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viernes, 2 de mayo de 2014

Emmanuel Carballo: sino y herencia del francotirador

26/Abril/2014
Confabulario
Alejandro de la Garza

El funerario contraste desplegado ante nosotros por el azar fue chocante por inevitable. Con un par de días de diferencia fallecieron Gabriel García Márquez y Emmanuel Carballo y sendas despedidas a estos hombres de letras alentaron una comparación odiosa. Sin relación con el sincero homenaje rendido al Nobel colombiano, el destino (podría escribir sino) deparó al crítico y literato jalisciense un funeral “en el total abandono”, según informó la prensa. Su mujer Beatriz Espejo, su hijo Emmanuel Carballo Villaseñor, media docena de amigos y la visita de rigor de funcionarios culturales. Sino es destino, escribió Paz, y aunque el accidente de las exequias disparejas sea mera anécdota, no pude evitar reflexionar sobre el sino del crítico literario, nacido en Guadalajara en 1929, asumido en Notas de un francotirador:

“Soy en las letras mexicanas una figura molesta pero necesaria. Y es natural, el crítico es el aguafiestas, el villano… el resentido, el amargado; en pocas palabras, el que exige a los demás que se arriesguen, mientras él mira los toros desde la barrera”.

Puede no coincidirse con esta visión sobre el sino de la crítica literaria en nuestro país, pero la cita describe el papel personal aceptado por este ensayista, historiador y memorialista singular de la literatura mexicana fallecido hace una semana, el domingo 20 de abril a los 84 años. Hay algo de solitariedad voluntaria, de aislamiento necesario, de distancia exigida en la lección vital dejada por Emmanuel Carballo a partir de su honestidad radical y su disposición a pagar el precio de la incomprensión y la soledad —cuando no del repudio— por la osadía crítica en un país donde hoy cualquier escritor de costumbrismo narco se ofende como si fuera Flaubert y las narradoras de novela rosa se dan aires de Sontag con sus relatos de prostitutas y teiboleras.

Al menos desde 1969, confiesa Carballo en su Diario público (2005), “cambié de piel y de manera de comportarme. Me cansaron la ‘alegre vida literaria’, la ostentación, los salones, y comencé a entrar lentamente a otro tipo de vida, más franciscana que jesuítica”.

El comentario es revelador porque desde su llegada como becario al Centro Mexicano de Escritores en la ciudad de México en 1953, y por al menos dos décadas, Carballo estuvo en el centro de la vida literaria y cultural del país, fue un promotor editorial incansable y su opinión tuvo peso y profundidad para impulsar o descalificar autores. En aquel legendario club pasó dos años junto a Rulfo, Arreola, Castellanos, Carballido. Luego dos años más en El Colegio de México bajo el magisterio de Alfonso Reyes. En México en la Cultura del periódico Novedades, a cargo de Fernando Benítez, continuó el ejercicio del periodismo literario iniciado en la capital de Jalisco a través de sus revistas Ariel y Odiseo, y también por esos años (1955) apareció la RevistaMexicana de Literatura, dirigida por él y Carlos Fuentes, “siguiendo el modelo de Contemporáneos”. Fue también secretario de redacción de la Gaceta del FCE y tiempo después de la Revista de la Universidad, además de colaborados del Diorama de la Cultura del Excélsior.

Antes de cumplir los 30 Carballo estaba ya junto a la plana mayor de la literatura mexicana de esos años, con los innovadores cosmopolitas, los continuadores de nuestra tradición literaria; para decirlo con el título de su libro más célebre, era un “protagonista de la literatura mexicana” en el ámbito de la investigación y los estudios de las letras de los siglos XIX y XX, y consolidaba su ensayística literaria.

Fueron años de estudio, de donde extrajo después sus bibliografías, su diccionario crítico, su antología y análisis del cuento mexicano. Destaco por igual sus balances del periodismo independentista de 1800 a 1825 y de la prensa porfirista. Para al suplemento de Benítez realizó las entrevistas publicadas en su libro Protagonistas de la literatura mexicana (1964), volumen reeditado y ampliado hasta convertirse en un texto ineludible durante los últimos 50 años, texto de necesaria lectura en todas las universidades, clases de literatura y carreras de letras, y aún continuado con Protagonistas de la literatura hispanoamericana.

Fueron también tiempos de enfrentamiento con los ortodoxos comunistas, recuerda Carballo, quienes despreciaban esa literatura “nueva” de Rulfo, Paz, Arreola, Castellanos, Fuentes, Revueltas, Garro e incluso la de Lezama, Carpentier, Borges o Cortázar por considerarla pequeñoburguesa. Hubo además confrontación con las buenas conciencias, deseosas de figuras conservadoras, de lustre y “buen gusto” como relevo generacional de los viejos ateneístas, los agotados novelistas de la Revolución y los provocadores Contemporáneos.

