugar siempre seremos esos dos enmascarados en busca de nuestros sueños.

jueves, 9 de mayo de 2013

Las dos Rayuela

Abril/2013
Nexos
Rafael Pérez Gay

Leí Rayuela al menos tres veces en los años setenta con esa obsesiva devoción en la que los adolescentes dejan arder sus sueños. La primera de ellas en el remoto año de 1975; la última a finales de esa década. Adquirí cinco ejemplares de la decimosexta edición que imprimió la editorial Sudamericana en mayo de 1974 con un tiraje de ocho mil ejemplares que salieron con rumbo desconocido de un almacén de la calle Rafael Calzada, en la ciudad de Buenos Aires.

Tres de esos libros los regalé a amores primerizos y desdichados. El cuarto ejemplar lo desencuaderné para ordenar la novela de acuerdo a la segunda alternativa del Tablero de Dirección. De esa intervención obtuve una baraja embrollada que a mí me pareció entonces el mayor acto de lealtad al juego cortazariano, pero la verdad es que destruí el libro y lo perdí para siempre. El otro lo tengo frente a mí con la vieja portada negra con el juego del avión que en Argentina se llama rayuela. Encuentro en la última página blanca, la que sigue del colofón, un mensaje inquietante del pasado: Ingrid, 5 59 29 30, el lunes a las nueve.

No sé si marqué ese teléfono. Por lo mismo no sé si asistí a esa cita y si era a las nueve de la mañana o de la noche pues he olvidado quién era Ingrid y, debo aceptarlo, muchos de los párrafos subrayados que memoricé en la parte alta de varias noches de asombro en aquel año, cuando el joven que fui descubrió en Rayuela una de las aventuras mayores de la libertad.

No puedo traer aquí al joven que leía Rayuela, de modo que el adulto que escribe estas líneas sólo tiene a la mano ciertas sombras de la memoria. Recuerdo que en esas páginas sentí por primera vez que la literatura podía conectarse directamente a la vida de todos los días y que a través de la lectura podría lograrse el módico prodigio de volvernos más aptos para la vida misma.

Sin saberlo, aunque lo sabía, aprendí en esa novela mis primeros conocimientos de modernismo; me refiero a la ruptura de las formas novelísticas, al privilegio del juego y el azar como propuesta estética, al humor, a los espejismos, los rituales, a la profundidad de la existencia, a la desesperación de que nada dura y, al final, todo se pierde. De eso hablaban la Maga, Horacio Oliveira, Talita, Traveler, esas imágenes en fuga a través de múltiples laberintos parisinos.

Por algún motivo que no sabría explicar en esta nota, hojear Rayuela me produce una rara sensación de pérdida. No me alegra pasar sus páginas, como me pasa con otros libros cuando regreso a ellos; al contrario, una fuerza desconocida me entristece, como si Rayuela estuviera “del lado de allá” y yo “del lado de acá”, condenado por un abismo insalvable. Esta es probablemente una de las razones por las que, después de la última lectura, nunca releí la novela. Con ninguno de los otros libros de Julio Cortázar me pasa esto, sólo con Rayuela. De pronto he recordado unas líneas de un poema de Cortázar: “Los dioses están muertos uno a uno en largas filas/ de papel y cartón”.

Pongámoslo así: tal vez hay alguien (que anda por ahí) llevado por otra mano del destino que sí marcó el número de Ingrid y sí asistió un lunes a las nueve (nunca sabremos si del día o de la noche) y desde ese lugar me reprocha cosas y me impide con suavidad la alegría cuando tengo entre las manos el ejemplar de la portada negra. No encuentro otra explicación más convincente para esa melancolía.

No voy a descubrir el hilo negro y a escribir lo que significó Cortázar en aquellos años para los jóvenes que ponían en los libros todos los misterios de la existencia, pero quiero contar que a principios de los remotos años ochenta, Julio Cortázar había decidido editar sus libros en la editorial Nueva Imagen para cumplir acaso una promesa interior: poner su obra en manos de un editor argentino, Guillermo Schavelzon, en un país que siempre quiso, México.

A los veintitrés años yo hacía mis primeras armas como editor de tiempo completo en esa editorial. Así, de la noche a la mañana, un día tuve en mis manos el original inédito, recién llegado de París o Barcelona, no lo sé, de Queremos tanto a Glenda, el nuevo libro de cuentos de Cortázar.

Era una carpeta roja con ligas para contener unas ciento ochenta cuartillas escritas a máquina y con algunas correcciones de la mano del autor. No supe qué hacer, si escaparme con ese mazo de páginas para siempre, compartirlo con definitivo aire de superioridad entre los amigos o mirarlo como se mira un tesoro detrás de la vitrina.

Si hubiera tenido en el escritorio un sobre impregnado de ántrax me habría sentido más tranquilo. Cortázar ya era, desde luego, un escritor de talla internacional reconocido aquí y allá, un autor de sesenta y seis años que había escrito algunos de los libros de relatos más perfectos. Digo unos cuantos: Bestiario (1951), Final del juego (1956), Todos los fuegos el fuego (1966), Las armas secretas (1964), Octaedro (1974). Rayuela (1963) era, y lo sigue siendo, una aventura de amor desdichado, un estudio sobre el exilio, una parábola de la soledad, un grito rebelde, una larga experimentación, un regreso a la vanguardia, mil formas de decir adiós a la juventud.

Leí Queremos tanto a Glenda en aquel manuscrito de primerísima mano. Entré entonces al misterio y a la atmósfera en penumbras de “Orientación de los gatos”, “Recortes de prensa”, “Historias que me cuento”, “Anillo de Moebius” y al mejor cuento político que haya escrito Cortázar: “Graffiti”. Queremos tanto a Glenda es uno de los libros de relatos más concentrados de Cortázar, maduro y joven como su obra. Leí la tipografía y la corregí con angustia y a una velocidad de vértigo, busqué con el diseñador una portada que aludiera a la ambigüedad del libro, le escribí una breve contraportada no poco almibarada y lo entregué a producción. Se publicó en 1980.

