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sábado, 18 de abril de 2015

Adiós a Günter Grass: El poeta incómodo

18/Abril/2015
Laberinto
Héctor Orestes Aguilar

Para Tona Pi-Suñer i Llorens y Ana Gerhard Pi-Suñer

Anécdota previsible: un joven poeta de semblante hosco, poco aliñado y de dicción áspera —autor de un volumen de cuarenta poemas a duras penas localizable en librerías que no venderá más de setecientos ejemplares, y de breves piezas de teatro insertas en la tradición surrealista nunca representadas de manera profesional—, toma su turno para leer en voz alta un pasaje de la obra que trae entre manos, las primeras cuartillas de lo que describe como una novela. Ich schreibe an diesem Roman, explica antes de ponerse en trance. Es el otoño de 1958, en una casa del barrio rural de Allgäu, diminuta ciudad termal del condado de Ravensburg; una reunión casi sectaria del Grupo 47, el cónclave literario alemán organizado bajo el modelo de la hispánica Generación del 98, grupo sin grupo que convoca periódicamente a tertulias donde participan autores, críticos e incluso editores.
Hans Werner Richter, organizador principal de aquellas sesiones, registra así aquella lectura: “Me sorprende que esté escribiendo una novela, para mí es un poeta, también un dramaturgo. Pero ya desde las primeras frases, la sala está como electrizada. Es el primer capítulo del futuro Tambor de hojalata […]. Y sé que es el comienzo de un gran éxito en el Grupo 47.

Ralf Schnell, germanista e historiador de la literatura, señala con razón que la primera novela de Günter Grass fue muchísimo más: se trataba del comienzo de un éxito literario como nunca antes lo había tenido autor de lengua alemana alguno, con excepción, antes de la Segunda Guerra Mundial, de Stefan Zweig. A lo largo de veinticinco años, aquella obra publicada en 1959, pocos meses después de la lectura referida, alcanzó a facturar más de tres millones de ejemplares y se tradujo al menos a veinte lenguas; por todas las transformaciones que trajo consigo, en virtud de su enorme poder épico y su inusual despliegue de imaginación, se convirtió en el símbolo de una cultura literaria, y, visto en retrospectiva, en el emblema de toda una época. Por sí sola, El tambor de hojalata tuvo la misma repercusión y se convirtió en un fenómeno extraordinario semejante al boom narrativo latinoamericano.

Entre la cauda de sensaciones que trae consigo la desaparición física de Günter Grass, a los 87 años, el pasado 13 de abril, la más estremecedora es percibir, de nueva cuenta, con mayor claridad, cuánto ha cambiado la sociedad y la cultura alemanas durante los últimos cinco decenios y medio. En el lapso equivalente a una vida adulta promedio, en el mismo periodo en el que apenas se arriba a una visión equilibrada de la condición humana, la República Federal ha experimentado procesos de transición asombrosamente intensos y veloces, en cierta medida inaprehensibles o laboriosos de entender. Por otra parte, es alucinante corroborar que todavía está fresco en la memoria el momento en que la editorial Joaquín Mortiz inaugura en México su serie Novelistas contemporáneos en 1963, con la histórica versión española de El tambor de hojalata debida al transterrado Carles Gerhard Ottenwälder (1899-1976), catalán de madre alsaciana y padre suizo, un político dedicado a la traducción con un perfil fuera de serie, quien realizó la tercera traducción —y no la primera, como afirmé erróneamente durante días recientes en varias entrevistas— de la ópera prima narrativa de Grass, luego de que aparecieran las ediciones francesa e inglesa en 1961 y 1962, respectivamente. Una traducción que, como reconoció hace pocos años Miguel Sáenz, es superior a las dos anteriores y fue aportación decisiva para la recepción internacional de la obra de Grass; una acogida que lo llevó primero a ser una celebridad mundial y a la larga a obtener el Premio Nobel, toda vez que le abrió un espectro de lectores de gran magnitud y significó el inicio de la publicación de la “Trilogía de Danzig”, pues Gerhard Ottenwälder también traduciría El gato y el ratón y Años de perro, editadas asimismo bajo el sello de Joaquín Mortiz en 1961 y 1963.