Como es bien sabido, la Revolución Cubana significó un impacto crucial para los escritores mexicanos y de toda Latinoamérica. Sacudida tan fuerte que alteró a muchos su rumbo político y existencial, además de polarizar de forma tajante, apunta el crítico: se estaba a favor o en contra, no había más. Él apoyó la causa cubana y empezó su aventura de estrechar relaciones con el gobierno de Fidel Castro y los escritores de la Casa de las Américas hasta llegar a ser presidente del Instituto Mexicano Cubano de Relaciones Culturales. La efervescencia política agitaba tanto a los sectores intelectuales que en 1961 varios escritores realizaron una huelga de hambre en apoyo del líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo, preso en Lecumberri desde 1959. Participaron Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, el mismo Emmanuel Carballo y, a la cabeza, Pepe Revueltas.

El admirativo apasionamiento político por el sistema cubano se diluyó en menos de una década, y para 1968 la decepción de Carballo fue evidente. En ese contexto ocurrió el affaire Reinaldo Arenas. Carballo conoció el manuscrito de la segunda novela de este notable autor pobre, homosexual y perseguido en Cuba, El mundo alucinante, en supuesto proceso de edición en la isla cuando en realidad las autoridades evitaban imprimirla. Carballo la publicó en México en su editorial Diógenes, fundada en 1966, pero el asunto acabó en una disputa porque Arenas no recibió regalías. De ello estaba bien advertido, alegó luego Carballo.

Hacia finales de los años sesenta, ya en pleno empuje del boom latinoamericano, Carballo se retiró de lo que llamó la “alegre vida literaria”. En su último volumen editado en vida, Párrafos para un libro que no publicaré nunca (2013), confirma el hecho con estas palabras:

“El crítico debería vivir en algún lugar de difícil acceso, por ejemplo en una montaña. Editores y autores deberían enviarle sus nuevos títulos con un propio incorruptible. Así quizá sus juicios serían dignos de ser tomados en cuenta. Las corruptelas le estarían vedadas. Esta utopía, la crítica honrada, la he tratado de practicar en las sucesivas etapas de mi trabajo. En cada una de ellas conocí el rechazo, el silencio. Los autores enjuiciados casi siempre creyeron que minimizaba su talento por dos razones: la envidia o la ineptitud. En mi larga vida como crítico me las he visto negras. Un ejemplo, cuando me separé de la Mafia quedé solo. Perdí contactos con las editoriales, la amistad de casi toda la gente ‘famosa’”.

¿Quiénes representaban entonces a “la Mafia”? Entre broma y queja así se le decía, es claro, al grupo de Benítez, Fuentes, Monsiváis, Pacheco, Cuevas (desde luego don Fernando se doblaba de risa ante el comentario). Tras el compromiso político fallido, la decepción cubana y los ataques y distanciamientos por sus afiladas críticas con frecuencia hirientes, Carballo se retiró de ese grupo, de cierta vida social, de reuniones y cofradías literarias para concentrarse en el estudio, la lectura.

A pesar del alejamiento de la farándula literaria, de su ausencia de reuniones, homenajes, cocteles y presentaciones, en los setenta su influencia se mantuvo gracias al éxito de aquella serie de rápidas autobiografías de nuevos escritores, la ampliación del catálogo de Diógenes y la difusión de más autores jóvenes. Una influencia sustentada además en sus notas y ensayos para suplementos y revistas sobre un centenar de narradores, así como por sus labores editoriales en instancias académicas y asesorías a publicaciones universitarias y de instituciones oficiales.

Acaso, como escribió el crítico Christopher Domínguez hace unos días, Carballo se dedicó a administrar su reputación. Su ingreso al Consejo de la Crónica o su designación como Cronista de Cuajimalpa entre otros tantos puestos literario-burocráticos lo distrajeron durante buena parte de los años ochenta y noventa. No obstante, continuó publicando notas misceláneas, opiniones agudas y observaciones ácidas o resentidas, lo cual profundizó la idea de su amargura y enojo ante una vida literaria banal y unas obras para su gusto insatisfactorias o de plano malas.

Al iniciarse los noventa hubo reconocimientos a su labor como crítico e historiador literario. Lo premió el gobierno de su estado e ingresó con justicia al Sistema Nacional de Creadores. En 1994 publicó Ya nada es igual, memorias (1929-1953), volumen con la narración acuciosa y bien tramada de su estirpe familiar (fue hijo de un inmigrante español), su infancia y adolescencia en Michoacán y Jalisco; pero también historia literaria y cultural de su estado y de su capital, de sus escritores, políticos, revistas culturales y novelas más importantes. Esta escritura evocativa le daría empuje para llegar al nuevo siglo y publicar en 2005 la segunda parte de esas memorias, Diario público, 1966-1968, conformada por las notas escritas en el Diorama y donde concentra, a lo largo de 600 páginas, la vida literaria mexicana de esos años transformadores. Esta narrativa recupera atmósferas culturales y ambientes periodísticos, tendencias literarias y momentos cruciales para las letras y el país con la naturalidad de una conversación suave y puntual; tupida urdimbre de acontecimientos narrados con cierta melancolía pero con fuerza y claridad, aproximación vívida a aquellos días vertiginosos, aunque el mismo Carballo confiese:

“Al releer, corregidas y vueltas a corregir, las notas que componen este Diario, a casi 40 años de distancia, me encuentro con un México nebuloso y unos personajes (yo en primer término) casi fantasmales que me cuesta esfuerzo comprender y situar en su lugar exacto”.