El siguiente libro de relatos de Cortázar que leí con los mismos privilegios y mortificaciones, la admiración excesiva siempre es un problema, fue Deshoras (1983). Recogí las cuartillas en otra carpeta roja con ligas en la oficina de Schavelzon. Leí los relatos y los mandé a producción a las volandas. Corregí dos juegos de galeras y unas páginas finas. Tengo frente a mí el libro, una ilustración de Hermenegildo Sabat ocupa buena parte de la portada. He vuelto a perderme en estos cuentos de Deshoras: “Botella al mar”, “Fin de etapa”, “Segundo viaje”, uno de sus grandes cuentos de box. Pero el relato que me hechizó en aquel tiempo tanto como ahora que he vuelto a leerlo, treinta años después de aquel día feliz en que lo leí por primera vez, se llama “Diario para un cuento”. No supe que estaba leyendo el último libro de relatos de Julio Cortázar, la vida es así, no nos avisa cuál es el debut y cuál la despedida.

Con el mismo procedimiento la editorial Nueva Imagen publicó Los autonautas de la cosmopista (1983), cuando murió su mujer, Carol Dunlop, y póstumamente Salvo el crepúsculo (mayo, 1984), dos libros donde el azar y el juego regían el rumbo de la literatura, un poco como en Último round (1969), La vuelta al día en ochenta mundos (1972) y, una vez más, Rayuela.

No recuerdo en dónde leí que cuando Cortázar salió por última vez de su casa rumbo al hospital, en febrero de 1984, uno de los desafíos era descender las escaleras. Bajaba con grandes dificultades y fatalmente enfermo. Le dijo a un amigo que lo acompañaba: escribiré un cuento sobre las escaleras como dragones a los que no es nada fácil derrotar. No tuvo tiempo de escribir ese cuento, no volvió a subir esa escalera.

La aparición de Salvo el crepúsculo en Nueva Imagen trajo a Cortázar a México y a las oficinas de la editorial. Una mañana Schavelzon abrió la puerta de mi despacho y detrás de él venía Julio Cortázar. Después de las presentaciones del caso, Cortázar me dijo:
—Cuando nace uno de nuestros hijos siempre agradecemos al médico que lo haya traído vivo al mundo. De modo que aquí estoy para darte las gracias. Espero que nos veamos en Cocoyoc.

Antes de que se fuera me apresuré a darle noticia de las erratas que la prisa y mi impericia dejaron pasar en la flamante edición, les recuerdo que no había computadoras, se capturaba en una máquina y luego se pegaban las páginas en unos cartones sobre los cuales se corregía. Cortázar respondió:
—Un recién nacido sin lunares sería inhumano —dijo con aquella voz ronca de erres profundas, como un eco del más allá.

No sabíamos que unos meses después la muerte vendría a recogerlo, pero yo escribí en un cuaderno esas palabras que ahora desempolvo en honor de aquellos años en que éramos invulnerables a nuestros veintisiete.

En ese año la editorial Nueva Imagen y la revista Proceso convocaron a un premio literario, uno de los grandes para ese tiempo sin premios, esa época regida sólo por los libros y el público. El jurado: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Julio Scherer, Theotonio Dos Santos, Ariel Dorfman, Jean Casimir, Pablo González Casanova y René Zavaleta Mercado. Durante una semana el jurado deliberaría en Cocoyoc, la hacienda colonial en que fincaron viejos terratenientes de Morelos y más tarde se convirtió en un hotel de lujo con pasillos húmedos y fantasmales.

A mí me tocaba el trabajo del mayordomo editorial que consistía en clasificar los originales del premio, meter cinco copias en cajas y cargar con ellas para repartirlas a los miembros del jurado en su momento y llevar un registro detallado de las lecturas. Veinte novelas pasaron el primer cedazo de la editorial.

En un cajón de la cómoda del cuarto del hotel dos jóvenes guardaban sus ejemplares de Rayuela a la espera del momento crucial en el cual le pedirían su firma a Cortázar. Los jóvenes éramos Delia Juárez y yo. Cada mañana tocaban a la puerta los jurados para surtirse de las páginas del día. Una mañana salí temprano a nadar, cuando regresé encontré agitada a Delia:
—Vino un hombre enorme, pelón, con una túnica blanca, sonreía como un asesino y preguntó por Scherer.
—Méndez Arceo —le dije.

En la cúspide de su prestigio rebelde en el reino de este mundo, el obispo llegaba de Cuernavaca a saludar al jurado del premio. Recuerdo que Julio Scherer se los metía a todos en la bolsa en dos patadas, en las comidas y las cenas de Cocoyoc era el centro mexicano de las mesas. El premio lo ganó Carlos Martínez Moreno y su novela con título de Dante: El color que el infierno me escondiera.

Como en un cuento fantástico, o en un sueño absurdo, de pronto Delia y yo caminábamos por algún pasaje de la hacienda junto a Cortázar y Carol Dunlop. Hablamos un rato largo; mejor, hablaban Cortázar y Dunlop. Buscaban la unión del tiempo y el espacio en los laberintos de la hacienda. Quizá no tanto el tiempo como los tiempos. Cuando Cortázar vio las raíces de un ahuehuete enredarse en un muro de doscientos años dijo esto:
—Qué extraña fusión del mundo mineral y vegetal. Como si un cuarto reino nos esperara en alguna parte de la vida.

Una noche, mientras revisábamos las lecturas de los jurados, decidimos guardar nuestras dos Rayuela en la maleta. Tomé la iniciativa:
—Hablamos con él y con ella. Cenamos juntos. Pedirle un autógrafo a Cortázar sería una vulgaridad.

—Nuestra dedicatoria es el recuerdo —así hablábamos, con unas ganas tremendas de ser un personaje de Rayuela.

Los años han pasado y desde luego me arrepiento. Me gustaría acercarme al librero, sacar el libro de tapas negras y leer una dedicatoria de Cortázar. La firma sería una prueba de ese cuarto reino y las dos Rayuela, una prueba de que aquellos días en realidad ocurrieron y no los soñamos una noche de luna llena en Cocoyoc.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Bajo la luna del Pánuco

Noviembre/2012
Nexos
Rafael Pérez Gay

Murió Antonio Cisneros (1942-2012), el magnífico poeta peruano, a los 69 años de un cáncer en el pulmón que lo empujo a la tumba. Desde hace tiempo aprecio su obra poética a la que llegué por la puerta de una antología: Por la noche los gatos. Poesía 1961-1986 con un prólogo de David Huerta y un epílogo de Julio Ortega en una edición del Fondo de Cultura Económica del año de 1989. Conocí la poesía de Cisneros hasta entonces, pero nunca más la abandoné, me hice adicto a esa rara mezcla de poesía cultísima y a la vez cotidiana.

