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domingo, 2 de abril de 2017

Un profeta llamado Renato Leduc

2/Abril/2017
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

De Renato Leduc (México, 1895-1986) se recuerdan muchas anécdotas. Personaje señero de una generación donde el cacumen se mezclaba con lo académico, basaba su producción en una vida de trabajo en los más distintos lugares de la historia mexicana: telegrafista villista, censor cinematográfico, diletante en París, periodista combativo. Pero poco se le tiene como poeta, a pesar de que sus versos tenían mucho de crítica y más de ese humor franco y eficaz que lo hizo parte ineludible del México que habitó.

Las correrías de esa generación muy anterior al sida, el vih y demás enfermedades que hicieron cambiar algunas costumbres sexuales, están en la prosa de Leduc. Desde el amante de la esposa que amanece en la cama conyugal y escucha la vida campirana entre el gallo, el buey y las estrellas que se disuelven en el amanecer (“Égloga iv”), hasta la ciudad que cobija lo mismo a madres obesas de hijos pequeños hasta las doncellas del cabaret (“Oda a la ciudad”). Pero el sexo anida en las formas primordiales: el hijo que ha matado al padre, sueña que el río se lleva el cadáver de la hermana, profanada por el incestuoso y sus “turbulentas entrañas” (“Parricidio”). Más allá de la forma poética en que Leduc traslada el crimen a formas cinematográficas, el poema nos da la visión del autor, más preocupado por cómo veremos al cuerpo flotante de la hermana, desnuda y mostrando “un seno, el sexo dorado, otro seno” en la superficie del agua, apenas con el nivel suficiente para refractar esa piel y sus turgencias.

Leduc anuncia sus contenidos favoritos (“Temas”): “Va pasando de moda meditar./ Oh, sabios, aprended un oficio./ Los temas trascendentes han quedado, /como Dios, retirados de servicio./ La ciencia… los salarios…/ el arte… la mujer…/ Problemas didascálicos, se tratan/ cuando más, a la hora del cocktail.” De ahí que el libro “del buen amor” tome las pesadumbres que las mujeres dejan en los cínicos y los tímidos, todos burlados y burladores en las lides de las féminas y sus despechos y apetitos. Abierto crítico de la religión y sus abusos, filtra a la Virgen de Guadalupe en un poema dedicado a otra Guadalupe, con quien vive el amor entre sus ojos oscuros, “negros como la fama de una suegra” (invocación a la Virgen de Guadalupe y a una señorita del mismo nombre: Guadalupe).

En el sentimiento del siglo xxi, donde privan los sentidos y la individualidad, Leduc acierta en lo atemporal del disenso entre hombres y mujeres y, como buen macho de su época, acepta el dolor que infligen las hembras que deciden sobre los moscardones que las circundan. Más allá del discurso femenino de independencia e igualdad, Leduc pervive en el imaginario inconsciente de quienes se duelen de no compenetrarse con el sexo contrario. “Mas por una padecen los jóvenes, los viejos,/ los sabios, los mediocres, los pendejos…/ yo, que la sufro cerca, tú, que la lloras lejos…” (aquí se presume que todo linaje de hembras son, aunque deseadas, malas).

Leduc, el visionario, no dejó de burlarse de los corruptos. Banqueros y funcionarios eran sus favoritos. En la parte final de un sexenio donde los escándalos de corrupción brotan, gracias a la información de redes sociales imposibles de ser censuradas como sucedía con diarios y televisoras de hace unas generaciones, retomar a Leduc y sus críticas provoca una sonrisa no sólo por ver cómo verdaderamente la corrupción no es algo novedoso, sino por admirar la elegancia en las formas y la profunda mirada humorística de quien comprende que sólo queda señalar al corrupto ante la imposibilidad de un cambio de fondo real. No lo sabría Leduc, que vivió la Revolución y sus componendas. Trata al banquero como un coyote. “Cual diligente perro de negocios/ viaja por el desierto a trote largo/ como si fuese a una reunión de socios/ y de usurario banco a hacerse cargo.” Fiel a la tradición humorística de hacer escarnio propio para evidenciar al lector, muestra que, como aquel banquero del que habla, él le debe ese homenaje al “Señor de la rapiña… y del vagabundaje.” (“El coyote”). Dentro de sus muchos aciertos, el poema señero que describe a los legisladores obedientes (“El diputado”) resume la perspectiva ciudadana sobre quienes cobran por no trabajar: no comparecen a las reuniones legislativas, incluso los representantes de partido; saltan de una Cámara a otra durante décadas, gracias a los nombramientos plurinominales o a colocar candidatos en distritos asegurados; se duermen o chatean cuando van y, como en la toma de protesta de Calderón, son capaces hasta de golpearse o arrojarse objetos desde la “máxima tribuna” del país, en franca instrucción a los salteadores de supermercados que usan los gasolinazos como pretexto para delinquir; o simplemente obedecen, como sucede en la Cámara de Senadores, donde se aprueban por mayoría nombramientos propuestos por el Ejecutivo con clara dedicatoria –ternas de un solo aspirante– en lugares claves del sistema mexicano: ministros, fiscales, etcétera. Pero, bien refiere Leduc, el asunto es llegar al puesto, lo demás es lo de menos: “Trasudando sufragio-efectivo/caga sangre el señor diputado/al pensar que pudiese algún vivo/comerle el mandado…” Emparentados políticamente legisladores y magistrados (especialmente los elegidos por vía legislativa y no por oposición), estos últimos también son evidenciados por Leduc (“El señor magistrado”) como de “criterio cretino pero afilados dientes”.

Los políticos y las mujeres como fuente de desdichas son dos de las muchas constantes en el imaginario mexicano. Leduc las inmortaliza con precisión literaria y, mejor aún, con el matiz humorístico que permeó por décadas en su crítica pluma, donde quienes sabían leer el mensaje “oculto” podían identificar al destinatario de la pulla. Al final, las malas gestiones de políticos y comerciantes (siempre los banqueros para Leduc) llevan a una inexistente justicia social donde millones apenas sobreviven y pocos llegan a ser millonarios de nivel mundial, algunos por trabajar y otros por robar: eso no le importa a los niños famélicos que levantan la mano ante la falta de oportunidades.

“¿Dónde está la justicia…? Debajo de una mesa/ contempla al magistrado que eructa y que bosteza…”