En 2004 la UNAM publicó sus Ensayos selectos, con un prólogo y un dedicado trabajo de edición a cargo de Juan Domingo Argüelles, sobre quien Carballo ejerció el magisterio de sus enseñanzas y la influencia notable de su ejemplo de honestidad, según narra el propio Argüelles.

En estos últimos años se multiplicaron los reconocimientos para el maestro, acaso el más satisfactorio haya sido recibir, a sus 80 años, la Medalla de Bellas Artes por su trayectoria en las letras y, aunque seguía enojón, aislado, refunfuñante y crítico al punto de la corrosión, sus pares reunidos en la sala Manuel M. Ponce lo aplaudieron con sinceridad. Apenas el año pasado, el solitario crítico publicó como último libro la tercera parte de sus memorias Párrafos para un libro que no publicaré nunca.

La herencia literaria de Carballo está pues en una buena decena de libros, aportaciones a la investigación, los estudios y la historia literaria mexicana. En sus entrevistas indispensables es el mejor periodista; en los retratos, reseñas y ensayos alcanza la originalidad y profundidad de José Luis Martínez; en sus memorias es inevitable evocar la vida en México descrita por Salvador Novo, y en la crítica literaria, su valentía acaso no tenga parangón, pues al precio del aislamiento, la soledad y el distanciamiento, Emmanuel Carballo encontró independencia y honestidad para ejercerla. En su último libro, el francotirador se despide:

“Hoy puedo dar menos de lo que di ayer y, supongo, un decaimiento progresivo se apoderará de mis facultades mentales. Lentamente la vida se va apagando, te va anulando hasta que en cierto momento ya no recuerdas siquiera tu nombre”.

