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domingo, 15 de septiembre de 2019

En el centenario de Zozobra (1919)

15/Septiembre/2019
Confabulario
Ernesto Lumbreras

Después de los multitudinarios funerales del poeta Amado Nervo, inhumado el 14 de noviembre de 1919 en la Rotonda de los Hombres Ilustres, ceremonia presidida por Manuel Aguirre Berlanga, Ministro de Gobernación, Ramón López Velarde toma un libre a las afueras del Panteón de Dolores y se dirige a una imprenta por el rumbo de La Lagunilla. Al llegar al taller, el olor renacentista de la tinta despierta a su corazón, lo pone en estado de alerta. De pronto, se siente un personaje de una novela de Balzac, entre monos tipógrafos y osos prensistas. Camina con pasos de detective entre los corredores que forman las grandes máquinas observado por los obreros que bromean a sus costillas: “Oye mano, y este lagartijo ¿de dónde salió?” “Tiene facha de chafirete de carroza muertera.” “Buenos días licenciado, recomiéndeme a su sastre.” El poeta apenas si se inmuta, a todos les sonríe, incluso, saluda a algunos operarios con un fuerte apretón de mano. En el área de encuadernación están ordenadas en pilas las capillas de su libro en espera del pegado y del cocido. Con curiosidad infantil y cierta timidez, López Velarde toma un ejemplar; antes de hojearlo, se lo lleva a la nariz y lo huele con los ojos cerrados. Aunque el libro está intonso puede leer el poema pórtico que Rafael López escribió en su honor. Repasa la primera cuarteta y cavila un pensamiento: “Mmm, con que he burlado al solemne dios, el lugar común. Veremos Rafail, veremos qué dice la canalla.”

El encargado del local, lo baja de su nube platónica, meciéndole el hombro al tiempo que le entrega, en vuelto en papel estraza un paquete con los primeros 10 ejemplares de Zozobra. El abogado consultor sale de la imprenta como si cargada un pastel con las velas encendidas o llevara en una bandeja de plata la cabeza cercenada de Tórtola Valencia. Está eufórico de felicidad y preocupación. En realidad, en sus manos de pianista, lleva una bomba poderosa y destructora.

Baja al centro de la ciudad, rumbo al Zócalo, caminando por la calle Jesús Carranza, el hermano del Presidente, personaje de infausta memoria. Avanza y medita. Medita y avanza. ¿A quién dedicará el primer ejemplar de su segundo libro? ¿A Margarita Quijano? ¿A Manuel Aguirre Berlanga? ¿Al Dr. González Martínez? Marcha sin prisa por la acera sombreada hasta llegar a la esquina de la Escuela Nacional Preparatoria. Ha quedado de encontrarse en el Salón Rojo con los antiguos bohemios, Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma, pero todavía es temprano para la cita prevista a las 3 de la tarde. Desciende entonces por la calle de Donceles hasta llegar a San Juan de Letrán y se detiene en la puerta de una casona que tiene un balcón con geranios y agapandos. Como si fuera un santo y seña en clave Morse, toca la aldaba tres veces. Mientras abren el portón, baja el ala de su sombrero para cubrirse el rostro y no ser descubierto infraganti por un conocido al momento de entrar a una casa de mujeres en kimono. Una muchacha recién bañada, con una toalla a modo de turbante, enfundada en una bata azul de oriental zafiro abre la puerta y lo invita a pasar tomándolo de su mano izquierda. El salón de sillones solferinos vacíos, huele a sándalo y anís. Antes de ponerse cómodo, el poeta coloca su paquete en la mesa de centro. Su anfitriona imagina que el Licenciado López Velarde ha traído un regalo para todas las muchachas y se abalanza sobre el envoltorio y lo abre rasgando con sus manitas el papel de estraza. Justo, en ese momento, han bajado por una escalera de mármol y ónix, otras nueve chicas más, vestidas a la moda romana del periodo de la decadencia. Cada una, entre bulla de fiesta, coge su ejemplar de Zozobra y agradece el obsequio plantándole un beso de carmín en la mejilla. Sin reclamos ni objeciones, el poeta recibe en su carne morena esos labios de tulipán y seda para luego, con la estilográfica de firmar acuerdos en el Ministerio, estampar cariñosa dedicatorias a Marlene, Rubí, Sisi, Lola…


*
Con un diseño exclusivamente tipográfico, letras rojas y negras sobre un forro en la gama del rosa coral, la portada de Zozobra luce elegante y sobria. Con número romanos se indica, abajo y en el centro de la caja del libro, el año de la edición: MCMXIX. El segundo libro de Ramón López Velarde comenzaría a circular a finales de noviembre y formaba parte del catálogo de México Moderno perteneciente a la colección de la Biblioteca de Autores Mexicanos Modernos; en esa joven colección aparecieron, ese mismo año de 1919, La existencia como Economía, como Desinterés y como Caridad de Antonio Caso, La fuga de la quimera de Carlos González Peña y Con la sed en los labios de Enrique Fernández Ledesma. Ahora sí, con el libro en las librerías y en las redacciones de los periódicos hay mucha tela de donde cortar. En pocas semanas, la segunda obra velardiana formó grupos antagónicos, simpatizantes de las nuevas audacias líricas y nostálgicos que reclaman la repetición de un bucolismo ingrávido y de balbuceante sensualidad.

En los diálogos imaginarios de Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde, Guillermo Sheridan pone en boca de Enrique Ledesma estas palabras como para complementar la tesis de Rafael López sobre la búsqueda fúnebre de Fuensanta tras las rupturas con Margarita Quijano y Fe Hermosillo: “Puede ser. Zozobra, que estuvo listo para la imprenta en febrero de 1919, es un libro que da indicios para suponer que así sucedió.” 1 Para remarcar algunos puntos, López agrega: “Zozobra apareció a finales de abril de 1919, si mal no recuerdo. La mayoría de los comentaristas elogiaron los poemas que, a su entender, continuaban la línea provinciana y cargaron la mano sobre los que les parecían impenetrables.”2 Concuerdo con las dos reflexiones de Sheridan, pero insisto, el segundo libro del jerezano salió de imprenta a principios de diciembre y comenzó a circular en librerías y mesas de redacción en el último bimestre del año.3 Las primeras reseñas del libro coinciden con tal cronología: el comentario escéptico y puntilloso de González Martínez apareció el 28 de diciembre en El Heraldo de México y el favorable y consanguíneo de Genaro Fernández MacGregor se publica en El Universal el 1 de enero de 1920. Para añadir un punto más a mi aseveración cronológica, leo el artículo “Poeta en zozobra” de Alan-Paul Mallard sobre un ejemplar autógrafo de la primera edición del libro. La dedicatoria es la siguiente: “A mi querida amiga Luz Pruneda, cariñosamente, Ramón López Velarde, México (sic), 8 de enero 1920.” Nos informa Mallard que esa amiga especial del escritor fue su tía abuela, por el lado materno, y se desempeñaba como su secretaria donde el autor de La sangre devota colaboraba desde 1917. Para multiplicar los bonos de ojo alegre del poeta, recuerda el articulista, que la tía contaba a la familia el cortejo que padecía, entre burlas y veras, de parte de su inspirado y tenaz jefe: “El poeta cortejaba a su agraciada y joven secretaria. Una y otra vez la requería de amores, siempre en vano: ella oía y desoía su pregón embustero. Una vez el poeta, ya desesperado, la tomó por ambas manos y le dijo:


—Bueno, Lucita, ¿cómo vamos a hacer? Me gusta TODA Usted. Me gustan sus ojos, me gusta su boca, me gusta su frente, me gustan sus manos, me gustan sus pies.
Ella se soltó, algo avergonzada. El poeta en zozobra, jugándoselo todo, arriesgó:
—¿Qué de veras no le gusta NADA mío?
Lucita se lo pensó un poco y, esquiva, le respondió:
—Sus manos no están tan mal…4


*
Con la objetividad concedida por el tiempo, varias décadas después de publicado este libro, la visión crítica de Saúl Yurkievich puede describir y valorar el tránsito de la lírica verlardeana:

“Desde el sentimentalismo candoroso de La sangre devota a la agudeza psicológica, a la perspicaz mirada interior de la agudeza Zozobra, López Velarde se especializa en la captación del discorde, disconforme polimorfo que su conciencia desgarrada aloja, se aplica a representar vívidamente su plurivalencia díscola y su dispar movilidad.”5

Aunque esto último es confuso y hasta enigmático, la lectura de Yurkievich subraya el salto cualitativo entre el primero y el segundo libro del poeta, torna más comprensible su poética personalísima y entrañable que el crítico uruguayo identifica en estos términos: “Morada del ser íntimo, la poesía es el espacio de la revelación de sí mismo.”6 En este territorio de la autoexploración, los poemas de Zozobra son exámenes sin reservas, un buceo a las aguas profundas de la conciencia y del deseo, de la ensoñación y de la realidad, del amor y de la muerte. Los paisajes descritos, las escenas relatadas, nos proyectan una representación externa con varios trasfondos y veladuras; la trama y la secuencia de imágenes de estos poemas surgen del interior del lenguaje, desplazamientos de las conciencia en una afán de reordenar provisionalmente, de adentro y hacia afuera, el caos del mundo. El primero que colocó la obra de López Velarde en un lugar de excepción, en un orbe fundacional, fue Xavier Villaurrutia: “En la poesía mexicana, la obra de Ramón López Velarde es, hasta ahora, la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta del hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religión y de la muerte.”7

Para un posible cotejo de las consignadas excentricidades y hermetismos del segundo libro de López Velarde, unos pocos lectores mexicanos de la época se toparon con las novedades de José Juan Tablada publicadas en Venezuela: Un día… Poemas sintéticos (1919) y Li-Po y otros poemas (1920). Algunos críticos han abordado la paulatina asimilación del jerezano en torno a la concreción visual de los haikus de Tablada, trasladada por ejemplo en algunos endecasílabos de “La suave Patria”. En ese año de reformulaciones estéticas, el de 1919, el joven Gerardo Diego bautizado ya en las espumas del Ultraísmo, impartió la conferencia “La nueva poesía” en Santander y Bilbao; ciertamente no conocía ni Zozobra como tampoco los dos mencionados títulos, no obstante, en su alegato por una estética novedosa y de avanzada, remarcó elementos de la poesía emergente que también distinguían la obra de este par de mexicanos —lo enigmático, lo simultáneo, lo irónico arbitrario, por ejemplo—, mecanismos de expresión que marcarían un golpe de timón en la poesía mexicana.

