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sábado, 5 de marzo de 2011

Nadie

Marzo/2011
Nexos
Eduardo Antonio Parra

Los pies en movimiento: un paso, otro, luego otro más. La vista inmóvil en los bloques de la banqueta. Las manos aferradas al carrito del súper donde lleva sus pertenencias: un jorongo, un plato y una cuchara de peltre, dos cobijas deshilachadas, un vaso de plástico, la foto de una mujer y un niño decolorada por el sol, un suéter, una bolsa de papel con colillas y tres cigarros enteros, unos tenis casi nuevos, una botella con restos de alcohol, cartones y cajas vacías. Su vida: la que le queda. Empuja. Sigue avanzando sin ver los rostros de quienes vienen en sentido inverso. No veo. Nunca me fijo. No he visto nada, mi jefe, se lo juro. Por esta. Ni siquiera miro las casas o los edificios, nomás los letreros de las calles para saber por dónde ando. Camina sin escuchar el rugido de los motores, ni el estruendo de claxonazos que se anuda en torno a la glorieta, ni las voces, ni los rechinidos de llanta. No soy nadie. No. Tampoco oí nada. Nunca oigo nada. Estaba chachalaco, usted sabe. Sin notar el olor de las fritangas que sin embargo algo le alborota allá abajo, en el fondo del estómago. Sin sentir la lluvia, el calor o el frío mientras avanza. Sólo camina midiendo la banqueta a través de la cuadrícula de alambrón del carrito, sorteando con las ruedas bordos y baches. Como todos los días durante todo el día.

Sí, camina sin oír, sin ver. Siempre igual. Desde que llegan los vigilantes uniformados de gris de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y abren el portón de los estacionamientos, antes de apostarse tras los cristales de la cabina. Si le toca el turno de día al viejo de bigote blanco, le pica las costillas con el garrote ese que trae colgando de la cintura. Pero si es el gordo de la cara colorada, le da un puntapié en las costillas, suave, sin intención de hacer daño.
—Ora, pinche Vikingo. Ya amaneció. Ahuécale.

Y él, aún entre sueños, se pregunta quién será ese Vikingo al que se refieren, hasta que, en medio de los retortijones, los calambres y las brumas de la mente le llega la imagen lejana de una cabellera y una barba hirsutas de color rojo apagado que recuerda haber visto en algún espejo o en el reflejo de un aparador. El Vikingo soy yo. Pero antes no. Antes no tenía barba. Pos sí: el Vikingo. Nadie. Y con torpeza hace el esfuerzo de ponerse de pie mientras su lengua entumecida logra desprenderse del paladar para pedir una, dos, mil disculpas.
—Perdone, mi jefe, no lo oí llegar. Le juro...
—No me jures nada. Mira nomás qué puerco andas hoy. Seguro rompiste una botella y te cortaste, pendejo. ¿No?
—Yo no soy nadie. No. No oí nada.
—Mira, agarra tu carro y lárgate. No tarda en venir la gente a trabajar. Si te llega a ver algún director o el señor secretario capaz que me corren a mí también por dejar dormir en el portón a huevones como tú.

Por eso desde muy temprano comienza a mover los pies y a empujar su carrito. Primero despacio, tratando de ignorar la hinchazón de las articulaciones, los violentos latidos de las sienes, el asco. Cruza la avenida indiferente a los frenazos y las mentadas de madre de los automovilistas que se dirigen al Eje Central, y aspirando el esmog matutino aborda la glorieta donde pasea su humanidad entre oficinistas apresurados, ancianas que regresan de la misa de ocho en la iglesia de Romero de Terreros y hombres y mujeres con ropa deportiva que no tuvieron tiempo de ir a trotar hasta el Parque de los Venados.

Algunas con asco, otras con temor, todas las miradas se desvían al toparse con su enorme figura cubierta de pantalones de varios colores, camisetas, sudaderas, suéter, saco y un abrigo claro lleno de lamparones que arrastra por el suelo. El Vikingo alza la vista en busca del sol y se cubre los ojos con una mano, como si el resplandor le trajera malos recuerdos. Luego con ritmo lento rodea la circunferencia de la glorieta una y otra vez, esperando que al final de cualquier vuelta la negrura ya se haya instalado de nuevo en todos los cielos de la ciudad. No reposa en ninguna de las bancas de piedra, no se acerca a la fuente, no pasea por el jardín, ni se interna entre los troncos de los árboles. Nunca abandona la banqueta que ahí es de color ladrillo. Camina por horas para agotarse, para no pensar. Para deshacerse de las imágenes de una vida que vivió hace muchos años. Para dar tiempo a los vecinos del barrio de tirar en los basureros algo de comida o bebida útil. Para olvidarse de lo que sucede en las calles por la noche: de lo que sucedió anoche.

Algo que no tiene que ver con su entorno lo hace detenerse en seco. Dirige la vista hacia las copas de los árboles y el graznido de un zanate le trae a la mente el recuerdo de un hombre huyendo entre las sombras. El hombre gritaba, como el ave ahora. Se oían insultos. Sí. ¿Fue ayer? ¿O fue otra noche? Su memoria herrumbrosa se esfuerza por atrapar el dato, pero hay demasiada niebla en ella. Reanuda la marcha en tanto niega con la cabeza. No, no he visto nada. Se lo juro, mi jefe. Yo nomás camino. No sé hacer otra cosa. Doy vueltas por aquí. Me gusta la Narvarte porque es una colonia con muchos árboles y pájaros. La gente no se mete con uno. Recorro el barrio sin ver, sin oír. No soy nadie. Ni nombre tengo. El graznido del ave se repite en lo alto y lo distrae. El Vikingo escudriña el entramado de las ramas hasta que distingue un aleteo pardo entre el follaje. Sonríe y camina otra vez. Nunca veo nada ni oigo nada. Nomás los pájaros. Un paso. Otro. Luego otro más. Sólo eso, mi jefe. Sí sabe, ¿verdad?

Las ruedas del carrito rechinan como si quisieran llamar su atención. Él revisa su carga y la reacomoda sin disminuir la marcha. Antes traía más cosas: un portafolios con papeles de trabajo, una cartera sin dinero pero con documentos, un manojo de llaves, un peine, un reloj, una corbata. Eso fue en otra época, antes de vivir en las inmediaciones del Parque Delta que se llenaban de gente cuando había partido de beisbol y de que lo llamaran el Vikingo, porque según otro teporocho se parecía mucho a uno de los peloteros de los Diablos Rojos. Cuando demolieron el parque para construir el centro comercial tuvo que buscar otro sitio para vivir y perdió sus pertenencias. ¿O fue una de las veces que lo levantó la patrulla? Prefiere no acordarse. Esquiva a dos mujeres jóvenes vestidas con faldas y sacos idénticos que llevan bolsas de papel estraza manchadas de grasa. Después a un hombre de corbata que escarba sus dientes con un palillo. A un anciano que parece buscar una banca para reposar al sol. A un grupo de adolescentes con camisas y pantalones blancos que regresan a sus casas haciendo escándalo. Lleva muchas vueltas. Comienzan a arderle las plantas de los pies. Un paso. Otro.

Ni nombre tengo, mi jefe. Vikingo, sí. ¿Eso es un nombre? Aunque antes sí tenía. Fernando, creo. Como el niño de la foto. Ése que está con su mamá. Cuando vivía.
Ahora no soy nadie. Una mujer con casco, uniforme azul y una macana en la mano atraviesa la glorieta unos metros más adelante y el corazón del Vikingo se cimbra con fuerza. Aminora el ritmo de sus pasos. La imagen del hombre que huía aparece de nuevo en su memoria. No, yo no soy Fernando. Fernando era ése. Se iba cayendo.
Chocó conmigo y los otros gritaban su nombre. No vi nada. No soy nadie. Vuelve a detenerse. Su respiración es agitada. ¿Ya había pasado por aquí?, se pregunta.

Una muchacha está de pie cerca de él, contemplándolo con ojos muy abiertos. Lo recorre desde la roja cabellera revuelta hasta los tobillos llenos de costras. Clava una mirada sorprendida en las manos del Vikingo y se aleja con un gesto de repulsión. Sí, niña, no me las he lavado, piensa él, pero de inmediato la olvida para mirar la calle que se le abre al frente con un camellón central lleno de palmeras secas y las anchas banquetas pobladas de gente que se arremolina en puestos de tacos, tamales, tortas, jugos. El aire se ha cargado de olores densos, dulzones, pegajosos. Él impulsa el carrito hacia el arroyo y esta vez sí escucha con claridad el chirriar de llantas y los insultos. Uno de los conductores incluso abre la portezuela de su vehículo y baja furioso, pero en cuanto ve bien al vagabundo vuelve a subir sin decirle palabra.