Actitud crítica y disidencia
Una novela excepcional y fundadora, un momento irrepetible en la historia editorial de México, un traductor dotado con notable oficio y una cultura refinada: estas coordenadas no han vuelto a confluir en torno a la edición de ninguna obra literaria alemana reciente en nuestro país y se antoja complicado que vuelva a pasar, pues han cambiado mucho las reglas y condiciones para publicar en nuestro mercado editorial y la adquisición de derechos de traducción de grandes autores en otras lenguas no es común. Aún menos probable es que los escritores contemporáneos de lengua alemana vuelvan a emprender, en este siglo, una iniciativa como la que cobijó e impulsó a Günter Grass. Si bien persiste un espíritu gremial en la sociedad literaria de la República de Berlín, un proyecto colectivo como el Grupo 47 es impensable en nuestros días, como inimaginable resulta que los autores emergentes de la Alemania reunificada pretendan cumplir las funciones de un intelectual de la estatura de Grass, quien hizo de su actitud crítica, su disidencia permanente y su apoyo a grupos sociales excluidos una causa pública.

La muerte del autor de El tambor de hojalata ha reavivado las polémicas en torno a esa parte de su trayectoria, la faceta que Grass ejerció más como un intelectual (en el sentido que se le da en Francia a esa palabra, un letrado que contradice y pone en tela de juicio al poder), comentócrata, consejero aúlico de la socialdemocracia, patrono y mecenas de premios literarios regionales o de comunidades étnicas excluidas en Europa —como el pueblo de los roma— quien, al revitalizar el alemán y renovar la novela como género, contribuyó sin duda a legitimar la civilización germana de la posguerra. El papel que desempeñó Grass como puntal de la Imagen-País de la República Federal durante al menos tres decenios no fue menor.


De allí que el expediente iniciado en agosto de 2006, cuando se desplegó la campaña de lanzamiento de Pelando la cebolla, libro donde Grass reconoce haber sido reclutado por las Waffen-SS, elitista sección de combate de los escuadrones paramilitares de protección en el ejército hitleriano, vuelva a abrirse, dé pie a nuevas y viejas preguntas y nos confronte a la realidad incontestable de que incluso Günter Grass, quien encarnó tal vez sin desearlo la conciencia moral de Alemania durante los últimos cuarenta años del siglo XX, no logró hacer un ajuste de cuentas con su propio pasado nacionalsocialista de forma cabal, pero sí nos dejó muchas buenas enseñanzas sobre lo que puede hacer un ciudadano de la literatura con una conciencia crítica. Con el regreso intermitente de la xenofobia radical, el antisemitismo y el miedo ante la diferencia que caracterizan a movimientos sociales como PEGIDA (Patriotas europeos contra la islamización de Occidente), surgido en noviembre pasado en Dresde, estoy cierto que extrañaremos —no solo los alemanes— la mirada penetrante, provocadora e incómoda del poeta Günter Grass, siempre una fuente de luz entre la tiniebla de la irracionalidad.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Querido Claudio: te debo tanto de lo que soy

30/Noviembre/2014
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

A la memoria de Guillermo Fernández

Querido Claudio:

Esta es una tertulia convocada por la Feria del Libro de Guadalajara para celebrar con amigos tu regreso a nuestro país y para festejar tu Premio en Lenguas Romances 2014, concedido con justicia inapelable. Ya son más de 32 años de tu primera visita, de la que acaso muy pocos se acuerden bien pero de la que dejaste hondo testimonio en dos libros decisivos. Es inolvidable que de aquella experiencia breve e intensa hayas extraído ciertas reflexiones acerca de la compleja identidad de los contemporáneos y sobre el destino y la diversidad del judaísmo, que dejaste plasmadas por escrito.

Acerca de lo primero, es en el sexto segmento del capítulo inaugural de Danubio, “Noteentiendo”, deslumbrante recuerdo de tu visita al Museo de la Ciudad de México, donde, ante esa “especie de juego de la oca del amor y de las estirpes” que son los cuadros de castas, quedaste maravillado por el barroquismo de las combinaciones étnicas novohispanas convertidas en acertijos raciales e identitarios ininteligibles, como dices que, de cierta manera, también lo es el río por ti tan transitado y en cuyos márgenes cavilaste largo tiempo acerca de la universalidad humana.