Aunque con fecha de 1918, comenzó a circular en Lima a partir de julio de 1919 Los heraldos negros de César Vallejo, un libro que también como el López Velarde despide la estética modernista y anuncia otra. Cuatro años menor que el mexicano, el poeta peruano en su obra inicial recrea aires de familia en común con el mexicano, en particular con La sangre devota. La sintonía espiritual y de paisaje provinciano, entre el Santiago de Chuco y el Jerez velardeano, no obstante sus marcadas diferencias, coincide en varios poemas de los dos autores. Dice Vallejo en “Aldeana” a propósito de las esquilas del campanario: “en el aire derrama / la fragancia rural de sus angustias.” En otros textos, por ejemplo, “Dios”, aparece un afán sacrílego que debe mucho a la moda impuesta por Baudelaire: “hoy / que en la falsa balanza de unos senos / mido y lloro una frágil creación.” El joven López Velarde gustó de estos rituales heresiarcas donde espíritu y carne se reconcilian al llamado de Eros. Asimismo, una lectura atenta nos puede llevar al reconocimiento de cierto gusto por la adjetivación osada e infrecuente, tan cara al mexicano. El autor de Trilce, trama estas asociaciones en su primer libro: “la humana ecuación”, “la gema tempestuosa y zaina”, “el suicidio monótono de Dios”, “la lira enlutada”, “la silueta calmosa”, “panes tantálicos” y otras más. Descarto que el escritor peruano conociera la obra del autor de Zozobra, al menos, antes de 1921. Todavía es más improbable que López Velarde haya conocido Los heraldos negros. Sin embargo, considero necesario y atractivo vincular la literatura lópezvelardeana con la de otros autores coetáneos con los cuales compartió las filias y las fobias de la época, las inercias impuestas por el canon y la estrategias para librarse del pernicioso gusto literario impuesto por el mismo. En esa misma perspectiva, las correspondencias de nuestro poeta con los libros, la vida y la leyenda del venezolano José Antonio Ramos Sucre avivan la curiosidad para llevar un careo, no sólo desde la superficie histórica y de la vida privada de estos dos escritores hispanoamericanos. Desde hace poco más de dos décadas, la obra del nacido en Cumaná en 1890, resultó todo un descubrimiento para los lectores no familiarizados con la literatura de la nación del Orinoco. En las dos orillas del castellano, el autor de Las formas del fuego es ahora una referencia capital para entender una aventura personalísima y solitaria que ya es “otra cosa”, muy distinta de la que los manuales denominan posmodernismo. Como López Velarde, el de Venezuela también nació bajo el signo de Géminis, estudio Leyes, trabajó como empleado público y se mantuvo soltero. Después de la publicación de Zozobra, el mexicano tuvo la perspectiva reunir una colección de prosas, incluso manifestó el título para ese volumen: El minutero. Si la obra del jerezano ha sido leída desde equívocos y limitaciones —poeta católico, vate nacional o canto de la provincia—, el cumanés también ha padecido lecturas reduccionistas. Anota Guillermo Sucre al respecto: “No deja de asombrar que sus textos hayan sido considerados simplemente como prosa.”8

Como en los textos prosísticos del mexicano, en los textos del venezolano hay también una exigencia de la escritura donde ritmo, sentido y visión forman una misma trama, urdida en un sistema de composición muy parecido al de la escritura poética. Pervive en ambos casos, para decirlo con palabras del crítico Sucre, “un tratamiento intenso del lenguaje”, más allá de que las piezas literarias en cuestión tengan una inclinación hacia el relato, el ensayo o la crónica. Me parece que sobre este punto, la crítica velardeana ha separado no sólo con una intención genérica su prosa y su poesía. Prueba de lo anterior es que ninguna antología de la poesía mexicana ha antologado, en la muestra de López Velarde, sus poema en prosa en compañía de sus poemas en verso.


Notas:
1. Sheridan, Un corazón adicto, 196.
2. Ibid., 197.
3. El colofón de Zozobra consigna que el libro se imprimió el 6 de diciembre de 1919 en la Imprenta Murguía.
4. Mallard, Alan-Paul, Letras Libres, 15 de junio de 2010. Artículo en la red: https://www.letraslibres.com/mexico-espana/poeta-en-zozobra (Revisado el 16 de enero de 2019).
5. Poesía de Ramón López Velarde, edición de Saúl Yurkievich, 1992, p. 28.
6. Ibid., 27.
7. Poemas escogidos de Ramón López Velarde, Estudio de Xavier Villaurrutia, Cvltura, México, 1935, p. 32. Esta misma introducción se repitió en el volumen antológico, El león y la virgen, que la Imprenta Universitaria publicaría en 1942 incorporando nuevas piezas líricas a la muestra.
8. Ramos Sucre, Obra poética, 11.


Adelanto del libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921 de próxima publicación bajo el sello de Calygramma, con el apoyo del apoyo del FONCA en su convocatoria 2018.

domingo, 8 de julio de 2018

Alí Chumacero, la trágica armonía

8/Julio/2018
Confabulario
Ernesto Lumbreras

El 1 de julio de 1918, después de 13 años de ausencia, el poeta nayarita Amado Nervo, pone pie en territorio nacional. Desde el Puerto de Veracruz envía telegrama al General Cándido Aguilar, ministro de la Secretaría de Relaciones Exteriores, anunciando su arribo a México en la expectativa de recibir en la capital su nueva misión diplomática. Poco días antes de tan relevante acontecimiento, el 9 de julio, nace Alí Chumacero Lora (1918-2010), en Acaponeta, pueblo situado a 120 kilómetros de Tepic. La coincidencia del retorno del más popular de nuestro líricos con el nacimiento de uno de los poetas de mayor complejidad discursiva —y en consecuencia, autor de una selecta y fiel minoría—, proyecta un relevo simbólico de estafetas entre estos dos autores tan lejanos en vida como en obra. No obstante esas diferencias, el lugar del poeta de En voz baja (1909) siempre tuvo un lugar dominante en la biblioteca del escritor de Páramo de sueños (1956) como en sus trabajos y reflexiones de crítica literaria.

En aquel momento, el poeta modernista estaba por cumplir 48 años; nunca recuperado de la pérdida de su “amada inmóvil”, tal vez intuía que el hilo de la vida no le alcanzaba para otro ciclo solar como infelizmente ocurrió en mayo de 1919. En cambio, para el recién nacido, la generosidad de las Parcas habían dotado una madeja de 92 vueltas al astro rey. Siempre orgulloso del paisanaje común, Chumacero no escatimó elogios para la obra de su coterráneo: “Amado Nervo es el intelectual reflexivo, el prosista acertado, el poeta hondísimo, el hombre sereno que nuestra historia literaria reconoce como una figura que, a la lucidez y a la inteligencia, unió la más vehemente pasión por un mundo no siempre acorde con sus deseos.”1 Ahora, cien años después de aquel cruce en la realidad de los mortales de estos dos escritores, el centenario del poeta de Imágenes desterradas (1948) impone una relectura a su rigurosa y breve obra poética como a los territorios de sus otros haceres, fecundos y generosos.


Además del poeta de piezas memorables como “El responso del peregrino” o “Salón de baile”, a Alí Chumacero se le recuerda como extraordinario lector de galeras y tipógrafo excepcional, especialmente, en esa universidad de las letras nacionales que fue el Fondo de Cultura Económica. Fue también amanuense y espeleólogo estelar de la lengua de Cervantes como escritor consuetudinario y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua; maestro socrático y epicúreo de varias generaciones de narradores y poetas en el legendario Centro Mexicano de Escritores; crítico del arte de la reseña y la monografía en la contra reloj del periodismo por varios lustros en Tierra nueva, Letras de México, El hijo pródigo, México en la Cultura de Novedades, La Cultura en México de Siempre!, El Nacional, Revista de la Universidad entre otra publicaciones de la segunda mitad de nuestro siglo XX; personaje carismático, irónico y procaz de la vida literaria y mundana sobre la que ha dejado anécdotas mordaces y chistes con ingenio artístico y jiribilla de carpa que se repiten, aquí y allá, con el efecto estruendoso de la carcajada y del festejo.


Después de cursar sus estudios primarios en su pueblo natal, de leer la invitación al viaje en el tren o en el río que cruzan Acaponeta, su familia decide enviarlo a Guadalajara. Para 1930 se le ve retratado en un grupo del Colegio López Cotilla según la iconografía que reproduce Pastor de la palabra, Alí Chumacero (2004); en ese mismo álbum, aparecen sus credenciales que lo acreditan como miembro de la Federación de Estudiantes de Jalisco, del club recreativo y cultural Amado Nervo y de un programa de descuentos para ver películas en algunos cines de la capital tapatía. La segunda mitad de la década de los treinta está por comenzar y la administración del General Cárdenas, para desconcierto de propios y extraños, empieza a definir su plan de gobierno, polémico y sin precedentes. Justo en esos años de furores políticos, Chumacero conoce y frecuenta a quienes serán sus cómplices y compañeros de letras en las próximas décadas: José Luis Martínez y Jorge González Durán. Al lado del primero, el nayarita pasará un par de semanas en la cárcel municipal acusados de comunistas. No pasará mucho tiempo para que estos “tres alegres compadres” se vayan con su música a otra parte y abandonan la aburrida y decente Perla de Occidente.