Se sabe que el azar juega a los dados con nuestras vidas. Ese viento aleatorio me llevó al encuentro de las Letras del Golfo que organizaban Víctor Manuel Mendiola y Jennifer Clement en Tampico. Cisneros era uno de los invitados. Hice la vela hacia la mesa de los bebedores y entre ellos estaba Antonio Cisneros. Acabamos con el whisky del bar del hotel platicando de literatura francesa. El francés de Cisneros era perfecto y sabía decir poemas de Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y todo el simbolismo francés conocido y por conocer. No miento si digo que decía los poemas de principio a fin y luego los traducía para quienes no tuvieran la herramienta francesa. Las traducciones me dejaron frío, Cisneros trasladaba sobre la marcha, improvisaba, quitaba y ponía palabras. Un espectáculo.

Una noche de Tampico después de las lecturas, Cisneros vino hacia mí y me preguntó por el flujo de aguas tranquilas que se escuchaba detrás del gran Centro de Convenciones. Le respondí sin asomo de duda:
—Eso que ves al fondo, Antonio, es el brillo de la luna sobre el río Panuco —me envanecí con la imagen.

Dos días después, a bordo del autobús que nos llevaba a leer en el auditoria mayor de la universidad, Guillermo Fadanelli, otro de los invitados, me denunció ante Cisneros:
—Error. Eso que se ve al fondo no es para nada el Pánuco sino la Laguna de Carpinteros. Me lo dijeron esta mañana los que viven a las orillas.
Antonio Cisneros nos dijo:
—Anoche hice el trazo de un poema de la luna sobre el Pánuco. No importa: no será la primera vez que se escribe una poema con una luna falsa y un río inexistente.

En ese tiempo, antes de Tampico, el Pánuco y la Laguna de Carpinteros, escribí una crónica sobre tres poetas que me gustan y no me canso de leer: Roberto Juarroz, Juan Gustavo Cobo Borda y desde luego Cisneros. Escribí esto del poeta peruano: encuentro en la poesía de Cisneros toda la naturalidad de las dificultades poéticas, una invención del mundo diario y una mirada sabia e inspirada ante el desastre. En aquellos días de escombros me perseguía una línea larga en verso libre: Yo construí un hogar sobre la piedra más alta de Ayacucho, la más dura de todas. Encontré esta línea en Por la noche los gatos y más precisamente en el poema “Dos sobre mi matrimonio uno”. También subrayé esto:

No me aumentaron el sueldo por tu
[ausencia
sin embargo
el frasco de Nescafé me dura el doble
el triple las hoja de afeitar.

Años después de esos escombros del derribo y del tiempo, Gabriel Sandoval, lector y editor de los buenos, me regaló toda la Poesía de Antonio Cisneros reunida en tres tomos editados por la Biblioteca Universitaria de Lima. Entonces conocí el resto de su poesía en orden temporal, desde Destierro (1961) y Contra un oso hormiguero (1968), hasta Agua que no has de beber (1971) y Como higuera en un campo de golf (1972). El tercer tomo reúne Crónica del niño Jesús de Chilca (1981) y Las inmensas preguntas celestes (1992).

Más del azar y de los dados. Una noche de confesiones, un amigo me contó que uno de sus amores viajó de México a Perú, rumbo a Chile. El avión bajaría en escala en la ciudad de Lima. Ella aprovechó para visitar a su amigo Cisneros. Nunca se supo qué le dijo el poeta a la joven chilena porque unos minutos después del despegue el avión en el que viajaba se extravió de noche sobre el mar. Días después, las crónicas periodísticas contaron que el piloto volaba a ciegas, sin tablero ni controles. No hubo sobrevivientes, del fondo del mar rescataron algunos cuerpos, nunca el de ella.

Me acordé de esta historia trágica mientras leía El libro de Dios y de los húngaros y estas líneas finales de “Ocupado en guardar cabras”:

Ocupado y veloz,
no en tus negocios
ni en los míos, Señor,
navego hacia el mar
que es el morir.
Ocupado y veloz como algún taxi
cuando cae la lluvia
y anochece.

Se sabe, un poema puede contener dos vidas, o tres. Después de aquella noche en que acabamos con el whisky del bar en el hotel de Tampico, Cisneros tomó unos panes de la panera, hundió en ellos los restos del jamón de las botanas, fabricó una torta de buen tamaño y desapareció. Luego me enteré. Se encerró dos días en su cuarto a leer, tomar whisky y fumar como una chimenea.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Así escribo: Rafael Pérez Gay

Octubre/2011
Nexos
Rafael Pérez Gay

No sé cómo escribo. Mejor no saberlo, de verdad. Desperdicié un tiempo precioso en busca de atmósferas ridículas, con dispositivos e ingenios que el joven que fui consideraba importantes. Entendía por dispositivos tardes nubladas, luces indirectas, música triste, una pluma especial, un cuaderno traído de no sé qué ciudad prestigiosa. Tonterías. Perdí un libro, al menos, en esas ceremonias.

Tardaba tanto en prepararme para escribir que a la hora del trabajo me había olvidado del asunto y había perdido el alma en los preparativos. Del cigarro, ni hablemos, una cajetilla dispuesta a un lado de la máquina. Allá en aquellos tiempos se llamaban Del Prado. Recuerdo el vejestorio, una Olympia blanca, un todoterreno que habría soportado el bombardeo sobre Dresde. Café. Tazas y tazas. Balzac no se habría dado por mal servido. Tomé tanto café que mi corazón se puso nervioso y una noche me despertó un escándalo, los latidos de mi corazón, una taquicardia de padre y señor nuestro. El doctor Román atendió mis miedos, me prescribió (prescribir significa algo así como antes de escribir) una pastilla que se llamaba Cardiosedín y ordenó la mitad de cafeína diaria. Era bueno el doctor Román. Yo creía que así se convertía uno en escritor, no tanto escribiendo como prescribiendo, en preparación para escribir.

