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jueves, 23 de febrero de 2012

Del plagio como una de las bellas artes

23/Febrero/2012
El Universal
Vivian Abenshushan y Luigi Amara

Una vez que ha disminuido el ruido del affaire Alatriste y la aún más triste discusión (o la falta de discusión, en realidad) desatada por Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid alrededor del tema del plagio, quizá no sea mala idea recordar, puesto que el premio que despertó todo el alboroto lleva su nombre, que el propio Xavier Villaurrutia fue, en su momento, acusado de plagio. Como todos los lectores del grupo de los Contemporáneos saben de sobra, en muchos poemas de Villaurrutia se percibe la huella de otros poetas por él admirados, hasta el punto de que no sólo la atmósfera o el ritmo dejan un regusto a déjà vu, sino que la elección cuidadosa de las palabras -cualidad principal de los poetas- está estrechamente relacionada con determinadas piezas literarias de otros autores. El ejemplo más célebre y discutido es el de "Nocturno de la estatua", en el que Villaurrutia parte de un poema de Supervielle, "Saisir", en particular de los primeros versos, para luego tomar su propio curso y rematar de modo personalísimo:

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.

Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,
saisir l'ombre et le mur et le bout de la rue.

En 1977, Octavio Paz escribió a propósito de esta semejanza:

Las indudables afinidades entre la poesía moderna francesa y algunos poemas de esta época de Villaurrutia dieron origen a la acusación de plagio. Recuerdo que hace unos veinticinco años todavía era frecuente oír a los críticos de café -brillante el ojo vengativo y la voz convulsa por el resentimiento- recitar un poema de Supervielle para condenar al desdichado Villaurrutia.

Más adelante, aunque Paz reconoce que el parecido entre ambos poemas es "innegable", desestima la acusación de plagio haciendo un elenco de diferencias y oposiciones, y subraya al final la originalidad del poema de Villaurrutia. Lo que es interesante del texto de Paz -además de la vívida descripción de los acusadores- es que tras reconocer que Villaurrutia "hace suyo" el imaginario y el lenguaje de Supervielle, no por ello el poema deja de ser uno de los más logrados y personales. La apropiación y la originalidad pueden convivir; el "plagio" y la elaboración artística son a veces indiscernibles en la escritura.

Pero que nadie se engañe: esto no es una defensa de Sealtiel Alatriste; la repartición de premios entre amigos o compadres, sean de la misma institución o no, en un impúdico intercambio de dádivas, es sin duda indignante, e hicieron bien quienes apuntaron el dedo hacia una práctica -bastante extendida en México- que no debemos tolerar por más tiempo. Pero a la vez que celebramos esa parte de la denuncia, nos desconciertan los términos bienpensantes, policiacos y sobre todo simplistas que se han esgrimido -particularmente los de Jesús Silva-Herzog Márquez, publicados en su blog- con respecto a la acusación de plagio. Es verdad que Alatriste, haciendo gala de su apellido, ha desaprovechado la ocasión de hacer una defensa sustanciosa o al menos cínica de su modus operandi, y ha optado por renunciar y alejarse de la discusión como un ave abatida que arrastra sus alas por el suelo; pero que su idea, en realidad pronunciada muy débilmente, de "las citas elevadas al cuadrado" haya sido más bien lastimosa y un tanto desesperada, no significa que quienes introdujeron el concepto de plagio y lo envolvieron de moralina, alarma y mala leche, tengan toda la razón. Alatriste bien pudo acudir, si se hubiera esforzado un poco por aclarar lo que ahora él también considera "faltas del pasado", a un arsenal de párrafos prestados en los que puede advertirse que, descrito en los términos en que se ha hecho en los últimos días, el plagio es de lo más común en el arte. Como es inútil hacer una defensa de lo indefendible, lo que nos mueve aquí es el deseo, ya a estas alturas bastante lánguido, de que se eleve un poco el nivel de la discusión.

Para hablar del plagio como estrategia estética deberíamos releer, por ejemplo, algunos de los argumentos de Jonathan Lethem en Contra la originalidad, un ensayo brillante sobre los proceso de apropiación y pillaje en la literatura y el arte (con ejemplos que van de Lolita de Nabokov a las canciones de Bob Dylan) que abriría una zona mucho más compleja e interesante al alegato (y nos situaría más allá del linchamiento). Lethem se refiere en general a la cultura como un espacio de tráfico permanente de influencias, préstamos, plagios sutiles, otros descarados, y además lo hace de manera íntegra con la técnica del copy-paste hoy tan vilipendiada: en su librito calca, no uno o dos párrafos ajenos, sino ¡todos! Un alarde de técnica y quién sabe si de genio para componer un texto asombrosamente unitario y persuasivo sin poner nada de su cosecha más allá de las tijeras y el pegamento. Después de leerlo es imposible no preguntarse, como lo hizo el fundador de UbuWeb, Kenneth Goldsmith, por qué sólo los literatos (a diferencia de los músicos, los artistas, los programadores) se siguen escandalizando a estas alturas por el plagio.