El Vikingo llega a la acera contraria y se detiene al pie de un poste donde hay un letrero: Cumbres de Maltrata. Al pasar a su lado, hombres y mujeres lo observan con insistencia. Repasan su indumentaria con curiosidad, como si no pudieran creer que un hombre pueda llevar tanta ropa encima. Luego ven las mangas manchadas de su abrigo, sus manos, y se alejan de él con premura. Él levanta la cara y aspira el aire de la ciudad: entre los efluvios destacan el de la mierda y la sangre. ¿Se trata de su propio olor? Un paso. Otro. Luego otro más. Caminar. Empujar. Como empujó al hombre anoche. Era Fernando. Sí. ¿Fernando qué? No soy nadie. No vi nada, mi jefe, se lo juro. Por esta.

Oficinistas, amas de casa, estudiantes mastican y beben con dedicación, sus rostros reflejan placer y prisa. Platican entre ellos sin cesar, hacen bromas, ríen. Sus carcajadas retumban en los tímpanos del Vikingo. Algunos han terminado de comer y fuman, arrojando el humo al cielo, donde va a reunirse con las emanaciones de los coches. Ellos sí tienen una vida, se dice el Vikingo sin atreverse a mirarlos demasiado. Tienen nombre. Fernando o Juan o Lupe. Son alguien. Yo no. Ni nombre tengo. El borroso recuerdo de la noche anterior le provoca unas intensas ganas de sentir el humo del tabaco raspando su garganta, llenando sus pulmones. Con la cabeza gacha, se acerca a un tipo que acaba de prender un cigarro, y antes de que pueda hablarle el otro lo mira y retrocede. Entonces el Vikingo baja aún más la cabeza y continúa su camino intentando pasar desapercibido. Hurga en el interior de la bolsa de papel. Quiere ubicar con el tacto la colilla más pequeña, pero en cambio saca uno de los cigarros enteros. Está manchado, pegajoso, lo mismo que sus manos. Se lo lleva a la nariz para aspirar el aroma del tabaco y la boca se le inunda de una saliva con sabor a cobre. Un paso. Otro. Luego otro más. No tengo cerillos. Se dirige a uno de los puestos donde varios trozos de carne, racimos de tripas y largas tiras de longaniza chisporrotean en su baño de manteca hirviendo. La gente que come en torno a él se queda en silencio al verlo aparecer. El Vikingo titubea, está a punto de alejarse, pero se da cuenta de que en uno de los costados del puesto no hay nadie comiendo. La tabla que hace las veces de barra está llena de platos con sobras, salsas verdes y rojas, cebolla picada, hierbas y saleros. Cuelgan del techo algunos tubos de longaniza en forma de flor, como si alguien los hubiera manipulado para convertirlos en adorno del local. Adentro un tipo con gorro blanco y mandil sucio de sangre golpea un tronco de árbol con un cuchillo, arrancándole un tamborileo rítmico, casi musical. Los olores grasos y picantes son más intensos que nunca, pero el Vikingo no huele nada de eso, sino sólo el tabaco que aún inunda sus fosas nasales.
Estaciona el carrito junto a un tambo de basura y se acerca al hombre del mandil, quien sonríe al verlo.
—Quiúbole, mi Vikingo. ¿Ya comiste? ¿Quieres un taco?
—Fernando iba corriendo... —el vagabundo niega con un movimiento de cabeza y adelanta la mano que sostiene el cigarro—. Quiero fuego. Perdón, mi jefe. No vi nada. No soy nadie.
—Sí, carnal. Lo que tú digas. Pérame tantito.
Ante la mirada incómoda de los demás comensales, el hombre del mandil coloca frente al Vikingo dos tacos. Enseguida toma una cajetilla de su mesa de trabajo, saca un cerillo, lo enciende y levanta la flama. El Vikingo ni siquiera mira los tacos. Se coloca el cigarro entre los labios y se arrima para encenderlo. Aspira. Tose.
—Oye, ¿qué traes en las manos, güey?
El Vikingo recorre con la mirada las manchas sanguinolentas del mandil del taquero. La mano que sostiene el cigarro comienza a temblarle. También las rodillas. Tiene prisa de alejarse de ahí, pero responde:
—Chocó conmigo. Lo empujé con las manos. Yo no sé nada. Nomás camino. Un paso. Otro. No soy nadie.
—¿Quién chocó contigo?
—Se iba cayendo...
—¿Quién?
—No vi nada, mi jefe. No entiendo. Por esta. Tampoco oí. Ni nombre tengo, aunque sí tenía. Gracias por la lumbre. Un paso. Luego otro más.
—Pinche Vikingo, cada día estás peor, cabrón. Órale, ai te ves.

Ahora el corazón le late con ritmo veloz. Aspira el humo a grandes bocanadas, sin saborearlo, mientras los jugos gástricos reverberan y gruñen en su estómago. Tengo sed y no vi nada. Sed. Lleva la vista fija en la botella donde sabe que aún resta un trago, pero quiere dejarlo para después, porque algo en su interior le dice que lo va a necesitar. Trata de contar cada una de sus zancadas, cada metro ganado a la distancia, porque la imagen del hombre que corría, de Fernando, se le ha adherido a la memoria y no consigue deshacerse de ella. La gente y los puestos callejeros se multiplican en la banqueta y debe caminar más despacio para no golpear a nadie con el carrito. Más adelante se encuentra una de las salidas del metro, donde los que van y los que vienen se aprietan. No le gustan las multitudes. Prefiere la soledad. Pero en la ciudad las calles sólo están solas por las noches. El Vikingo mira el cielo: el sol aún no termina su recorrido. Falta mucho para que anochezca. Da vuelta en la esquina para huir de la gente.

Él venía hacia mí. No vi nada, mi jefe. No tuve tiempo de hacerme a un lado. No. Nomás pude quitar mi carro. Fernando, sí. Pero no lo vi. Tampoco lo oí. No. Nada. Yo camino y camino. Venía cayéndose. Agachado. Agarrándose la panza. Me alcanzó de lleno y lo empujé para que no me tumbara. Por eso traigo las manos sucias. Detrás venían los otros. Cuando la brasa de su cigarro llega casi hasta el filtro, mete otra vez la mano en la bolsa de papel. Ahora sí saca una colilla. La enciende con la lumbre moribunda del cigarro y chupa el humo con desesperación.

En esa cuadra hay menos gente y los que pasan a su lado no reparan en su presencia. Un bolero lo saluda, aunque él no se da por enterado. Dentro de los comercios, tras los mostradores, atisba rostros familiares. Conoce el barrio, las personas también lo conocen a él, y eso lo tranquiliza. Cruza una calle, da vuelta en otra esquina. Cada vez hay menos gente. Por fin se detiene frente a la iglesia. Ahí está el jefe, el mero jefe, se dice mientras contempla la cruz del campanario, las escaleras que conducen al interior. Siente el impulso de meterse al templo y sentarse en una de las bancas, con las ancianas que rezan el rosario de la tarde. Quizás ahí encuentre sosiego. Sí, sentarse en una banca en medio del silencio. Años atrás lo hacía. Cuando pasaba las noches alrededor del Parque Delta junto con otros como él. Y antes de eso. En la época en que tenía nombre y vivía en una casa con una mujer y un niño.

Pero en cuanto lo piensa, los recuerdos se le fugan del cerebro. Saca de la bolsa otra colilla que prende con la anterior. Sí. Fernando se tropezó conmigo. Yo no lo vi. Tampoco a los que venían atrás. No, mi jefe, se lo juro. No vi sus placas. Ni sus uniformes. No vi nada. Ni oí nada. No soy nadie. Ni siquiera los disparos que le entraron todos en la barriga porque estaba caído y no podía moverse el tal Fernando. Adiós, jefazo. Otro día lo visito con más calma. Echa otra mirada al campanario, a las puertas de la iglesia, y empuja el carrito. Un paso. Otro. Luego otro más.

Una nube negra que tapa el sol por unos instantes lo engaña haciéndolo creer que la oscuridad está por llegar. El Vikingo tiene un acceso de alegría, suspira. Alarga la mano hacia la botella, la acaricia con ternura. No la destapa; lo hará al regresar al portón de la Secretaría para pasar la noche. Sólo la levanta para verla bien. No es de alcohol del noventa y seis, sino de aguardiente. ¿Cómo llegó a sus manos? Se rasca la cabeza y sus uñas se topan con una mata de pelo apelmazado, pegajoso. Se huele los dedos: mugre y sangre. La botella fue un regalo, ahora lo recuerda. Un regalo de Fernando. Pobre Fernando. Chocó conmigo y se cayó. Ya venía cayéndose. Sí. La sangre es de él. Pobre.