Con la lectura me pasaba todo lo contrario. Quizás nunca volveré a leer con tanta furia como en aquellos años. Acostado en la cama, en el baño, en la cocina, en un sillón, de pie. Cuento esto porque desde entonces la lectura acompañará siempre al acto de escribir. Si traigo un cuento entre manos, la subtrama encierra lecturas. Una historia larga, ni se diga. Escribo en estos días una novela sobre la enfermedad y el dolor. Una de las tramas menores ocurre en la ciudad del año de 1900, más o menos. Para eso he tenido que leer una historia del Teatro Nacional y su destrucción. Una maravilla de época. No sé si servirán de algo esas páginas, pero sin esa lectura no estaré convencido de la trama menor. Y luego a la hemeroteca. Comparto con algunos amigos la locura de los periódicos viejos. Pensamos que contienen todas las verdades, aunque tal vez sólo oculten historias muertas. Esto me pone triste, como cuando se descompone una máquina del tiempo.

Considero un pecado imperdonable aburrir al lector. Estoy seguro de que si me aburro mientras escribo, aburriré a los demás. Nunca sobra un detector de tedio: leer y releer en voz alta y sin entonación. Si no me incita, a nadie le servirá. Pasa con el artículo de la prensa, con la pieza literaria, el cuento, el capítulo de una novela. Hace tiempo que dejó de preocuparme la frontera que separa a la literatura del periodismo, en caso de que exista. Escribo en una MacBook Pro. El desorden ha empezado a ganarme terreno en el estudio. Libros y libros. Nunca encuentro el que necesito; entonces lo compro, aunque sé que en alguna parte de los libreros se esconde. De muchos volúmenes tengo dos ejemplares. Aparecerá una hora después de que termine este texto. Me refiero a una pieza extraordinaria de Tomás Eloy Martínez sobre periodismo y literatura. He invocado a San Panus, santo de las cosas perdidas y nada. Caminé un rato repitiendo en mi cabeza: San Panus, que aparezca. Nada.

Una noche de junio de 1893, Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufóo inventaron el periodismo cultural mexicano mientras caminaban por la calle oscura de Escalerilla. El director del Partido Liberal les ofreció a los escritores la edición del periódico del día domingo. Así surgió el primer suplemento literario de México: Revista Azul, ni más ni menos. Cuento esta breve historia porque de allá vengo, de la prensa literaria. Así escribo, recordando otros tiempos. Empeño la memoria en algunos de los conocimientos históricos que aprendí en las hemerotecas.

He escrito mucho periodismo. No me arrepiento. Desde hace treinta y cinco años no ha pasado una semana sin que ponga un texto en la prensa. No exagero, sé de qué hablo. Así escribo, en una discreta tradición personal que transcurre con el paso de los años. A veces me escudo en algunas frases atribuidas a García Márquez: un cuento tiene que estar escrito con la fuerza inmediata de un reportaje; un reportaje, con la profundidad y dilación de un cuento. Cierro esta incitación diciendo que no sé cómo escribo y para eso traigo a este espacio esta intuición del escritor brasileño Rubem Fonseca: “Los recuerdos que preservamos desde la infancia y cargamos durante toda nuestra vida son tal vez nuestra mejor educación, dice Aliosha Karamazov. Y si sólo uno de esos buenos recuerdos permanece en nuestro corazón, tal vez se convierta, un día, en el instrumento de nuestra salvación”. Así escribo: en busca de alguno de esos recuerdos.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Respuestas

12/Diciembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

A propósito de la aparición de El corazón es un gitano, me han preguntado mis opiniones sobre la vida cotidiana, el periodismo literario, la vida cultural, desde cuándo escribo en los periódicos. He respondido a estas preguntas como Dios me ha dado a entender. Ofrezco aquí un cernido de esas respuestas. Las primeras versiones de El corazón es un gitano aparecieron en este espacio. Las trabajé, corregí y escribí de nuevo como si fueran un solo texto. Se trata de relatos súbitos, breves estampas con su propia acción interior. Eso: relatos súbitos.

• Textos nómadas, periodismo. Si hago cuentas, volteo la cara y resulta que empecé a escribir en periódicos y suplementos culturales en el remoto año de 1977, en el viejo, legendario periódico unomásuno que dirigía Manuel Becerra Acosta. Le entregaba breves notas de libros y algunas traducciones del francés a Rojas Zea, que se encargaba de la sección de cultura. Recuerdo mi primera entrega: una reseña sobre Cosecha roja de Dashiell Hammet publicada por Alianza Editorial. Tenía 20 años. Ya llovió. Han ocurrido 33 años. Desde entonces, no han pasado una o dos semanas sin que entregue alguna nota a la prensa. Me hice en las páginas de los diarios, por eso lamento que los periódicos publiquen cada vez menos textos para leer y privilegien la imagen o el texto brevísimo.

• Recuerdo que fue Héctor Aguilar Camín quien me invitó a escribir notitas en el unomásuno, en esos años José María Pérez Gay me enseñó a leer, formé parte de un grupo de jóvenes que editó con Carlos Monsiváis un suplemento cultural, con José Joaquín Blanco entré al pasado literario de México, al siglo XIX, lugar donde aún sigo buscando fantasmas, obras periodísticas, lecciones. Trabajé con ellos haciendo periodismo, esto incluye la formación editorial. Nos hicimos editores. Siempre he vivido de escribir y de revisar las palabras de otros y ponerlas en un papel impreso. Podría poner aquí que fueron mis maestros, pero quiero evitar los comentarios mordaces.

• Los amigos que empezábamos a escribir en la prensa a principios de los 80 tuvimos la suerte de conocer a José Emilio Pacheco, a Renato Leduc, a Alejandro Gómez Arias, a Lola Álvarez Bravo, a José Luis Martínez, a Fernando Benítez, con ellos un México desaparecía para siempre. Todo esto para mí tiene dos sinónimos: periodismo y literatura. Aún pienso que cuando uno escribe busca encontrar una parte de sí mismo, la mas recóndita. El misterio último de todo trabajo creativo es la finitud de la vida, la sombra de la muerte. Sin ese misterio no hay trabajo que valga un peso; me refiero a ese momento de la vida en que uno se pregunta por el rumbo de sus días, la dirección de un libro inacabado, la búsqueda de aquello que hemos querido decir en el trayecto, el viaje. En fin, no sé si me explico: buscamos responder dos preguntas: ¿qué hacemos aquí? ¿A qué hemos venido?