Pero también podríamos desempolvar a Montaigne, en concreto su ensayo "De los libros", donde con lujo de desparpajo e ironía no sólo reconoce que continuamente toma prestadas frases e ideas de otros libros, sino que con toda intención omite revelar las fuentes y enmascara adrede su práctica:

De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para embridar la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lanzan sobre toda suerte de escritos, especialmente sobre los jóvenes escritos de autores aún vivos y en lengua vulgar, que permite hablar de ellos a todo el mundo y parece considerar también vulgar su concepción e intención. Quiero que den en las narices a Plutarco dándome en las mías y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. He de ocultar mi debilidad tras esas celebridades.

Aunque es difícil que uno logre el efecto buscado por Montaigne copiando directamente de buenastareas.com o citando sin decirlo a Taringa! -¡por dios, qué bajo hemos caído!- en vez de a Plutarco o a Séneca, la astucia de Montaigne no parece tener mucho que ver con toda esa artillería de descalificaciones que lanzaron las buenas conciencias literarias sobre los plagios de Sealtiel Alatriste: "engaño", "fraude cometido por un servidor público", "abuso gravísimo", "inmoralidad", palabras gracias a las cuales imperceptiblemente nos deslizamos fuera del orbe literario para ingresar en los pasillos de la moral o del Ministerio Público. Se podrá insistir, con algo de perfidia, en que Alatriste no puede compararse con Montaigne, ni en sus textos ni en sus "robos", pero entonces el problema ya se ha desplazado nuevamente: más que el pecado de citar sin comillas, se trataría de una disputa estética: la sensación de que poco vale ese collage de frases prestadas si el resultado es mediocre, tibio o francamente deplorable. O lo que es lo mismo: que Alatriste no se merecía el Premio Villaurrutia porque su obra, que abunda en préstamos, apropiaciones y citas al cuadrado, no está a la altura.


Pero sigamos con los ejemplos. Blaise Cendrars escribió un poema extenso, "Kodak" (que acaba de aparecer en la magnífica antología de Goldsmith, Against Expression), copiando palabra por palabra el libro de su amigo Le Rouge, El misterioso Doctor Cornelius (hay que aclarar que su amigo se sintió halagado y al mismo tiempo aturdido, pero no lo llevó a la comisaría). Por su parte, Salvador Novo, como el propio Sheridan ha hecho notar, sacó o más bien saqueó de la enciclopedia párrafos enteros para sus ensayos (Sheridan congruentemente dice que se fusiló el trasfondo erudito de algunos de ellos), mientras que Arreola confesó varias veces que no podía evitar la tentación de tomar algunas frases prestadas de los autores que admiraba.

Georges Perec, en 1965, al recibir el premio Renaudot, para escándalo de media Francia declaró (aunque no le quitaron ni renunció al premio, porque su novela era magnífica y se defendía sola) que Las cosas había sido producto de un ejercicio de copista: párrafos y párrafos extraídos directamente de La educación sentimental, un "plagio" que respondía a su deseo incontenible de escribir como Flaubert o, mejor aún, "de ser Flaubert". Luego sistematizó la estrategia y la convirtió en una maquinaria textual que desembocó en La vida instrucciones de uso, el último verdadero acontecimiento en la historia de la novela, según Italo Calvino. Cuando se dieron a conocer los materiales, la pasmosa serie de listas que Perec acumuló durante años para escribir su novela, salió también a la luz una lista nutrida de párrafos de diversos autores -entre ellos Kafka y Borges-, que hábilmente había insertado aquí y allá en el curso de la narración. Y hay que decir que hasta ese día, como todavía no se inventaba el Internet ni los motores de búsqueda, todos esos "plagios" habían pasado casi por completo inadvertidos.