Cuando la nube libera los rayos solares una inquietud mordiente vuelve a apoderarse del Vikingo. Acelera el paso. Camina. Empuja. Tengo que llegar al portón. No vi nada. El aguardiente. No. No me lo dio el muerto, sino ellos. Los que venían atrás, persiguiéndolo. No soy nadie. No sé nada. La calle desemboca en otra avenida. El Vikingo busca un letrero en las esquinas hasta que da con él: Universidad. A la izquierda queda la glorieta. Un poco más allá su portón. Pero aún es de día. Debe seguir caminando. Como cuando vivía en los alrededores del Parque Delta. Caminar siempre. ¿Por qué? Porque si no te levantan los azules, los tecolotes, le decían. ¿Y por qué te levantan? Porque así es. Porque son la ley. Y si te llevan te ponen una madriza nomás pa divertirse. Mejor camínale. Un paso. Otro. Otro más.

Una mujer se atraviesa en su camino. Lo observa. Al Vikingo su rostro le parece familiar. Cree recordarla regañándolo por andar tan sucio y oler tan mal, corriéndolo de su banqueta, amenazándolo con llamar a la patrulla si no se va. Quiere sacarle la vuelta, pero la mujer se mueve para taparle la ruta. Piensa en ir hacia atrás, pero ha olvidado cómo hacerlo; sólo sabe dar pasos para adelante. La mujer es desagradable. Avanza hacia él y sujeta el carrito por el lado de la cuadrícula de alambrón.
—Ya sabía que tenías que pasar por aquí, apestoso. Ora sí no te me escapas. Ya supe lo que hiciste anoche. A ver, enséñame qué mugres traes en tu basurero.

Anoche. Yo no fui. No soy nadie. El Vikingo se paraliza. Las piernas se le deshacen en temblores. Su corazón ha enloquecido. La imagen del tal Fernando tirado en un charco de sangre se multiplica en su memoria. Fernando. Así lo llamaron quienes lo perseguían. ¡Fernando! ¡Párate ai, cabrón! ¿Quieres protección y no la pagas? ¡Venimos a cobrarte, hijo de la chingada! Eso gritaban los uniformados. Luego los balazos. ¡Y tú quítate de aquí, pinche teporocho! ¡Y si abres el hocico ya sabes lo que te pasa! Las imágenes saltan a la mente del Vikingo sin ningún orden, como si las desencadenara el gesto regañón de la mujer. Fernando corriendo. Su panza chorreando sangre. Lo empujo y me embarra. Fernando en el suelo. La sangre en mis manos. Y la botella... Ellos me dieron la botella. No has visto nada, teporocho. No, mi jefe. Yo no vi nada. Nunca veo nada. No oigo nada. No soy nadie. Así me gusta, cabrón. Mira, ten este pomo. Te va a ayudar a olvidar. Sí, mi jefe. Pero nosotros sí nos vamos a acordar de ti siempre. Y nosotros somos la ley. Te podemos levantar cuando nos dé la gana. ¿Entiendes? Sí, mi jefe. ¿Cómo te llamas? No tengo nombre, mi jefe. No soy nadie. Muy bien, así me gusta, lárgate y calladito.
—¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre, mi jefe. No soy nadie.
—No me digas mi jefe. Soy la señora Chávez, jefa de vecinos de esta cuadra.
—Sí, mi jefe.
—La gente se ha quejado mucho de los borrachos y drogadictos que andan por aquí. Te acabo de reportar. Tú eres al que le dicen el Vikingo, ¿no?
—No soy nadie.
Trata de soltar su carrito de la mano de la mujer, que se afianza a la cuadrícula como una garra. Hace otro intento pero tampoco consigue hacerlo. Todos los huesos del Vikingo han perdido firmeza, parecen de hule, aguados, sin energía. Quiere suplicar a la mujer que lo deje ir, decirle que debe continuar caminando, pero de su boca sólo salen las mismas palabras de siempre.
—No vi nada. Tampoco oí nada. No soy nadie...
—¿Me vas a decir que no sabes del muerto que apareció en la madrugada a una cuadra de la Secretaría? Dicen que vieron por ahí un vagabundo con un carrito del súper. Y por aquí el único que arrastra un carro de estos eres tú. ¿Y ya te viste? Por lo menos deberías haberte lavado la sangre después de matar a ese pobre hombre.
—Fernando...
La mujer sonríe triunfante y su rostro se contrae en un gesto maligno.
—Sí, Fernando Aranda. ¿Ya ves cómo sí sabes? Ora le vas a contar todo a la policía.
—No sé nada. Yo nomás...
La desesperación le da algo de fuerza y mueve el carro, pero no logra arrebatárselo a la mujer.
—¡Tú no te mueves de aquí, criminal!
—Se lo juro. Por esta.

Varias personas comienzan a acercarse para presenciar la discusión. Algunos son vecinos del barrio, conocen a la mujer y lo conocen a él. Otros sólo vienen de paso. Se levantan algunos murmullos. El Vikingo reconoce palabras como cadáver, homicidio, asesino. Recuerda entonces cómo, cada vez que aparecía un muertito, los uniformados venían por él y por sus compañeros a los alrededores del Parque Delta para interrogarlos en los separos de la delegación. Recuerda las toallas mojadas estallando contra su piel, los toques eléctricos, los chorros de agua mineral entrando hasta su cerebro. Sus gritos de dolor. Las preguntas burlonas y sus respuestas repetidas hasta el cansancio. Las respuestas que terminaron por ser las únicas palabras que habitan su cerebro. Recuerda también, como entre nieblas, que antes de esos interrogatorios aún sabía quién era. Su nombre. Su pasado. Una oleada de furia y pánico lo atraviesa al distinguir en un cristal cercano los reflejos azules y rojos de la torreta de una patrulla. Los murmullos a su alrededor crecen. El muerto, dicen. Él lo mató. Jala el carrito hacia sí con ímpetu y la mujer lo suelta con un grito.
—¡Ay! ¡Animal! ¡Me rompiste una uña!
Los mirones le abren paso cuando lo ven caminar hacia ellos, mientras la mujer corre en dirección de la patrulla. No sé nada, mi jefe. No vi nada. No soy nadie. Dos uniformados descienden del vehículo. El Vikingo los mira de reojo y reconoce a los que perseguían a Fernando. Sin detenerse, toma la botella de aguardiente, la destapa y se bebe el chisguete que le queda. El alcohol le sacude el estómago, luego se desparrama por su cuerpo una agradable sensación de calor. Fernando, se llamaba. Ellos gritaron su nombre. Yo no vi nada.
—¡Eh, tú, cabrón! ¡Alto ahí!

Ahora es una voz idéntica a la que gritaba anoche. Incluso ha dicho palabras parecidas. Sólo le faltó gritar el nombre de Fernando. Fernando. Sí. Pero a diferencia del otro, el Vikingo no corre: nomás camina. No sé nada, mi jefe. Nunca veo nada. No soy nadie. Recita su letanía mientras escucha las pisadas que se acercan. Piensa que su historia se repite, que de ahí lo llevarán a los separos de la delegación o a cualquier sótano para sacarle la verdad, que van a querer cargarle un muerto al que ni conocía, como ya lo han hecho otras veces, y que después de unas semanas o un par de años en el penal lo volverán a echar a la calle donde tendrá que buscar un portón y un carrito de súper para seguir caminando. Qué ganas de fumarme otro cigarro. Pero no hay cerillos. Se lo juro, mi jefe. Por esta. Cuando las pisadas comienzan a detenerse a su espalda, ya muy cerca de él, en la memoria del Vikingo se dibuja el rostro del cadáver de la noche anterior. Yo no sé nada. No soy nadie. Nomás camino. Un paso. Otro. Luego otro más.

sábado, 10 de julio de 2010

Edgemont Drive

Julio/2010
Nexos
E. L. Doctorow.