domingo, 3 de julio de 2016

José Rubén Romero y el exquisito grotesco

3/Julio/2016
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Dentro de la amplia obra de José Rubén Romero (México, 1890-1952) tanto como escritor, activista y embajador, destaca en la búsqueda del humor La vida inútil de Pito Pérez (1938), no sólo por apartarse de los escritos sobre la Revolución del propio autor, sino por contener una visión diversa a la usada por sus contemporáneos para hablar de esa Revolución que marcó a una generación de escritores.
La vida inútil... fue un éxito y ello se ha reflejado, además de los enormes tirajes agotados, en las tres adaptaciones cinematográficas que, sin embargo, pierden la gracia de la narrativa de Romero, quien para 1938 ya tenía mucho camino recorrido como escritor.
A partir de la propia biografía, contada por Pito Pérez a cambio de botellas y copas, no sólo nos enteramos de la sociedad rural de Michoacán (el autor nació en Jiquilpan, tierra del Lázaro Cárdenas), donde lo mismo aparecen los abusivos comerciantes, que los vagos borrachos como el personaje central. No por ello será una obra moralista: la madre era tan buena que prefería cuidar a otros niños en lugar de los propios. Sus hermanos son educados uno para sacerdote y otro para abogado: así el primero los cuidaría “de tejas arriba” y el otro los defendería “de tejas abajo”. A Pito Pérez, para tener ambos mundos al alcance, lo hacen acólito: ni echa chile al incensario, para hacer llorar a los devotos y al sacerdote, ni se orina en la sacristía, ni se roba el dinero. Bueno, al principio. Pito usa la sotana todo el tiempo, no para mostrar su devoción, sino por falta de pantalones. Pronto se lleva las limosnas, casi obligado por otro acólito de más edad, a quien obedece, entre otras razones, por carecer de “personalidad legal reconocida para acusar a los hombres ante los tribunales del fuero común”. Al ser sorprendido, prefiere irse a conocer mundo, donde pronto hará su “entrada triunfal al país de los borrachos. Desde entonces, por mi boca habla el espíritu… del vino y, como los profetas de la antigüedad, paso la vida iluminado”.
Los diversos trabajos se suceden, pues Pérez no logra conservarlos. Ya sea por encamarse con la esposa del patrón (uno tan gordo que lleva años sin ver a su “Jesusito ni retratado en un espejo”) o beberse los preparados con alcohol o tomar adelantos de pago.
La narración se vuelve descriptiva de la vida rural michoacana, pero también sirve para criticar la estratificación social, los abusos eclesiásticos (el cura con el que trabaja Pérez pide dinero e insulta a los feligreses, incluso en latín para hacerse el sabio aunque no entienda las frases que se aprende de memoria) y, vaya casualidad, la pésima administración de justicia, con jueces corruptos y necios, y ayudantes peores: Pérez aconseja a los pobres (pues los ricos todo logran con su dinero) que cumplan la ley, “pero que se orinen en sus representantes”. De lo local pasamos a lo nacional y, así, a la visión de una universalidad donde se padecen los mismos problemas en muchos lugares, además de los tocados por el narrador.
Pérez dedica un capítulo a sus transitares carcelarios, donde le toca interpretar a Jesús en Semana Santa y, al ser crucificado, altera todos los diálogos, empezando por el “Padre, castígalos; se hacen que no saben lo que hacen”.
Romero sorprende por incluir en esta obra casi pedestre, su versión de los cielos. Un San Agustín a la mexicana, mezclado con Jiménez, el de Picardía mexicana. Reclama a sus interlocutores: “¿Puede usted decirme cuál es mi realidad y cuál mi ficción?” Rasga el cielo y se asoma a la gloria: los árboles son de verde artificial; el prado, un tapete estilo Luis xv; ve a los Santos discutir; advierte en el rebaño de ovejas blancas a los distintos tipos de personas: si son esposos engañados, tienen cuernos; si son adúlteras, tienen la sonrisa; hay carneros lanudos, son los ricos que donaron a la iglesia; carneros con charreteras por haber muerto después de combatir a los enemigos de los cristianos; carneros con los genitales dorados y corona de mártir, son los casados con ricas que fornicaban por obligación; las vírgenes virtuosas son ovejillas que se refregaban contra los árboles. Al preguntar por las ovejas negras, un cura le contesta que esas son los pobres de la Tierra y que están en el Purgatorio o en el Infierno, pues los pobres “lo merecen todo” y si se rebelaran, terminarían en el Infierno, así que más les vale estarse quietos.
La vida inútil de Pito Pérez es una obra sobre lo grotesco, pero con peculiaridades delicadas que muestran a Romero como un escritor vigente 

domingo, 22 de marzo de 2015

Quiroga y la influencia bien asumida

22/Marzo/2015
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Pocos son los autores que aceptan abiertamente la influencia de sus antecesores. Horacio Quiroga, famoso por sus cuentos de la selva y sus historias de amor y locura, fue más allá: escribió seis novelas cortas haciendo alusión de sus autores favoritos. Estas obras de Quiroga sirven para comprender el proceso creativo de un autor con textos que, además de hacernos disfrutar por su lectura, nos ayudan a hacer que afloren partes profundas de la psique.
¿En qué momento madura la capacidad creativa de un escritor? ¿A quién tiene que leer para cohesionar su forma de pensar y escribir? La lectura siempre es buena. Incluso el más nefasto contenido de un libro logra despertar al lector, por lo menos, la esperanza de que mejorará al escoger el siguiente libro o profundizará en su asimilación: no es necesario, tampoco, conocer al autor o el resto de la obra para apreciar un texto. Existen los lectores “completistas”, que desean saber todo del autor y su obra, para establecer el peso de cada etapa. Y es tan válido como quienes no quieren ni conocer en persona al escritor para no prejuiciarse sobre la obra (hay autores insoportables que logran ahuyentar de su trabajo incluso a quienes ya lo habían apreciado).
Para quienes admiramos a Quiroga, nos resulta informativo saber de sus aficiones y verlas traducidas en pequeños homenajes: conoce al autor, lo asimila y lo imita, confiado, suponemos, en dejarlo atrás para seguir su propio camino. Al publicar estas seis novelas cortas entre 1908 y 1913, Quiroga no pretendía más que lograr un personal divertimento: tal vez un exorcismo literario, pues hay lecturas que nos corroen para toda la vida y, al escribir, son dulces demonios que susurran caminos inconscientes. Y, según los apuntes del autor y por el hecho de haberlas firmado con seudónimo (S. Fragoso Lima), en apariencia sólo eran una forma de conseguir dinero. Quiroga resuelve con estas novelas la clásica disyuntiva del escribano entre lograr su producción más subjetiva y, además, vivir de eso: se divertía, cobraba y se permitía trabajar en las obras que le importaban. Pero, al paso de los años, tampoco puede dejar de advertirse cómo para el autor también eran un placer culpable: el que se ocultara bajo el seudónimo no impide ver cómo se solazó y cómo logró entretener a sus lectores: el que se lo pagaran y le pidieran más, lo evidencia.
Comparar las novelas cortas con los autores homenajeados o con la obra “directa” de Quiroga sería limitar el efecto de su lectura. Son amenas, están bien escritas y nos remiten a diversos momentos de la literatura: ¿se puede pedir más a un trabajo “intrascendente” de un escritor señero? Sin embargo, no son totalmente ajenas al resto de su obra. Quiroga ya había escrito obra fantástica.
No es difícil establecer la afinidad entre Quiroga y Kipling por sus libros sobre la selva. Cierto que son selvas distintas, pero la relación del hombre con las bestias y su entorno a veces impenetrable e indomable, es evidente. En El devorador de hombres, estamos ante la narración hecha por el tigre de Bengala, Rajá, sobre el engaño hecho a su domador. El autor plantea el centro del problema, en voz de ese tigre: “¿por qué vinieron a la selva? Nosotros no íbamos a los campos.” El hombre y su afán rapaz llevó a la casi extinción del tigre en India. Más que el cachorro y la fiera, el texto inicia con el hijo orgulloso del padre que enfrenta y devasta a los hombres implacables. Cuando sus padres son muertos en la cueva, el cachorro es recogido por el joven cazador y llevado al circo, donde por cinco años lo entrenan a golpes y torturas para los espectáculos. Ahí, el matador de sus padres salvará una vez al domador de perecer en las fauces de Rajá, quien lo recuerda perfectamente y lo admira por su belleza y su porte. Como los animales de Kipling admiraban a los ingleses y despreciaban a los indios, así actúan los protagonistas del homenaje: al final, Rajá decapitará a su torturador, pero quedará feliz como mascota del lord inglés: más importa obtener un héroe inglés, que sancionar al torturador de animales.
Además de la trama, Quiroga evidencia el homenaje a Kipling al mencionar la presencia en el circo de un leopardo de Penjab (provincia británica de India donde vivió Kipling y ambientó varios relatos).
Pero las demás novelas cortas no son tan claras en su homenajeado. En El remate del imperio romano, Quiroga decía guiarse por Conan Doyle en sus muchas novelas históricas, pero también recuerda al Nobel polaco Henryk Sienkiewicz. El remate narra el peculiar momento del imperio romano donde los militares, los pretorianos, pusieron a la venta el imperio y lo compró un mercader milanés. Insultados los generales romanos por tal compra, fueron por el usurpador para matarlo. ¿Y cómo no lo hicieron con los pretorianos vendedores?, pensaría el lector. El toque de Doyle reside en los personajes secundarios: la emperatriz desea a un joven patricio, quien se niega a entregarse, cierto de que eso sólo lo acercará a una muerte temprana. Cuando los militares han ultimado al comprador milanés y van por la emperatriz, el patricio intenta salvarla y perecen los dos. Logrado homenaje que habla más de la calidad de Quiroga, por definir a los personajes y obtener su desarrollo al margen de la trama y alcanzar, al final, darles más importancia que la trama central: la muerte anunciada del comprador que apenas habría hecho sorpresivo el cierre del texto.
El mono que asesinó, Las fieras cómplices, El hombre artificial y Una cacería humana en África dan nota directa de Poe, en palabras del propio Quiroga: “Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo”, pero también se cuelan Lugones, Verne y el cienciaficcionero Eduardo Ladislao Holmberg.
Un autor tan singular como Horacio Quiroga acusa recibo de varios clásicos, pero termina por ser tan famoso como ellos y los mezcla en estas pequeñas novelas que de intrascendentes, como él decía, tienen muy poco. Ya quisieran muchos contemporáneos famosos hacer estos divertimentos literarios.