“En apariencia, Chumacero, con su melodía sutil, que él ha explicado en términos musicales remitiendo al impresionismo de Claude Debussy, es curiosamente uno de nuestros poetas más vivos y sensuales”. /Jorge Serratos / EL UNIVERSAL

Para junio de 1937, el poeta en ciernes vive en la ciudad de México, en compañía de sus hermanos, gracias al dinero que envía su padre. Habita un cuarto de vecindad de la calle de Costa Rica, en las inmediaciones del barrio de Tepito. Vino a la Capital con el propósito de continuar sus estudios de preparatoria pero, por la avidez de ponerse al día en materia de poesía y poetas, pospone sus anhelos escolares. Se despacha con voracidad y beneficio la Generación del 27, a los poetas de Contemporáneos, a Claudel, Valéry, Eliot, Perse, Huidobro… Con esa sed libresca, la mayor parte de su tiempo transcurre en la Biblioteca Nacional donde, de paso, habrá de escribir –un 15 de abril de 1938, según recuerda el propio poeta− el primer poema que merece la hoja impresa, “Poema de amorosa raíz”, hermoso texto que es digno de figurar en cualquier antología de poesía amorosa en castellano: “Cuando aún no había flores en las sendas / porque las sendas no eran ni las flores estaban / cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas, / ya éramos tú y yo.”

Poco tiempo después, Martínez, González Durán, Chumacero y Leopoldo Zea sueñan con tener una revista literaria; gracias a los buenos oficios y a la complicidad del Dr. Mario de la Cueva, entonces Secretario General de la UNAM, este sueño se hará realidad y, en enero de 1940, aparece el primer número de la revista Tierra nueva, aventura editorial que duraría tres años. Revisando los índices de sus 13 números, salta a la vista la confluencia de varias generaciones de escritores mexicanos que coinciden en sus páginas, la de Ulises y Contemporáneos, la de Taller y las de un buen número de autores españoles que llegaron a México después de la Guerra Civil española; este escenario de encuentro transgeneracional se habrá de repetir y enfatizar en las dos revistas que Octavio G. Barrera animó por esos años, Letras de México y El hijo pródigo donde Alí Chumacero destacaría como uno de los colaboradores más constantes y versátiles en las faenas editoriales y literarias. Afortunadamente para el lector curioso, la edición de Los momentos críticos (1987) reúne una vasta compilación realizada por Miguel Ángel Flores del trabajo extenuante y programático de crítica literaria que el poeta realizó a lo largo de 30 años.

La década de los cuarenta es central en la gestación y publicación de la mayor parte de su obra poética, concentrada y poliédrica, meditada y de múltiples pliegues. A la edición en el suplemento de Tierra nueva del número 6, su primer libro, Páramo de sueños, se publicaría en 1944 por la UNAM; en 1948, la editorial Stylo publicaría su segunda colección de poemas, Imágenes desterradas. Con estos dos volúmenes, Chumacero pone sus cartas sobre la mesa y muestra una obra poética imposible de obviar por su resolución formal, pulcra y melodiosamente acabada, libre de resabios anecdóticos y de sentimentalismos donde, sobre todo, vale la imagen que se desdobla como un caleidoscopio o se repite como eco o reflejo a la búsqueda de una expresión más acabada; sin ocultar sus orígenes y filiaciones poéticas y, también, filosóficas, los poemas del nayarita parten de los presupuestos teóricos del simbolismo y de la poesía pura −Mallarmé y Valéry, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén y Pedro Salinas, los poetas colombianos de Piedra y cielo, así como varios de los Contemporáneos− para despegar hacia una exploración cada vez más personal. Con la publicación de su tercer y último libro, Palabras en reposo (FCE, México, 1956), Alí Chumacero entra a una dimensión mayor en su propuesta poética y nos entrega uno de los libros esenciales de la poesía mexicana, categórico en su decir musical y conceptual, con indagaciones extremas en los zonas abismales de la condición humana, incandescente o hermético en un primer avistamiento para después, con la exigencia y la curiosidad de un lector atento, desvelarnos un paisaje de familiar transparencia, relatos de los hombres y las mujeres que sobreviven a la soledad y al ruido de la gran ciudad.


Durante los últimos años de la década de los sesenta y toda la década siguiente su obra estuvo en un limbo hasta que, con la publicación de su Poesía Completa (1980) obtuvo, “tardíamente”, el Premio Xavier Villaurrutia de 1984. A partir de ese reconocimiento, las premios, homenajes y reediciones de su libros estuvieron a la alza. En 1986 obtuvo el Premio Internacional Alfonso Reyes; al año siguiente recibió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura, en 1996 se le entregó la Medalla Belisario Domínguez por parte del Senado mexicano y en el 2004 el Premio Centenario Gilberto Owen, entre otros estímulos de mucho mérito. El reto actual para su poesía, de cara al encuentro de nuevos lectores, se puede resumir en este verso del propio Chumacero: “Sobre el mármol unánime, el presente / su juventud prolonga.”

sábado, 13 de enero de 2018

José Luis Martínez (1918- 2007): La serenidad en la zozobra

13/enero/2018
Laberinto
Ernesto Lumbreras

Las empresas literarias llevadas, siempre a buen puerto, por José Luis Martínez (Atoyac, Jalisco, 19 de enero de 1918–Ciudad de México, 20 de marzo de 2007) son un legado en muchos sentidos de orden y refundación, fuente y basamento necesarios para nuevos trabajos y exploraciones, una avanzada que traza y edifica las primeras manzanas de una urbe. Los estudios de época, las biografías, las obras antológicas, las ediciones anotadas o las panorámicas de literatura mexicana realizados por el escritor jalisciense destacan no solo por el soporte bibliohemerográfico exhaustivo y siempre al día o por la exposición cenital y amena de sus argumentos, libre de la petulancia y la jerigonza académicas; resalta como uno de sus atributos mayores, el espíritu de generosidad, concordia y complicidad con el lector desconocido, propiciados por un prosa ensayística sin veleidades de artista pero con el apremio de la transparencia del preceptor. En sus libros, Martínez no pretende convencer ni polemizar; su propósito cardinal es ampliar y profundizar la conversación, traer a la mesa documentos, testimonios y enfoques meritorios que aporten sustento y coherencia a la discusión.

En su vasta obra, uno de los filones sustantivos que atrajeron su atención y curiosidad fue lo que el mismo denominaría como “la expresión nacional”, una suerte de fragmentos heterogéneos, disímbolos y dispersos que ciertas figuras pensantes de la época colonial y del siglo XIX observaron con incomodidad y fascinación, con desconcierto y sorpresa. Sus monumentales indagaciones en torno a la vida y a la obra de dos presencias —antagónicas y excluyentes en la historia de México según el dictum del momento— como Nezahualcóyotl y Hernán Cortés pusieron en jaque, una vez más, la hegemonía maniquea de separar dos de los afluentes esenciales de la cultura mexicana. Con amorosa delectación, José Luis Martínez se esmeró en reunir esa pedacería de pensamientos y sentimientos que todavía, entrado el siglo XX, no encontraban pleno acomodo en la convocatoria de la construcción nacional. En libros como La emancipación literaria de México (1955) o La expresión nacional (1955), propone una guía confiable y atractiva para recorrer y valorar las obras literarias de autores decimonónicos a los que habría que regresar —en la hora crítica de nuestro presente— al momento de reflexionar sobre las particularidades de la literatura mexicana. Estas preocupaciones, incluso, se ven reflejadas en el índice de El ensayo mexicano moderno (1958), donde figuran textos como “Origen y carácter de la literatura mexicana” de Luis G. Urbina, “La arquitectura colonial de México” de Jesús T. Acevedo, “Novedad de la Patria” de Ramón López Velarde, “Palinodia del polvo” de Alfonso Reyes, “Meditaciones sobre México” de Jesús Silva Herzog, “México en busca de su expresión” de Julio Jiménez Rueda, “Psicoanálisis de México” de Samuel Ramos, “El silencio de Cuauhtémoc resuena aún” de Jaime Torres Bodet”, “El clasicismo mexicano” de Jorge Cuesta, “Cortés y Cuauhtémoc: hispanismo, indigenismo” de Andrés Iduarte, “Introducción a la historia de la poesía mexicana” de Octavio Paz, “El carácter del mexicano” de José Iturriaga, “Utopías mexicanas” de Gastón García Cantú, por citar las piezas ensayísticas donde bulle el sino de México y lo mexicano.

Desde luego, el afán primero y el último de José Luis Martínez fue la historia de la literatura mexicana, y dejó a otros las disquisiciones sociológicas, antropológicas o filosóficas sobre las entelequias del ser nacional. Del pasado de nuestras letras patrias fue un viajero frecuente, conocedor de escuelas y generaciones, de manifiestos y aconteceres, de publicaciones y demás parafernalia. Sin embargo, frente a la literatura de sus contemporáneos, la valoración y la exégesis respectivas, Martínez vaciló y dio palos de ciego. La frontera de sus dominios estuvo marcada por dos cimas pretéritas, Ramón López Velarde y Alfonso Reyes, autores que frecuentó por décadas, estudió con rigor y método, transfiriendo su devoción analítica a volúmenes magistralmente anotados.