El caso de Perec es especialmente revelador, puesto que en repetidas ocasiones declaró ser un escritor que "carecía de imaginación", lo que no le impidió convertirse en uno de los escritores más renovadores y sí, originales del siglo XX, haciendo de esa falta de imaginación el principal acicate de su método potencial de escritura. Con al afán de convencernos de las faltas cometidas por Alatriste y al mismo tiempo introducir cierto tono de conmiseración, Zaid escribe: "[El plagio] es una confesión de impotencia. No hay mayor desgracia que el desdén de las musas." La frase es demoledora y rebosa de una rabia sutil que podríamos bautizar como "bien temperada", pero ¿de qué manera pasar por alto que hubo un escritor llamado Georges Perec, de quien este año se conmemora el treinta aniversario de su muerte, que a través de la cita encubierta, del párrafo injertado, supo convertir ese "desdén de las musas" en algo muy contrario a la desgracia, llevándolo a la altura de una suerte de principio compositivo? Sheridan, que alguna vez tradujo a Perec, y que por lo mismo no puede fingir demencia sobre el asunto, al comentar el amago de defensa más bien guango de Alatriste durante la presentación de sus libros premiados, escribe: "Por lo que a mí toca no es una poética: tomar material escrito por otra persona y ponerle el propio nombre se llama plagio. Ponerle a esa conducta el nombre sagrado de la poiesis ni siquiera es chistoso." Chistoso o no, hay una larga lista de autores que han utilizado el recurso de la frase ajena como parte de su proceso de escritura, ya sea, como Montaigne, para tender una emboscada al lector, ya sea, como Perec, para paliar una imaginación haragana que no se resigna a cruzarse de brazos.

En fin, nos parece que detrás de las acusaciones contra Alatriste que circularon en Internet, ha prevalecido una especie de santurronería, de maniqueísmo (de puros contra impuros), el juicio sumario de los fiscales de las letras que, para expresar su descontento sobre la adjudicación de un premio, se escuda en posiciones conservadoras y evita la auténtica discusión de fondo, o en todo caso la que a nosotros nos interesa: desde Lautréamont (quien escribió: "El plagio es necesario. El progreso lo implica. Retoma la frase de un autor, se vale de sus expresiones, cancela una idea falsa y la sustituye por la idea correcta") hasta Tzara, Debord, Cage, Burroughs, Goldsmith y tantos otros, el plagio ha sido una estrategia trasgresora, una forma de poner de cabeza la figura jerárquica del autor y el mito de la originalidad. El problema es que en México (¿recuerdan la discusión alrededor del Premio Aguascalientes y los poemas también presuntamente "plagiados" de Javier Sicilia?) esa estrategia se usa con frecuencia para crear obras al vapor, de una mediocridad iridiscente y, sobre todo, convencionalísimas. O para hincharse de dinero. Es decir, para perpetuar el statu quo. La explicación que esgrime Alatriste en su renuncia es tan pobre, tan vacía de ideas, tan ignorante de los procesos creativos de los siglos pasados y del presente (no hay en ella ni siquiera media boutade), que francamente merece retirarse un tiempo a leer libros y dejar en paz a la Wikipedia. Con plagiarios tan faltos de espíritu y sin nervio para el combate, Lautréamont ha de estarse revolcando en su tumba. En otras palabras, los que deberían indignarse y exigir un llamado a cuentas son los plagiarios de verdad, los iconoclastas, los escritores que no hicieron concesiones frente a la sociedad bienpensante de su época y socavaron la figura intocable del autor y otras instituciones literarias; escritores y artistas que buscaron en el plagio, la copia, el détournement y el nonsense, en la insumisión de las palabras, la imposibilidad de que el poder recuperara totalmente los sentidos creados. Muy poco o nada de esto cabe esperar de la obra "plagiaria" de Alatriste que, como es obvio, forma parte del poder cultural y sus múltiples triquiñuelas.

Pero quizá haya espacio para un último ejemplo, la cadena de préstamos textuales que va de Lanzi a Stendhal y de éste a Baudelaire, y que Roberto Calasso comenta en uno de sus libros más recientes, La Folie Baudelaire. La cita es un tanto larga, pero nos parece que vale la pena reproducirla ya que esclarece algunos de los enredos en los que desde hace unas semanas nos hemos empantanado dando vueltas alrededor de la idea de plagio:

Stendhal había saqueado a Lanzi para ahorrarse ciertas fatigosas tareas (descripciones, datos, detalles) en la redacción del libro. Baudelaire en cambio se apropió de dos pasajes del libro de Stendhal por devoción, según la regla por la cual el verdadero escritor no toma en préstamo sino que roba. [...] Toda la historia de la literatura -la historia secreta que nadie estará nunca en condiciones de escribir sino parcialmente, porque los escritores son demasiado hábiles para esconderse- puede ser vista como una sinuosa guirnalda de plagios. Entendiendo no aquellos funcionales, debidos a la prisa o la pereza, como los obrados por Stendhal sobre Lanzi; sino los otros, fundados en la admiración y en un proceso de asimilación fisiológica que es uno de los misterios mejor protegidos de la literatura. Los dos pasajes que Baudelaire sustrae a Stendhal están perfectamente entonados con su prosa e intervienen en un momento crucial de la argumentación. Escribir es aquello que, como el eros, hace oscilar y vuelve porosos los límites del yo. Todo estilo se forma por sucesivas campañas -con pelotones de incursores o con ejércitos enteros- en territorio ajeno. Quien quisiera dar un ejemplo del timbre inconfundible del Baudelaire crítico podría incluso escoger algunas de sus líneas que originalmente pertenecieron a Stendhal.