domingo, 2 de marzo de 2014

Huerta, el humorista

2/Marzo/2014
La Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

La amplia obra poética de Efraín Huerta (1914-1982) permite aproximaciones a las muchas vetas en ella existentes. Una de las inevitables es la prosa escondida en el terso hilar de la lírica con tendencia a la impresión de lo inmediato. Muchos de los poemas de Huerta podrían ser cuentos o bosquejos de historias mayores, pero es la intención de llevar la poesía a los lugares más contiguos lo que hace recordables sus creaciones. Bastaría hurgar con paciencia en sus versos para entender que la poiesis también da para hacer crónica, tanto urbana como capitalina y, sin duda, de los muchos viajes del autor. Además, para encontrar el humor en la obra de Huerta no es necesario buscar demasiado: muchos de sus textos son precisamente una broma o una burla, escondida en lo sintético del verso o en la exposición clara de esa mofa.
Algunos de los poemas humorísticos son de doble interpretación. En “Mandamentada” se ordena amar a la patria como a sí mismo: es un mandamiento que en otras épocas de la historia nacional era real, los ciudadanos vivían con la idea de pertenecer y servir a ese país del que se esperaba todo y algunos podían obtener riquezas para varias generaciones. Pero el amor a ese mismo país en la poesía burlesca de Huerta resulta un mandamiento que termina en ser una mentada de patria, un insulto el equiparar a esa nación con cualquiera de nosotros. La vigencia del poeta no puede ser más evidente: ahora, ante la polarización de la sociedad mexicana, especialmente en el tema económico, para muchos será como una mentada de madre el sugerirles siquiera que debe amarse a la patria tanto como a uno mismo.
El humor en lo erótico es recurrente en Huerta: en “Mis Himalaya” habla de una mujer de pechos tan amplios que son como enormes montes (los del Himalaya, por supuesto). Y el humor viene de la hipérbole: no sólo son como unos montes (lo que ya implica una exageración) sino que son los más grandes del planeta, al extremo de afirmar que “son el/ pecho/ del/ mundo”, como si pudieran ser vistos desde fuera del planeta. No sabemos si esta descripción decanta en admiración o en repudio. En “El corrido del caracol” (cuyo título es ya un divertimento) nos habla de las peripecias del teatro y sus intérpretes, en una función para la “prensa gremial”.
Pocos son los actores sociales que no pasaron por la lente corrosiva de Huerta. En “Los perros de Dios, o las tribulaciones del Arzobispo” habla de la vanidad de un Arzobispo que ya se siente cardenal: es tanto su deseo de elevarse, de llegar al cielo de su propia petulancia, que es como si estuviera en un elevador. En lugar del recato esperable, este religioso  está “enamorado de Merle Oberón”, se retrata con la piernuda Rosita Fornés, inaugura el Tívoli y, entre espectáculos y bailes, insiste en molestarse por no ser cardenal. La manera en que el dinero embellece a su poseedor es tratada en “Heredera”, donde ésta camina como flamenco y garza, lentamente, por cargar medio millón de pesos en cada nalga.
En “Ay poeta” se burla de sí mismo: se complace, primero que nada, en ser un buen poeta de segunda, del tercer mundo. En “Horrible muerte”, tras recibir puntapiés en la entrepierna, muere confortado por haber recibido “todos/ los auxilios/ espirisexuales”. En “Oración” sufre bonitamente, pero le pide a Dios que lo libere de los “malos/ sufrimientos”. En “Definición” juega con la identidad fonética entre ser “un impecable masoquista” cuando resulta que era un “implacable Maoísta”. En “Recado” (relativo a los que dejan los suicidas), lo dirige “A las/ Honorables/ Autoridades/ Marítimas/ Celestes/ Y terrestres:/ No/ Se culpe/ A nadie/ De/ Mi/ Vida.” En “Hermafrodisiaco” describe estar completo pues no le faltan hombres y no le sobran mujeres. En “Dos” habla de cómo le gusta beber dignamente acompañado: “solo/ y/ mi alma”. En “Neologismo” se burla de la costumbre poética de inventar palabras para rimar o lograr los octosílabos: refiere la palabra “tarúpido” que sólo es la mezcla de ser tarado y estúpido. Se burla de la referencia que le hace el Diccionario Larousse, donde se le refiere como escritor de versos de contenido social, cuando –afirma– en realidad escribe versos de contenido sexual. Aunque sabe, en “Por supuesto”, que algún día ya no funcionarán sus “luces ereccionales”. Menciona viajar en LSD Airways, donde es atendido por una celestial “aeromusa”.
El humor de Huerta, además de culto, es sobre las formas y lo inmediato, pero permite advertir el registro de una sociedad que tiene las referencias de cada época y que Huerta inscribe en sus distintos viajes por el tiempo, con mirada de cronista, pero con boca de poeta: uno alegre. A algunos escritores la necesidad de escribir en octosílabos o con la obligada metáfora termina por obstaculizarles el resultado. Huerta pertenece a los autores que logran hablar con una engañosa ligereza que no oculta el bagaje literario tras esos pequeños (de extensión) poemas. Incluso en poética testimonial, como “Puebla endemoniada” o “A los que (no) descansan en paz”, y muchos de los incluidos en “Circuito interior”, donde se habla de muertes, de amores profundos, hay un atisbo de esa alegría que si en otros poemas llama a la sonrisa franca, aquí lleva a la introspección. Es, como refiere al final de “Puebla endemoniada”, una “amarga alegría” que no deja de ser portadora de ese júbilo, aquí soterrado por la masacre de la que habla, ya sea colectiva o individual. Aun en la tragedia, en “Matar a un poeta cuando duerme”, cuando se habla de un asesinato brutal a los ojos de Huerta, refiere que los chacales prefirieron matar al autor dormido, pues “los pobres poetas son muy sensibles”, para retomar esa amargura que no evita la salida del humor.
Como uno de tantos epitafios, en “D.D.F.” (ahora G.D.F.) nos deja una señera despedida con la cual podríamos irnos para conceptualizar la obra de Huerta: “Dispense/ usted/ las molestias/ que le/ ocasiona/esta/ obra/ poética.”