Muy posiblemente, el ensayo de Xavier Villaurrutia sobre la poesía del autor de “La suave Patria” —publicado primero en Poemas escogidos (1935) y luego en El león y la virgen(1942)— llamó la atención del entonces joven escritor, mérito del bisturí y la audacia por desterrar convenciones del crítico de Nostalgia de la muerte en torno de una obra a la que sobraba leyenda y faltaba examen. En el atardecer de los treinta, Martínez había arribado a la Ciudad de México en compañía de Alí Chumacero y Jorge González Durán con la finalidad de estudiar y poner a prueba su pluma literaria. Los astros fueron propicios en su nueva y definitiva residencia pues, a dos años de su llegada, esta triada de novísimos dirigía una bella revista, Tierra Nueva, auspiciada por la UNAM y que se mantendría en circulación hasta diciembre de 1943, el mismo año en que el autor de Hernán Cortés(1990) comenzaba su exitosa carrera como funcionario público al aceptar la secretaría particular ofrecida por Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública.

Por esos años, mientras definía y afinaba su vocación de crítico literario, José Luis Martínez se desengañaba de sus posibilidades como poeta tras la publicación de Elegía por Melibea y otros poemas (1940) —en el número 3 del suplemento de Tierra Nueva—, situación muy distinta a la de Chumacero tras la edición de Páramo de sueños (1940), en el número 6 de la misma revista. Quemadas las naves de la creación lírica, sumaría al atanor de afinidades y de influencia en el ámbito del ensayo, además de la de Villaurrutia, el modelo humanístico de Reyes y el diplomático de Torres Bodet, amén de una lista de autores que crecería sin angustia, a semejanza de su mítica biblioteca. En este mismo periodo, con toda seguridad, se adentraría en cuerpo y ánima a los misterios y a las realidades de la obra de López Velarde; por eso, con la autoridad de un iniciado, acepta la invitación de la revista El hijo pródigo que se propone recordar al poeta zacatecano, en su número 39 del mes junio de 1946, a 25 años de su prematura despedida del mundo de los mortales. En esas páginas, Martínez escribirá el ensayo “Examen de López Velarde”, que abre la edición conmemorativa y que se convertirá en los años por venir en un palimpsesto o work in progress de sus asedios velardeanos, el cual habrá de coronar y concluir con la segunda edición de Obras de Ramón López Velarde (1990).

En ese texto matriz, el ensayista novel muestra en potencia la perspectiva y la estrategia del abordaje, sello personal de sus futuras indagatorias críticas. Para empezar, rehúye ensalzar la “sencillez provinciana” del poeta a descargo de una línea de investigación que intente “explicar los secretos y la raíz de su magia”. Expone a continuación la trayectoria vital de López Velarde y hace un recuento de las recopilaciones y de los estudios realizados a la fecha, reconocimiento siempre ejemplar y caballeroso de José Luis Martínez al dar el crédito y el mérito al trabajo de otros estudiosos de la obra del jerezano. Más tarde, incorpora una serie de capítulos donde aborda “su obra y su tiempo”, su intrépida “evolución espiritual”, el “sentimiento de lo frustrado” como sino y divisa, el íntimo binomio del “amor y la muerte”, “la creación poética” como combustión ósea, las tutorías categóricas de “Baudelaire y Virgilio” para concluir con un balance en torno de su “legado” de contradictorio estrépito y sordina. Pasaran otros 25 años para que el jalisciense, comisionado por los altos mandos de la cultura del gobierno de Luis Echeverría, preparara la primera edición de la obra del autor de La sangre devota para publicarse en la Biblioteca Americana del FCE en 1971entonces, ordenará las notas de sus lecturas y relecturas lópezvelardeanas, actualizará la bibliografía a la que se han sumado los trabajos de Antonio Castro Leal, Elena Molina Ortega, Octavio Paz, Allen W. Phillips, Luis Noyola Vázquez y Emmanuel Carballo, pondrá al día la cronología del poeta al tiempo que revisará su ensayo de El hijo pródigo, al que hará los pertinentes añadidos y las mínimas correcciones para incluirlo a modo de presentación.

Con dicho bagaje y un fichero que crecía y crecía, no hay duda de que José Luis Martínez era, en 1987, una de las tres autoridades especializadas en la materia, por lo que fue designado por Miguel de la Madrid —con beneplácito del gremio literario— para presidir la Comisión Conmemorativa del Centenario de Ramón López Velarde al año siguiente. Frente a tal acontecimiento en puerta y con múltiples hallazgos de poemas juveniles, crónicas, cartas, notas y declaraciones periodísticas, las Obras del zacatecano merecían un aumento de índice y de grosor de lomo. Por eso, de nueva cuenta, el llamado por Gabriel Zaid “curador de las letras mexicanas”, emprendió la misión de incorporar y anotar los rescates literarios, de actualizar la cronología bibliográfica, de realizar estudios comparativos entre borradores y obras concluidas, incluso, de enmendar juicios y erratas de la edición anterior. Tiempo después, en 1998, con la expectativa de “internacionalizar” al poeta más leído y estudiado en México, José Luis Martínez es el encargado de la edición crítica de Obra poética publicada en la colección Archivos de la UNESCO, que replica con mínimas variantes el aparato crítico de las Obras del FCE y al que se incorpora una amplia sección de facsímiles manuscritos del poeta, además de casi un centenar de textos críticos de autores de diversas generaciones y nacionalidades.

Ambos libros, de casi un millar de folios, son visita obligada para un lector interesado en conocer a cabalidad a uno de los máximos poetas de la lengua castellana, tan extraño y complejo como el mejor César Vallejo, tan poco estimado fuera de México no obstante el interés de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda o la lectura crítica de estudiosos de la poesía hispanoamericana como Saúl Yurkievich y Guillermo Sucre. Más de medio siglo dedicó José Luis Martínez a ordenar la poesía, la prosa, los papeles personales, el anecdotario y los estudios literarios de uno de los fundadores de la poesía moderna de México, labor paciente y rigurosa, atenta a los mínimos detalles y a la previsión de un mejor contexto crítico donde la obra velardeana expusiera y expresara su máximo poder de seducción y asombro, de fantasía y misterio. En la víspera de la próxima conmemoración del centenario de la muerte de López Velarde, en junio del 2021, los discípulos del autor deNezahualcóyotl (1972) emprenderán, ya sin la guía del maestro, la actualización de uno de sus legados literarios, el más inestable e insumiso a toda tentativa taxonómica o de institucionalización y, quizá por lo mismo, el más entrañable y felizmente inacabado.

La muestra fotográfica José Luis Martínez: rostros de la palabra rescata algunos encuentros del escritor jalisciense con personajes como Arthur Miller, Salvador Novo, Wolf Ruvinski y Jaime Torres Bodet. Forma parte de la celebración por el centenario del nacimiento de José Luis Martínez, organizado por la Coordinación Nacional de Literatura y la Secretaria de Cultura. Será inaugurada el martes 16 en el Centro de Creación Xavier Villaurrutia, con una tertulia sobre el legado del crítico, historiador y ensayista en la que participarán Rosa Beltrán, Liliana Weinberg y Leticia Chumacero.

El jueves 18, en la Biblioteca México, la celebración continuará con la mesa José Luis Martínez, cien años, con la participación, entre otros, de Enrique Krauze, Eduardo Lizalde y Adolfo Castañón.

Habrá otros encuentros, en la Capilla Alfonsina y en el Palacio de Bellas Artes, en torno al legado de quien fue también diplomático ejemplar y funcionario cultural, sobre el que la revista Biblioteca de México publicará un número especial. (LD)

lunes, 4 de enero de 2016

Polifemo bifocal / Del centenario de La sangre devota (1916)