Está de más preguntarse si los plagios de Alatriste son "funcionales" en el sentido que indica Calasso o se deben, por el contrario, a la asimilación fisiológica (nos cuesta trabajo imaginar qué tipo de eros, qué oscilación de los límites del yo podría estar de por medio cuando uno se funde con textos de la Red Escolar Ilce), pero a raíz de la acusación de plagio que se echara a andar en Letras Libres, para luego ser replicada con tintes de mojigatería y escándalo por muchísimos más, ahora pareciera que esa "regla" de la literatura, que esa "sinuosa guirnalda" de la que habla Calasso, ofende a la moral, es deshonesta y condenable. El plagio, el verdadero plagio, es otra cosa, que involucra la suplantación del nombre y el apoderamiento de una obra para, a través de la copia sin elaboración, de la copia no creativa, hacerla pasar como propia. Por el contrario, para denostar una treta tan añeja del arte en la que interviene la asimilación y a veces el olvido, se usan los mismos términos que los detractores de Baudelaire, Duchamp y Breton esgrimieron en su momento: los términos del llamado a la decencia, al orden y la justicia. La honestidad es un valor importante, pero no está claro que sea la última palabra allí donde prevalece el artificio, la tergiversación, la impostura, el juego, la provocación. En literatura, no es necesario recordarlo, nada hay más catastrófico que seguir las buenas maneras.

¿A dónde conduce esta confusión de términos, esta forma de condenar una práctica cultural ampliamente extendida, no sólo en las letras, sino en otras artes, por ejemplo en la música? Nada menos que a esto: a que se hagan airadas peticiones públicas en las que se percibe el tufo inconfundible del linchamiento cibernético. Como esta carta firmada que circuló para exigir la renuncia finalmente conseguida de Alatriste:

No se puede premiar el plagio. Quien plagia no es escritor, sino un ladrón de ideas y palabras. Cuando se utilizan fuentes ajenas, debe mediar un reconocimiento expreso como una cita o mención a la fuente.

¡Qué frase tan corta de alcances y a la vez tan absurda! Sólo la urgencia de oprimir el botón para propagarla masivamente explica que haya recabado tantas firmas en pocos días. Nos preguntamos, por ejemplo, ¿qué sucederá con la música, siempre tan proclive a utilizar, reelaborar y mezclar frases enteras, en el mismo o distinto tempo, apenas sin variación, provenientes de otras composiciones? ¿Será a partir de ahora necesario que se escuche el tintineo de una campanita que dé aviso de que lo sigue corresponde a "fuentes ajenas"? Pero para no abandonar el terreno de la literatura, según esta caracterización pacata y reduccionista tendríamos que decir que Montaigne y Baudelaire, Stendhal y Perec, Lautréamont y Debord, Novo y Villaurrutia, Burroughs y un largo etcétera, no son escritores, sino ladrones de ideas. En ese caso decimos: ¡que vivan los ladrones!

* Para los cazadores de plagios: la expresión "mediocridad iridiscente" (iridescent mediocrity) la tomamos de la primera página de La tumba sin sosiego de Cyril Connolly. Las restantes citas veladas las dejamos como acertijo


viernes, 10 de junio de 2011

Contraensayo

Verano/2011
Luvina
Vivian Abenshushan

1. La literatura y la industria son dos ambiciones que, como bien dijo Baudelaire, se odian con un odio instintivo y, cuando se encuentran en el mismo camino, es mejor que ninguna se ponga al servicio de la otra, o de lo contrario se produce todo tipo de abominaciones. Nadie duda a estas alturas quién se ha puesto al servicio de quién. Y no sólo en la literatura. Artistas que practican una coreografía social cada vez más ajena a las preocupaciones de su arte; laboriosos negros literarios (o afroamericanos literarios) que maquilan por la noche los folletones que otros firmarán por la mañana; filósofos de cubículo que profesan a pie de página una filosofía que nunca practican; editores que no son editores sino gerentes de marketing sin audacia ni cultura. Ésa es la situación confusa en la que estamos desde que el mercado se convirtió en el único horizonte, infranqueable, de nuestra época.