lunes, 10 de marzo de 2014

Balada de la ciudad en ruinas

Marzo/2014
Nexos
Alejandro de la Garza

Sobre el lado poniente del Anillo Periférico que circunda buena parte de la ciudad de México, justo donde esa vía confluye con la avenida Paseo de las Palmas, en la zona de Polanco, se levanta el edificio conocido como “Del árbol”. Es una construcción modernista de una docena de pisos y con vidrios oscuros erigida probablemente en los años ochenta del siglo viejo. De uno de los enormes ventanales de su décimo piso asoma como reto simbólico, contraste curioso o detonante oxímoron, un árbol sembrado allá en las alturas. Sus ramas se doblan hacia un lado para rebasar el dintel del ventanal y luego tienden hacia arriba, asomando al cielo en busca de su cuota vital de aire y luz. El ars combinatoria de esta arquitectura busca provocar un efecto estético al incrustar en una sola las imágenes usuales y acaso contradictorias del edificio y el árbol, para otorgar un nuevo sentido a la imagen resultante. La sensación es en efecto contradictoria: ¿es la imposición de la urbe de cristal, concreto y acero sobre la naturaleza primigenia, como sucede en toda ciudad? O bien, ¿es la naturaleza imparable en emergencia desde lo subterráneo, su último grito vital ya en una vitrina de museo? Este edificio “Del árbol” siempre me hace pensar en la ciudad expuesta en varios de los poemas, relatos y novelas de José Emilio Pacheco. Acaso por la percepción de la naturaleza reprimida y trastocada en artificial exhibición, o como el atesoramiento de algo (el árbol mismo) en vías de extinción. Hay una desesperación como la de El grito de Münch en esa visión. Una ciudad que en avance irrefrenable domeña y somete a la naturaleza para levantarse victoriosa, pero al mismo tiempo una ciudad ya en rápido deterioro, en un proceso de transformación inevitablemente destinado a la ruina.
Es bien sabida la visión de este deterioro urbano capturada por Pacheco en su novela corta Las batallas en el desierto, de 1981, considerada por la crítica y los lectores como una de las novelas fundamentales de los últimos cincuenta años. Escribe el narrador:
“Demolieron la escuela, demolieron en edificio de Mariana, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”.
Aquí una contradicción inherente: “de ese horror quién puede tener nostalgia”, se pregunta el autor luego de recrear a los ojos del lector la aventura infantil de Carlitos, su enamoramiento de Mariana, madre de su compañero de escuela Jim, y sobre todo la ciudad de México a través de sus calles (Álvaro Obregón, Insurgentes, la colonia Doctores, la Romita, la avenida La Piedad —hoy Cuauhtémoc— el puente de avenida Coyoacán sobre el río sucio La Piedad, y hasta algo de Las Lomas), sus atmósferas (la escuela, la heladería La Bella Italia, alguna tortería popular), los anuncios y series de radio que se escuchaban entonces (Las aventuras de Carlos Lacroix, Los niños catedráticos, La legión de los madrugadores, La doctora corazón; los toros narrador por Paco Malgesto, el futbol por Carlos Albert, el beisbol por el Mago Septién), los autos y los camiones públicos que la circulaban (los Packard, Buick, Mercury, Hudson; la ruta camionera de la Roma a la Santa María), las películas y cines de entonces (Errol Flynn y Tyrone Power; los cines Roma, Royal o el Balmori), además de la música de moda por esos años (“Sin ti”, “La rondalla”, “La múcura”, “Amorcito corazón”, “La burrita”). Eran los años del gobierno de Miguel Alemán, a principios de los cincuenta, cuando el niño José Emilio tenía 11 o 12 años.
Escribe el escritor José de la Colina sobre una foto de 1959 donde figuran él mismo y Pacheco en la Plaza  de la Ciudadela: “la colonia Roma, esa pequeña patria de la que José Emilio no se había desterrado, pues el otro nombre de ella es el de su infancia recreada, el de su mejor obra narrativa: Las batallas en el desierto”.
Cómo entonces negarse a la nostalgia de aquellos días, ¿en realidad eran “un horror”?, como subraya José Emilio. ¿Acaso es un juego de la memoria? La ciudad en el recuerdo del poeta es la real, la verdadera, o es su Ciudad en la memoria, para citar el título de unos de sus libros de poemas. El epígrafe de Las batallas… es la primera línea de la novela The Go-Between, del escritor inglés L. P. Hartler, publicada en 1953, donde un hombre mayor recuerda su infancia con nostalgia. La línea nos da una clave: The past is a foreign country. They do things differently there.
Si el pasado es una tierra extranjera y allí se hacen las cosas de manera distinta, entonces es el recuerdo lo que lo prestigia, la nostalgia lo refina y acaso endulce la memoria de tiempos en realidad difíciles y “de ese horror quién puede tener nostalgia”.
En su novela Morirás lejos, de 1967, ya el narrador se preguntaba si ese personaje que a diario permanece en la misma banca del parque frente a su casa “puede tratarse de un nostálgico que en los alrededores de ese sitio pasó los primeros años de su vida. El parque fue el jardín de su casa [...]. Nostalgia del limbo, la seguridad, el medio acuoso, batracioide, prenatal, el hombre regresa después de todo lo que le ha hecho la vida. Y ya no están las casas, los jardines donde siempre era otoño, las calles empedradas, el montículo central por el que pasaba el tranvía, la corriente una vez límpida y luego corrompida a fuerza de basura, lodo, escombros; sus orillas de musgo. Apenas quedan árboles y ya no hay casas, no hay jardines, no hay río; sólo avenidas abiertas sobre la destrucción y automóviles incesantes, siempre en aumento. [...] La infancia se llevó sus lugares sagrados. Nada puede volver. El sitio ya no existe. No hay nadie tras la ventana, eme, efectivamente, murió hace más de veinte años. El pozo no existe, el parque no existe, la ciudad no existe”.
En el relato “El jardín de los gatos”, de principios de los setenta, recogido en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales (ERA, 1990). Pacheco describe el kiosco de Santa María la Ribera: “En el parque más antiguo de la ciudad había un Kiosco. De nos ser por sus dimensiones se hubiese dicho pueblerino. Algo de gran aldea quedaba en aquella avenida con sus coronas de flores, para los muertos, sus librerías de viejo, sus prostitutas y sus hoteles amarillos. El aire venenoso aún no devoraba los árboles, el drenaje de la ciudad todavía no los despojaba de tierra para sus raíces. Ante los niños de entonces el parque semejaba un bosque en medio de la aridez y la fealdad que ya lo tenían amenazado. Las fuentes neoclásicas estaban sin agua y eran depósitos de basura”.
Mientras en el relato “La zarpa” (El principio del placer, 1972) un personaje femenino señala: “…usted no conoció a México cuando era una ciudad chica, preciosa, muy cómoda, no la monstruosidad tan terrible de ahora. Entonces uno nacía y moría en la misma colonia, sin cambiarse nunca de barrio. Uno era de San Rafael, de Santa María, de la Roma. Había cosas que ya jamás habrá…”.
“La catástrofe”, de 1984, es un relato donde Pacheco ve la ciudad invadida por un ejército enemigo: “Vivo en la Condesa, en una calle que tiene el nombre de uno de los cadetes muertos en la defensa del Castillo de Chapultepec durante la invasión norteamericana en 1847. Antes de la guerra y los desastres pensé en cambiarme porque la Condesa ya no es lo que era. Sin embargo el ejército enemigo ocupó a México y me quedé en este departamento sombrío. Me hace sentir con mayor intensidad la amargura de la catástrofe”.
Pacheco describe el Castillo y el Bosque de Chapultepec ocupados por los invasores mientras una marcha de jóvenes por la avenida Veracruz. El célebre bosque de la ciudad de México es también recurrente en el imaginario literario del poeta y narrador. Incluso en el cuento “Tenga para que se entretenga” y en varios poemas, habla de una ciudad prehispánica subterránea que sobrevive y a la cual se accede por el mágico parque donde Moctezuma se daba baños.
Del libro El reposo del fuego, de 1966, emerge este verso:
Bajo el suelo de México verdean
Espesamente pútridas las aguas
Que lavaron la sangre conquistada
Nuestra contradicción —agua y aceite—
Permanece a la orilla y aún divide,
Como un segundo dios, todas las cosas:
Lo que deseamos ser y lo que somos.
(Haga el experimento. Si levanta
Unos metros de tierra encuentra el lago,
La sed de las montañas, el salitre
Que devora los años. Y este lodo
En que yace el cadáver de la noble
Ciudad de Moctezuma.
Y comerá también nuestros siniestros
Palacios de concreto, muy lealmente,
Fiel a la destrucción que lo preserva)
México subterráneo… El poderoso
Virrey, emperador, sátrapa hizo de
los lagos y bosques el desierto.
Y de Irás y no volverás, de 1973, el poema “Tacubaya, 1949”:
Allá en el fondo de la vieja infancia
Eran los árboles
El simulacro de río
La casa tras la huerta
El sol de viento
Que calcinó los años
Un desierto
Que hoy se sigue llamando Tacubaya
Nada quedó
También en la memoria
Las ruinas dejan sitio
A nuevas ruinas
De Islas a la deriva, poemas 1973-1975, recupero “Vecindades del centro”:
Y los zaguanes huelen a humedad
Puertas desvencijadas
Miran al patio en ruinas
Los muros
Relatan sus historias indescifrables
Los peldaños de cantera se yerguen
Gastados a tal punto que un paso más
Podría ser el derrumbe
Santa María y San Cosme son también barrios que Pacheco recupera en sus poemas y prosas:
“Santa María”
Esta ciudad de pronto se inventa otro pasado
El silencio está fuera de lugar
Las casas son indefiniblemente de otro mundo
La noche se desploma sobre otra época
El aire emponzoñado huele a campos antiguos
Y todo se me vuelve aún más extraño
Porque lo reconozco
Porque ya de algún modo estuve aquí
(donde no he estado nunca)
Porque he perdido esta ciudad insondable
Que ahora recobro misteriosamente
¿Y quién podrá decirme la verdad en este cauteloso fin del mundo?
¿Estoy vivo en mi vida pero me adentro en una fantasmagoría?
O todo a fuerza de ser real
¿Me está volviendo un azorado fantasma?
“San Cosme, 1854”
Mundo de vidrio en la litografía. Jardines
En donde ahora se atropellan los coches.
Casas y fuentes y árboles frutales;
Hoy estacionamientos desolados.
Aire sin mancha
Y no el actual irrespirable veneno
Pero no creas
En la nostalgia inmemorable: debajo
Del tibio edén que se detuvo en la imagen
Había:
Desagüe al descubierto
Miles de esclavos
Seis o siete horas
Para hacer la comida
Y gran dificultad para bañarse.
En efecto, hay una poesía plenamente urbana y contemporánea también notable en esta lírica correspondiente al volumen Desde entonces de 1980:
“Ayer y hoy”