Invierno/2015
Luvina
Ernesto Lumbreras

Para finales de 1915, el Plan de Guadalupe había triunfado en todos los frentes. La figura de su impulsor, Venustiano Carranza, se consolidaba en las exigencias de un país devastado que clamaba sosiego y reconstrucción, tranquilidad en el día a día, esperanzas de renacer tras el humo de la metralla. Para Ramón López Velarde, quien había arribado a la capital del país a comienzos de enero de 1914 —para no abandonarla jamás—, el año que concluía sumaba algunos adeudos que la Revolución le había arrebatado con saña.               Después del crimen contra su «héroe» político, Francisco I. Madero, el trastierro de su nutrida familia —de Jerez a la Ciudad de México en condiciones extremas— o el asesinato de su tío el cura Inocencio López Velarde por tropas villistas, días después de la Toma de Zacatecas, el escritor parecía divisar la famosa luz al final del túnel. Para este momento, con el Chacal Huerta en el exilio, Villa y Zapata reducidos a prófugos de la ley, los gobiernos de la Convención en jaque, la nación vivía un paréntesis de paz y definiciones. En sintonía con la situación personal del jerezano, en el segundo semestre de 1915 la Revolución Constitucionalista ganaba adeptos a su causa. Para el poeta, esos primeros dos años de vida en la capital —epicentro del acontecer de la República— fueron fructíferos en relación con su moderada estabilidad económica y el reconocimiento de su obra literaria. Con el padrinazgo de dos de los santones de la lírica nacional de aquel periodo, José Juan Tablada y Enrique González Martínez, un López Velarde de veintisiete años de edad se aprestaba a presentar sus cartas credenciales al Parnaso del Anáhuac con la publicación de su opera prima, La sangre devota.
     Editado en la imprenta de Revista de Revistas, dirigida por el poeta José de Jesús Núñez y Domínguez, en este semanario, ligado al periódico Excélsior, el zacatecano daría a conocer varias de las piezas que integrarían las páginas de su debut lírico. Con esos antecedentes, a los que habríamos de añadir los vaticinios y el chismerío en los cafés y en las tertulias, la colección velardiana había causado gran expectación desde su anuncio editorial. Por la reseña anónima de un crítico de la citada revista, deduzco que el libro comenzó a circular a finales de enero de 1916. Pocos días después, el 2 de febrero, Antonio Castro Leal comentaba el volumen en las páginas de El Nacional y remarcaba en su reseña que estos poemas «sorprendían, sobre todo, por su moderna visión de las cosas». En el mes de mayo, en la efímera revista La Nave, Julio Torri acusaba recibo del libro con una nota de tono campechano, la cual, al finalizar sus renglones ponía al joven bardo en los cuernos de la Luna: «López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue ayer Manuel José Othón».
     En ese 1916, después de un casi unánime reconocimiento entre el gremio y la crítica, el mal llamado cantor de la provincia mexicana —la más ciega y limitada lectura de su obra— comenzaría una indagación hacia el corazón de sombra de su lenguaje, del que regresaría con un discurso poliédrico e iridiscente donde, inevitablemente, el tema o la anécdota del poema se asumirían casi siempre como punto de fuga. La estética de su siguiente entrega, Zozobra (1919), provocaría deserciones de antiguos admiradores y simpatizantes; sin embargo, los más fieles lopezvelardianos notaron que el presumible enrarecimiento no era sino la búsqueda audaz y genuina de una sensibilidad extrema, insumisa respecto de cualquier zona de confort, aunque, también, abismal en su aventura de oscurecer el sentido de realidad de estrofas y poemas completos. El propio González Martínez amonestó estos «malabarismos» verbales de su nueva época; con el mismo tenor lapidario, su primer editor, Núñez y Domínguez, se sumó a la cargada de los descalificadores.
Pero mucho antes de que eso pasara, en 1909, Eduardo J. Correa, director del periódico católico El Regional,que circulaba en Guadalajara, le propuso a su joven colaborador, entonces estudiante de Derecho en San Luis Potosí, publicar sus poemas en una edición impresa en los talleres del diario apostólico. Apesadumbrado por pérdidas recientes, la de su padre el 8 de diciembre de 1908 y la ruptura definitiva con Josefa de los Ríos, mejor conocida como Fuensanta, en octubre de 1909, la invitación puso a remar a contracorriente al poeta cachorro a fin de ordenar el material poético que había escrito y publicado en los últimos dos años. Con toda seguridad en los primeros meses de 1910, López Velarde remite el manuscrito de la primera versión de La sangre devota a las oficinas de El Regional, ubicadas en la calle de Don Juan Manuel y de la Alhóndiga, es decir, en una de las esquinas de la actual manzana del periódico El Informador.
     La mayoría de los críticos del autor de «La suave Patria» apuntan que, a raíz de un ejercicio de autocrítica, el poeta retiró el original postergando la publicación
—con notorias transformaciones y notables añadidos— para seis años después. Por mi parte, y en apego a datos biográficos, y muy especialmente a la correspondencia entre Correa y López Velarde, editada y anotada magistralmente por Guillermo Sheridan, me atrevo a sumar algunos imponderables que cancelaron la edición tapatía de La sangre devota. Una vez que el periodista, y también poeta aguascalentense, recibió y leyó con atención la carpeta escrita de puño y letra del natural de Jerez —la balanza moral inclinada sobre la de los méritos estéticos—, se replanteó el ofrecimiento. No obstante que el diario contaba con un grupo de accionistas, el principal sostenedor era, ni más ni menos, el poderoso y acaudalado obispo, el Ilmo. Sr. Lic. D. José de Jesús Ortiz. El recién llegado director ¿pondría en juego no sólo su trabajo, sino además su nombre de buen católico en aras de la gloria de un poeta que confundía a menudo el alma y el cuerpo, el pecado y la virtud?
     Como se lee y sobreentiende en la correspondencia aludida, Correa da largas al tema de la edición y no enfrenta la situación tal y como es. En una carta le dice, de plano, que la calidad de la imprenta de El Regional no es de lo mejor y que buscará en Aguascalientes una mejor propuesta, insinuando que, en este nuevo escenario, el autor correrá con los gastos. En el funesto año de 1910, la situación económica de la familia del poeta, después de la partida del patriarca, era agónica; para colmo, López Velarde, el primogénito de la tribu, aún no concluía sus estudios y sumaba su mantenimiento a los gastos que sufragaban, en Zacatecas, sus tíos maternos. Asegura Luis Noyola Vázquez que, antes del tropiezo con la prensa católica, el estudiante de Derecho barajó posibilidades para editar su libro en San Luis Potosí, en un momento nada propicio para imprimir algo que no fuera el informe anual del gobernador.
     Con una portada de Saturnino Herrán, una gentil moza enrebozada con la iglesia de Churubusco a su espalda, lució la primera edición de uno de los clásicos de nuestra poesía.      De los treinta y siente poemas que integran el volumen, López Velarde recuperó trece textos del manuscrito original conservado en la Academia Mexicana de la Lengua. Fundamentalmente con poemas escritos entre 1914 y 1915, en los años iniciales de su segunda residencia capitalina, el jerezano redondeó la faena y concluyó La sangre devota; rabo y orejas, además de un arrastre lento para éste, su primer astado, en una tarde pletórica de pañuelos al viento, nervios y sol.


             «Un nuevo libro de versos: La sangre devota», en Revista de Revistas, 30 de enero de 1916.

domingo, 12 de abril de 2015

La fragilidad habitable de Isabel Fraire

11/Abril/2015
Laberinto
Ernesto Lumbreras

En la nota final de una carta fechada en París el 27 de mayo de 1960, Octavio Paz comenta a Tomás Segovia: “Ya había leído cosas de Isabel Fraire, que me impresionaron, en una revista de Monterrey”. La publicación inferida es Khatarsis (1955–1960) donde la evocada autora publicó quince poemas en el número de octubre de 1958. Deduzco que la mención del Premio Nobel tiene que ver, a comentario del destinatario, con la llegada de Fraire a la redacción de la Revista Mexicana de Literatura dirigida en su segunda época (1959–1962) por Segovia. Entre las colaboraciones de la poeta en dicha revista me atrae detenerme, para derivas ulteriores, en un artículo sobre Fernando Pessoa, a propósito de la antología presentada y traducida por Paz, y publicada en 1962 en la colección Poemas y Ensayos de la UNAM. En ese comentario al poeta lusitano y a su poética, desliza en una nota al pie de página un punto de correspondencia entre la obra de Luis Cernuda y la de Pessoa: “Será muy útil estudiar la influencia de la literatura inglesa de discreción y escepticismo, y de cierto prosaísmo al cual se presta especialmente la lengua inglesa, en la obra de estos dos poetas”.

Aplicados en retrospectiva a la obra lírica de Isabel Fraire, esos tres tópicos, discreción, escepticismo y prosaísmo, cobran potestad en su aliento discursivo. Con gracia y liviandad de alambrista su obra entera pone en tensión —es decir, en estado de zozobra y desasosiego— los valores establecidos de la belleza, la moral y lo políticamente correcto. En una cala de arqueología hemerográfica de los años sesenta, ratifico su visibilidad y valoración entre los nuevos poetas del periodo. No hay lugar para dudas respecto del interés de propios y extraños en torno de sus primeros trabajos. En esos poemas aéreos de eléctrica sutileza se está construyendo una “persona poética” de gran calado y versatilidad expresiva. Además de sus apariciones en las dos revistas citadas, Isabel Fraire publica poemas en la Revista de la Universidad de México, en el Corno Emplumado, en la Revista de Bellas Artes y en Correspondencias. En el número 2 de esta última publicación de ¿1967?, dirigida por Homero Aridjis y Moisés Ladrón de Guevara, forma parte de una sección titulada “Cinco poetas mexicanos” al lado de José Carlos Becerra, Francisco Cervantes, Sergio Mondragón y Gabriel Zaid.

Para entonces ya circulaba Poesía y movimiento (1966) y Fraire aparecía también entre las voces del primer apartado, el de los entonces poetas jóvenes, de la antología convertida en canon en las próximas décadas. Sin embargo, desde la óptica crítica de Carlos Monsiváis donde es esencial que el poeta “exprese al siglo y al país dentro del siglo”, los poemas de Isabel Fraire no aparecerán en la Poesía mexicana del siglo XX (1966). Con la desaprobación del tiempo transcurrido —me desentiendo de decir “la historia”— las verdaderas apuestas del autor de Amor perdido, en materia de poesía joven, fueron fallidas a la hora de elegir a Hugo Padilla (1935) y José Antonio Montero (1936), en lugar de otras voces mejor temperadas y propositivas.

Durante buena parte de esta agitada década, la poeta escribió y pulió la mayoría de los poemas que darían cuerpo a su primer libro. Publicado en la prestigiada colección Alacena de la editorial ERA, Solo esta luz apareció en 1969. Entre los poetas de la generación de nacidos en los treinta, solo Aridjis y Becerra habían publicado en dicha colección. El diseño minimalista de Vicente Rojo apostó por una portada de colores ocres y grises: senderos que se entrecruzan y bifurcan sobre una superficie de limo marrón. Con mínimas variantes y reacomodos, los poemas publicados anteriormente en revistas adquieren, en la disposición del volumen, un sentido de la composición que acentúa la voluntad del devenir: del ser al mundo, de lo íntimo al paisaje circundante, de las palabras a las cosas. El diálogo con el epígrafe, traído de un fragmento de “Muerte sin fin” de José Gorostiza, crea una atmósfera húmeda y luminosa que se respira en cada pasaje; microclima verbal que hace posible y viable el encuentro del otro y de lo otro, sin demasiada metafísica; palabras que son carne y pensamiento, sentidos que discurren por una realidad necesitada de sentidos.
En la última sección de Solo esta luz localizo una serie de poemas memorables. El que comienza “la guitarra tenía un sonido ácido” y el titulado “8½” anticipan los tonos y tratamientos discursivos de su siguiente libro, Poemas en el regazo de la muerte (1978), con el que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, compartiéndolo con Ulalume González de León y Emiliano González. Para entonces, su labor de traductora de poetas ingleses y norteamericanos merecía el reconocimiento de un trabajo ejemplar; sus versiones de Eliot, Pound, Cummings, Stevens, Williams y Auden, reunidas en el volumen Seis poetas de lengua inglesa (1976), permearon y se adecuaron a los propósitos de su poética de esta segunda etapa. La tríada de “discreción, escepticismo y prosaísmo”, anteriormente aludida, abrieron puertas, claraboyas y ventanales al campo y al cielo de la imaginación y de la aventura verbal. Todo objeto o enfoque de la realidad, en la mirada de la poeta, es susceptible de revelación: el ladrido de un perro, un pájaro gordo y negro o el cuello de una botella. ¿Qué nos impide acercarnos a esa terra incognita recién descubierta? El problema de tal imposibilidad es, sencillamente, lo que dirá Fraire al final de su poema “Bueno, y después de todo, para qué sirve la literatura?”: “porque desconocemos su gramática”.