¿Qué coche era?
No sé. Un coche viejo. ¿Qué importa?
Hay un tipo que se la ha pasado tres días sentado en el coche frente a la casa. Deberías saber qué tipo de coche era.
Es un coche americano.
Ya ves.
Un coche cuadrado de cajuela larga. Largo como un lanchón.
¿Un Ford?
Tal vez.
Bueno, definitivamente no es un Cadillac.
No, se veía chico. Un coche viejo. Rojo desteñido. Tenía manchas de óxido grandes en la salpicadera y la puerta. Y estaba lleno de cosas. Parecía que todas sus pertenencias estaban ahí adentro.
Bueno, ¿y qué quieres que haga? ¿Que falte al trabajo y me quede en casa?
No, no importa.
Si no importa, ¿por qué sacas el tema?
No debí hacerlo.
¿Te miró?
Por favor.
¿Te miró?
Cuando me di la vuelta, arrancó el coche y se fue.
¿Qué quieres decir? Así que antes de que te voltearas…
Sentí su mirada. Estaba deshierbando el jardín.
¿Agachada? ¿Inclinada?
No empieces.
¿Hay un tipo que se estaciona todos los días frente a la casa y sales al jardín y te empinas?
Fin de la conversación. Tengo cosas que hacer.
Tal vez yo también podría estacionarme y ver cómo arreglas el jardín empinada. Los dos podríamos hacerlo juntos. Debe tener lo suyo eso de verte empinada en shorts.
No se puede hablar contigo.
Era un Ford Falcon. Dijiste que era cuadrado, de líneas duras y aspecto achaparrado. Un Falcon. Caja manual de tres velocidades. Sólo noventa caballos de fuerza.
Perfecto. Maravilloso. Sabes todo de coches.
Escúchame, señorita jardín, conocer el coche de un hombre es conocer al hombre. No es información inútil.
Está bien.
El tipo debe ser un inmigrante de Tijuana.
¿De qué hablas?
Quién otro manejaría una carcacha de hace cuarenta años. Buscando trabajo. Buscando algo que pueda robar. Buscando algo de la chica con las piernas blancas que se empina en el jardín.
Estás loco. Tienes esa actitud de señor-sábelo-todo…
Voy a pedir el día libre mañana.
Los inmigrantes no tienen el pelo largo y blanco, ni bajan la ventana para que puedas ver su cara rosa y sus ojos pálidos.
¡Ah, muy bien! Ahora sí que estamos llegando a algún lado.


No se mueva de aquí. Estoy apuntando sus placas. La policía lo identificará para ver si lo están buscando…
¿Está llamando a la policía?
Sí.
¿Por qué?
Si no se va de aquí, ¿por qué no? Estaciónese en otro lado. Le estoy dando la oportunidad.
¿Cuál es el problema?
No se haga el tonto. En primer lugar, no me gusta ver chatarra estacionada frente a mi casa.
Lo siento. Es el único coche que tengo.
Desde luego. Me queda claro que nadie manejaría un coche así si tuviera otro. ¿Y todas esas maletas? ¿Vende cosas en el coche?
No. Estas son mis pertenencias. No me gustaría desprenderme de nada de esto.
Porque nadie en este vecindario necesita nada que salga de una cajuela.
Mire, lo siento, creo que hemos empezado mal.
De hecho, sí. No soy muy amigable cuando un pervertido decide acosar a mi esposa.
Oh, me temo que se está confundiendo.
¿Usted cree?
Sí. No quería molestar a nadie, pero debí saber que iba a llamar la atención si me estacionaba siempre frente a su casa.
En eso estamos de acuerdo.
Si estoy acosando algo, es la casa.
¿Qué?
Yo solía vivir ahí. Llevo tres días tratando de reunir las fuerzas necesarias para tocar su puerta y presentarme.


Veo que la cocina está muy cambiada. Todo a la medida, empotrado. Nosotros teníamos un lavabo independiente, de porcelana blanca, con patas de piano. Aquí había una despensa donde mi madre guardaba la comida. Y teníamos un estante con una lata para cernir harina. Eso me impresionaba.
Probablemente yo lo hubiera dejado así. Esta es su remodelación, la de la gente que vivió aquí antes. Yo tengo mis propias ideas sobre andar cambiando cosas.
Seguro le compraron la casa a la gente a la que se la vendí. ¿Hace cuánto que viven aquí?
Veamos. Llevo las cuentas con las edades de los niños. Nos mudamos justo después de que nació el mayor. Deben ser como doce años.
¿Y cuántos hijos tiene?
Tres. Todos hombres. A veces pienso que me hubiera gustado una niña.
¿Todavía van a la escuela?
Sí.
Yo tengo una hija. Ya es mayor.
¿Quiere un poco de té?
Sí, gracias. Es usted muy amable. Generalmente las mujeres son más amables. Espero que su esposo no se moleste mucho.
Para nada.
Para serle sincero, estar aquí es un poco inquietante. Es como ver doble. El vecindario se parece mucho, pero los árboles son más altos y más viejos. Y las casas, bueno, siguen ahí, aunque ya no tienen ese aire orgulloso y próspero que tenían antes.
Es un vecindario acomodado.
Sí, pero, ¿sabe qué? El tiempo es desgarrador.
Sí.
Mis padres se divorciaron cuando yo era niño. Viví con mi madre. Ella murió en el cuarto principal.
Oh.
Lo siento. A veces no tengo tacto. Después de la muerte de mi madre me casé y traje a mi esposa a vivir aquí. Nunca me quedé mucho tiempo en ningún otro lado. Y desde luego nunca volví a tener una propiedad. Así que esta es la casa —por favor, no me malinterprete—, esta es la casa donde he seguido viviendo. Mentalmente, quiero decir. Habité todos estos cuartos desde mi niñez. Hasta que reflejaron quién era yo, como un espejo. No quiero decir sólo que los muebles reflejaran la personalidad de la familia, nuestros gustos. No quiero decir eso. Era como si las paredes, las escaleras, los cuartos, las dimensiones fueran tan yo como yo mismo. ¿Estoy diciendo algo coherente? Me veía dondequiera que mirara. Como si estuviera repartido en todos esos lugares. ¿Le ha pasado alguna vez?
No estoy segura. Su esposa...
Oh, eso no duró mucho. No le gustaban los suburbios. Se sentía aislada de todo. Yo me iba a trabajar y ella se quedaba aquí sola. No teníamos muchos amigos en el vecindario.
Sí, aquí la gente es muy cerrada. Mis hijos tienen amigos en la escuela, pero nosotros casi no conocemos a nadie.
El té ayuda. Porque esto es una experiencia vertiginosa para mí. Es como si estuviese encuadrado, dimensionado en estos cuartos, como si yo fuera el espacio contenido entre estas paredes, los pasillos, los caminos de ida y vuelta, de un cuarto a otro, como si todo se encendiera previsiblemente dependiendo de la hora del día o la estación del año. Todo esto es indistinguiblemente… yo.
Creo que si se vive mucho tiempo en el mismo lugar…
Cuando la gente habla de casas encantadas quieren decir que hay fantasmas revoloteando por todas partes, pero eso no es todo. Cuando una casa está encantada —estoy tratando de explicarme— tiene que ver con la sensación de que la casa se parece a ti, que tu alma se ha transformado en arquitectura, y que la casa, en algo parecido al encantamiento, te ha absorbido en todos sus materiales. Como si tú fueras el fantasma. Y mientras la miro a usted, una mujer encantadora, una parte de mí me dice, no que yo no pertenezca aquí, que es cierto, sino que usted no pertenece aquí. Lo siento, dije una cosa muy fea. Yo simplemente quería decir…
Que la vida es desgarradora.


¿Regresó? ¿Estuvo aquí otra vez?
Sí. Parecía tan triste sentado ahí afuera… Así que lo invité a pasar.
¿Que qué?
No era lo que tú pensabas, ¿o sí? Así que, ¿por qué no?
Claro, por qué no invitarlo si le advertí que si regresaba llamaría a la policía.
Debiste invitarlo tú mismo cuando te contó que había vivido en esta casa.
¿Y eso justifica algo? Todo el mundo ha vivido en algún lado. ¿Quieres aliviar tu pasado glorioso? No creo. Y esta no es la primera vez.
No empieces, por favor.
El marido dice blanco y la mujer dice negro. Así funciona. Así que el mundo sabrá lo que opinas de tu esposo.
¡Por qué todo tiene que girar a tu alrededor! No somos la misma persona. Tengo mi propia mente.
¿Ah, sí? ¡Ahora!
¿Qué pasa, chicos? ¿Están empezando a pelearse?
Cierra la puerta, hijo. Esto no te concierne.
Cada vez que un hombre entra en esta casa te pones como energúmeno. El plomero, el de las cortinas, el del gas.
Ah, ¿pero acaso ese tipo es un verdadero hombre? A mí se me hace terriblemente joto. Con esa colita de pelo blanco y esas manos pequeñitas. ¿Y qué tenía que decir el putarraco ese?
Tiene un doctorado y es poeta.
Dios mío, debí imaginarlo.
Renunció a su trabajo como profesor para viajar por el país. Su libro está en la mesa del comedor. Nos lo dedicó.
Un trovador errante en su Ford Falcon.
¡Eres tan horrible!