Ni la misma casa ni la misma ciudad, ni los mismos amores ni las mismas costumbres, ni los mismos libros ni los mismos amigos: de aquella época lo único que conservo es mi nombre.
“A las puertas del metro”
Con el cerebro destruido por las inhalaciones de “cemento”, se halla a las puertas del metro, tirado como una lata de cerveza o una envoltura de plástico.
Canturrea algo semejante al rock. Viste una playera harapienta con la inscripción Have a Pepsi, yins por los que hasta hace poco algunos hubieran pagado fortunas para exhibirse con ellos en sitios elegantes.
En los poemas de Miro la tierra, posteriores al sismo de 1985 que fracturó casi por completo a la ciudad, Pacheco insiste en la ruina:
Arañamos las piedras y brota sangre.
Todo el peso del mundo se ha vuelto escombro.
La palabra desastre se ha hecho tangible
Se hundió la casa de papel o cuarto de juegos
De un niño inexplicable que al despertar
Aplastó sus cubitos de hojalata
Pero no hay juego
Sólo personas que mueren,
Gente que ha muerto, seres humanos
Que si salieran vivos del tormento entre escombros
Habrán dejado en el montón de ruinas
Sus brazos y sus piernas
Nadie está a salvo.
Aun al quedar ilesos hemos perdido
Nuestro ayer y nuestra memoria
México se hizo añicos. Su desplome
Retumba al fondo de la noche hueca.
De aquella parte de la ciudad que por derecho
De nacimiento y crecimiento, odio y amor,
Puedo llamar la mía (a sabiendas de que
Nada es de nadie)
No queda piedra sobre piedra.
Esa que allí no ves, que no está
Ni volverá a alzarse nunca,
Fue en otro mundo la casa
Donde nací
La avenida que pueblan damnificados
Me enseño a caminar
Jugué en el parque
Hoy repleto de tiendas de campaña.
Terminó mi pasado.
Las ruinas se desploman en mi interior
Siempre hay más, siempre hay más
La caída no toca fondo.
En la desesperanzada visión literaria que nutre y recorre toda la obra narrativa y poética de José Emilio Pacheco, su visión de la ciudad en ruinas, imaginada, perdida, “desmemoriada”, y en su literatura como una forma de la conciencia dolorida, se ha querido ver algún pesimismo inmovilizante, un narcótico dolor por la vida y el mundo que congela y aletarga, la crítica que se vuelve contra sí misma inquiriendo sobre su sentido, sobre su inutilidad, tan sólo para convertirse en estatua. Después de la intensa relectura de su narrativa y su poesía pienso que la fuerza preponderante de la obra de Pacheco es precisamente la contraria, el contumaz esfuerzo de afirmación vital que entraña la escritura misma, afirmación íntima, personal, del mundo y la existencia. Escribir es uno de los actos de vida más optimistas y enérgicos. Arte o fe o magia o destino o agotadora y solitaria tarea reivindicadora que siempre es en positivo, que reitera, anima y estimula a través de la balada de la ciudad en ruinas o el canto triste y enigmático de lo que espera la desesperanza.