Sobre lo segundo, fue en la muy emotiva crónica “El baile del rabino”, de El infinito viajar, recuento de tu incursión en una espectacular boda de la comunidad judía mexicana, a donde te llevó —con tu esposa entonces, Marisa Madieri — Esther Cohen Dabah, la filósofa, editora y profesora que ofició como guía por un rito y una fiesta que no sólo te fascinó, sino que te contagió un sentido de la fraternidad y de la pertenencia tal y como si hubieras estado entre compañeros de escuela. Entre los ochocientos invitados que bailaron al compás de cuarenta violines entre diez de la noche y ocho de la mañana, querido Claudio —espero no faltar aquí al espíritu de tu relato—, contemplaste la parábola ejemplar y universal del judaísmo hecha realidad.

De aquella visita te llevaste también el conocimiento, la incipiente amistad y la memoria de Juan García Ponce, ganador del Premio de la FIL Guadalajara en 2001, uno de nuestros escritores más aguerridos, quien compartió contigo la mesa de un homenaje a Elias Canetti organizada en el verano de 1982 por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el motivo académico para tu primera llegada a estas tierras. Siempre agradecí y valoré que, cuando nos encontrábamos en Trieste un decenio y años más tarde, me preguntaras por García Ponce. Apreciabas, me parece, su entereza, su sentido del humor, sus lecturas devotas de Robert Musil, Hermann Broch y Heimito von Doderer, a quienes, como tú, devoró más o menos en la misma época, a principios de los sesenta. Preguntabas también, por supuesto, por José María Pérez Gay, quien también había terciado en aquel coloquio universitario, y por Fernando del Paso, ganador del Premio de la FIL Guadalajara en 2007, de quien impulsaste la traducción de su novela Noticias del Imperio al italiano.

Traigo a cuenta tus primeros contactos directos con México y aquellos días felices pues pareciera que nos separa de ellos un tiempo incalculable. Por entonces, ninguna de tus obras había sido traducida al español ni eras referencia para nuestros editores ni libreros, aunque hay que decir que uno de tus títulos más peculiares, hoy inencontrable incluso en Italia, L’anarchico al bivio. Intellettuali e politica nel teatro di Dorst (El anarquista en la encrucijada. Intelectuales y política en el teatro de [Tankred] Dorst, 1974) escrito a cuatro manos con Cesare Cases, estuvo arrumbado por años en los anaqueles de la añorada Librería Italiana de la Plaza Río de Janeiro de la ciudad de México, hasta que Tere Meneses lo rescató.

A decir verdad, de los ocho o nueve títulos que habías publicado hasta el año de tu primera visita a México, sólo El mito habsbúrguico en la literatura austriaca moderna, de 1963, Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición judeo-oriental, de 1971, habían sido traducidos y gozaban de atención crítica fuera de Italia. Tuvimos que esperar seis años para que, con la versión de Danubio de Joaquín Jordá en la editorial Anagrama (1988), tu nombre se volviera entre los lectores en español algo más que una seña para iniciados, una referencia de culto entre aficionados a las letras alemanas o sus investigadores, la tribu por suerte cada vez mayor de germanistas mexicanos.

De la amistad considerada como una de las bellas artes

Uno de tus mayores penates, Claudio, Robert Louis Stevenson, dejó muchos aforismos y máximas sobre la amistad, sus implicaciones y significados. “Of what shall a man be proud, if he is not proud of his friends?”, escribió en la dedicatoria de Travels with a Donkey in the Cevennes. La pregunta me ha rondado por la cabeza desde que supe de mi participación en este homenaje, pues estoy por completo convencido de que eres uno de los pocos escritores que conozco que prácticamente sólo tiene amigos.