• La ironía y el humor, que no son exactamente lo mismo, intentan aclarar el equívoco de la vida sin un exceso de vanidad. No quiero decir que los filósofos sean unos pesados, sino que un pliegue irónico puede revelar tanto como un sistema cartesiano. Por esta razón, Schopenhauer decía que vistas de lejos las vidas siempre son trágicas, pero que a medida que te acercas esa vida se vuelve tragicómica y, al final, simplemente cómica. Por lo demás, no concibo el humor sin su pareja de siempre: la melancolía.

•Estudié letras francesas. No fue una vocación sino un encuentro en el camino, o mejor, una emergencia. Mi madre estaba convencida de que los jóvenes tenían que estudiar un idioma. Yo venía de escuelas públicas. Muy buenas por cierto, algo que ahora es impensable, una primaria y una secundaria bien hechas te arreglan una parte de la vida, se los aseguro. Una mañana, mi madre leyó un anuncio en el periódico y encontró que en la Sala Chopin, una casa de música, un auditorio, un centro cultural, se impartían clases de francés. Las clases eran gratuitas. Muchas cosas empiezan así en la vida, en un diario, sin saber y de forma gratuita. De ahí pasé al Instituto Francés de América Latina, luego una locura: un semestre de Sorbona en la Ciudad de México y después Letras Francesas en la UNAM. Vistas así las cosas le debo a mi mamá algunas de las mejores cosas que he leído: Balzac, Flaubert, Proust, Stendhal, los Goncourt, el simbolismo, Montaigne, en fin. Cualquier cosa que sepa de la forma en que se escribe, se la debo desde luego a los libros que leí entonces y al periodismo, a lo que podría llamarse prensa literaria. Ahí empecé, ahí sigo.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Revolución sin novelas

14/Noviembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Empezaron los festejos del centenario de la Revolución. Una historia de México en unos cuantos trazos se transmitirá a través de imagen, luz y sonido en el Zócalo, un monumento renovado aparecerá en la Plaza de la República, habrá discursos a granel, recuerdos de la guerra, encomio de la violencia, retórica de los héroes, pero que yo sepa no hay una nueva colección editorial que ofrezca las obras de los novelistas que narraron ese episodio. Los organizadores del centenario se han devanado los sesos para acercar a las multitudes los momentos culminantes de la lucha armada y a ninguno de nuestros editores estatales se le ocurrió concebir nuevas ediciones críticas, masivas y baratas de los escritores a quienes debemos la memoria de esos años violentos. Tendremos un centenario de la Revolución sin novelistas.

La historia es la novela de los hechos, y la novela es la historia de los sentimientos. Este aforismo de Helvetius define lo que se ha llamado Novela de la Revolución, el entramado narrativo que empieza con la caída de Porfirio Díaz y avanza hacia el episodio armado hasta su consolidación institucional. Esa literatura no fue el elogio de la vida revolucionaria; por el contrario, la Novela de la Revolución es el testimonio desencantado, amargo y triste de la destrucción y de la guerra. Las obras que se han agrupado bajo este nombre oscilan entre la autobiografía y el diario de campaña de los testigos que narran su participación en la guerra civil, su paso entre la devastación y la muerte. En sus aspiraciones épicas, estas novelas renuevan el lenguaje, crean un público lector que se reconoce en el pasado inmediato, se acercan al gran tema y al gran actor de los tiempos: el estudio de “el pueblo” y el retrato en acción de la fuerza indomable de “los caudillos”.

La crítica ha fijado una línea del tiempo en la cual la Novela de la Revolución se inicia con Andrés Pérez Maderista (1911), de Mariano Azuela, y se desvanece en obras modernas como Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes. En la vasta obra de Mariano Azuela, 23 novelas, el periodo revolucionario lo ocupan: Los de abajo (1916), Los caciques (1917), Las tribulaciones de una familia decente (1918) y Domitilo quiere ser diputado (1918). El mismo impulso épico, la misma vocación narrativa, el mismo asombro pesimista comparten Rafael F. Muñoz en ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931) y Se llevaron el cañón para Bachimba (1941); Gregorio López y Fuentes en Campamento (1931) y ¡Mi general! (1934); Mauricio Magdaleno en El Resplandor (1937) y El compadre Mendoza (1936); José Rubén Romero en Apuntes de un lugareño (1932) y La vida inútil de Pito Pérez (1938); Agustín Vera en La revancha (1930); Francisco L. Urquizo en Tropa vieja (1943); Jorge Ferretis en Tierra caliente (1935); Nellie Campobello en Cartucho (1931). Pero la visión más profunda de la Revolución, la creación de un mundo, la luz meridiana de ese México y la prosa más poderosa la escribió Martín Luis Guzmán.

Durante muchos años hemos leído la obra de Martín Luis Guzmán como un testimonio, como un registro en clave de varios momentos álgidos del México revolucionario. En sus novelas el público buscó, por un lado, revelaciones de la trama secreta de la vida del país y, por el otro, el escándalo de la sangre y la barbarie armada que ningún periódico de la época alcanzaba a referir. Con el paso del tiempo hemos aprendido a leer en Martín Luis Guzmán una obra anterior y superior literariamente a su valor histórico. Su maestría narrativa lo lleva más allá de sus temas, a la zona donde el novelista puro vuelve materia perdurable todo lo que pasa por sus manos.

Cada vez es más tangencial que La sombra del caudillo (1930) se inspire en los crímenes reales de la Revolución, y que El águila y la serpiente (1928) dé cuenta de la violencia revolucionaria. Estos libros perdurarán incluso cuando sus referentes verdaderos sean un recuerdo vago, o ya mejor iluminado por los historiadores en la memoria mexicana.