lunes, 2 de enero de 2012

Repertorio íntimo

1/Enero/2011
Nexos
Alejandro de la Garza

La generación de la crisis
Propongo como generación de la crisis a la de aquellos nacidos en los años cincuenta, porque sus integrantes vivieron (vivimos) ese punto de quiebre de la azarosa vida mexicana iniciado en nuestra primera adolescencia con la crisis política de 1968 y profundizado a partir de 1976 por las recurrentes crisis económicas. Esa generación alcanzó un mendrugo de esperanza de la dura realidad nacional, al ser la última en barruntar un horizonte optimista con oportunidades de mejoría personal y económica a partir de los mecanismos tradicionales de capilaridad social: estabilidad política y económica, posibilidades de acceso a la educación superior, empleo estable y bien remunerado. Pero el choque frontal con la realidad áspera y precaria de la crisis engendró un gran desengaño generacional, traducido en el palpable desencanto de la narrativa publicada por estos autores a partir de mediados de los setenta. Ahí están la zozobra económica, la vida cotidiana en la urbe en proceso de modernización-destrucción, la búsqueda de nuevas formas de relación amorosa, los movimientos sociales, el compromiso político y su desengaño, la actividad de las minorías en resistencia, los manotazos del ogro filantrópico.
Incluso la conciencia de nuestra literatura como forma artística heredera no sólo de los modernistas y del Ateneo, de la novela de la Revolución, las vanguardias y los Contemporáneos, de Rulfo, Fuentes y Paz, de la generación de medio siglo y el boom, sino también capaz de asimilar influencias como la nouvelle roman o el nuevo periodismo estadunidense.


El Crack y otras intensidades

La generación de los nacidos en los años sesenta vivió la crisis mexicana desde su infancia, acaso por ello distingue a esos autores una muy mexicana desilusión asimilada a su ADN y expresada en numerosos libros de los noventa. Su respuesta a ese México fue la voluntad de rompimiento con lo “nacional” encabezada por el Crack. Autores decididos a dejar atrás la tendencia narrativa centrada en lo mexicano y el realismo mágico para acudir a historias distantes de las temáticas locales. Escritores “globales” de novelas totales y relatos sucedidos en Europa, África o Japón y con temas como el nazismo, el avance científico o el arte contemporáneo. Profesionales alentados tanto por su ambición estética y sus lecturas como por las estrategias editoriales de los corporativos españoles recién asentados en México. Una literatura heredera de nuestra tradición contemporánea y cosmopolita —aseguraban en sus manifiestos—, desarrollada con recursos distintos y novedosos, estrategias metaliterarias y, ahora sí, invitada al banquete de la cultura o las culturas.

Alejadas de estas posturas se desarrollaron otras vertientes narrativas, como la llamada literatura del desierto o del norte, donde la peculiaridad de sus paisajes, su luz y sus atmósferas abrió una rica veta literaria, así como también una narrativa urbana dura, desesperanzada, de intensidades corrosivas —literatura basura, la llamaron—, reflejo de una urbe sórdida y violenta, y de otra manera literaria de enfrentarla.


La crisis de las generaciones


La generación siguiente, la de los escritores nacidos en los años setenta, ha sido etiquetada como la no-generación o la generación negada (sus mismos integrantes se niegan a serlo), la de la crisis (han conocido únicamente los tiempos de nuestra prolongada deriva), huérfana (sin patriarca literario, lejana incluso del postboom y del Crack, sin guía capaz ni ruta trazada), inexistente (por encontrarse en pleno proceso de maduración artística y carecer de obra definitiva). Es la generación o no-generación de autores entre treinta y cuarenta y dos años, quienes a lo largo de la primera década del siglo XXI publicaron novelas, cuentos y ensayos diversos aunque, como se ha dicho, la mayoría dentro de los convencionalismos tradicionales de la narrativa. Agruparlos en el término generación, a lo cual se resisten un tanto confusamente, no es tan discutible como parece. Es una aproximación elemental pero útil, más si como quería Ortega y Gasset una generación consiste en un repertorio orgánico de íntimas propensiones.
Un sector de la crítica acusa la inexistente búsqueda de nuevas formas narrativas y lamenta el conformismo estético y la falta de rebeldía artística de estos escritores. Desde esa perspectiva, la efectividad narrativa, la capacidad de fabulación, el estilo y el contar bien una historia, resultan ya incapaces de alterar y agitar al lector con una propuesta crítica y arrojada. En el desarrollo de su proceso creativo estos escritores no han requerido de nuevos desafíos formales, de narrativa experimental o innovaciones vanguardistas para elaborar su obra. Los relatos fragmentarios y dispersos, los recursos oníricos y las digresiones, las innovaciones en la técnica y en la creación de personajes escasean aquí. No obstante, sus temas son muy otros comparados con los de generaciones anteriores: un evidente cambio de mentalidad ha tenido lugar en esta no-generación debido a varios procesos de alfabetización determinantes, los cuales conforman ese repertorio orgánico de íntimas propensiones.