En lugar de tener sexo, discutimos.
Ya había pasado un rato.
Esto es mejor.
Sí.
No sé por qué me enojo tanto.
Sólo eres el típico hombre defectuoso.
¿Así que todos somos así? Gracias.
Sí. Son un género imperfecto.
Siento haber dicho lo que dije.
Estoy pensando que, con los tres niños en la escuela, debería conseguir trabajo.
¿Haciendo qué?
O quizá estudiar algo. Hacer algo útil.
¿A qué viene todo esto?
Los tiempos cambian. Los niños cada vez me necesitan menos. Tienen sus amigos, sus entrenamientos. Yo me dedico a hacer ronda con las mamás. Llegan a la casa y se encierran en sus cuartos a jugar videojuegos. Tú trabajas hasta tarde. Me siento sola muy a menudo.
Deberíamos ir más al teatro. Pasar la noche en la ciudad. Trabajo para pagar la hipoteca, las tres escuelas, los dos coches.
No te estoy culpando de nada. ¿Podríamos prender la luz un momento?
¿Qué sucede?
No hay luna. En la oscuridad esto se siente como una tumba.


Esto es muy vergonzoso.
¿Qué estaba haciendo ahí a las tres de la mañana?
Durmiendo, eso es todo. No estaba molestando a nadie.
Sí, bueno, la policía está un poco sensible últimamente. Sobre todo con la gente que duerme en sus coches.
Antes eso era un campo de softbol. Yo jugué ahí cuando era niño.
Bueno, ahora es el centro comercial.
¿No le molesta que les haya dado su nombre?
Para nada. Me encanta que piensen que soy amiga de un criminal. ¿Por qué no se hospedó en el Marriott?
Quería ahorrar dinero. El clima es agradable. Por qué no, pensé.
Agradable. Sí, definitivamente agradable.
¿La policía acostumbra incautar coches? Porque si piensan que soy traficante o algo así, sólo van a encontrar libros, mi computadora, maletas, ropa, cosas para acampar y algunos recuerdos que sólo significan algo para mí. Es muy inquietante eso de que unos extraños estén hurgando mis cosas. Si me hubiera quedado en un hotel ya estaría de camino. Siento mucho abusar de usted.
Bueno, para qué están los vecinos.
Qué gracioso. Me gusta el humor en una situación así.
Me parece perfecto.
Pero sólo seríamos vecinos si el tiempo hubiera implosionado. De hecho, seríamos más que vecinos. Viviríamos juntos, el pasado y el futuro se movería entre nuestros espacios.
Como en una pensión.
Si así lo ve… Sí, como en una especie de pensión.


Así que ahí está. Qué, ¿ligándose a tu esposa?
No, eso no va a pasar. No anda en eso. Estoy seguro.
Entonces, ¿cuál es el problema?
Se aparece como un poeta remilgado, sin agallas, maneja una carcacha, dice que renunció a su trabajo pero seguramente lo corrieron. Con todo eso, sabes que es un gandalla.
Sí, conozco a los de su tipo.
Sus problemas trabajan a su favor. Consigue lo que quiere.
¿Qué es lo que quiere de ti?
No estoy seguro. Es raro. ¿La casa?
Entonces, ¿por qué lo dejaste entrar? Podía haberse ido a un Starbucks en lo que revisaban sus cosas.
Bueno, él nos llamó. Yo le colgué pero entonces ella empezó a mirarme. Y de pronto sentí que tenía que demostrarle algo. ¿Ves lo que está pasando? No puedo ser como soy, decirle al tipo: No te conozco. ¿A quién chingados le importa si viviste aquí o allá? Te regresan tu pinche coche y te puedes ir. Pero no, él lo hace de tal modo que entonces yo soy el que tiene que demostrarle algo a mi esposa: que puedo ser caritativo.
Supongo que lo eres.
Entonces ahora es como si fuera un pariente nuevo. Y eso toca una fibra sensible de nuestro matrimonio. Ella es muy inocente, le perdona todo a todos. Siempre disculpa a la gente, siempre encuentra una explicación para las pendejadas de los demás. Si un cajero le da mal el cambio, ella piensa que seguro se distrajo y lo hizo sin querer.
Bueno, ésa es una cualidad encantadora.
Lo sé, lo sé. Su filosofía es que, si confías en la gente, la gente se vuelve fiable. Me vuelve loco.
Pero en cuanto le regresen su coche se va a ir.
No. No si conozco a mi esposa. Lo va a llevar para que lo recoja. Se va a hacer tarde y le va a decir que se quede a cenar. Y luego va a insistir en que no podemos dejar que maneje de noche. Y yo la voy a mirar y me voy a quedar sentado mientras acepto. Y ella lo va a llevar al cuarto de huéspedes. Te lo apuesto.
Estás un poco alterado. Tómate otra.
Por qué no.


Con la edad puedes ver qué tanto de todo esto es inventado. No sólo lo que es invisible sino lo que está a la vista de todos.
Creo que no entiendo.
Bueno, aún es muy joven.
Gracias. Ojalá me sintiera joven.
No estoy hablando de la imagen que uno se hace de sí mismo. O de la forma en que la vida puede ser igual día tras día. No estoy hablando de la infelicidad.
¿Yo soy infeliz?
No soy quién para juzgarlo. Pero digamos que la melancolía parece sentarle bien a la dama.
Oh, querido, eso es tan obvio.
Pero, de cualquier forma, cualquiera que sea nuestro estado de ánimo, por lo general la vida parece una ocupación constante —mantenerte atareado, competir intelectualmente, físicamente, nacionalmente, buscando justicia, demandando amor, perfeccionando nuestras instituciones. Todas las modas de la supervivencia. Todo lo que hacemos para hacer historia, el archivo de nuestra inventiva. Como si no hubiese contexto alguno.
Pero, ¿lo hay?
Sí. Una vasta —cómo llamarla— indiferencia que trepa lentamente sobre ti con la edad, que se vuelve más insistente con la edad. Eso es lo que estoy tratando de explicar. Me temo que no lo estoy haciendo bien.
No, no, es realmente interesante.
Me pongo muy voluble con una sola copa de jerez.
¿Quiere más?
Gracias. Pero estoy tratando de explicar el extrañamiento que te aflige con el paso de los años. A algunos les pasa antes, a otros después, pero es inevitable.
¿Y a usted le está pasando ahora?
Sí, supongo que es una especie de desgaste. Como si la vida se convirtiera en un harapo y la luz se colara por él. El extrañamiento empieza por momentos, en pequeños y filosos veredictos que sacas de tu cabeza de inmediato. Te retraes aunque te sientes fascinado. Porque es el sentimiento más sincero que una persona puede tener, así que regresa una y otra vez, colándose por tus defensas, hasta que finalmente se clava dentro de ti como una luz fría, muy fría. Quizá ya no debería hablar de esto. Hablar es casi como negarlo.
No, aprecio su sinceridad. ¿Tiene esto que ver con el hecho de haber regresado aquí, a su antiguo hogar?
Usted es muy perceptiva.
Este extrañamiento quizá sea su forma de llamar a la depresión.
Entiendo por qué dice eso. Usted me ve como la imagen de un fracaso colosal —viviendo en un coche destartalado, siempre en el camino, un poeta oscuro, un académico de tercera. Y tal vez sea todas esas cosas, pero no estoy deprimido. No estoy hablando de una cuestión clínica. Es un claro reconocimiento de la realidad. Déjeme ponerlo de esta forma: creo que se parece a lo que sentiría un inválido crónico, o alguien al filo de la muerte, cuando el extrañamiento es protector, una forma de abatir el sentimiento de pérdida, el remordimiento, cuando el deseo de vivir ya no importa. Pero si sustraemos esas circunstancias aparezco yo: sano, autosuficiente; quizá no el tipo más impresionante del mundo, pero sí alguien que se las ha arreglado para cuidarse y vivir con libertad, haciendo lo que quiere sin mayor problema. Y aun así, el extrañamiento está ahí, la verdad se ha asentado sobre ese tipo, que de hecho se siente liberado porque ahora se encuentra afuera, en el contexto, donde ya no puedes creer en la vida.