[Breve excurso: en los ahora lejanos años noventa algunos de tus lectores mexicanos supimos o sospechamos que te habías distanciado de otro escritor italiano de renombre, erudito ensayista, excepcional editor, quien también ha tratado temas parecidos a los tuyos, o que habías tenido alguna diferencia con él. Intuimos que se había establecido una tensión, digamos, deportiva, entre ustedes. Tipo Juventus vs. Mílan, para ser más claro. La reacción unánime de tus continuos en México fue tomar partido totalmente a tu favor, al grado que uno de nosotros, compañero de la tribu referida líneas antes, después de encontrar durante un viaje a Nueva York obras de aquel personaje en la principal mesa de novedades de una librería internacional muy visitada, los llevó a esconder a la sección de libros de autoayuda o algo así de escasa, dudosa reputación.]
Vas a perdonarme esta expresión muy mexicana, querido Claudio, pero los escritores son todos menos monedita de oro. La amistad entre quienes poseen egos tan robustos suele ser extremadamente laboriosa. Puede darse cabal y desinteresada, pero con mayor frecuencia de lo aceptable resulta una serie de componendas, reciprocidades calculadas y alianzas temporales. En tu caso es imposible. Eres de una generosidad incalificable. Jamás he sabido que trates a tus interlocutores con arrogancia, distancia o superioridad. A tus vínculos personales nunca antepones, como casi todos los que se consideran grandes autores y están terriblemente acomplejados, una coraza egocéntrica. Sueles ser espontáneo y abierto, paciente y respetuoso, incluso ante el desconocido bisoño que tiembla o se tropieza ante la agilidad vertiginosa de tu inteligencia.

Tus amistades son numerosísimas y abarcan varias generaciones. Tu primer gran amigo fue, sin duda, tu padre, Duilio Magris, quien, además de ser uno de tus grandes interlocutores durante toda tu vida, animó y siguió tu primer proyecto de escritura, un tratado sobre 335 razas caninas, donde incluías todos los detalles de cada una, hasta aspectos que ni siquiera sabías bien a bien de qué se trataban, como la altura a la cruz de cada perro y donde había dos bandos, como debía de ser: los buenos, como el mastín español; y los malos, como el dogue de Bordeaux, que despertaba tu antipatía.

En esa época tus amigos fueron tu familia, querido Claudio, pues siendo hijo único encontraste en ella a tus cómplices y compañeros de juego, como tu tía Maria, tu tío Nello y Viviana, quien más que tu prima fue como tu hermana. Y por su lado, Pia de Grisogno, tu madre, fue algo más que una cómplice: insaciable lectora, fue quien estimuló tu amor a los libros, de tu afición infantil por Emilio Salgari —a cuyo hijo llegaste a conocer—, Rudyard Kipling, Alexandre Dumas, Jack London y el propio Stevenson, autores que te contagiaron el gusto por la aventura y tu proclividad por las tierras exóticas, los largos viajes y las tierras extrañas. Aprendiste con ellos que los países y los lugares —cito de nuevo a Stevenson— no son los extranjeros, el extranjero es quien transita por ellos.

Podría mencionar, sin exagerar, a docenas de tus amigos, como los que te rindieron un gran homenaje en 2009 por tus 70 años; pero además de ellos, entre los que evoco a Ernestina Pellegrini, gran especialista en tu obra, y escritores como César Antonio Molina, Mercedes Monmany, Javier Marías, Predrag Matvejevic, Maurice Nadeau y Giorgio Pressburger, quiero remontarme a las grandes figuras que fueron tus profesores y primeros lectores, Claudio, porque nuestros jóvenes lectores de tu obra acaso ignoran su enorme relevancia, la irrepetible calidad humana e intelectual de quienes impulsaron tu obra desde muy temprano.

Aquí tengo que hacer otra pequeña indiscreción, otra más de las que he venido mencionando y que están presentes en la fascinante Cronología elaborada por Ernestina Pellegrini que acompaña al primer tomo de la edición de lujo de tus Obras, publicada hace dos años por Mondadori en su exquisita colección I Meridiani. Debo revelar que eres “bígamo”; es decir, que tuviste y conservas dos amores cruciales para tu formación como germanista, escritor, periodista y político: Trieste y Turín. Es una pena que se hable y escriba poco, al menos en español, de la inagotable influencia que tiene Turín para ti. Hago memoria: en 1957, el presidente de la comisión de tu examen de matura, el gran erudito Giovanni Getto, te convenció de abandonar el vago proyecto de estudiar dirección de cine en el Centro Experimental de Cine en Roma y de que marcharas a Turín para estudiar letras y filosofía. Getto —experto, entre otras cosas, en Torcuato Tasso, la literatura del Barroco y Alessandro Manzoni— fue quien te abrió la perspectiva de los estudios literarios como práctica integral y te introdujo a los “misterios” de la crítica.