2. ¿Y qué vamos a hacer con el mercado? ¿Nos lo vamos a tragar de a poco hasta la indigestión? Imaginemos que la era de la cultura escalafonaria ha llegado para quedarse, que la domesticación es general, que el imperio de lo mismo ha conquistado una prolongada, sórdida e impenetrable recesión estética y vital. Imaginemos que los filósofos se han convertido ya para siempre en burócratas del pensamiento, los escritores en jóvenes promesas adocenadas y correctas, las revistas en réplicas de sí mismas, siempre hablando de los mismos temas, con el mismo estilo, los mismos gestos, el mismo colaborador desfondándose en el maratón de las publicaciones al vapor, las mismas secciones, las mismas formas ensayísticas, los mismos gustos, los mismos homenajes y la misma jerarquía de lo que importa y lo que es insignificante. Imaginemos que nadie se siente incómodo en medio de este paisaje de convenciones monótonas, sin asperezas ideológicas ni sobresaltos del lenguaje. Éste sería el momento de lanzar una bomba.

3. La confusión que ha promovido el mercado en el arte y la literatura ha terminado por depreciar, también, al ensayo. Se repite esta falacia: «El ensayo es el género más comercial»; la he leído en el blog del ensayista mexicano Carlos Oliva; la leo ahora en el «¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)» de Heriberto Yépez, un escritor de mi generación al que sigo desde hace años con interés creciente (y a veces discrepante). El primero atiza contra el ensayo por no tratarse siquiera de un género (es decir, por no ceder un ápice de su indefinición radical, de su plasticidad, ante los tentáculos de la clasificación), y ser «apenas un borrador, una forma de la escritura desordenada o en crisis». (Pecado fundamental del ensayo: ser un género insubordinado, es decir, asistemático y contrario a las formas cerradas —autoritarias— que buscan constreñir en una armonía trucada la prosa inconexa del mundo). El ensayo, banal y pasajero, dice Oliva, «no puede reflejar mitologías, ni siquiera crear imagologías de larga duración». Por el contrario, el ensayo produce objetos de consumo: «De forma abyecta y rápida, pone al autor y al lector en un circuito de consumo, donde la escritura, en este caso la escritura como ensayo, se vuelve una mercancía y, como lo vemos en la mayoría de publicaciones donde se aloja este pseudogénero, crea un fetiche social». Pero, ¿de qué ensayos habla Oliva? De los mismos que Heriberto Yépez: los papeles hinchados de la prensa, los maquinazos de las revistas culturales, los papers de Yale, las tesis enmohecidas de la uam, los desechos del escritorio, los artículos coyunturales, la roña reseñil, la verborragia de los congresos, los índices de las revistas certificadas, los discursos pagados, los análisis de esos discursos pagados, las disquisiciones deportivas, las memorias políticas, los consejos de jardinería... He aquí el totum revolutum que ellos alegan: «En esta esfera de circulación fetichista y mercantil —insiste Oliva—, no hay diferencias sustanciales entre un ensayo publicado en Caras, en la revista de vuelo de Aeroméxico, en la revista de la unam o, incluso, en revistas
de culto, pienso por ejemplo en Granta
o en Sur». ¡El ensayo le gusta a la farándula! Definitivamente, remata Yépez, el ensayo «es un género popular, un género en auge. Y como todos sabemos, lo que está en auge es lo peor, lo más denigrante».

4. Decir que el ensayo es el género más comercial es una falacia que sólo ayuda a perpetuar la gran confusión, del mismo modo que llamar filosofía a las prácticas esotéricas de Conny Méndez sólo auxilia al gerente de ventas a lucrar mejor con la desesperación de la gente, alejándola cada vez más de cualquier práctica filosófica verdadera. Dicho de otro modo: nunca la redactriz de Notitas musicales ha llamado ensayo a sus efusiones chismográficas a la hora de cobrar su cheque; en las redacciones, a los artículos se les llama artículos y a quienes los escriben articulistas; en los pasillos de las revistas culturales, los ensayos son mejor conocidos como colaboraciones, y recuerdo que a los maestros de filología hispánica en lugar de ensayos les entregábamos odiosos trabajos para aprobar la materia. Oliva y Yépez confunden la escritura con el yugo laboral, y no es extraño que en México haya cada vez menos ensayistas genuinos y más profesionales sometidos a su empleador. Written essay jobs. En internet las páginas proliferan: «¡Sigue estos diez pasos para hacer un buen trabajo!». Prosa mecanizada, prosa de maquila, productos verbales de la era postindustrial. Nada que indique la presencia auténtica de un ensayo, es decir, de una escritura asociada al pensamiento autónomo y la práctica de un lenguaje sin servidumbres.