domingo, 2 de febrero de 2014

Pacheco, el soberano

2/Febrero/2014
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

La notable y extensa obra del maestro José Emilio Pacheco podría ser valorada según el número de reconocimientos recibidos y todos dirían que es una de las más importantes de este siglo y del anterior. También podría ser apreciada por su extensión (poeta, traductor, ensayista, editor, novelista, periodista cultural, guionista cinematográfico, etcétera) y calidad, y también hablarían de la necesidad de conservarla para futuras generaciones. Quizá la mejor manera de recordarlo es mediante los muchos poemas que dejó en la interioridad de sus lectores. Quienes se han detenido a leer la obra de Pacheco, incluso en fracciones, tarde o temprano se darán cuenta: lo han hecho parte de su concepción del universo, empezando por compartir la visión de Pacheco: la inmensidad de lo existente puede ser asida en los pequeños objetos, en los animales que pasan desapercibidos o en los gestos aparentemente triviales de los desconocidos: el universo está en nuestra forma de tocar y entrever alrededor.
Su modestia y su reserva para hablar en público (en Conferencia refiere avergonzarse por haber complacido al público y ser aplaudido antes de iniciar el tedio; el de sus escuchas, suponía él) contrastan con el profundo alcance de sus escritos. Las imágenes que plasmaba con aparente sencillez terminan por quedarse en lugares escondidos de la psique lectora de sus usuarios literarios.
Muchos lo recordarán por Las batallas en el desierto o El principio del placer, o por su participación en la filmografía de Arturo Ripstein, pero nadie dejará a un lado sus poemarios. Sobre su labor editorial y los ásperos intercambios epistolares con Octavio Paz, a raíz de la edición de la antología Poesía en movimiento, también se ha escrito y, probablemente, interesará a quienes gustan del cuchicheo entre figuras públicas. Leído sobradamente en vida, el nuevo estadio de Pacheco tendrá el efecto que él hubiera deseado: sus textos recobrarán fuerza en las lecturas nacionales. Incluso, habrá políticos que lo leerán por primera vez para poder hablar de la trascendencia de su obra en los medios de comunicación (lo que le hubiera divertido).
Para muchos será una obviedad decir que uno de los temas centrales de la obra de Pacheco era el tiempo y las formas para asirlo, sobre todo en la memoria. Pero no está de más retomar esta veta: no hablaba del instante genérico ni conceptual: la fugacidad según Pacheco está encerrada en todas partes. Ahora que su obra ha dejado de crecer, de ser temporal en tanto modificable, es ineludible mirarla en la perspectiva del intervalo estático donde su ausencia la coloca: es el momento de observarla con vistas al siempre, en una faceta apenas iniciada.
El instante en el espejo
En Árbol entre dos muros, el día es el tiempo, se consume en la frontera de llamas que hace del Sol no sólo el instrumento de medición, sino también el lugar de partida para la Luna y los millones de astros que conforman su armada. Sobre todo, ese espacio termina por ser silencio, como repetirá en muchos otros textos: el mutismo es escaso y por eso lo extrañamos, parece que hemos perdido la capacidad de degustar ese período impalpable y esa ausencia de murmullo. Aunque el tiempo lucha contra el cielo, es el relámpago donde el trueno revienta nuestra mirada. En Égloga octava, Pacheco retoma ese silencio donde no tiene cabida el gemido: hemos terminado por estar poblados del transcurrir de todo lo acabado, de lo inherente a ese suceder silencioso. Pero él desea esa alimentación de lo pasajero, si lleva el sentido de este instante que nunca volveremos a asir. Es el olvido el doloroso, es el vacío el hiriente. En “El reposo del fuego”, tras hablar de la vida hecha agua, mezcla el poder del continente azul, de la vida fuera del hombre, para recordar la arena que somos, donde se pierde a cada instante lo que pretende durar: la impronta de la vida azul en esa arenisca agónica, necia en pretender retener la huella del mar ausente. Ese vivir impetuoso, ajeno a la moral, los dogmas y las insostenibles certezas humanas, ahoga en un vaso esa visión antropocentrista de situarse como referente, incluso del tiempo.
La muerte arrasadora del poeta se topa con las preguntas de éste: “¿Para qué estoy aquí, cuál culpa expío/ es un crimen vivir, el mundo es sólo/ calabozo, hospital y matadero/ ciega irrisión que afrenta al paraíso?” Y en “Alta traición” nos recuerda la enormidad frente a ese tiempo imparable: la visión del hombre. Pacheco daría la vida por unas partes del país, por cierta gente, por pocos ríos. Ante el transcurrir de la era, antepone la existencia y lo que le da significado, siempre desde el individuo. El escritor encuentra en lo inmediato la semilla de lo eterno: en la cultura más local está la llamada para el hombre de todos los tiempos y lugares. Por eso la humanidad pasa por cada ser para contemplarle en el reflejo de su indisoluble historia: la de él y la de sus antecesores. La poesía de Pacheco, con referentes de todas las épocas y latitudes, termina por envolver, pues no sólo destaca la futilidad de la existencia humana, sino cómo cada uno puede ser ese espejo del pasado afianzado en el instante. 
A lo largo de sus vivisecciones escritas, la esperanza implícita en la mirada gozosa se trasmina; ese transcurrir descrito con tanta cercanía acaba por dejar un ascua enterrada en el lector, consciente o inconscientemente. Pacheco deseaba insertar esa minúscula flama mediante la voz interior del lector: evita los recitales para lograr hacer que sus palabras “sean tu voz/ por un instante al menos”. En el mecánico acto de leer, la voz de Pacheco logra fijarse con habilidades propias del silencio: incomprensible, pero eficazmente. Parte de los alcances de su poesía está en esa ligereza escondida entre torrentes de palabras bien acomodadas para tocar la melancolía aderezada con una leve sonrisa o un imperceptible levantar de cejas divertidas. En “El fornicador” nos enteramos, merced a la intervención de la tía salvadora del pequeño preguntón, sobre quién estudia a las hormigas: el formicador. Quizá el mayor humor de Pacheco sea el transmitirnos la inocultable alegría que la literatura le daba. Lo logró. ¿Quién podría afirmar que ello no es digno de júbilo?
Suponer la pérdida del hombre sería desligarlo de su poca o mucha obra interiorizada por el receptor. Todos sus lectores habrán de retenerlo, en la medida de cada quien. Varios recordarán sus poemas y verán cómo había pronosticado este momento de muchas formas. En Proceso aseguraba que no habría de perderse en el naufragio cuando el océano minado lo llevara a ese final; uno donde, precisamente, la vida, el agua, le estalló en cualquier momento. No ha naufragado: ha partido al hondo Mar de los Sargazos, ése del que no hay retorno. Decía verdad: él no retornará, pero ahí se han quedado sus miradas en el papel y en millones de gozosos influenciados. En “Recuerdo” está cierto de que al terminársele la cuerda habría de conocer a su inseparable, “la indivisible invisible”, lo único en verdad suyo, pues cada muerte es distinta, propia de cada individualidad. Sin embargo, todos somos falibles; en “Hermanos” codicia el anonimato final, pero no lo logra.
Sus muchos lectores asoman las manos para pedir más y bastará que lo relean para obtenerlo. Otros se asomarán, curiosos, a sus poemas en la red o retomarán los libros de las bibliotecas. Ese ansiado anonimato, al menos nominalmente, se le ha escapado en las profundidades del Mar de los Sargazos. A juzgar por sus continuas actividades, podríamos afirmar que la nota mortuoria pronosticada en “Epitafio” era cierta: murió antes de darse cuenta. En “El libro de los muertos” augura ser borrado de la agenda: “un día que ya figura en el calendario/ alguien también cancelará mi nombre”.
La precisión anímica de sus textos encuentra una cima en “Ulan Bator”. Entre los crueles niños, a uno le gritan “mongol”. Ese observador inocente vive libre de culpa y miedo: no se pregunta sobre el mal, ni sobre la pena infinita de una vida impuesta por el azar: es ajeno a la influencia de la malignidad que acecha a los niños en el despertar a la consciencia de la propia mortalidad y la imposibilidad de controlarla. Esa candidez lo salva de sus verdugos. El relator lo observa abismarse en la quietud, pero lo supone en otro lugar: cabalgando en su estepa, soberano. En una mirada cargada de esperanza, Pacheco transforma a ese pequeño en un héroe interior: un rey feliz, jinete imperial de las planicies verdes donde el aire es un súbdito más. Mediante la poesía reivindica a ese pequeño, sobre todo ante los observadores sin piedad, para hacerlo un ser absolutamente libre, pues la Mongolia que habita jamás será invadida. La dulce paz de la inconsciencia lo vuelve un héroe inalcanzable.
Así imagino al poeta Pacheco: cabalgando en otras estepas, sin las ataduras de la timidez en la mirada, con espacio suficiente para crear otros epitafios que no leeremos, absolutamente poderoso en ese Otro País, hecho para este representante de una peculiar y mínima nobleza nacional, la de los creadores capaces de influir a millones: ha dejado un reino para tomar otro.