Turín fue decisivo porque desde allí pudiste apreciar la compleja evolución de la realidad social italiana de esa época, la plena Guerra Fría. Allí, además de Getto, tuviste a una pléyade grandiosa de profesores, Giorgio Melchiori, Ladislao Mittner, Sergio Lupi, Franco Venturi y, en fin, Cesare Cases, a quien ya mencioné, y al gran Leonello Vincenti, quien dirigió tu investigación doctoral que daría pie luego al Mito habsbúrguico. La capital del Piamonte, cuna de Antonio Gramsci y otro gran amigo tuyo, Norberto Bobbio, fue el observatorio privilegiado para que pudieras revalorar la importancia literaria de Trieste, donde vivían o habían vivido grandes figuras de las letras italianas como Italo Svevo, Roberto Bazlen, Gianni Stuparich, Pier Antonio Quarantotti Gambini, Umberto Saba y tus cercanos Anita Pittoni, Giorgio Voghera y tu entrañable maestro en las letras y la vida, el poeta Biagio Marin, con quien cruzaste una correspondencia maravillosa a partir de 1958, reunida este año para la editorial Garzanti con un título que plasma a la perfección tu generosidad y que retomo para decírtelo a ti, querido Claudio, Ti devo tanto di ciò che sono.

Egregio Professore, Carissimo Claudio Magris de Grisogno: te debo mucho de lo que soy, en virtud de tu influencia debo las mejores cosas que me han pasado en la vida, como traducir muchos de tus textos periodísticos de Il Corriere della Sera a cuatro manos con María Teresa Meneses, haber quedado hechizado por la fascinación de la Viena moderna, la literatura austriaca, las letras en alemán y el espacio cultural y geográfico danubiano, haberme animado a vivir en y viajar por Austria, Hungría, Eslovenia, Croacia, Eslovaquia y por supuesto la amadísima Trieste, donde me hospedé casi siempre en la Via del Lazzaretto Vecchio, una calle que debe resultar también entrañable para ti y para Jole Zanetti. Estoy totalmente feliz al volver a verte, celebro por completo que esta Feria te reconozca con uno de los premios más importantes de México y me siento el más afortunado del mundo al ser tu contemporáneo.

*Texto preparado para la mesa de homenaje “Amigos de Claudio Magris”, celebrada hoy, 30 de noviembre de 2014, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

lunes, 13 de octubre de 2014

El flâneur de la memoria: Patrick Modiano, Nobel a prueba de balas

12/Octubre/2014
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

“En 1945, poco después de mi nacimiento —escribe el Premio Nobel de Literatura 2014 en la página 15 de su delgado tomito Éphéméride—, mi padre decide vivir en México. Los pasaportes están listos. Pero, en el último momento, cambia de opinión. Poco le faltó para abandonar Europa después de la guerra. Treinta años más tarde fue a morir a Suiza, país neutral. Mientras tanto, se desplazó mucho: Canadá, Guyana, África ecuatorial, Colombia… Lo que buscó en vano fue El Dorado”.

De haber llegado a nuestro país, Patrick Modiano seguramente habría perdido toda posibilidad de volverse escritor, quizá se habría convertido en comerciante, hombre de negocios o al menos en gerente de alguna tienda, a la sombra paterna. Aunque, como bien lo explica hacia el final del primer párrafo de Un pedigree (Un pedigrí), su autobiografía hasta el vigesimoprimer año de su vida publicada en 2005, jamás sintió ser un hijo legítimo de su padre ni su heredero.