5. No es que el ensayo se haya democratizado, masificado o envilecido; es simplemente que el ensayo se esfumó. Eso que mis amigos ven por todas partes, esa blablatura contingente y a destajo, esos papeles destinados a la basura del próximo día, son las formas en que hoy se evita, cada vez con mayor eficacia, al ensayo. Bajo el dogma contemporáneo To publish or perish, salido del sistema académico y adoptado de inmediato por la voracidad editorial, el ensayo ha languidecido por la extenuación y el manoseo, vaciándose cada vez más, hasta que deforme y atrofiado (vuelto una criatura inofensiva) lo han invitado a pasearse por todos los congresos del mundo en primera clase. En «A Resurgence of Essay», Phillip Lopate advierte sobre una de las mayores fintas de la inflación ensayística: hacer pasar por ensayos a toda esa laboriosa mecanografía por encargo —un producto de la era liberal— que hoy infesta las librerías. Al menos en eso el pragmatismo gringo es claro: lo que Oliva y Yépez insisten en llamar ensayo, por la fuerza de la costumbre o por espíritu de provocación, en el mundo de las grandes editoriales estadounidenses pertenece a la categoría desengrasada, estándar y, si se quiere, absurda de la prosa sin ficción (non fiction prose), en la que proliferan los temas del momento. Los gerentes de ventas no se hacen bolas; ellos saben que si sólo publicaran ensayos, su industria estaría muerta hace tiempo.

6. La diferencia entre el productor de artículos y el ensayista es radical; es una diferencia estética, ética y, si se quiere, hasta espiritual. El primero aspira a renunciar a sí mismo; el segundo, en cambio, cree en la posibilidad, practicada por Montaigne, de convertirse finalmente en sí mismo. Uno se denigra en cuanto renuncia a sus propias ideas; el otro se engrandece por el simple hecho de asumir el riesgo de su formación interior. Ambición socrática del ensayo (tantas veces olvidada): conocerse a sí mismo. No se trata de una magnificación del yo neurótico, sino de una excursión peligrosa hacia los dilemas más personales, un viaje que no excluye la posibilidad de una transformación. ¡Qué peligro un hombre nuevo! Nada de eso es posible en el horizonte de los artículos de consumo masivo, situados estratégicamente en los lobbies de los hoteles, las mesitas de centro y los portales de café: botana para aliviar el aburrimiento de las horas muertas.

7. El olvido de sí: he aquí el dogma de nuestro tiempo. Ninguna cosa que avive nuestra conciencia sobre las miserias del mundo tal como está, ya no digamos sobre nuestras propias inercias. La no ficción y sus temas de actualidad son un formato útil para reproducir el sistema que hoy se resquebraja para volverse a edificar. Ideas recicladas, de fácil consumo, escritas en un estilo neutro y legible, fáciles de citar. Toda esa abyección que Oliva critica sin concesiones. Sin embargo, al hacerlo, actúa como esos francotiradores que a pesar de su sofisticación, o quizá precisamente debido a ella, equivocan el blanco y en su lugar terminan por derribar a los civiles. Ya hemos visto cómo el ensayo ha sido oficialmente condenado a desaparecer bajo la tiranía de la información, la polémica y el entretenimiento, las tres formas predilectas de la falsa democracia de la cultura de masas. ¿Para qué fustigarlo más? El mercado y la academia, las tecnocracias del conocimiento, lo han puesto desde hace tiempo de rodillas. Es a esas instancias a las que hay que prenderles fuego. ¿Cómo? ¡Con las armas corrosivas del ensayo!

8. Pienso en algunas vías de salida. En primer lugar, hay que desescolarizar al ensayo, sacarlo al aire libre, como hacía Montaigne, que amaba pensar a caballo. Al entrar al claustro, el ensayo sufrió su primera domesticación. En lugar de la escritura nómada y libre, se fijó el texto formateado (intro-development-exit); en lugar de la digresión (ese paseo anarquizante castigado por los sinodales), la estructura; en lugar de la brevedad, el fárrago teórico; en lugar de la imaginación, la objetividad y la racionalidad desapasionada; en lugar de las propiedades subversivas del humor, la solemnidad y los ídolos del rigor; en lugar de la experiencia personal, el conocimiento de segunda mano; en lugar de la escritura, el lenguaje esotérico del especialista. Desde los reportes de lectura de la educación media hasta las tesis de posgrado, todo está hecho para reencaminar al vago de los géneros literarios, al ocioso y accidental, heterodoxo y subjetivo, el género experimental por definición: el ensayo.