No sé muy bien como entré en esta enumeración de novelistas, quizá para demostrarme a mí mismo que detrás de los fastos del centenario de la Revolución se oculta un cuerpo literario al cual habría valido la pena darle un lugar, una nueva salida, un nuevo nombre. Descuidamos nuestra memoria, por eso de pronto no sabemos bien a bien quiénes somos.

domingo, 10 de octubre de 2010

Vargas Llosa

10/Octubre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Vargas Llosa fue rápido y certero cuando dijo que la Academia Sueca premió su obra y al mismo tiempo al idioma español. Me pregunto entonces si pueden premiarse una época, unos años. Bien pensado podría tratarse de un reconocimiento a una edad que ha desaparecido, a una forma de vivir la cultura. Me refiero a una emoción que se ha perdido, o desplazado su búsqueda hacia el mercado o el mundo del espectáculo o simplemente hacia algún punto de la revolución tecnológica de los últimos 40 años. Sé que eran impensables la magia de la información instantánea, la rapidez de vértigo en la que el gusto apenas tiene tiempo para elegir su asunto.

Hablamos de algún lugar de los años 70. Busco al azar en la memoria: había que encontrar algo esencial en las películas de Godard, en las historias de Fellini, en las profundidades de Bergman, en los retratos históricos de Visconti. Quizá exagero a través del tiempo (cada quien recuerda de un modo diferente, ésa es una de las maravillas de la literatura), pero es probable que todos los misterios de la vida deambularan en unos cuantos libros que leímos en primeras ediciones y llegaban a las mesas de las librerías Hamburgo, Zaplana, de la UNAM, de Cristal, el Ágora. A ese mundo irrepetible pertenecían las obras en marcha de Cortázar, Onetti, Borges, Bioy Casares, Rulfo, Fuentes, García Márquez. Fumamos miles y miles de cigarrillos pasando las páginas de las novelas de esos escritores entre lo que se encontraba desde luego Mario Vargas Llosa. Si hablo de los años 70 entonces teníamos que tener en las manos Pantaleón y las visitadoras, de 1973, o La tía Julia y el escribidor, de 1977, el mismo año por cierto en que Woody Allen estrenó una historia de amor y neurosis, de recuerdos y sueños imposibles: Annie Hall. Recuerdo que el psicoanálisis era una pastilla efervescente en la desdicha de la vida y las ciencias sociales estallaban en teorías, utopías, batallas y quién sabe qué otras ilusiones perdidas.

En el ensayo Las alusiones perdidas, Monsiváis se preguntaba en qué momento la literatura dejó de ser el centro inapelable de la cultura. Más todavía: ¿en qué momento la lectura y la cultura pasaron a formar parte del tiempo libre mientras que los medios y la industria del entretenimiento se convirtieron en la realidad misma? He vuelto a preguntarme esto mismo revisando mis viejos libros de Vargas Llosa.

Por cierto, busco en los libreros varios ejemplares sueltos de la obra de Vargas Llosa pero no aparecen por ninguna parte. Siento una extraña culpa pues los de Cortázar y los de Onetti están en su lugar, quizá los he defendido a través de los años con más decisión. Asocio estas ausencias con el modo en que leí la obra de Vargas Llosa. Conozco bien el primer ciclo, por llamar así a las novelas de los años 70 que se inicia con Los jefes, (1959) y convierten a Vargas Llosa en el potente novelista que sería a lo largo del tiempo y en el escritor profesionalísimo que este año publicará El sueño del Celta. 51 años de creación. Las novelas de ese ciclo, decía, son: La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966), Los cachorros (1967). Le perdí el paso a esa obra que crecía sin pausa después de leer Conversación en la catedral (1969) y La guerra del fin del mundo (1981). Pasaron frente a mis gustos pedantescos ¿Quién mató a Palomino Molero (1986), El hablador (1987) y Lituma en los andes (1993). Años después volví a persuadirme de que estaba ante una obra única, había pasado aquel compás de espera: La fiesta del Chivo (2000).

Tres libros que leí rápido, hechizado por el conocimiento literario y el ejercicio del ensayo conversado: La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975), La tentación de lo imposible. Los miserables de Víctor Hugo (2004), y El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2008). En el ensayo, Vargas Llosa ha validado la máxima de Sainte-Beuve: un crítico es alguien que enseña a leer a los demás; hay que añadir que ese magisterio es imposible sin generosidad.

Hace algún tiempo Vargas Llosa explicó su obra en unas cuantas palabras: “nunca permití que se apagará en mí el fuego de la creación”. Puestas así las cosas, el Premio Nobel reconoce una larga aventura creativa, un idioma y una época que desapareció sin que nos diéramos cuenta, quizá porque como dijo Eliseo Alberto todo está siempre en peligro de extinción.

domingo, 3 de octubre de 2010

Periodistas centenarios

3/Octubre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Los periódicos del siglo que subía el telón no quisieron perderse la aventura más arriesgada y cierta de esos años: la sucesión presidencial de 1910. Dos años antes, Porfirio Díaz le había confesado a James Creelman en una entrevista publicada en Pearson’s Magazine que no participaría en los comicios por la presidencia. Como suele pasar cuando las instituciones se derrumban, la sociedad le asignó a la prensa las funciones que deben cumplir los partidos políticos, los activistas, los fiscales, a esto llaman algunos prensa crítica y combativa. La euforia se adueño de las páginas opositoras, los aires del cambio transformaron incluso las redacciones menos comprometidas con el tañido de la campana que sonaba como un final de época.

Durante la larga paz porfiriana, Díaz recurrió muchas más veces a la intriga y al soborno que a la violencia para destruir diarios desafectos a su política. Pocas veces destruía imprentas y secuestraba ediciones, pero a partir de 1910, la vejez del dictador lo hizo cambiar de ideas. El año de 1893 abrió un pasaje definitivo en las relaciones entre el Estado y la prensa. En abril, el presidente mandó cerrar El demócrata porque en su folletón -la parte inferior del diario- se publicó un reportaje firmado por Heriberto Frías en el cual se contaba el trato que habían recibido los rebeldes de Tomóchic. Por cierto, se ha publicado una nueva edición de un estudio excepcional, único en su género, sobre este episodio que cuenta hasta la última fibra de este famoso caso, se trata de Los doblados de Tomochic de Antonio Saborit (Cal y Arena, 2010).