La historia de vida de Modiano está sellada por ese vínculo roto, por esa relación inexistente con un padre que, en realidad, jamás estuvo como tal ante él y que representó, por otra parte, su más compleja y desgarradora relación con los orígenes: el progenitor fue un judío que vivió la clandestinidad forzada de los años antisemitas del gobierno de Vichy y de la ocupación alemana de Francia como una oportunidad para conducir su existencia fuera de la ley, de manera delincuencial, no lejana a lo gangsteril. Para llevar una vida múltiple, hecha de simulaciones y falsías, que le permitieron ser un nómada no sólo como viajero entre geografías distantes sino también vivir como alguien inasible, escurridizo, lo mismo una persona que otra, sin identidad fija. “Soy un perro que parece necesitar un pedigrí. Mi madre y mi padre no se vinculaban a ningún medio bien definido”, escribe Modiano en la obra antes citada.

¿El pasado en realidad es un “país remoto donde las cosas se hacen de otra manera”?

Un pedigrí, aparecida ya cuando la canonización literaria había convertido a su autor en una referencia internacional de las letras francesas, pone en evidencia uno de los ejes del “método Modiano”, si podemos llamarlo así: él construye una “historia”, un relato, a partir de la investigación de una genealogía, ficticia o real, verticalmente cronológica o zigzagueantemente asociativa, para rescatar los posibles pasados, las posibles memorias de sus personajes. La semblanza de su abuelo, extraída de la obra citada, es un gran ejemplo: “Era originario de Salónica y pertenecía a una familia judía de Toscana establecida en el Imperio Otomano. Primos en Londres, en Alejandría, en Milán, en Budapest. Cuatro primos de mi padre, Carlo, Grazia, Giacomo y su mujer Mary serán asesinados por las SS en Italia, en Arona, en el lago Maggiore, en septiembre de 1943. Mi abuelo abandonó Salónica en su infancia para ir a Alejandría. Pero al cabo de unos años partió para Venezuela. Creo que había roto con sus orígenes y su familia. […] Tenía un pasaporte español y, hasta su muerte, quedará inscrito en el Consulado de España en París, mientras que sus antepasados estaban bajo la protección de los consulados de Francia, de Inglaterra, y además de Austria, en calidad de ‘ciudadanos toscanos’”.

De los grandes escritores occidentales del siglo XX que tienen a la memoria como una de sus materias primas, Modiano se distingue por su apego a la certidumbre de los hechos documentables como base para darle sustento parcial a personajes y tramas. En sus libros no hay una idealización de las cosas pretéritas tal-y-como-pudieron-ser. No hay nostalgia de la nostalgia ni evocaciones idílicas de tiempos suspendidos. Modiano está lejos de L. P. Hartley, Harold Pinter, Fred Uhlman, José Emilio Pacheco. Para el francés el pasado no necesariamente es “un país remoto donde las cosas se hacen de otra manera” (Hartley), sino que es una dimensión desconocida donde nadie es quien dice ser, cada quien tiene las identidades que le place o que necesita, las desapariciones son más comunes que las epifanías y la asincronía se produce no tanto a consecuencia de la simbiosis entre diversos tiempos históricos que se fusionan en un momento preciso, sino por la brutalidad con que uno de esos tiempos se ha impuesto sobre el otro, lo ocupa, anula y casi termina por hacerlo desaparecer.

Vidas reales que parecen imaginarias

Los mejores libros de Modiano logran combinar la pulsión de la pesquisa histórica, genealógica o reporteril con la sutileza de una prosa envolvente, trabajada con extremo cuidado, en la que es común encontrar una estructura que no puedo designar sino fragmentaria, como en el caso de La place de l’étoile (El lugar de la estrella), libro publicado en 1968 bajo el padrinazgo de Raymond Queneau. Notable primera novela, desde sus páginas iniciales presentaba una situación inquietante: el narrador, quien durante buena parte de su relato tiende un intenso monólogo, es un digno heredero de Otto Weininger. Es un escritor judío, aspirante a la genialidad; es un reaccionario, es un antisemita.

Durante una estancia en un hotel, coincide durante la hora del almuerzo en repetidas ocasiones con un hombre calvo de ojos abrasadores. Se trata del escritor francés de origen judío y luego converso católico Maurice Sachs, autor de París canalla, tratante de personas (judíos a quienes engañaba prometiéndoles salvoconductos para quitarles sus fortunas), muy probable informante de la Gestapo y quien en la vida real desapareció en 1945 en circunstancias aún no aclaradas, pero quien se supone fue encarcelado en el campo de Fuhlsbüttel, donde habría sido asesinado por otros reclusos y luego comido por los perros.