domingo, 5 de enero de 2014

Tario, el fantástico

5/Enero/2014
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Escribiré libros. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito.
Francisco Tario
Leer a Francisco Tario es como caminar desnudo y con los ojos vendados por la calle principal de la ciudad a medianoche: puede ser aterrorizante o muy ameno, depende de lo que le divierta. La peculiaridad principal de leer a Tario es que cada texto puede ser una nueva aventura sin ninguna relación con la anterior. Tario el desconocido, Tario el invocado, Tario el incomprendido. Contemporáneo virtual de Arreola y de Rulfo, Tario ha tenido la discutible suerte de no haber sido raptado por la oficialidad, así como el discutible privilegio de ser acogido por cultos y culteranos, algunos de los cuales lo citan sólo para demostrar cuánto saben más que los demás, pero no por el gran público. A estas alturas, a Tario ya no le importa ni le interesa. Como sus coetáneos, ha pasado a mejor vida: ésa donde sólo se le juzga por su tremenda obra literaria, y ya no por sus posibles excentricidades o por su contraposición a las camarillas en el poder editorial, como se puede deducir de la ausencia de becas, reconocimientos o premios durante su vida terrena. La buena literatura es la que está bien escrita; y con Tario se debe añadir: y también bien leída.
Con Tario, el lector se enfrenta a la penosa tarea de adjetivarlo, para quedar mal irremediablemente. Tario conjuga aspectos propios de la postmodernidad, aunque entonces apenas se gestaba ese concepto: escribía de todo aquello que le es ajeno al hombre, pero lo hacía a partir de la individualidad que vuelve universalidad. Más aún, sus textos dan nota de un hombre solitario, ajeno a su entorno, despreocupado de hacerse notar como mexicano. En La noche llega al extremo de narrar las peripecias de objetos y animales humanizados: féretros, perros, trajes, gallinas, etcétera, hablan de sus dificultades cotidianas y existenciales. ¿Cuándo iba a agradar esto a la oficialidad literaria con su necesidad de que la producción cultural fuera lo más mexicana posible, lo suficiente para poderla exportar? Además, Tario gusta de hablar y a veces hasta de mofarse de los delirios humanos: los saca de la clandestinidad, los exagera y, lo que es peor, nos muestra que cualquiera de nosotros podríamos estar en las mismas condiciones que el histérico cruel, o que el creyente de fantasmas que termina de marido cornudo, o que el sociópata empedernido que piensa en cómo hacer repugnante el mundo para todos, o que el hombre que tardíamente descubre que la vida puede no tener sentido, pero que hay que sacarle jugo a cada instante, y sin embargo ya no puede hacer nada por el tiempo perdido.
Los cuentos de Tario van recorriendo el inacabable espectro de lo deshumanizado y, todavía peor, de lo deshumanizante. Mejor aún, no lo hace para dar lecciones de moral o para educar por anticlímax (como decía Kierkegaard por esas fechas en su Tratado de la desesperación), sino para evidenciar que una parte inexpugnable de todo humano estará siempre sola y aislada, ya en el tiempo, ya en su percepción de la realidad, ya de las miles de cosas que involuntariamente o contra su voluntad le pasan por la cabeza (como el mortal castigo de escuchar polkas de la nada, cual tumor maligno musical) tanto en la vigilia como en el otro reino del terror que, nos lo recuerdas, oh, implacable Tario, sin duda es el dominio de lo onírico. Además, con una mano más implacable que la de Rulfo, no por ello menos elegante, nos embarra en la cara nuestra calidad de viles mortales, ya mostrando cómo la longevidad puede ser cosa del engaño más burdo, ya evidenciando que nos morimos cuando le da la gana a alguien más y que en ocasiones ese alguien, sin la menor misericordia, bien nos puede devolver al mundo de los vivos en tal estado que ni siquiera la viuda, o exviuda, quiera estar ahí con el resucitado; o bien ese alguien nos puede poner a penar, incluso por toda Europa, en busca de un lugar (una casa, un pueblo, un país) donde ser fantasma (¿en vida?) no sea tan duro. Si consideramos que buena parte de la obra de Tario se publicó durante el llamado “milagro mexicano”, bien puede comprenderse que en un país donde la esperanza escurría de los sindicatos y la bonanza de las entidades gubernamentales, no se le diera ningún reconocimiento oficial a un autor dedicado a evidenciar los aspectos más sombríos de aquellos lectores.
Esa forma de ver la vida trasmina incluso al amor, tema ineludible. Desde los desconcertantes amores de La puerta en el muro, los angustiantes amores de Yo de amores qué sabía y hasta los aparentemente cursis amores de Breve diario de un amor perdido, Tario insiste en mostrar que junto con esa felicidad que uno supondría en el amor filial o el conyugal, también hay una sombra amenazante que camina al lado del objeto de nuestro amor. Ya lo dijeron los orientales en sus filosofías de la complementariedad: en el amor también está el peor contrario. Y en muchas ocasiones hay que buscar entre las ametralladoras el suave consuelo del estilete: en La mujer en el patio, sin el menor pudor Tario evidencia cómo los padres son la única barrera que nos separa de la muerte y por eso en el amor a la madre está sólo la propia salvación.
El rasgo más desconcertador de Tario es el juego de la muerte, encontrándola en lo más cotidiano y asimilándola a la imaginería nacional en un suspiro que recorre las casas o que se vuelve un rumor, casi un insecto, que presagia la partida de la propia alma. Un inefable rumor es una muestra de esa destreza narrativa que se antoja insuperable, incluso por los surrealistas declarados: el hombre siente que algo se acerca y se aleja, hasta morir indoloramente.
Tario es una presencia ineludible en las letras mexicanas. Su lectura resulta obligatoria para cualquiera que se precie de conocerlas.