¿Por qué alguien querría venir a Nueva Jersey a morir?
¿Disculpe?
La casa no tiene nada de especial; al menos concédame eso. El típico estilo colonial, revestida de vinilo blanco, el estacionamiento para un coche, las alcantarillas atestadas con la mierda de no sé cuántos otoños. De hecho, a esto quería llegar.
Señor, por favor. Nosotros preguntamos, usted contesta y luego nos vamos. ¿Puede decirnos algo más del difunto?
Bueno, verá, prácticamente lo conocí como cadáver en el pasillo. Ah, es usted escéptico. Y cómo no, si mi esposa está llorando como si nuestra relación fuera cercana.
Estaba diciendo…
Difícil de creer, ¿no? Ni siquiera es un antiguo novio, ni siquiera.
Usted no tiene corazón.
No, no, es una experiencia interesante: un completo extraño cayendo muerto, en calzones, mientras iba camino al baño. ¡Y ver cómo lo sacan de aquí en una bolsa de plástico! No me lo perdería por nada del mundo. También es algo bueno para los niños, una experiencia vital antes de ir a la universidad. Su primer suicidio.
Señor, el hombre murió a causa de un infarto al miocardio.
Según quién.
Según los paramédicos.
Bueno, tienen derecho a dar su opinión.
Es más que una opinión, señor. Ellos ven cosas como ésta todos los días. Ni siquiera intentaron resucitarlo.
No, seguro fue él; era un tipo astuto. Por eso vino aquí: lo tenía planeado.
Por qué estás siendo así. Él vino hasta aquí porque… Fue una especie de…
De qué.
De peregrinación.
Sí, claro. Vino aquí para jodernos la vida, para eso vino. Vino aquí como un perro a levantar su pierna y marcar su territorio. ¿Y eso dónde nos deja a nosotros? Viviendo en la casa de un muerto. Pensé que mi casa era mi castillo.
No sabía que estuvieras tan apegado a la casa.
Bueno, amigos, ya nos vamos.
¡No lo estaba! Me bastaba con tener un lugar donde poner a mi esposa e hijos. Pero, por Dios, lo pagué con mi trabajo. He hecho todo lo que debía. Te di una casa, en un vecindario gris pero seguro, tres hijos, una vida razonablemente cómoda. ¡Para hacerte feliz! ¿Y acaso lo has sido? ¡Qué otra cosa más que tu insatisfacción pudo llevarte a invitar a este muerto viviente a nuestra casa!
Bueno, amigos, como dije, ya nos vamos. Puede que más adelante tengamos algunas preguntas.
¿Y qué van a hacer con ese pinche Ford que está estacionado en mi banqueta?
Ya lo revisamos. Hicimos un inventario de su contenido. Encontramos su identificación. Y a su pariente más cercano.
Él mencionó que tenía una hija.
Sí señora, lo tenemos anotado.
¡Pero el coche!
Ya no nos interesa. Ahora es parte de la herencia del fallecido. La hija decidirá qué hacer con él. Mientras tanto, le voy a pedir que lo deje ahí. Está más seguro aquí que en la ciudad. Las llaves están puestas.
¡Dios mío!
Señor, existen procedimientos para situaciones como ésta. Estamos siguiendo esos procedimientos. La causa de fallecimiento será confirmada por el especialista, el acta de defunción será firmada por un administrativo, el cuerpo será trasladado a la morgue, esperando instrucciones del pariente más cercano. En este caso, la hija.
Oficial, me gustaría escribirle.
Tan pronto como la contactemos, señora. No veo por qué no pueda hacerlo. Estaremos en contacto.
Gracias.
Y, oficial…
¿Señor?
Déle las buenas noticias. Papi ha regresado a casa.


Así que, al final, estoy de acuerdo contigo.
¿Sí?
No podemos seguir viviendo aquí. Camino por el pasillo y me pego a la pared como si él siguiera ahí tirado, mirándome. Es espeluznante. Me siento desposeída. Me siento desplazada.
No es el mejor momento para vender, cariño. Y qué hay con la escuela de los niños. Estamos justo a mitad de año.
Tú dijiste que nunca podríamos sacarnos esto de la cabeza.
Lo sé, lo sé.
Los niños no quieren subir. Ahora duermen en el cuarto de juegos. Y abajo hay mucha humedad.
Okey, está bien; quizá podríamos pensar en rentar algo. Quizá subarrendar hasta que encontremos otra cosa. Vamos a ver. ¿Quieres otra copa?
Media.
Lo siento. No te culpo. Hablo sin pensar.
No, supongo que debí saberlo. La forma en que hablaba. Pero era interesante. Sus ideas… qué extraño tener una conversación filosófica. Que alguien se abra tanto y de esa forma. Aunque pensé que era un hombre deprimido, me sentía fascinada con la novedad de que alguien pudiera hablar así, como si fuera lo más normal del mundo.
Sabes, es curioso…
Qué.
La hija es igual. Una apostadora.
Sí, es extraño.
No diría que tenían una relación cercana. ¿Y tú?
Apenas.
No le podría importar menos. Sabes, me di cuenta —cuando Goodwill se llevó todas sus cosas—, me di cuenta de que el coche en realidad estaba muy limpio. La tapicería en buenas condiciones. Miré bajo el cofre. Necesita un cambio de aceite, y el ventilador se ve un poco traqueteado. Le di la vuelta a la cuadra y brincaba un poco. Quizá necesite amortiguadores nuevos.
Te gusta el coche, ¿verdad?
Bueno, con una buena mano de pintura, quizá unos detalles… Sabes, hay gente que colecciona estos Ford Falcon.
Era su hogar.
No, querida. Esta es su casa. Eso es sólo un coche.
Nuestro coche.
Parece. Deberíamos enmarcar su carta. O enterrarla en el jardín con las cenizas.
Oh, pero ella quería que las esparciéramos.
¿Qué las esparciéramos? ¿Dijiste que las esparciéramos?
¿Qué las dispersemos?
¿Espolvorearlas?
Sembrarlas.
Sembrarlas, está bien. Me quedo con sembrarlas.

Texto publicado originalmente en The New Yorker.
Copyright © 2010 E.L. Doctorow.

Traducción de César Blanco

sábado, 22 de mayo de 2010

La incondicional

Abril/2010
Letras Libres
Enrique Serna

para Ana García Bergua

Parece mentira, sigues guapísimo a pesar de los años y la enfermedad. No te sonrojes, Saúl, lo digo en serio: ya quisieran muchos llegar a la vejez como tú. A los hombres las canas les sientan mejor que a nosotras, les dan un toque de distinción. A una mujer canosa ni quién la voltee a ver por la calle, en cambio tú eres uno de esos viejitos guapos que todavía pueden arrancarles suspiros a las señoras. ¿Estás cómodo o quieres que te suba la almohada? Mejor no trates de hablar hasta que te quiten el aspirador de la tráquea, ya lo dijo el médico, primero tienes que sacar todas esas flemas de los pulmones. Quién iba a pensarlo, nunca probaste un cigarro, en cambio yo fumé toda la vida y el que acabó con enfisema fuiste tú. Cáncer de fumador pasivo, válgame Dios. Perdóname, gordo, nunca me imaginé que estuvieras tan delicado del aparato respiratorio, te consta que siempre tuve mucho cuidado para no echarte el humo en la cara. ¿Verdad que sí me perdonas? Una sonrisita, por favor, una sonrisita para tu nena. Me la he ganado a pulso por todo el amor que te he dado en treinta y cinco años de matrimonio. ¿Quién te quiere más que yo, a ver? ¿Quién te ha dado comprensión y apoyo en los momentos difíciles? ¿Quién te levanta la moral cuando estás deprimido?

Malvado, ¿ni siquiera me vas a regalar una sonrisa? Eso quiere decir que estás enojado conmigo. No seas rencoroso, Saúl, llevo tres meses al pie de tu cama, oyendo tu tos de perro, lavándote las axilas con esponja, recogiendo el orinal con tus gargajos ensangrentados, y creo que merezco un poco de consideración. Has tenido suerte conmigo, admítelo.
No eres un hombre fácil, claro que no. Como todos los genios eres egoísta y huraño. Las relaciones públicas nunca fueron tu fuerte. Desde que te conozco vives encerrado en ti mismo, perdido en tu mundo interior de abstracciones y fórmulas matemáticas. La gente cree que eres un mamón engreído, pero en realidad eres tímido, un hombrecito inseguro que siempre tuvo flaca la autoestima y por eso se refugió en una ciencia impenetrable.

Confiesa, pillín, que al principio sólo me querías para una aventura. Eras un flamante graduado en física nuclear y yo una pobre secretaria de la división de estudios de posgrado. Eras arrogante, como todos los criollos de buena familia, y, aunque me trataras sin condescendencia, en el fondo sentías que ser blanco y rubio te daba una ventaja enorme sobre mí. Debiste pensar: a esta prieta chula me la cojo un rato y a volar, paloma. Pero yo apechugué con tus desprecios. No teníamos un noviazgo formal, porque nunca me declaraste tu amor, sólo íbamos de la cafetería al cine y del cine al hotel. Ni siquiera me presentaste a tu familia, claro, no querías formalizar nada, cuanta menos gente me conociera, mejor, y a los tres meses quisiste mandarme al carajo. “Mira, Evelia –me dijiste muy serio en el Toks de Copilco– eres una mujer adorable y una maravilla de persona, pero esto no puede seguir. Yo estoy muy joven para comprometerme en una relación seria y tú me llevas cinco años, pronto vas a querer tener hijos y no quiero defraudarte. Lo mejor para los dos es que partir de ahora cada quien vaya por su lado.” Jamás te hablé de tener hijos ni de planes matrimoniales, era un cuento que tú inventaste para deshacerte de mí, pues habías pedido una beca para hacer un doctorado en la Universidad de Michigan y no querías llevar torta al banquete. Mucho menos una torta proletaria como yo. Tu plan era pegar el chicle con alguna gringa. ¿Verdad, ingrato, que en ese momento yo te estorbaba?