9. En segundo término: no mutilar. Si te piden un ensayo para una publicación periódica no concedas un ápice en el tema, la extensión, el lenguaje, la visión ni —que me perdonen los editores— el deadline. Es una idiotez pensar en que te volverás ensayista escribiendo reseñas de libros abominables o bajo el yugo del cronómetro. Lo único cierto es que no podrás escribir si no tienes tiempo para pensar (o simplemente para perder el tiempo).

10. El blog podría ser una zona liberada para el ensayo, una zona apartada de toda utilidad, ajena a los intereses de la industria o la nueva escolástica y por eso abierta a la experimentación más radical. En la prosa fragmentaria que el blog propicia, el ensayista podría practicar la insumisión del lenguaje sin temor a los editores y, sobre todo, la exploración paciente y cotidiana de una idea personal, arriesgada, incómoda. El blog como la bitácora donde cada quien podría interrogar la relación de sí mismo con sí mismo, primera condición para emprender el camino de vuelta hacia los otros de manera no convencional. Sin embargo, el blog ha reproducido rápidamente y con demasiada fidelidad los vicios mediáticos: la polémica pedestre, el chisme, el insulto, la proliferación de los frankensteins del ego, el facilismo y la autopromoción. Aun así, las posibilidades de ese universo son infinitamente más vastas y diversas que las de las rutas conocidas. Además, la red parece una zona más propicia para la digresión que la página, y en su forma de saltos y links ha dotado al ensayo, a posteriori, de su ambiente natural. Ahí crecen dimensiones aún no exploradas a fondo para la escritura.

11. Contrario a lo que escribe Yépez en su ensayo, aunque siempre lo haga con un poco de guasa y en defensa de la provocación —ensayista guasón—, creo que el ensayo ha emigrado a la periferia, si es que alguna vez salió de ella, para sobrevivir a su extinción; ha radicalizado su carácter anfibio, inasible, movedizo, su permanente capacidad de ser otra cosa. Por ejemplo, ser crítica ficción, un género antípoda de la non-fiction prose, un híbrido inventado por Yépez mismo: ¿qué habría sucedido si Max Brod no hubiera defraudado a Kafka? La respuesta es crítica ficción, la muestra de que el ensayo también practica la imaginación de lo posible, y no sólo la argumentación plomiza. En medio de ese gran sentimiento de acabose que hoy ensombrece a la literatura, el ensayo auténtico se ha vuelto tránsfuga, evoluciona, se aproxima a otros géneros, los ayuda a salir del atorón. Como a la novela, que parecía ya muerta hasta que se confudió con el ensayo y se oxigenó (pienso en Magris, Sebald, Coetzee, Vila-Matas, quien hace poco declaró: «Mezclar a Montaigne con Kafka, ésa me parece la dirección»). Hay que releer esos cuentos de Pitol que acaban como ensayos o esos ensayos que terminan como cuentos, para alimentar al «monstruo informe» del ensayo, en lugar de engordar sólo a la razón. Hay que ver los videoensayos de Laura Kipnis para ir más allá de los confines de la página, o simplemente volver a Montaigne, que hizo del ensayo algo más que un género, un arte de vivir, lo mismo que hace hoy el explosivo Hakim Bey, aunque lo haga desde otro extremo del temperamento y la actitud política.