En ese tiempo, Díaz ordenó clausurar La Oposición. El clima político conoció días espesos; en 1901 la Confederación de Clubes Liberales formada en San Luis Potosí impulsó la publicación del semanario Regeneración que los hermanos Magón fundaron un año atrás. La prensa de oposición de principios de siglo tiene un trágico aire de desesperación y ansiedad. El primer hecho violento incita siempre a una secuencia de coacciones y excesos. Una vez decidido a barrer con sus opositores de papel y tinta, la mano se le soltó al general Díaz: en 1900, el Congreso de Clubes Liberales decidió reunirse en San Luis Potosí, pero nunca se reunieron, la persecución se los impidió. Además, sus órganos de difusión, El Porvenir y El Renacimiento fueron suprimidos, los redactores de Regeneración habían sido encarcelados. Por si fuera poco, Daniel Cabrera aceptó cerrar El Hijo del Ahuizote a cambio de la seguridad de sus colaboradores y la suya propia. Nuestros periodistas centenarios no podían saberlo, pero las distintas puertas de la libertad que se cerraban abrían el gran portón de la guerra civil.

En ese fuego ardieron los periodistas y escritores que se ganaban la vida en las páginas de La Libertad, El Partido Liberal, El Imparcial, El Diario del Hogar, El Combate o El Demócrata. La bohemia y el decadentismo fueron las lanzas que rompieron los prosistas jóvenes para ingresar con el corazón negro al siglo XX. Ellos son: José Juan Tablada, Bernardo Couto Castillo, Rubén M. Campos, Alberto Leduc, Francisco M. Olagulíbel, Jesús Urueta, Ciro B. Ceballos, Jesús E. Valenzuela, Amado Nervo, Luis G. Urbina. No deja de ser paradójico que esos periodistas crecidos bajo la sombra mítica de los relatos del triunfo de la República, de las huestes porfirianas entrando a la capital en los 70 del XIX, no deja digo de ser paradójico que presenciaran al advenimiento de la guerra de la que daban cuenta los diarios. En su momento, la mayoría de estos periodistas fueron antimaderistas y más tarde partidarios del golpe de Victoriano Huerta cuando no huertistas definitivos.

Eran muchos los periódicos que se publicaban y muy pocos los lectores. La sociedad porfiriana estaba lejos de la cultura escrita. Amado Nervo, uno de los periodistas más extraordinarios de fines de siglo XIX, no pudo resistir la tentación de definir a la prensa. En 1896 interrumpió el orden de sus crónicas, Fuegos fatuos, para escribir:

“Seamos más cautos en eso de escribir primores del periodismo. Será éste un arma valiosa para el que esgrimirla sabe, como podría serlo cualquier otra cosa; mas en lo general, hoy por hoy en este país, vale más ser corista del Principal que paladín de ideas que no digiera aún el pueblo, de principios que no entiende, de ideales que no columbra su pupila miope.”

Los periodistas centenarios consumaron en las páginas de los diarios en los cuales escribieron un prodigio infrecuente en nuestros modernos periódicos, ofrecer con el mejor lenguaje posible “una fotografía diaria de las cosas del mundo”. Ellos supieron, como decía Tomás Eloy Martínez, cuándo era más importante un gato en las escaleras de un palacio municipal que una crisis en los Balcanes y usaron sus asombrosas plumas pensando en el lector antes que en nadie. Como verán, no todo en el centenario de la Revolución es Villa y Zapata.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Hace cien años, la prensa

26/Septiembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Brotarán hasta de las piedras las imágenes y los textos para conmemorar el centenario del inicio de esa guerra civil que conocemos como Revolución Mexicana. Colaboro a ese atasco histórico con algunos apuntes sobre el periodismo mexicano de hace cien años. Durante mucho tiempo se extendió la idea heroica de que la prensa de 1910 manaba tinta revolucionaria. Falso. La mayoría de los periódicos era un desprendimiento de la paz porfiriana. Las páginas de esos diarios incluían la crítica, pero sobre todo se dedicaban a admirar los últimos momentos del régimen de Díaz.

Las dos imágenes finales del periodismo mexicano del XIX suceden en el XX. Se trata de estampas violentas y desesperadas. Una de ellas recoge los pasos de un terco, infatigable anarquista, la sombra de Ricardo Flores Magón iniciando en 1904 la segunda época de Regeneración. El semanario alcanzó una fuerza que su propio creador nunca imaginó. En Saint Louis Missouri el diario llegó a imprimir 30 mil ejemplares de los que una parte considerable circulaba clandestinamente en México. Al final de esa aventura, Flores Magón fue capturado y el periódico suprimido. La otra imagen cabe en dos palabras: incertidumbre y rebelión: El Imparcial, que durante años simbolizó la prensa moderna, producto del progreso industrial porfiriano, fue arrasado por las tropas zapatistas en 1912, una parte del edificio porfiriano se caía a pedazos.

La edad apacible de la modernización produjo varios periodismos. Una posible división de ese enorme buque de papel sería más o menos así: primero, la esperanza, los años de construcción que van de 1876 a 1888. En ese tiempo de ilusiones, la prensa no fue muy distinta de la liberal-militante, era libre y las instituciones más batalladoras, El Siglo XIX y El Monitor Republicano aún no perdían su poder crítico; se funda además, El Diario del Hogar de Filomeno Mata en 1881 y El Tiempo de Victoriano Agüeros en 1883 -uno liberal, el otro católico-. El patrocinio directo fue una de las armas más eficaces que usó Porfirio Díaz; subvencionando compitió y arruinó a la vieja prensa peleonera. Así, en 1878, un grupo de escritores fundó La Libertad, la casa del positivismo.

La segunda etapa de la prensa de esos años fue la del entusiasmo; va de la llegada de los “científicos”, en 1888, a la cuarta reelección de Díaz, en 1893. Los diarios fueron entonces menos libres; la figura presidencial, monárquica y su autoritarismo feroz. El comentario crítico desaparece de los periódicos y la oposición vive el trajín de las persecuciones y las visitas a la cárcel de Belén. Los diarios que alcanzaron mayor vuelo en esos años fueron El Partido Liberal, que se fundó en 1880, y El Universal (1890). Si la voz política se esfuma de las columnas, la literatura aparece con una fuerza inopinada.