Pero no me hagas muecas de hartazgo. Ya sé que has oído mis reclamos un millón de veces, pero hay cosas que nunca te he dicho, y ahora las vas a saber. Te las digo porque ya tienes un pie en el estribo, y si no las saco del corazón, reviento. Necesito confesarme, pues, pero sin arrepentirme de mis pecados. Que se arrepientan quienes han obrado mal, yo gracias a Dios tengo la conciencia limpia. Tu rechazo fue una humillación atroz y esa noche volví destrozada a mi humilde cuarto de vecindad. Este güerito pendejo no se va a burlar de mí, pensé, y en vez de sucumbir al dolor o de regodearme en la pena, comencé a fraguar un plan de reconquista. Ya no debes acordarte, pero, desde nuestras primeras charlas en la coordinación académica, yo había descubierto la manera más eficaz de tomar por asalto tu corazón. El día que nos conocimos te comenté que había leído un artículo tuyo sobre termodinámica en una revista estudiantil de la facultad y estaba fascinada por la brillantez de tus argumentos. No entendí una palabra del artículo, para qué te voy a mentir, pero mi elogio te ruborizó de satisfacción y desde entonces comencé a ganarme tu simpatía. Estabas muy necesitado de elogios, quizá por tener un déficit afectivo, como todos los hijos de padres divorciados, y eso me abría una puerta para echarte el lazo. Esperé un par de meses con paciencia de ilusa que te retractaras de haberme cortado, y, al comprobar que eso nunca sucedería, recurrí a una táctica más audaz: me tomé la libertad de traspapelar la solicitud de tu beca en el archivo de la coordinación académica. Tú sólo recibiste un aviso con el anuncio de tu rechazo, pero nunca supiste el motivo. Ahora ya lo sabes: te negaron esa beca porque la solicitud firmada por el coordinador se quedó extraviada en un altero de papeles y llegó con retraso a Michigan. Pero no me mires feo, que te hice un favor. Las gringas son interesadas, dominantes, cabronas, y estaba segura de que ibas a ser muy desgraciado con ellas. Nada tiene de malo usar un poco de mano negra para garantizar la dicha del ser amado.

No refunfuñes, por Dios, que te vas a ahogar con las flemas. Lo que menos te conviene a estas alturas es un coraje, podrías tener un paro respiratorio. Te jugué rudo, es verdad, pero ya hice méritos de sobra para pagar mis culpas. Reconoce que sin mí tu vida hubiera sido una eterna lucha contra el desamor. Y al final del camino te hubieras sentido mutilado, roto, vacío, como toda la gente que llega a la vejez huérfana de afecto. La humanidad siempre fue hostil contigo en represalia por la mala cara que le ponías. Sólo en mí podías confiar a ciegas. Primero fui tu esposa, después tu hermana, ahora soy algo parecido a una madre y en mis tres personalidades te he colmado de ternura. Toma eso en cuenta a la hora de hacer el balance de nuestro amor, cuando ya no puedas jalar el aire con ese tubo. Recuerda, por ejemplo, mi compungida llamada de pésame por tu fracaso académico. “Me enteré de lo que pasó y estoy muy sorprendida, Saúl, porque todos los profesores de la división de posgrado tienen una excelente opinión de ti. Me consta que varios mandaron cartas a la Universidad de Michigan recomendándote para la beca. No entiendo cómo pudieron rechazar a nuestro candidato más talentoso, deben de tener el cupo muy limitado. Me imagino que estarás muy chípil con esta noticia. ¿Quieres que nos reunamos a tomar un café?” Cuando me propusiste que en vez del café fuéramos a un bar de Coyoacán, me sentí segura de la victoria: con los tragos ibas a ponerte sentimental. Llevaba un vestido azul de muselina muy entallado, tacones altos, un collar de carey que resplandecía entre mis senos y antes de entrar al bar me bajé el escote para lucirlos. Pero más que mi atuendo sexy te cautivó mi nobleza de buena perdedora. Ni un solo reproche a pesar de tu abandono. Estaba ahí en solidaridad contigo sin pedir nada a cambio. Al calor de los tequilas acabaste llorando en mi hombro, yo también lloré de emoción al beberme tus lágrimas, te disculpaste por haber terminado abruptamente con la única mujer que te comprendía, ven acá, preciosa, no entiendo cómo pude estar tan ciego, y acabamos cogiendo como fieras heridas en un hotel de Taxqueña.

Pero ¿qué haces, gordo? Nunca vas a alcanzar el botón para llamar a la enfermera con esa mano tan debilucha. ¿Y para qué la quieres llamar? ¿Para acusarme con ella? No seas infantil, por Dios, trae acá ese botón. Lo vamos a poner más lejos, colgado de la botella de suero, para que no se te ocurra buscarlo a tientas. Siempre queriendo huir de mí, ¡qué tonto has sido! Nunca pude estar segura de tu amor, ni siquiera en los años de más pasión, cuando nos mudamos juntos al apartamento de la Narvarte. Yo me entregué sin reservas y tú sólo me amabas a medias, con la mente en otra parte. Siempre fui tu peor es nada, el premio de consolación de alguien que se creía digno de una princesa nórdica, y por eso tenía que estar con el ojo avizor para adelantarme a las malas intenciones de todas las viejas que te rondaban. ¡Cuántas mujeres se derretían por ti cuando eras un joven apuesto! Algunas eran bastante guapas y, como no tenía armas para alejarlas de ti, me resigné a compartirte. Sí, gordito, sé perfectamente que en esa época me pusiste el cuerno con Sara Márquez, la maestra de biología, con Josefina, la cuñada de tu hermano, con Lupe Iglesias, la vecina del 402, y quién sabe con cuántas putas más, pero yo me mordí el rebozo como una mujercita abnegada, porque sabía que ninguna de ellas iba a lograr separarnos.

Otras recurren a los embarazos rápidos para retener al hombre, yo no tuve necesidad de eso. Los hijos vinieron cuando tú los quisiste, no te salí con domingo siete. Me las ingenié para sujetarte con cadenas más sutiles, tan sutiles que nunca sentiste cómo te apretaban el cuello. Cuanto más me engañabas, más chorros de miel derramaba en tu oído. “Te admiro, mi cielo, no sabes cuánto me deslumbra tu capacidad intelectual. Eres un hombre fuera de serie y me siento orgullosa de compartir la vida contigo. No me atrevo a perturbarte cuando te distraes porque sé que estás elucubrando teorías geniales. Así deben de haber sido Newton y Einstein, unos locos maravillosos flotando en las nubes. Tarde o temprano el talento se impone, ya lo verás, les guste o no a los envidiosos tendrán que reconocerte. Cuando termines el posgrado y puedas desarrollar tus ideas, el mundo científico se va a rendir a tus pies.”

Que las otras te dieran placer en la cama y cumplieran tus fantasías de don Juan: sólo yo sabía alimentar tu vanidad insatisfecha. Necesitabas mis halagos como una droga porque tu carrera se había ido a pique, y con cada tropiezo tu ego famélico exigía más terrones de azúcar. Te gusta culparme de todos tus males, pero yo no hice nada para empujarte a la vida bohemia, no, señor, tú solito te echaste la soga al cuello. Ya eras ayudante de investigación en el Instituto de Física y, si te hubieras doctorado pronto, de seguro te habrían dado la anhelada plaza de investigador titular. Pero como necesitabas ganar dinero para tus parrandas, te metiste a dar clases de física en una preparatoria, una chamba que odiabas, y la mitad del sueldo se te iba en empinar el codo con otros bebedores enamorados de su fracaso. Te amanecías chupando en los antros de la Doctores y con las pavorosas crudas que tenías ni ganas te daban de ir a la facultad. No hagas pucheros, que yo no te empujé a la bebida ni te induje a abandonar el doctorado: échale la culpa a tu compadre Joselo, el que más te sonsacaba para beber. Más bien deberías agradecerme que te haya seguido queriendo a pesar de ver cómo te hundías en la mediocridad. Con un poco de disciplina hubieras podido trabajar en la prepa sin descuidar tus estudios. Pero te dejaste llevar por la inercia, el trago te hinchó la cara como un sapo y a los treinta y cinco años ya eras un perdedor con las ilusiones podridas. Yo fui tu compañera de naufragio, la incondicional que nunca te volvió la espalda. Y mira cómo me pagas una vida entera de sacrificios: denigrándome en este maldito cuaderno que encontré en tu escritorio. Es un diario de cuando eras joven, qué escondidito te lo tenías. Sí, forcé la chapa del cajón, ¿y qué? Nomás faltaba que después de tantos años de intimidad me guardaras secretos.