El alfabeto tecnológico y la sociedad del conocimiento. La tecnología vivida por la generación de los cincuenta incluyó el cine como la gran aventura, la televisión en blanco y negro, los casetes de audio en sustitución de las viejas cintas de ocho pistas, y todavía la máquina de escribir. La experimentada luego por la generación de los sesenta incluyó la multiplicación de las pequeñas salas de cine de arte, el despegue de los medios masivos, la televisión a color y por cable, la llegada de las videocaseteras, los primeros juegos de video, el walkman y poco después la llegada del disco compacto.

En comparación con el desarrollo tecnológico de los últimos veinte años, vivido con intensidad y desde la infancia por los escritores nacidos en los años setenta, aquello suena prehistórico. Esta es una generación ya inmersa en la tecnología informática y la sociedad del conocimiento. Medios, nuevas tecnologías y literatura tienen en la narrativa del siglo XXI vasos comunicantes para nutrirse y enriquecerse.

Casi la totalidad de los autores nacidos en los setenta han vivido desde la niñez con televisión por cable o satélite y han recibido la influencia de series televisivas de calidad (The Wire, Los Soprano, 24, En terapia), gozaron del cine en casa, pantallas, sofisticados juegos de video, computadoras y hoy de iPods, iPhones, smartPhones, Blackberrys. Muchos de ellos tienen blogs donde publican sus textos, noticias y ocurrencias, participan en las redes sociales, se comunican entre ellos, están siempre en contacto, se “mensajean”. Les interesa el Kindle y el iPad, se preocupan por los nuevos formatos electrónicos del libro y por el futuro de la lectura. Hemos atestiguado con asombro un cambio civilizatorio.

El alfabeto científico. En los últimos veinte años el desarrollo científico ha acumulado también conocimientos y desarrollos, y las tareas de divulgación de ese saber (sobre el cerebro, la sexualidad, el corazón, las enfermedades, los virus, etcétera) se extienden por publicaciones, documentales, televisoras, cursos universitarios, diplomados periodísticos, políticas académicas, construcción de infraestructura (institutos de investigación, museos). La conciencia ecológica también se ha extendido de manera vertiginosa y es parte de la educación desde los cursos primarios. A pesar de nuestro desastre educativo, estos conocimientos llegan a niños y jóvenes, y la literatura de los escritores treintañeros lo refleja. Hay novelas sobre entomología y sobre una plaga surgida de un laboratorio universitario, relatos sobre viajes de braceros a Marte, narraciones entre el blog y el relato, neomemoria y futurismo, apocalipsis y distopías científicas o ecológicas.

El alfabeto de las artes plásticas. La literatura y las artes plásticas siempre han mantenido vasos comunicantes, intensificados en el siglo XX con el surgimiento de las vanguardias. En México, el no-grupo de Contemporáneos promovió y ejerció la crítica de artes plásticas de forma talentosa. Octavio Paz escribió memorables ensayos sobre arte al igual que Juan García Ponce. Las relaciones entre escritores y pintores en México han sido constantes aun-que en la última década los ensayos, crónicas y la crítica de artes plásticas (como toda la crítica en general) se hallan dispersas en el contexto de la fragmentación cultural y la diversificación de las disciplinas artísticas. La generación de los años setenta parece destinada a recuperar esa relación al coincidir sus afanes literarios con el surgimiento de nuevos artistas plásticos y con impulsos estéticos en formatos contemporáneos: performance, instalaciones, videodigital, digitalización fotográfica, creaciones programadas en computadora. Algunas de las narrativas del siglo XXI se aproximan a la exploración de estos formatos mediante su técnica (el lenguaje del video y del performance trasladado a la escritura) o la temática (discusión de las expresiones contemporáneas frente a la pintura tradicional).
También el cómic y la novela gráfica, al adquirir prestigio estético, influyen de forma directa sobre muchos de estos autores treintones amantes de la historieta y la narración ilustrada con calidad. Varias narrativas del siglo XXI parecen avanzar a partir de imágenes de cómic y personajes caricaturescos, o incluso desarrollarse como un guión de novela gráfica, con escenas como ilustraciones. El riesgo de esta tendencia es hacer de la narrativa un entretenimiento efímero, olvidable, pero sus autores parecen por ahora conformarse con ello.

El alfabeto burocrático de las becas. La revisión de una nómina de poco más de cincuenta escritores nacidos a partir de 1970 muestra que casi todos han estado becados al menos una vez, otra parte gruesa ha tenido dos becas y una decena ha contado con hasta tres becas combinadas de instituciones estatales y privadas del país, más alguna extranjera. Las excepciones se cuentan con los dedos de una mano. La red de protección institucional tejida por el Estado desde hace poco más de veinte años —el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, el Sistema Nacional de Creadores, las becas estatales, el programa Tierra Adentro, la Fundación para las Letras Mexicanas, los programas fronterizos, el Centro Mexicano de Escritores—, constituye una amplia estructura de soporte alentadora del oficio de “escritor profesional” (como se asumen los integrantes de esta camada setentera), y acaso luce más eficiente contrastada con las estructuras para la formación de lectores.