jueves, 24 de octubre de 2013

Sándor Márai y la justicia

3/Octubre/2013
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

A Hugo Gutiérrez Vega, el abogado
La amplia obra de Sándor Márai tiene uno de sus mejores momentos en Divorcio en Buda (1935), una novela útil para abogados y para quienes gustan de la literatura introspectiva: no sólo en la búsqueda del sentido de la propia existencia (en la postmodernidad, lo individual ha hecho a un lado lo social como fuente motora), sino a la del individuo como parte de una historia generacional que no puede dejar a un lado la humanidad a su alrededor, desde el vecino, el político y hasta donde las miras del diligente indagador permitan.
No importa que el autor naciera en Europa (Hungría, 1900), en una familia acomodada, o que parte de su instrucción fuera en un colegio religioso; el planteamiento de la novela llama a la reflexión porque muestra ese deseo de saberse parte de una maquinaria mayor (social, religiosa, mística, como quiera llamarla) y de comprender cuál es su papel, empezando por cómo se advierte y luego cómo se lo permiten el momento y el lugar históricos que vive.
A partir del divorcio de un compañero escolar y de una mujer que lo impresionó en su juventud, el juez Kristóf Kómives hace un recuento de su historia familiar, del legado de su padre y de su abuelo en lo laboral y de cómo ser juez implica una actitud ante la vida que les ha absorbido desde que tiene memoria. La judicatura como senda asumida. Kristóf defiende esta función social: debe haber un orden mínimo para que la sociedad ande, pero el alcance de lo “mínimo” puede tener alcances moleculares. Debajo de una narrativa impecable, Márai desliza la estudiada tesis de que el derecho es el obstáculo del cambio: “suspira porque ve como una carga inútil las obligaciones sociales de la vida y porque sabe que no puede cambiar nada de todo eso”. En un país como el nuestro, donde muchas leyes parecen hechas para otro lugar y otro tiempo, donde incluso los ordenamientos bien intencionados no se cumplen (ni hablemos de la impunidad), estos planteamientos son primordiales, pues llaman al lector, cualquiera que sea su profesión, a plantearse la hechura de las cosas a su alrededor y su inserción en un “país de leyes” que en buena medida no sólo no compaginan con las necesidades inmediatas de los ciudadanos, sino que, además, no suelen ser obedecidas. Imposible hacer a un lado la referencia de aquellos “gobernantes” que se ufanan de no haber sido detenidos precisamente por falta de pruebas y no porque sean inocentes. “Que me lo demuestren”, decía un excandidato presidencial, sabiendo que se le acusaba de corrupto, no de tonto como para no ocultar la pista del desfalco o no haber negociado con los nuevos políticos en funciones la vía libre.
Su convencimiento por la función judicial no le hace perder el piso en asuntos más terrenos. Hace malabares para que su sueldo le alcance incluso en las frivolidades que Kristóf supone incluidas en la función: la de parecer prospero, capaz de gastar incluso en trivialidades. Llega al extremo de colocar en una elegante cigarrera los cigarrillos que ofrecerá a sus visitantes y guarda en otro lugar los que él fuma, de menor calidad. Y es que está convencido de que el cumplimiento de las leyes hará que la sociedad continúe. Se siente parte de esa “burguesía modesta pero elegante”, a la que defiende en su función judicial, pero también en su vida privada.
Kristóf es un juez joven. Entre sus esfuerzos para el estudio y la tradición familiar y judicial, donde muchos lo consideran heredero natural del cargo, ha obtenido la plaza. Pero esa notoria premura lo lleva a darse cuenta de que no sólo ha llegado rápidamente a ese trabajo, sino también a envejecer y a engordar. Cada tanto se plantea si la prisa en llegar a ciertos estados del desarrollo personal no implicará el deseo silente de la desaparición, como si con eso se acercara un poco más a la muerte. Y de tanto pensarlo se confunde entre si es sólo una disquisición proveniente de tener mucho tiempo una idea en la cabeza, o si lo piensa porque en el fondo lo desea. Como si la claridad del objetivo en la vida restara interés a su cumplimiento o al resto de la existencia ante la inmovilidad de los senderos a transitar: el mayor problema del juez de 24 horas es que termina por juzgarse a sí mismo: en algún momento se olvida de sus casos judiciales, pero nunca de quién es. Así, se reprocha tener ataques de nervios: parte del supuesto de que si es honrado y virtuoso nada debería inquietarlo. Con un dejo clasista, supone que sólo en los tiempos modernos (los que se apartan de las tradiciones) la gente usa esos ataques nerviosos como tapadera para no aceptar su falta de compromiso con las reglas morales, sociales y, por supuesto, legales que debe seguir incluso en la intimidad. Los divorciados son sólo prófugos del compromiso; desestima a quienes alegan traumas infantiles y juveniles para justificar sus actos: para él, “la vida es un deber, un deber ineludible”, aunque en parte piense que las leyes, al menos las que él aplica, terminan por ser un escondite para el hombre que quiere ocultar sus instintos contenidos y controlados. Como juez condena incluso a aquellos por los que siente pena: su trabajo es “sofocar los instintos que se rebelan contra la disciplina de la sociedad”.
El tema del juzgador como garante de las leyes es primordial en estos tiempos en que se cuestiona a jueces y ministros por asuntos privados, como si el saberlos falibles en lo personal hiciera equivocada su actuación judicial. De poco sirve para el ciudadano común un juez que, primero, no se asuma como tal, y segundo, que no sea confiable. Kristóf, sin embargo, logra dejar esas leyes para escuchar al divorciado que alega haber asesinado a su aún mujer. Pronto descubre que ser juez cabal implica ir más allá de la letra legal y comprender que atrás de esos trámites hay vidas que dependen de sus resoluciones, pero, también, que las leyes son exteriores a la esencia humana: “en la medida en que lo permiten las leyes humanas y divinas, se puede ser feliz en este mundo”.
Un libro magnifico de un imprescindible.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Bradbury por siempre

30/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

La magia sólo está en lo que dicen los libros,
en cómo unían los diversos aspectos del Universo
 hasta formar un conjunto para nosotros