La tercera fue la industrial y, también, la de la desilusión; avanza rumbo al desmoronamiento del régimen a partir del año 1896 y va a parar al nuevo siglo, en el turbulento 1907. Se trata de un sueño vencido, del derrumbe de la mentira porfiriana enamorada de sí misma. El líder, el máximo entrepreneur de los linotipos y las imprentas, es Rafael Reyes Spíndola, quien importa técnicas nuevas de periodismo norteamericano, encumbra al reporter, impulsa la interview y arrincona a los escritores como si fueran adornos prescindibles, anacrónicos, inútiles.

No toda la prensa sucumbió a la obsesiva idea del progreso: la suma de esos años trajo, también, muchos periódicos de oposición: los desconfiados, los aguafiestas que no entraron al banquete de la esperanza. Pero el fundamento de esa prensa vivió de una doble paradoja: fueron los desesperanzados y, en realidad, los que más se alimentaron de esperanzas; fueron los desilusionados y, a pesar de la crítica que los hacía editar esforzadamente, los verdaderos soñadores de la empresa periodística. Así, El Diario del Hogar, El Monitor Republicano, El Hijo del Ahuizote, entre los liberales, y El Tiempo o La Voz del Pueblo entre los católicos, se convirtieron en portavoces de la secreta confianza en el cambio inesperado. Esa línea de periodismo batallador tuvo su momento culminante en 1893, cuando aparecieron El demócrata, La Oposición y La República Mexicana. Obtuvieron con sus páginas logros insólitos; por ellos, se removieron gobernadores y cayeron regidores. Pero Díaz no se los perdonó.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Lizardi

19/Septiembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

No deja de asombrarme en los festejos del Bicentenario la incapacidad para celebrar nada que no sea la historia de bronce. No he leído una sola mención dedicada a la vida de la Nueva España y a las creaciones del naciente siglo XIX. Salvo el barco de papel de El Diario de México, fundado en 1805 gracias a Jacobo de Villaurrutia y Carlos María de Bustamante, nadie quiso recordar una pizca de la poesía neoclásica que se publicaba precisamente en las páginas de El Diario de México cuando lo dirigió Juan Wenceslao Barquera, no leí en estos días bicentenarios ni una palabra sobre las Gazetas, en fin, sólo cañonazos y loas a la gesta heroica. Pero el mayor asombro radica para mí en el hecho de que ningún periódico le haya dedicado en estos días al menos una semblanza a uno de sus ancestros fundamentales: Lizardi.

El periodismo insurgente fundó las letras de combate de la prensa en México, pero fue Lizardi quien encarnó la figura del primer periodista de la Nueva España. Más que ningún otro escritor de la época, José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) es hijo directo de Cádiz: nueve días después del anuncio oficial de la Constitución aparece el primer número de El Pensador Mexicano. Dos meses después de la proclama, Fernández de Lizardi es encarcelado y la libertad de prensa suprimida.

Ese periodista será fervoroso partidario de un alto oficial criollo, perteneciente a una familia de hacendados, que combatirá y pactará con Vicente Guerrero: Agustín de Iturbide. Luis González y González escribió que la ciudad de México ha tenido siempre debilidad por las entradas triunfales, así Lizardi con las tropas del ejército de las Tres Garantías. En 1825 se le otorgó el grado de capitán, por supuesto de espada virgen, y se le encomendó la dirección de la Gazeta. Las cartas de vida muestran episodios de cárcel, excomunión, miseria, persecuciones y una hazaña que fundó una tradición cultural.

Lizardi escribió una obra vastísima. Entre 1812 y 1827 inventó y escribió nueve periódicos: El Pensador Mexicano (1812-1814), La Alacena de Frioleras (1815-1816), Los Cajoncitos de la Alacena (1815-1816), Las Sombras de Heráclito (1815), El Conductor Eléctrico (1820), El Amigo de la Paz y de la Patria (1822), El Payaso de los Periódicos (1823), El Hermano del Perico que Cantaba la Victoria (1823), El Payo y el Sacristán (1824-1825), Correo Semanario de México (1826-1827). Paralelamente escribió folletos (1811-1826) —Luis González Obregón registra más de 300—, Poesía (1811), Fábulas (1817), teatro y cuatro novelas: El periquillo sarniento (1816), La Quijotita y su prima (1817), Noches tristes y día alegre (1818) y Vida y hechos del famoso caballero Catrín de la Fachenda (aprobada por la censura en 1830 y publicada en 32).

El tejido de esa obra muestra una amplia crónica de la Nueva España: relatos y opiniones del gobierno, de sus leyes, de la ciudad y sus habitantes, de sus malestares, de sus lugares. La prosa narrativa de Lizardi aspira a descubrir la esencia de las costumbres, el mosaico de algo que podría llamarse, en principio, identidad mexicana. El casi inabarcable trabajo periodístico lizardiano puede dividirse en dos etapas que son, a su vez, la evolución política y literaria de Lizardi: una, la que inaugura El Pensador y cierra con los últimos números de Los Cajoncitos de la Alacena. Luego hay un intermedio novelístico. La segunda va de El Conductor Eléctrico al Correo Semanario de México. La primera habla del escritor obsesionado en dos defensas: la libertad de imprenta y la Constitución de Cádiz. Frente a la censura, Lizardi insinúa, se oculta en temas que parecen triviales —la experiencia, la belleza, el egoísmo—. La otra cubre un Lizardi decididamente narrador y un político definido: la Inquisición y la Constitución son los temas centrales.

El mejor de sus periódicos, El Payo y el Sacristán, el más literario, despliega su habilidad para el diálogo, el perfil de tipos populares y costumbres mexicanas, el tema eclesiástico-militar y el advenimiento de la república. Con esta madera esta hecha la proeza cultural de Lizardi.

A muchos observadores de la realidad de nuestros días les resulta difícil entender que cuando las naciones se convulsionan y hay violencia, inseguridad, incluso desconcierto, al mismo tiempo ocurren muchas cosas, creaciones por donde pasa la vida misma. Me explico: mientras Hidalgo encabezaba a la turbamulta enardecida, mientras Morelos realizaba la campaña del sur, Lizardi fundaba el periodismo de México. No hay análisis político o crónica de época que pueda evadirse de esta ley de la historia.