Esta es una generación mimada por el Estado y sobreprotegida por sus instituciones culturales. Su obra ha sido aprobada, financiada, promovida y muchas veces también editada por el ogro filantrópico al que desprecian. No obstante, se piensan una generación en la orfandad estética, casi sin destino ni rumbo claro, aunque por lo mismo con la posibilidad de reinventarlo todo. La mayoría de este medio centenar de autores publica en diarios y suplementos, las revistas importantes les han abierto espacios y todos tienen más de un libro en su haber (hay quien tiene una irregular decena). Las editoriales han impulsado a muchos de ellos, están en el mercado y presentan sus libros, participan en mesas redondas y talleres de discusión literaria, asisten a las ferias del libro y mantienen presencia constante en sus blogs.

Desencantados con razón de su país, desinteresados de la política y sus necedades, sin fe en los políticos, absorbidos por las nuevas tecnologías, desilusionados y nihilistas, escasamente preocupados por algo más allá de su entorno, sus necesidades particulares y el complicado y laborioso papeleo para solicitar la siguiente beca, nuestros ya no tan jóvenes escritores ofrecen en su obra un testimonio de la crisis y el desengaño vividos, su respuesta literaria a este México entre el naufragio y la deriva.]

El alfabeto del crimen, las perversiones, las patologías, el extrañamiento. En esta narrativa persiste la inclinación por las novelas noctámbulas y criminales (Juan José Rodríguez), pero escasean los temas de política nacional o local y las novelas de indagación histórica. Hay ejercicios novelísticos sobre la rabia, combinada con la enajenación ante la tecnología informática, para mostrar pleno dominio del género (Jaime Meza); juegos oscilantes entre el cómic, la novela gráfica y la ciencia ficción (Bernardo Fernández); indagaciones en la locura, la ciencia, los hospitales psiquiátricos y los comportamientos patológicos (Bernardo Esquinca); exploraciones de una sexualidad perversa, masoquista y retorcida, de abuso y violencia (Alberto Chimal). Hay parodias de los distintos ámbitos de la realidad nacional, de la mezquina rutina oficinesca o del medio cinematográfico (Antonio Ortuño). Novelas de realismo y lenguaje duro, visiones crueles y canallas de personajes de ambas fronteras y del fenómeno de la migración y el tráfico de personas (Nadia Villafuerte). Sátiras del ámbito literario, de las ambiciones, becas y aspiraciones de los escritores; burlas y desprecio a la mercadotecnia editorial (de la cual se benefician). Búsquedas de un lenguaje capaz de reflejar el presente (Emiliano Monge), personajes en espera de la alteración de su rutina desesperanzada y envilecedora (Bibiana Camacho), y logrados delirios del lenguaje capaces de fundar una geografía neonorteña (Carlos Velázquez) o de recorrer ese otro norte mediante una road-novel (Antonio Ramos). Hay reconstrucciones de la infancia (Alain-Paul Mallard), relatos sobre el doble y el distanciamiento (Mayra Luna), sobre el aislamiento, la marginación y la presencia ominosa de un ser dentro de nosotros (Guadalupe Nettel). Novelas de estructura flexible entre el blog y el relato (Jorge Harmodio), sobre una plaga de ratas producto de un experimento genético (Gonzalo Soltero) y relatos misteriosos, de presencias acezantes e insatisfacciones vitales por internet (Luis Jorge Boone).
El extrañamiento parece una constante en la narrativa de esta generación, extrañada, para empezar, de sí misma. Hay una búsqueda de alteridad con la esperanza de la develación de algún misterio capaz de trastocar su realidad en otra, acaso más libre o más delirante, menos gris y mediocre, más vivible y literaria.

Por fortuna esta generación ha sido capaz de discutirse a sí misma en el ensayo, y sus integrantes ejercen la crítica para valorar los alcances de su narrativa (Geney Beltrán), señalar sus limitaciones y exigir arrojo y rebeldía (Rafael Lemus), explicitar sus razones e intenciones generacionales (Jaime Meza), proponer sus narraciones como grandes hits musicales (Tryno Maldonado), ubicarla en un limbo (David Miklos) o para dar una opinión ocurrente (Heriberto Yépez). Otros ensayistas se desplazan hacia la creación literaria y la crítica de artes plásticas (Gabriel Bernal Granados), a la observación imaginativa de lo cotidiano (José Israel Carranza) e incluso en busca de un lenguaje capaz de capturar el elusivo contexto de esta narrativa y revisar su “negación generacional” (Pablo Raphael).


Epílogo (La teoría del cesto)

En su novela Dublinesca, Enrique Vila-Matas decanta su teoría de la novela en voz de su personaje Riba, editor literario barcelonés arruinado por la era digital: “intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama, y escritura vista como un reloj que avanza”. Suma además la necesidad del tono paródico frente al caos. Al instante arroja la inútil teoría a la basura. Así las cosas, mientras recobramos la teoría del cesto y buscamos de dónde brotará lo nuevo, quién tendrá la voluntad y el arrojo, cuáles serán sus estructuras novedosas, desafiantes y valientes, y si serán repentinas o se consolidarán poco a poco, sólo queda, para ellos y para nosotros, continuar leyendo.