Ray Bradbury

Ray Bradbury es uno de los más peculiares autores de ciencia ficción. Lo cual ya es un decir, pues parte del encanto en tal género literario es, precisamente, la invención de lugares, situaciones y personajes insólitos. Pero, más que inventar monstruos y sistemas planetarios elaboradísimos, como suelen hacer otros autores proclives a la fauna y flora fantásticas, Ray se dedicó a sacar a la luz partes esenciales del género humano, con especial dedicatoria para sus compatriotas. Lo que Ray hizo era, sin ningún adjetivo, literatura de primer nivel. Sin duda no tan solemne como quisieran los seguidores de otras vertientes de la creación literaria, pero en su momento eso era destacable, pues muchos autores de ciencia ficción, como el celebérrimo Asimov, tuvo su época donde la idea era ser muy serio, muy académico, para que se valorara la aportación literaria del género fantástico o de ciencia ficción. A veces con humor (en Crónicas marcianas: “La palabra ‘intelectual’, claro está, se convirtió en el insulto que merecía ser”), a veces con textos sobre la interioridad de los personajes, locales o extraterrestres, Bradbury dio un enfoque humanista a sus cuentos. Este autor logró con sus visiones futuristas recabar millones de lectores en todo el mundo, lo cual no es poca cosa. Menos ahora, cuando el actual momento histórico-político evidencia la necesidad impostergable de que ciudadanos y políticos lean. Lo que sea, pero que lean. Ya quisiéramos tener un presidente que fuera capaz de distinguir a Borges de Borgues, pero con conocimiento de la obra; o uno preparado para mencionar cinco libros, los que fueran, para mostrar que lee algo más que los discursos que le colocan enfrente. De ahí lo inevitable de iniciar con la novela más famosa de Bradbury: Fahrenheit 451, donde los bomberos oficiales se dedican a quemar libros, con el foxiano silogismo de que leer te hace infeliz.
Como argumento de novela de ficción, el de Fahrenheit 451 ha sido sobreexpuesto. A nadie sorprende una trama donde el gobierno busque someter al pueblo por medio del control mental o de la ignorancia: entre menos sepamos, seremos más fáciles de manejar; entre menos acceso tengamos a los bienes culturales, será menor nuestra capacidad de abstracción, pensamiento y crítica. Las variantes para “evidenciar” la manipulación de la que solemos ser parte, colman series televisivas y filmes de mucho presupuesto. Y conste que en su mayoría van dirigidas al público estadunidense. El dato mayor es que esa problemática es real y vigente en México: el promedio de lectura anual es apenas de un libro; y eso quienes leen. Una de las críticas a la literatura fantástica o a la ciencia ficción es que los personajes terminan por ser planos, que se trabaja con estereotipos para que el desarrollo se dé en la trama y no en los protagonistas. No es el caso del personaje central, el bombero Montag, uno de los quemadores de libros, pues dentro de la novela lo vemos despertar a una precaria conciencia, al inicio, cuando ve morir en llamas a la anciana que prefiere perecer entre los libros que estar sin ellos (los críticos de Bradbury suelen referirse a esta escena como una metáfora fácil); luego hay un despertar conceptual al vivir la fuerza de la poesía (con una simple lectura desarma a las burdas amigas de su zafia esposa) y al final Montag cambia por completo al quemar a su jefe y huir en un discutible final feliz, para encontrarse con los “hombres-libro”, quienes hacen memoria en espera de lograr imprimir los textos aprendidos. Empero, por contraposición, se evidencia que prácticamente el resto de la población en la novela es una caterva de semipensantes incapaces de ver más allá de lo inmediato. Incluso la mujer con la que Montag dialoga lo dice: “La gente no habla de nada. Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original.” La ausencia de vínculo entre Montag y su esposa se muestra como algo cotidiano en esa sociedad ‒¿futurista?‒ tan parecida a la de la época en que se publicó el libro.

Esta obra de Bradbury fue un éxito en su momento, pero no sólo literario: se volvió un ejemplo de la cultura como símbolo de libertad. Cuando fue publicado el libro estaba el senador McCarthy, emblemático político gringo, para confirmar que lo dicho por Bradbury no era ficticio, sino perfectamente viable: cortar el acceso a los bienes culturales, en este caso los libros. En Europa estaban frescas las quemas de textos hechas por los nazis. Sería fácil mostrar cómo hay nuevos mecanismos para evitar que los libros lleguen a sus receptores, y cómo en la educación primaria mexicana realmente hay poca intención de crear niños lectores, pero la visión de Bradbury permanece en cuanto a que el individuo puede modificar su entorno, al caso, la posibilidad de leer cuanto quiera. Aunque esta novela parte del supuesto de un Estado represor, no deja de mostrar la complicidad social para amoldarse a políticas públicas cuestionables. La crítica constante de Ray no es sólo para el gobierno gringo, donde en esto de engañar y manipular apenas tienen rival, sino también para esa población que se amolda para sobrevivir con comodidad, dentro y fuera de ese país (que el colonialismo cultural es otro tema). Quizá la parte de la novela más deseable para desarrollar en el actual panorama editorial, no es ya la pertinencia de los libros impresos o su valor, sino el hecho de que la tradición oral deba ser cuidada como fuente de conocimiento humano. A pesar de los muchos intentos en registrar las leyendas, cantos y conocimientos que hoy se siguen transmitiendo en forma hablada por generaciones, como si el registro fuera más valioso que la información, no podemos olvidar que lo humano es lo primordial, lo que debe prevalecer. Debe añadirse que, como podría decirse de casi cualquier texto de Bradbury, con independencia de la novedad o trascendencia de la idea misma que se desarrolla, la escritura de Fahrenheit 451 logra un pulso de gran atracción por su composición cercana a lo poético. En unas cuantas líneas podemos captar el sorpresivo deleite que resulta para el bombero la quema de los libros: “la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia”. Para hablar de la profunda atracción que siente por la mujer que acaba de conocer el bombero, la describe: “El rostro de ella también se parecía mucho a un espejo. Imposible, ¿cuánta gente había que refractase hacia uno su propia luz? Por lo general, la gente era ‒Montag buscó un símil, lo encontró en su trabajo‒ como antorchas, que ardían hasta consumirse.” Es fácil mencionar la necesidad que sólo los libros pueden colmar en cualquier persona y cómo la premisa esencial del texto nos llega: el libro como complemento del alma debe prevalecer. Pero el mérito de Bradbury es lograr ese mensaje con la profundidad y eficacia que suele dejarse a un lado ante el mensaje evidente del título: “Montag sólo tuvo un instante para leer una línea; ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos. ‒¡Montag, sube! La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres. Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡inocente! ¡Mira! Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.” La sutileza en la escritura de Bradbury se olvida ante la eficacia de su narración: cuando está por inmolarse junto con sus libros, la anciana que habrá de prenderse por propia mano, Montag elucubra sobre las hogueras y su relación con la noche y el día: “La alarma siempre llega de noche. ¡Nunca durante el día! ¿Se debe a que el fuego es más bonito por la noche? ¿Más espectacular, más llamativo?” Otro detalle: cuando Montag está a punto de leer ante las aterrorizadas amigas de su esposa: “Una mosca agitó levemente las alas dentro de su oído”, como si la mosca de la lectura estuviera acechándolo, como si la inquietud que está a punto de despertarse para nunca morir estuviera anticipando su existencia. Y la lectura de dos poemas dedicados al amor y al desconsuelo que éste suele provocar, lleva a una de las oyentes a llorar desconsolada, atacada por esa mosca que susurra visiones poéticas al bombero redimido.