12. Contra el ensayo esclavo o espurio o conformista, he hecho la siguiente selección. Se trata de ensayistas nacidos entre 1971 y 1982 que han decidido no participar en la tontería reinante, que practican algún tipo de deslinde. No son ensayistas ocasionales, no escriben ensayos para rellenar las páginas de los suplementos, no han sido adocenados por la academia. Son ensayistas creativos, celosos de su autonomía, que viven en permanente tensión crítica con el lenguaje y con su tiempo; escritores desafiantes, dotados de ironía, ideas propias y una mirada lúcida, nunca temerosa frente a los argumentos inusuales o provocadores. Alentados por la posibilidad de estirar los límites del género (si es que tiene alguno), proponen algunas rutas distintas que discuten el futuro del ensayo. O mejor: el presente de una forma que podría ser el laboratorio de todas las formas, el lugar de un estallido. El origen de la prosa. No un género (la novela, el ensayo, esa otra cosa) sino escritura nómada, que viaja, que explora, es decir que no se ha instalado en formas sedentarias que están ya vacías, petrificadas, y que no dialogan más con este mundo. Fragmentarios, dislocados, minimalistas, paródicos, narrativos, autobiográficos, apóstatas; cercanos al aforismo o el poema en prosa, como es el caso de Guadalupe Nettel, o renuentes a la posición ancilar de la crítica, como discute desde hace tiempo Rafael Lemus. En varios casos es el humor lo que dota a estos ensayos de su mayor virulencia, la capacidad de desintegrar las ideas recibidas («el humor instala y luego destila un fermento de subversión», Michel Onfray). Es el caso de Guillermo Espinosa, Luigi Amara, Saúl Hernández (que usa el autoescarnio para desenmascarar la tiranía del gimnasio, su carácter solapado de aparato de tortura). Insisto: el ensayo es un género con una gran vis cómica desperdiciada, como ya había mostrado Salvador Novo en «Los mexicanos las prefieren gordas» y otros ensayos de En defensa de lo usado. Basta leer «Breve vindicación de Johann Sebastian Mastropiero» de Espinosa para entrever las posibilidades paródicas del género y creer que el milagro es posible: la hermenéutica puede hacernos reír. Pero el ensayo es también un género de la imaginación. Contra el prejuicio que lo condena al trato exclusivo con la razón, Amara crea en Los disidentes del universo un más allá: el horizonte del ensayo como ficción. Ese tráfico entre realismo e impostura (personajes reales que parecen fantásticos y viceversa) prosigue aquí con un ensayo conjetural sobre el improbable Kang Zheng, eunuco chino. Estas contaminaciones, estos antídotos, me entusiasman (soy una escéptica muy optimista). Pienso en «Invisible» de Verónica Gerber, una artista visual que ha emprendido un tránsito radical: pasarse, a la vista de todos, del arte a la escritura. Su ensayo es una imagen recortada que reflexiona —al lado de una intervención que hizo en el espacio artístico de El Clauselito, en el Museo de la Ciudad de México— sobre el camuflaje y la desaparición como estrategias estéticas y de supervivencia, una idea que continúa los pasos de su primer libro de ensayos, Mudanza, donde Gerber parece haber descubierto la fatalidad del lenguaje: ser apenas un hueco, un vacío, nada. Ese libro (que habla de la transformación de varios escritores en artistas visuales) parece casi una respuesta en acto a la crítica que Lemus lanza aquí mismo hacia la miopía del escritor mexicano frente al arte contemporáneo, como un síntoma más de una literatura que evita la experimentación formal, por comodidad, por sumisión al mercado o por exceso de respeto a la tradición. Sobre ese desgaste, la forma en que hemos fatigado la escritura con el peso de las convenciones, escribe Brenda Lozano; su «Decadencia de la historia», escrita en una prosa fragmentaria, donde los huecos son habitaciones para el lector, es una atrevida declaración de principios contra lo que Walser llamaba «cagatintas», una estirpe servil, pedestre y amante de la legibilidad, la estirpe de los narradores que eluden el riesgo, el silencio, los detalles, a costa de la espectacularidad. Por otro lado, Gabriela Jáuregui y Pablo Duarte se ensayan a sí mismos en el viaje o la deriva urbana, la mayor cualidad del género vagabundo imaginado por Montaigne: hacer de la interrogación personal, de la excursión peligrosa hacia uno mismo, una pregunta extensiva, donde cabe todo el mundo.

13. El ensayo también se autocritica. Así lo muestra Heriberto Yépez en «¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)», un ensayema con el que discrepo y al que me adhiero por partes iguales, en un movimiento pendular (esquizoide), pues al final apunta en la misma dirección de mis lecturas y rastreos más recientes, el desbordamiento del ensayo hacia zonas poco confortables o consabidas, algo distinto de la mera «travesía racionalista» o la «grandilocuencia ridícula» (dos males que nos acechan): «Habría que reventar al ensayo. Habría que buscar la forma de dinamitarlo. Hacer que estalle en él la heteroglotonería (para darle una manita de gato al célebre concepto de Bajtin)». Esa heterodoxia es practicada por Fausto Alzati en «Astrofísica del chisme», un asedio de la realidad contemporánea desde la filosofía, el psicoanálisis y el budismo, en una lectura extraordinariamente original.

14. Si las termitas de la reducción, esa forma en que los medios estandarizan la cultura en su nivel más bajo, han tomado al ensayo por rehén, entonces escribamos contraensayos libres, arrojados, extraños, imprevisibles. Dejar de llamar novela al folletón y ensayo a la prosa enlatada podría ser otra forma de hacer evidente nuestro descontento. Pero, ¿se trata sólo de un problema nominal, o de un desgaste más profundo? Soy ensayista, no agotaré el tema (mejor lean algunos contraensayos a continuación).