En La place de l’étoile, Sachs ha sobrevivido y es librero en Ginebra. El narrador de la novela, Raphaël Schlemilovitch, es en parte su trasunto, como va quedándole claro al lector a medida que cursa aquellas páginas incómodas. De tal modo, estamos ante un juego de espejos múltiples, pues Schlemilovitch también es trasunto parcial del propio autor. Tiene ascendencia venezolana y nació, como Modiano, en Boulogne-Billancourt. Schlemilovitch es tan canalla como Sachs, es un proxeneta y se imagina en llegar un día a ser el mayor escritor judío y el único importante durante el III Reich. El Judío Indispensable, como lo frasea Modiano. Como Sachs, aparecerán muchos otros personajes reales que parecen ficticios de la época de la ocupación, y sus biografías, entrecruzadas con las ficciones de Modiano, forman uno de los mosaicos novelísticos más peculiares de la literatura francesa.

En busca de la memoria perdida

La mayoría de los numerosos estudios académicos sobre la obra de Patrick Modiano la abordan, como resulta previsible, a partir del tema de la identidad, con énfasis en la identidad judía en la Francia previa a la Segunda Guerra, durante la ocupación alemana y en los primeros años de la postguerra. Pero Modiano no sólo se ocupa de aquellos quienes resistieron en la clandestinidad o el ocultamiento, a través del cambio de personalidad o mediante la conversión religiosa o ideológica, sino de la identidad de toda la sociedad francesa, que durante los oscuros años de la deriva fascista, como la ha nombrado con cierta benevolencia el historiador Philippe Burrin, se prestó a un juego de duplicidades, connivencias y omisiones voluntarias.

Toda vez que el instrumento narrativo de los libros de Modiano es por lo general una investigación, al hoy Premio Nobel le ha resultado muy natural dotar a sus novelas con la electricidad de la novela policiaca. Así sucede con Rue des Boutiques Obscures (traducida alternativamente como Calle de las bodegas oscuras o como La calle de las tiendas oscuras), libro por el cual obtuvo el muy codiciado Premio Goncourt ya en 1978 y cuya trama protagoniza Guy Roland, agente de policía privado, que investiga el paradero de un personaje desaparecido hace largo tiempo. Durante sus indagaciones, el lector se pregunta si el principal objeto de la búsqueda no será el mismo Roland, quien parece estar recuperando la memoria después de años de amnesia. Como sucede en algunas novelas de escritores centroeuropeos como Leo Perutz y Alexander Lernet-Holenia, Roland lo que recobra son sólo fragmentos de la vida de aquel hombre con los cuales termina por infatuarse.

Otro ejemplo magnífico de que la búsqueda de la memoria en Modiano no es sólo individual es Quartier perdu (Barrio perdido), en el que el escritor de novelas policiacas Ambrose Guise llega a París a una cita de negocios con su agente literario y descubre una ciudad fantasmagórica. Hallazgo que, de una u otra manera, lo impulsa a preguntarse por ciertos misterios de su pasado, cuando era francés y se llamaba Jean Dekker. En esa Ciudad Luz en la penumbra no sólo ha desaparecido parte importante de su biografía, sino todo un cuadrante del pasado. Para recuperarlo, Guise, una de los caracteres más enigmáticos de Modiano, se convierte, como su creador, en flâneur de la memoria.

Un centroeuropeo que escribe en francés

Cuando el novelista Jean Marie G. Le Clézio obtuvo el Premio Nobel en 2008, el escritor y traductor austriaco Leopold Federmair, gran conocedor de las literaturas francesa y mexicana, hizo un apunte muy singular: por su profunda familiaridad con nuestra cultura, Le Clézio podía ser considerado como un autor mexicano que escribiera su obra en francés.