Pequeñas fábulas y relatos, monólogos sobre asuntos nimios, divagaciones de un diario familiar, disquisiciones filosóficas en el formato de Uroboros, diálogos con la pintura y con pintores a propósito de asuntos mundanos, homenajes y confrontaciones con sus tutores espirituales, Poemas en el regazo de la muerte es un montaje de voces y paisajes, de edades y circunstancias, de recuerdos y aspiraciones. La disposición espacial de sus versos y de los blancos de la página —aspecto tipográfico ya presente en su opera prima— más que un lujo gráfico se revela y resuelve como una partitura musical; gracias a esos cortes, saltos y vacíos, sus poemas definen su ritmo y armonía sin apego alguno a estructuras simétricas. Se trata de un verso de impulso y espíritu peripatético que “avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre”, diría Octavio Paz.

En 1997, la Universidad Autónoma Metropolitana publicó Puente colgante. Poesía reunida que incorporaba, a los dos libros comentados, tres volúmenes inéditos: Encuentros casuales, largamente meditadas rendiciones, Irse para volver y Atando cabos. Con ese campo de visión es dable medir los alcances de la poesía de Fraire, sus aportaciones y especificidades dentro de la poesía mexicana. Con sus poemas, por ejemplo, se puso en entredicho el tono solemne de la poesía escrita por mujeres, se incorporó el elemento conversacional en el discurso del poema, se integraron a la temática y a la escenografía líricas referentes de la cultura pop. Su ausencia en México por varias décadas, instalada sobre todo en Nueva York, ha pesado en la estimación de su obra y en la lectura de las nuevas generaciones de poetas. Fruto de esta distancia, de estos desencuentros son los poemas que integran la sección “Viñetas del D.F.” y algunos de Atando cabos: conversaciones con sus compañeros de viaje, es decir, algunos escritores de la llamada generación de la Casa del Lago, y exorcismos, vagabundeos, refundaciones de la Ciudad de México, donde se impone un sentimiento de pérdida, de no pertenencia y de catástrofe inminente.


Siete años después, en 2004, el FCE publica Kaleidoscopio insomne. Poesía reunida. Me llama la atención el guiño de la poeta con este título, reminiscencias al primer poema de Solo esta luz. Partidaria del tiempo circular, sabe que “ayer y hoy y nunca son ahora”. Con esa certeza, Isabel Faire ha escrito el mismo poema utilizando palabras distintas. Su momento mayor, es cierto, lo sitúo en Poemas en el regazo de la muerte donde la escritura del poema se explora a sí misma, poniendo al descubierto sus trampas y artificios, antes abismarse en los asuntos que competen al amor, a la muerte y al misterio de la existencia. También, a partir de finales de los setenta, la poética de la regiomontana se extiende a la zona de conflicto entre lenguaje e historia, incorporando a su temática una serie de poemas políticos en torno a las guerras centroamericanas y las intervenciones de Estados Unidos en esos escenarios. Sin ingenuidad alguna, la ética de Isabel Fraire no cede al canto de sirenas de la militancia y ejerce, para estas piezas líricas de crítica socio–política, el mismo rigor y escepticismo. Con malhumor, expresa: “A veces me irrita darme cuenta de que escribir está lleno de trampas”. Convencida de su frase, abunda sobre el asunto hasta que el sol capta y reproduce los movimientos de su pluma proyectando sobre el muro “una espectral cola de pavorreal”. Ante tal lección venida del cielo, la poeta persiste en su tesis: “el sol es un mago que hace trampas”.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Manuel Acuña, el poeta y el suicida

8/Septiembre/2013
Confabulario
Ernesto Lumbreras

Víctima de su popularidad y de la leyenda desatada en torno a su novelesco suicidio, la azarosa obra de Manuel Acuña ha sobrevivido a los gustos literarios de varias épocas y generaciones, a los movimientos y a las escuelas poéticas que la eclipsaron o la descalificaron —del modernismo a los vanguardias del siglo XX— así como al escrutinio de numerosos críticos que, en el mejor de los casos, “le perdonaban la vida” por el mérito de reunir dos o tres poemas de valía. El arco de tiempo de su producción literaria es impresionantemente breve: cinco años. Como lo anota José Luis Martínez en su edición de las Obras de Acuña, el autor “escribe su obra entre 1868 y 1873, es decir, entre sus diecinueve años y sus veinticuatro años…” (Porrúa, México, 1986). En otras latitudes geográficas y estéticas, la obra de Arthur Rimbaud, según refiere Verlaine, se escribió entre los 16 y 22 años; la de John Keats, que también fue estudiante de medicina como Acuña, se gestaría entre los 18 y 25. Sin embargo, a diferencia del francés y del inglés, el mexicano dejaría una obra dispersa en periódicos y revistas con la sola excepción de La gloria (1873), breve poema escrito en dos cantos publicado en un fascículo pocos meses antes de su trágico final.

Con la estima y la tutela intelectual de las figuras del momento, Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano a la cabeza, el joven poeta se convertiría muy pronto en l’enfant terrible de la poesía mexicana romántica. ¿Cuáles fueron las pruebas y los escenarios para alcanzar tal reconocimiento? Coincidiendo con su entrada a la Escuela de Medicina en 1868, Manuel Acuña ingresó a la vida literaria de aquellos años participando en la Sociedad Filoiátrica y en la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl y, más tarde, en 1872, en calidad de socio titular en el prestigiado Liceo Hidalgo; asimismo publicará poemas y artículos en los principales diarios y revistas de la restaurada República, El Renacimiento, El Libre Pensador, El Federalista, El Siglo XIX, El Búcaro, El Domingo, La Iberia, El Anáhuac, La Democracia, El Eco de Ambos Mundos y en el periódico humorístico El Torito. Sin embargo, el acontecimiento que colocaría la corona de laurel sobre sus sienes sería, literal y simbólicamente, el estreno de su obra El pasado el 9 de mayo de 1872 en el Teatro Principal; dicho drama tendría, en total, cuatro representaciones; el escenario de la última fue el Teatro Nacional, el 26 de julio de 1873, a cargo de la compañía del famoso actor español José Valero teniendo en el papel de Eugenia a la primera actriz Salvadora Cairón (refiere José Luis Martínez que el drama de Acuña también se representó en Toluca y en Puebla).

Habría que destacar un coliseo más en la exhibición y la aprobación del genio de las glorias líricas del México de finales del tercer cuarto del siglo XIX: las tertulias literarias. En tales reuniones, Manuel Acuña fue una celebridad. Convocadas por instituciones científicas, cívicas o sociales, la orden del día incluía entre los discursos y los brindis inevitables, la lectura de una o varias piezas líricas. En ese entendido, de los 82 poemas reunidos en las Obras pueden tomarse como piezas de ocasión, con los altibajos inevitables que toda obra de encargo conlleva, cerca de la mitad de su producción. Entre sus contemporáneos, el bardo saltillense gustaba de obsequiar, en las tertulias de corte social, poemas autógrafos codiciados por los álbumes nacarados o ebúrneos de las señoritas y señoras que se daban cita a estos rituales decimonónicos. De aquellos “versos de salón” (Nicanor Parra dixit) es posible rescatar algunos poemas como “Oda. A la memoria del eminente naturalista el doctor Leonardo Oliva”, leída en sesión extraordinaria de la Sociedad de Historia Natural el 17 de enero de 1873 con la presencia de Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de la república tras la muerte de Benito Juárez.

¿Cuáles son esos dos o tres poemas que sobreviven más allá del interés ¿arqueológico? ¿sentimental? ¿sociológico? de los historiadores de la literatura mexicana del siglo antepasado? Para Marcelino Menéndez y Pelayo, en el balance de una antología de poetas de lengua castellana de 1892, eran salvables de la criba solamente el “Nocturno” y “Ante un cadáver”. Un siglo después, Marco Antonio Campos anota en su estudio a la compilación de textos de Acuña La desdicha fue mi Dios: “no deja de asombrarnos la precocidad deslumbrante que lo llevó a escribir poemas como ‘A Laura’, su primer gran instante lírico, a los 22 años; ‘Ante un cadáver’, la pieza maestra del romanticismo tardío mexicano, apenas cumplido los 23; el ‘Nocturno’, ramos de flores envenenadas, cuando estaba por cumplir los 24, y ‘Hojas secas’, ya cerca del final de su vida…” (UNAM, México, 2001) En la antología Poesía romántica (1941), prologada por José Luis Martínez y seleccionada por Alí Chumacero, la muestra del poeta coahuilense la integran ocho piezas: “La brisa”, “La felicidad”, el soneto que comienza con “Porque dejaste el mundo de dolores”, “A una flor”, “A un Arroyo”, “Gracias”, “Hojas secas” y “Ante un cadáver”.