Oye nada más las inmundicias que dices de mí: “Pobre Evelia, desde hace tiempo no la deseo, pero estoy atado a ella por un lazo más fuerte que el placer: la compasión. Ayer, al salir del colegio, me fui con Sarita a su departamento, y después de hacer el amor volvió a sacar de su ronco pecho la queja de siempre: está cansada de verse conmigo a escondidas y quiere que le pida el divorcio a Evelia. Tiene razón, es enfermizo prolongar un matrimonio en estado de coma. Necesito romper mis ataduras y esta vez le prometí que hablaría con mi esposa para cantársela derecha. Pero claro, al llegar a casa quedé apabullado por la abnegación de Evelia. A pesar de olerse mi engaño, porque no tiene un pelo de tonta, ni siquiera me preguntó adónde había estado toda la tarde. Siempre evita colocarme en situaciones incómodas con un tacto de geisha. Después de acostar a los niños me sirvió un plato delicioso de romeritos con mole y por falta de valor para entrar de lleno en el espinoso tema del divorcio, le hablé de mi sueño imposible: diseñar un nuevo modelo experimental para generar radioisótopos de uso médico, un proyecto de investigación que me ronda la cabeza desde hace tiempo. Mi querido profesor Gluckman, a quien le conté la idea, me dijo que si quiero desarrollar el proyecto por la libre, sin apoyo institucional, puede darme chance de trabajar en el laboratorio del Instituto. Pero de qué sirve hacerme ilusiones, le dije a Evelia, si la chamba no me deja tiempo para nada. Pues renuncia a la escuela, mi amor, me propuso ella, entusiasmada. Si quieres yo puedo trabajar turnos dobles en la universidad, para cubrir los gastos de la casa. En pocas palabras, está dispuesta a mantenerme mientras yo me dedico al proyecto. Conmovido, la besé con ternura en la frente y la idea de pedirle el divorcio me pareció una monstruosidad. Para darle rapidez al asunto, hoy mismo Evelia solicitó el doble turno al sindicato universitario. Creo que estoy abusando vilmente de su bondad. En el fondo me está pidiendo: sigue conmigo aunque ya no me quieras, mira de lo que soy capaz con tal de salvar nuestro amor. Estoy agradecido por su sacrificio, pero sobre todo le tengo lástima. Romper con ella en estas circunstancias sería como darle una patada a un perro enfermo tendido a mis pies.”

Hijo de la chingada, ¿conque todos estos años me has tenido lástima? ¿No sería más bien que necesitabas sentirte idolatrado por alguien? Cualquier otra mujer con más dignidad que yo te hubiera puesto en aprietos. Es muy cómodo tener en casa a una foca enamorada que te aplaude sin motivo, lo merezcas o no. El orgullo está siempre ileso, nadie puede clavarle puñales, ni siquiera alfileres. En cambio las mujeres exigentes, las que ponen condiciones para dar amor a cuentagotas, señalan con dureza los defectos de sus maridos. Y, sobre todo, ninguna de ellas te hubiera quemado incienso como yo. Acepta la verdad: te quedaste conmigo porque te faltaron huevos para exponerte a la incertidumbre de un amor entre iguales. Pero a fin de cuentas, mira quién ganó la pelea. Mal que bien, he compartido la vida con la persona que más quise. Tú en cambio no puedes decir lo mismo. Ah, ¿y ahora chillas? Por favor, Saúl, no seas cursi. ¿Dónde quedó la mala leche que destilabas en tu diario? Te resignaste al menor de los males por miedo a perder los privilegios que tenías conmigo. En la casa eras un rey, o más bien creías serlo, pues nunca te diste cuenta de que yo fingía obediencia para mandar mejor. Así como lo oyes: yo he mandado siempre desde el suelo donde estoy tendida a tus pies.

De la humillación sin límites surge una fuerza que subyuga los corazones. Cuando más servil era contigo, en la época en que trabajaba para mantenerte mientras tú intentabas sacar a flote tu carrera científica, te tuve más controlado que nunca. Tu experimento pudo ser un éxito si hubieras aceptado la crítica constructiva del doctor Gluckman. Él te advirtió que el nuevo modelo de radioisópato, o como se llame la chingadera esa, no funcionaba bien y tenías que hacer cambios de fondo. Pero tú creíste que Gluckman envidiaba tu invento y te estaba poniendo una trampa, quizá con la torva intención de plagiarte la idea. Cuando me confiaste tus temores comprendí de inmediato de que eran absurdos. Debiste hacerle caso a Gluckman y corregir las fallas que te había señalado. Pero te dije justamente lo contrario de lo que pensaba: “No le hagas caso a ese viejo imbécil, te tiene mala voluntad porque jamás ha descubierto nada valioso.” Era lo que deseabas oír, ¿verdad? Sentirte envidiado por el género humano es una de tus peores debilidades, y yo la he explotado hasta el cansancio. Como todos los genios incomprendidos, creías que medio mundo conspiraba contra ti. Lo dices en tu cuaderno: “Me da mala espina que Gluckman me salga con estas observaciones cuando ya tengo fijada la entrevista con la gente de la compañía que me quiere comprar la patente. Quizá está poniéndome una zancadilla para ofrecer el invento a otra empresa.”

Ay, Saúl, con esos humos nadie puede triunfar. Siguiendo mi consejo, presentaste tu proyecto a los peritos de la empresa sin hacerle caso a tu profesor y ocurrió lo que yo esperaba: lo rechazaron por sus errores de cálculo. En el colmo de la necedad, volviste a casa echando pestes, jurando que los expertos en ingeniería médica te habían descalificado sin argumentos. El mundo científico era una letrina que se regía por favoritismos, y a ti te pisoteaban por no haberle lamido las suelas a nadie. Primero muerto que renunciar a tus delirios de grandeza, a tu pobre orgullo martirizado. Solidaria hasta la ignominia, me puse varias borracheras contigo en las que te di la razón en todo. Incluso lloré cuando te derrumbabas delante de mí, pero en el fondo estaba contenta. El éxito de tu proyecto era una amenaza para nuestra pareja. Si la comunidad científica te reconocía, si empezabas a destacar como físico innovador, tendrías el ego mejor nutrido y entonces dejarías de necesitarme. Por fortuna he conservado hasta hoy la presidencia de tu club de admiradores, en el que soy el único miembro.

Pero no te pongas así, mi cielo, te sienta mal ese color morado. Con un poco más de resignación, de sabiduría para aguantar los sinsabores de la existencia, pudiste haber disfrutado tu modesta felicidad hogareña. Nuestros dos hijos tienen título universitario y Jorgito ya se independizó. ¿No te da gusto? Claro, esa clase de triunfos no dan fama ni lustre, pero deberías valorarlos un poco más. En la preparatoria recibiste una medalla con baño de oro por tus treinta años de docencia y no negarás que te hicieron un emotivo homenaje. Hasta hubo poemas en tu honor, declamados por los mejores alumnos de sexto. Eres el decano de la escuela y todos te respetan. Mírame a mí, nunca pasé de secretaria y sin embargo me siento plenamente realizada, como dicen las actrices de la tele. Pero tú no le encuentras el gusto a nada porque sigues ambicionando la gloria que se te fue de las manos, ahora con un rencor de novio despechado. Desde que tus amantes te abandonaron por viejo y borracho se te recrudeció el mal carácter. Perdido el orgullo viril, ya no tuviste ningún clavo del que agarrarte. Pleitos callejeros por incidentes de tránsito, largas rachas de melancolía, silencios sepulcrales en las cenas de Navidad, berrinches idiotas en los restaurantes, ¡cuántas vergüenzas me has hecho pasar! Pero a pesar de todo yo te sigo endulzando el alma. He respondido a tus majaderías con caricias, poniéndoles buena cara a los malos tiempos. ¿Me dejas peinarte? Ese mechón de pelo te tapa los ojos, con la frente despejada brilla más tu mirada de soñador. Siempre me han fascinado los fulgores de inteligencia que te brotan de las pupilas. ¡Cuántas ideas fabulosas debes de tener guardadas en la cabeza! Hombres como tú se dan una vez en un siglo, deberían declararte patrimonio cultural de la humanidad. Adoro a mi genio, y lo voy a seguir mimando hasta el último aliento. Déjame secar tus lágrimas, gordito, quiero que estés presentable cuando vengan a recogerte los camilleros. ¿Te molesta si fumo? ~