En medio de tantos mensajes sobre la interioridad humana, el único elemento tecnológico franco, el perro mecánico, acecha a Montag, como si las máquinas estuvieran a la espera de la caída del hombre. Quizá para recordarnos que Fahrenheit 451 es una novela de ciencia ficción.
Con una obra tan amplia como la de Ray, es fácil caer en omisiones. Pero la crítica social es continua. En el cuento “Las langostas” (de Crónicas marcianas) se hace referencia al género humano como si fuera de insectos, capaces de arrasar con cultivos en horas, pero extrapolado a las culturas que van recibiendo a los conquistadores estadunidenses. Una constante en la ciencia ficción es la migración a otros mundos, ante la insuficiencia de espacio o de condiciones favorables en nuestro planeta. Y como Marte es lo más cercano y durante mucho tiempo se especuló sobre la existencia de canales de agua, mirar hacia allá para fantasear sobre el hombre y su destino interplanetario era cosa esperable. Son varios los cuentos de Bradbury donde se pone en evidencia esa percepción de reproche sobre la costumbre gringa de arrasar con lo que le es ajeno. La invasión de Bagdad en 2003, con la destrucción de obras únicas e invaluables, apenas sería una muestra de esta manía denunciada por Bradbury. Como buen observador, enfatiza que desde la forma de nombrar inicia la destrucción de la otredad. En “La elección de los nombres” se advierten dos vertientes muy gringas: la de dar prioridad a quienes llegaron primero, como si ese mero hecho hiciera más valiosos a los fundadores, y la de establecerse como punto de referencia. Así como en México se habla de la existencia de ciertas familias que controlan todo el país (nada que ver con el narco), en Estados Unidos también se menciona esa peculiar alcurnia derivada de haber bajado del barco Mayflower para colonizar el nuevo continente en 1620; lo que resulta todavía más discutible en un país donde supuestamente todos son iguales a todos. Pero ahí reside parte de la importancia de Bradbury: en exponer lo criticable, pero sólo para hacerlo visible a quienes quieren ver. Y si es viable edificar ciudades estadunidenses, también podría hacerse un paisaje similar, como desglosa en varios textos, en los que lo mismo se da un tenue humor macabro que la exposición abierta de las voraces políticas estadunidenses. Muchas variantes que el autor denostaba van apareciendo en sus cuentos sobre Marte, en “Un camino a través del aire” el racismo se muestra con claridad. Sobre todo, la necesidad de los gringos de autorreferenciarse surge en varios textos. Queda ver si nosotros podríamos resistir un análisis similar con nuestros inmigrados y nuestros indígenas.
Más que por lo anecdótico, la obra de Bradbury perdura por su manufactura y por los puntos intemporales que toca del alma humana.

domingo, 15 de mayo de 2011

Irvine Welsh, el mudo irreverente

15/Mayo/2011
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Catapultado a la fama con su primer novela, Trainspotting (1993), Welsh ha recorrido un peculiar camino para volverse, quién lo pensaría, un escritor que ha dejado de reírse de todo y de todos.

En sus primeras novelas era claro que Welsh traía el alma guarra por delante, y sus escenarios y personajes eran los inmediatos de su entorno escocés y de los barrios pobretones donde el futbol, la cerveza imparable, el rock donde se venera al muy respetable Iggy Pop y, por supuesto, el sexo como sea y con quien sea, son los temas de lo inmediato y sobre los que encaminan sus esfuerzos mentales esos peculiares antihéroes, muchos sumidos con placer y sin culpa en el submundo de los narcóticos. El Mark Renton que interpretara Ewan McGregor en la también exitosa película hecha con bastante fidelidad al libro, ha quedado como una referencia cinematográfica por su doloroso transitar entre las crudas casi mortales de la heroína inyectada y la asimilación a una sociedad entre capitalista y burguesa en la que termina por aterrizar luego de su ejercida amoralidad. El monólogo inicial de Renton, donde explica que él, como miles más, escoge conscientemente la parte oscura (drogas en lugar de coches o estudios, o bienes desechables o mil cosas más que la sociedad espera de sus integrantes activos) incluso fue hecha canción en el segundo soundtrack de la película. Welsh, como muchos otros autores importantes, escribe en su dialecto nativo, sea o no correcto según la ortografía académica. Lo cual, por supuesto, resulta anulado con las traducciones, casi todas hechas en España, de esa peculiar como sonora jerga escocesa. Sin quererlo, esas traducciones nos remiten a la época donde todas las versiones de obras de fantasía o de ciencia ficción eran hechas en España, y así resultaba que los demonios alienígenas decían hostias, jolines y modismos peninsulares que restaban eficacia a la pelandrujada foránea.

La eficacia narrativa de Welsh no se ha perdido, pero ha evolucionado en su estilo. Desde los monólogos y las divagaciones sobre la “cultura pop” de los drogadictos de Trainspotting (que repiten en la secuela Porno, 2002; donde Sick Boy termina en la industria de la pornografía cinematográfica, para regocijo de quienes queríamos saber más sobre Spud, Renton, Sick Boy y el violento Begbie), Welsh ha transitado en forma y fondo para llegar a su reciente Crimen (2010, una notable novela negra sobre las mafias pederastas y los asesinos en serie, tanto en Londres como en Miami) con una clara fluidez en la literatura casi picaresca que, desde el principio, muestra a una sociedad donde lo sórdido no esconde la mirada burlona pero analítica del narrador. La forma de su escritura incluye juegos tipográficos y conceptuales, como en Escoria (1988), donde incluso el parásito estomacal (la solitaria) irrumpe en la divagación del protagonista (su anfitrión) para encimar sus pensamientos a media página. En una metáfora muy lograda, el gusano representa al propio huésped, un policía corruptazo que carcome a la sociedad en la propia institución encargada de poner orden, a pesar de que el sargento Bruce es una persona a la que ni su familia tolera y por eso lo dejan con sus adicciones a la mala comida, la mala bebida, la cocaína y la pornografía. Welsh empata la tipografía con la trama y nos recuerda que así como los adictos son humanos, también son espejo de una sociedad donde las “instituciones democráticas” sólo esconden males mayores que la oligarquía prefiere ocultar en un doble discurso que nos suena cercano en el México de las muertes violentas, como espectáculo y pantalla; por ello, el policía es tan escoria como los asesinos que busca.

Entre los textos psicodélicos y la fama cinematográfica de Acid house (1994), Welsh traslada la locura futbolera de Londres a África con Las pesadillas del marabú (1995), donde el hincha futbolero Roy Strang se va en busca del marabú (peculiar pájaro, símbolo de la crueldad y la depredación) para hacer otra metáfora donde ese animal es una sociedad malsana en la que sus pesadillas se hacen realidad en el propio personaje cuyas pulsaciones mentales forman parte de la trama, al estar en coma luego de la violación de una mujer que decide con rabia devolver la piedra y tallarla en la herida. Nuevamente la tipografía logra presentar varias voces al mismo tiempo (lo que piensa Roy en su voluntario descenso a la inconsciencia, lo que le dicen los visitantes e incluso lo que éstos piensan).

Temáticamente, Las pesadillas se hermana con Crimen: en ambos se establece la relación entre la propia violación del violador y la que impone a sus víctimas. Parte de la honestidad literaria de Welsh es anteponer lo inobjetable: el cuerpo y el sexo, pero también las vivencias imperecederas: en Porno, los personajes discuten sobre el viejo tema: ¿qué tiene que ver la pornografía con el sexo? Nada, todo es actuación: “A ver, ¿en la vida real quién tiene penetraciones triples en su vida sexual?” “No, sí es real. Tiene que serlo. Cuando te follan te follan, es una de las pocas cosas que quedan en nuestras vidas que es real, que no es un montaje.” Así, Roy es un prefacio para el inspector Ray Lennox de Edimburgo, quien en Crimen, luego de resolver un atroz asesinato con violación, es enviado a “relajarse” a Miami, donde se involucra “accidentalmente” (nada es azar, ya se sabe) con las víctimas, algunas voluntarias, de una red de pederastas y sus depredadores, quienes hacen convenciones públicas y con mensajes cifrados planean cómo detectar y atacar a madres solteras o divorciadas a lo largo del territorio gringo. Lennox tiene resabios de su afición al futbol, pero es apenas un pretexto para su actuar entre la locura de pretender combatir la criminalidad, aunque sea como una revancha personal por el abuso sexual sufrido en su infancia, y la imposible resignación de percibir que la maldad existe sin explicación ni justificantes.

Welsh ha dejado de reírse, pero no de escribir con poderío.