En su “antología de lector”, de “poemas y tipos de poesía, tanto o más que de poetas”, es decir, en Ómnibus de poesía mexicana, Gabriel Zaid se desentiende del gusto popular alrededor del “Nocturno”, ausente también en la selección de Chumacero, y reproduce tan sólo algunos fragmentos de “Ante un cadáver”, poema que también había escogido, décadas atrás, Octavio Paz para una antología preparada para la UNESCO con traducción al inglés de Samuel Beckett. (En la versión beckettiana el título del poema es “Before a Corpse” y el primer terceto se lee de la siguiente forma: “Well! there you lie already… on the board / where the far horizon of our knowledge / dilate and darkens to a vaster verge.”) Por supuesto, los frutos maduros y luminosos del malogrado Manuel Acuña se cuentan con los dedos de una sola mano. Desde un punto de vista literario, a nuestra lírica romántica le faltó ambición de límites más allá del desgarramiento emocional o del fragor nacionalista. En la revisión a la antología citada, José Luis Martínez pone las cartas al descubierto: “No es, empero muy rico el fruto de esta antología. De ella salvamos la imagen de un Romanticismo frenado, reducido a la propia forma mexicana. De ella podrían salvarse, sobre todo, varios poemas y un poeta” (UNAM, México, 1941). Y por supuesto, no es Acuña la excepción romántica, sino el bardo de la inspiración voluptuosa, el elegido por Rosario de la Peña, Manuel M. Flores.

Ahora que se acerca el aniversario 160 de la partida de Manuel Acuña, el Gobierno de Coahuila en colaboración con autoridades federales, anuncia un programa literario que incluye un festival internacional de poetas, un premio de poesía con la bolsa mayor en la historia de los certámenes en México para obra inéditas —cien mil dólares ni más ni menos—, conferencias en torno al poeta homenajeado y la edición nuevamente de su obra completa. Ojalá se tomen cuenta, para esto último, la edición de Pedro Caffarel Peralta, El verdadero Manuel Acuña (1984, 1999), investigación rigurosa y legitimada por acudir a testimonios y fuentes originales, incluidos los álbumes de Rosario de la Peña y de su hermana Asunción, para fijar una importante colección de los poemas de Acuña.

¿Termina o comienza una época para la poesía mexicana con su suicidio? Las posibilidades de la lírica del vate coahuilense, de no haber cedido a la tentación del cianuro, se abrían hacia dos dominios. El primero, bajo el influjo de la poesía de Bécquer, perceptible en la serie de poemas titulada “Hojas muertas” y en el soneto “A un arroyo” dotaba a su visión de varios elementos ausentes en su obra y en la de sus contemporáneos: la naturaleza enigmática, la conciencia del poeta como parte de un todo orgánico y la dualidad benéfica del amor y de la muerte. El otro rumbo esbozado en su poesía se localiza en el territorio de la ironía y sus diversas graduaciones; en poemas como “A la luna”, “Rasgos de buen humor” y “En este campo do el placer rebosa” Acuña se desmarca de su habitual patetismo y, en una suerte de monólogo, parodia los prestigios de la poesía y de las buenas costumbres, adelantándose varias décadas a los “cuadros en movimiento” de Gutiérrez Nájera y de López Velarde. Quizás, con una dosis mayor de todos estos ingredientes, su poesía habría salvado al poeta apartándolo del deseo, largamente añorado, de observarse como el objeto de estudio de una plancha de disección en la Escuela de Medicina, a imagen y semejanza del cuerpo de su más célebre y acabado poema, “Ante un cadáver”. (1)



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(1) Hasta ahora, la crónica ensayística mejor documentada, y por demás amena, en torno a la tragedia de Acuña se encuentra en el capítulo III, “Un testamento de la ciudad romántica. (6 de diciembre de 1873)” del libro Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México 1850-1992 de Vicente Quirarte.

sábado, 7 de septiembre de 2013

La poesía y el Arca de Noé

7/Septiembre/2013
Laberinto
Ernesto Lumbreras

Revisando la Biblioteca de Andrés Henestrosa, ubicada en el Museo de la Ciudad de Oaxaca, me encontré con un ejemplar de La mala hora (1956) y otro de La sangre en general (1959). Asimismo, hurgando en esos estantes apareció La tierra de Caín (1959), libro que reunía poemas de tres jóvenes poetas de aquellos años: Enrique González Rojo, Raúl Leyva y Eduardo Lizalde. Salvo algunos poemas de la etapa poeticista, citados aquí y allá en artículos, desconocía de cuerpo entero algunos libros “olvidados” por el propio autor en sus reuniones de Memoria del tigre (1983) y Nueva memoria del tigre (1993, 2005). Además de constatar la experiencia de un fracaso —expresión demoledora dada por el mismo Lizalde—, ese periodo de análisis casi científico en torno del lenguaje poético revelaba, en paralelo, las destrezas de un dibujante con futuro. En esos ejemplares de su prehistoria lírica, se pueden admirar una serie de dibujos trazados con soltura y humor cáustico, con un acento personal no obstante las deudas de época, con el Taller de la Gráfica Popular, por ejemplo.
En los años finales a la década de los cincuenta, las pasiones del todavía veinteañero Eduardo Lizalde se dividían en varias pistas, la militancia política, la escritura literaria, el bel canto, la pintura y el trabajo editorial que realizaba en esos años en la UNAM. En parecida diversidad renacentista se encontraba, también en esa misma temporada, Salvador Elizondo. Bajo la tutela de José Revueltas y Juan José Arreola, dos figuras en varios puntos antípodas, el futuro autor de La zorra enferma (1974) conversaba y debatía temas de actualidad, lecturas y proyectos. A la par que escribía los relatos de La cámara (1960), Lizalde comenzó una revisión a fondo del laboratorio del poeticismo y puso en la práctica —en su nueva aventura poética que concluiría en 1962— sus aprendizajes formales ya sin el abuso de oscuridades gongorinas ni radicalismos retóricos. Al mismo tiempo, esta obra en trance —sí, de transición y despojamiento— se distanciaba de los tópicos sociales, tan presentes en sus publicaciones anteriores. Por caprichos editoriales, el libro en cuestión, que no es otro que Cada cosa es Babel, se demoraría en publicarse hasta 1966. Con este volumen de amplios referentes filosóficos, lingüísticos y poéticos nacía el verdadero poeta que, una década atrás, se negaba a aparecer ocultándose entre brumas culteranas e ideológicas.
Cuando Carmen Villoro, Luis Armenta Malpica, Víctor Ortiz Partida y el que escribe estos apuntes, consejeros del Verano de la Poesía —festival animado por la Universidad de Guadalajara—, propusimos a Eduardo Lizalde para el Premio Juan de Mairena 2013, comenzamos a enumerar el vasto y extraordinario perfil del candidato: poeta estelar de la poesía de lengua castellana, traductor exigente de varios poetas del alemán, editor de colecciones de arte, de suplementos culturales y de revistas literarias, promotor cultural de múltiples empresas caracterizadas todas ellas por su excelente desempeño, incansable difusor de la poesía y de la música en sus programas de radio y de televisión, maestro sin cátedra fija pero siempre presente en las lecturas y reflexiones de las nuevas generaciones de poetas. Dado que el reconocimiento no tiene una bolsa económica y apenas cuenta con un lustro en su historial, la aceptación del premio por parte del autor de Caza mayor (1979) nos confirmó su espíritu machadiano, todo nobleza en el compromiso “con la palabra en el tiempo” y en la comunión con la tribu.
Con el pretexto del premio, emprendí una relectura de la obra lizaldeana con la lámpara puesta en los posibles cruces, diálogos o simples referencias con la literatura de Antonio Machado. En alguna entrevista, Lizalde cuenta que primero leyó la poesía del hermano, Manuel Machado, y tiempo después se las vería con la del poeta de Campos de Castilla (1912). Realmente, el rastro de la poesía del español es nulo en los poemas del mexicano; con temperamentos y estéticas distintas, las posibles correspondencias se diluían de origen. Sin embargo, ambas poéticas rezuman un hálito filosófico esencial y, por lo mismo, inocultable en sus versos y en sus ensayos. En varios momentos de su vida, Machado viajó a París para asistir a las clases de Henri Bergson, tal vez el filósofo de mayor influencia en las tres primeras décadas del siglo XX; además, el mundo de las ideas tuvo entre sus contemporáneos —Unamuno y Ortega y Gasset entre los primeros— una preocupación vital a la que se sumaría de manera discreta y sesgada con su Juan de Mairena (1936) y Los complementarios (1949, 1950). En el caso de Lizalde, alumno peripatético de José Gaos —el “reticente domador académico”—, su militancia juvenil no lo estancó en las arenas del marxismo–leninismo; con un basamento grecolatino leyó y anotó a los románticos, a los racionalistas y a los empíricos para solazarse con algunos “agonistas” del pensamiento occidental de la centuria pasada, Heidegger y Wittgenstein para mayores señas.
Donde sí observo afinidades es, justamente, en las lecciones, aforismos y notas de los heterónimos de Machado. Para empezar, uno de los dos epígrafes de Cada cosa es Babel proviene justamente de Los complementarios; la cita de esas líneas es propiciatoria de la tentativa lizaldeana —todo un tour de force en las relaciones entre lenguaje y realidady que, con la complicidad de Mallarmé allana el territorio de vacuos silogismos a la hora de hacer algunas excepciones. Por eso, la línea final del referido epígrafe dice: “hay hondas realidades que carecen de nombre.” Entre el moralista que habita los poemas de Eduardo Lizalde y el que lanza burlas y veras políticamente incorrectas en la prosa de Antonio Machado hay múltiples simpatías: la misoginia y la misantropía al momento de pasar a revista a las glorias del amor y de la civilización, el escepticismo y el milenarismo cuando toca el turno de las utopías y del futuro de la humanidad. Pero también, en una zona menos decrépita y amarga, pienso en los varios ensayos de Machado sobre el Don Juan o en las lúcidas y amenas disertaciones en torno de la poesía y del poeta, el mexicano comparte trazos para su erótica desencantada que comenzó a figurar en El tigre en su casa (1970) o advertencias en torno a las imposibilidades de la palabra para nombrar el mundo, amén de la desconfianza ante los fuegos fatuos de ciertas escuelas o movimientos literarios en boga.
El título del Juan de Mairena de Machado se completa con estas especificaciones: Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo. Es posible que Lizalde tomara en cuenta tal ejemplo a la hora de poner rótulo a su libro más machadiano: La zorra enferma. Malignidades, epigramas, incluso poemas. Si el exorcismo ideológico obligó al mexicano a la parodia extrema de credos y mártires de la utopía comunista —con sus anexos latinoamericanos—, el español, aunque republicano en la hora crucial, se mantuvo desde el principio escéptico y burlón de la parafernalia de la dictadura del proletariado. Cabe consignar que Eduardo Lizalde rescata del juicio final a unas cuantas figuras, Karl Marx, entre otros, al que llama “santo camarada” y “Cristo enorme”. Desde el humor de su Mairena, el mismo personaje lo representa Antonio Machado bajo ridículas coordenadas: “Carl Marx —decía mi maestro— fue la criada que le salió respondona a Nicolás de Maquiavelo.”

El viaje a Guadalajara para recibir el “franciscano” galardón me sirve de pretexto para anotar algunos afectos de Eduardo Lizalde con creadores y temas vinculados a Jalisco. El primero lo encarna el magisterio de Juan José Arreola, editor de su obra juvenil, guía literario, compañero de lides ajedrecísticas y de cataduras báquicas. También, de su época temprana, data su cercanía con un octogenario Enrique González Martínez, en cuya biblioteca Lizalde realizaría lecturas fundacionales además de tomarla como cuartel de la revuelta poeticista en complicidad con el nieto del sobreviviente del modernismo mexicano. Finalmente, de la toponimia jalisciense, el poema “Costa careyes” nos ofrece un espécimen más para la verdadera Arca de Noé que resulta su poesía entera; se trata del cangrejo de caminar sesgado, todo él “oro y azul” y que según el poeta: “Avanza contra la historia/ contra el mito/ de que su especie recula.”

sábado, 7 de abril de 2012

El barco que se aleja

7/Abril/2012
Laberinto
Ernesto Lumbreras

Aunque nos aseguró no volver a hacerlo, Guillermo Fernández nació en Guadalajara, Jalisco; allí, el 2 de octubre de 1932 tuvo su primer contacto con el aire de este mundo y con la “luz no usada” del valle de Atemajac. Sus primeros años los vivió en el barrio de la Capilla de Jesús, en pleno centro de la capital jalisciense, en una casa como la de Bernarda Alba: espacio dominado por las veleidades del eterno femenino. En la búsqueda de sí mismo y de la aventura, abandonó el hogar materno siendo todavía un niño; por caminos y pueblos de Michoacán y Jalisco, sobrevivió realizando trabajos de todo tipo: mozo de un circo ambulante, vendedor de perfumes y de santos, botones de un hotel de la ribera de Chapala, fotógrafo de un periódico amarillista… Próximo a cumplir los 20 años volvió a casa; sucio, maltrecho, la barba crecida, su madre no lo reconoció al abrir la puerta y toparse con su facha de príncipe mendigo.

Bajo el magisterio de Carlos Pellicer y de Juan José Arreola, ya en la Ciudad de México, hizo sus primeras apariciones en la escena de la vida literaria a comienzos de los años sesenta. Al mismo tiempo, encontraría en las agencias de publicidad de aquellos años, como lo hicieron otros novelistas y poetas, su modus vivendi; ese trabajo le permitió cumplir por varias décadas —con austeridad franciscana— sus contadas, pero intensas pasiones terrestres y metafísicas: la música, la literatura, sus estancias en Italia y el tequila en compañía de sus amigos. Animado por el autor de Confabulario, en 1964 publicó su primer libro de poemas bajo el título de Visitaciones. A esa entrega inicial seguiría La palabra a solas (1965) y, más tarde y en intervalos cada vez más prolongados, La hora y el sitio (1973), Bajo llave (1983), Exutorio (1993) y una serie de textos titulados Expósitos y Arca que se publicaron en su obra reunida en 2010. Escéptico y mordaz de sus posibles méritos poéticos, fue su principal saboteador; nunca lo vimos en faenas de autopromoción, ni en pasarelas o en caravanas en honor de los popes de nuestra literatura. La imagen del poeta como pararrayo celeste o recolector de premios le resultaba cómica, inocente y, en el fondo, perturbadoramente triste. Sin embargo, amaba la poesía con un sentido corpóreo y religioso; la leía, la vivía, la enseñaba, la servía como el más humilde y dedicado de sus oficiantes pues no dudaba que, desde su lenguaje subversivo, la vida de los mortales —plena de penurias y de mezquindades— era una aventura nada sigilosa y merecía vivirse con asombro y riesgo.

En la década de los años setenta comenzó su labor, titánica y amorosa, de traer a nuestra lengua toda una legión de poetas, novelistas, filósofos y dramaturgos italianos. Desde un clásico del Trecento como Giovanni Boccaccio hasta un poeta del Novecento como Valerio Magrelli, su trabajo nos abrió todo un continente lingüístico y cultural. A través de sus ejemplares traducciones, Guicciardini, Manzoni, Pavese, Savinio, Luzi, Svevo, Pirandello, Lampedusa, Montale, D’arzo, Saba, Campana, Penna y tantísimos otros, se convirtieron inapelablemente en escritores mexicanos con los que pudimos aprender y discutir la literatura. El responsable de esa pasmosa familiaridad fue Guillermo Fernández. Reacio a todo reconocimiento recibió, sin embargo, en 1997 la Orden al Mérito de la República Italiana, en grado de Caballero. “Esa corcholata” sí lo hizo feliz y nos la mostraba a sus amigos con una sonrisa de niño aplicado y orgulloso de su proeza.

Este año cumpliría 80 años y sus amigos nos preparábamos para festejarlo y agradecerle todas sus enseñanzas de maestro sin cátedra, sus pastas a la carbonara, sus ascensos al cráter del Nevado de Toluca, sus celebraciones malherianas y cernudianas, sus fusilamientos contra el establishment de la República de las Letras o sus danzas chamánicas sobre una silla mientras Jim Morrison amenaza con romperse las cuerdas vocales cantando “Roadhouse blues”. Aquellos encuentros no se repetirán más por obra y desgracia de su muerte. Huérfanos quedamos de su amistad y de sus complicidades. Las manos asesinas y cobardes que lo ataron, lo amordazaron y lo golpearon con saña, se aferrarán tarde o temprano a los barrotes de una prisión. Custodios de su memoria y de su justicia en la tierra, los que aquí quedamos en esta patria violentada, permaneceremos en vela y sin sosiego hasta cumplir estas dos honrosas encomiendas. Después, sólo después de ordenar el mundo desde la belleza, la verdad y la justicia, podremos despedirnos de él con sus propias palabras: “A la primera luz póngase el violín al hombro/ para decirle adiós al barco que se aleja.”


Los siguientes poemas corroboran la certeza de Jorge Esquinca, para quien Guillermo Fernández “hace de las palabras verdaderos instrumentos de posesión y recreación del mundo”

Por principio

Ya es tiempo de que vuelvan todas tus palabras
las que el olvido ha perdonado
las que sobrevivieron al puño del amor
las sonámbulas guías bajo los párpados
las mendigas que esperan tras la puerta
las fieles a los sótanos del alma

Remueve escombros y gusanos
límpiales el rostro de lunas empolvadas
de niñas retozonas en la noche de San Juan

Arráncalas del fondo del armario
apuéstales el silencio de las bestias
tus ojos bautizados con los ácidos
que digan ese poco que te sobra
bajo la podredumbre de la máscara

Se acabó el tiempo de pudrirse libremente
de acariciar los lomos de la tranquilidad
los ojos tras las rejas tras los actos

La inocencia es un cacho de carne
que se pudre en la jaula de las fieras.
De Bajo llave (1983)

Ninní
(1934-1940)

A Sergio Pitol
Siempre al atardecer giras la llave
que abre las rejas del cancel
y separa las hojas de la senda
para que llegue al mármol que te nutre
con sus racimos congelados.

Desde el fondo del valle nos invoca
la voz de la carreta rechinante
cantándole al inerme corazón.

¿Por qué tengo que oír todas las tardes
el horror que gotea en el silencio?

Ninní, Ninní, tú lo sabías:
me siguen embrujando los caminos,
las flores brunas de la carne
que acarician mis ojos con su bisturí;
el veneno que dormía en los labios de Ihú,
el que se alimentaba tan sólo de silencio;
las palabras que vienen a mi mesa
a iluminar el pan de la mañana.

Por buscarte, Ninní, he removido
los muladares de la noche,
he roído los huesos rechazados por los perros,
he malbaratado bienes del reino,
proyectos de reconstrucción.

Pero no he vuelto a hablar a solas.
Tú plantas los laureles en el sueño,
persuades a las aguas para que sólo reflejen
tu reflejo;
por ti alienta aún esa colina
en su primavera de tumbas y jardines.

Guillermo Fernández