Por los temas de sus libros, el tratamiento que ha escogido para desplegarlos, por el valor de atreverse, en solitario, a intentar el ajuste de cuentas con el pasado fascista y filonazi que la sociedad francesa nunca emprendió, Patrick Modiano está muy cerca de los escritores centroeuropeos que se han ocupado del Holocausto. No creo que sea una exageración afirmar que él, en buena medida, es un autor judío centroeuropeo que ha escrito una de las obras literarias más legibles y perdurables de la lengua francesa. Un Premio Nobel a prueba de balas.

domingo, 16 de febrero de 2014

Sándor Márai: el rescate del apátrida

16/Fberero/2014
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

El escritor argentino Juan Forn es quien mejor ha dado pistas de la anécdota; las doy por buenas y añado o preciso detalles: a principios de 1990, durante una aburrida reunión editorial en París, el escritor italiano Roberto Calasso, presidente y director literario de la prestigiosa editorial Adelphi, se distraía consultando antiguos catálogos de editoriales francesas. Al hojear uno de aquellos históricos repertorios, un dato llamó poderosamente su atención: en 1931 Gallimard había publicado cuatro ediciones de un libro escrito por alguien completamente ignorado por su erudición, Alexandre Maraï. Traducida por L.[ászló] Gara y M.[arcel] Largeaud, se trataba de la novela de 329 páginas Les revoltés (Los rebeldes). Poseído por la curiosidad, abandonó la reunión, como pudo consiguió un ejemplar de la obra, obtuvo más datos de su autor y terminó topándose con un húngaro de quien, tan solo entre 1945 y 1950, se habían traducido siete novelas al alemán.

Calasso leyó todo lo asequible de ese desconocido y tomó una decisión irrevocable. Durante la siguiente Feria del Libro de Frankfurt reunió a media docena de colegas, directivos de otras tantas editoriales, para convencerlos de una empresa inusitada: rehabilitar lo mejor posible la obra del escritor secreto, un extraordinario prosista del siglo XX. Albin Michel, de Francia;  Salamandra, por entonces filial de Emecé en Cataluña, y Piper, en Alemania, se sumaron al proyecto; amén de Penguin en Gran Bretaña y Alfred A. Knopf en Estados Unidos, que apostaron con cautela por un rescate más puntual y aplazaron su participación hasta comprobar la rentabilidad de la aventura. De manera insólita, durante el decenio 1992-2002 aquella firma enigmática para Calasso se convertiría en uno de los más grandes hallazgos literarios del cambio de siglo, pues tan solo en francés llegó a vender un millón de ejemplares del puñado de novelas y libros de memorias aparecidas con su original patronímico magiar en la portada: Sándor Márai.

Olvidado para la crítica literaria de Occidente durante casi un cuarto de siglo, excluido de los manuales de historia literaria universal, desatendido por los académicos y por completo fuera del radar para el gran público, la reaparición en librerías de Márai fue un fenómeno deslumbrante. Con la sola excepción de Leo Perutz, el dotadísimo narrador praguense en lengua alemana, ninguno de los creadores centroeuropeos de entreguerras publicado por Adelphi desde mediados de los años ochenta se convertiría en un éxito de mercado, y mucho menos en uno de las dimensiones alcanzadas por el húngaro, tan rápidamente. Heredero o, mejor dicho, deudor de la malicia del dictaminador triestino Roberto Bazlen, sagaz formador del gusto literario moderno en su país, Calasso quizá calculó una difusión simultánea de la obra de Márai en varias lenguas para tener un efecto multiplicador insoslayable e inmediato.

Armar una campaña de ese nivel era imprescindible, además, para resarcir los años de ostracismo resistidos por ese corpus literario, para inyectarle garra a una obra escrita en una lengua sin expansión y mitigar o compensar, en lo posible, una trágica coyuntura: el 21 febrero de 1989, nueve meses antes de la caída del Muro de Berlín, Sándor Márai se había vaciado un balazo en el paladar, aparentemente presa de una depresión crónica por la sucesiva muerte de su esposa y su hijo adoptivo en el curso de los tres años previos.

Mucho antes de la marejada expansiva impulsada por Calasso, la obra de Márai tuvo una recepción constante, aunque silenciosa, en Europa occidental. Entre 1931 y 1978, cuando se truncó de forma abrupta el interés por conocerlos, sus libros se editaron 61 ocasiones en muy diversas lenguas. En español, asombrosamente, en ocho, comenzando por la muy temprana versión de Los rebeldes en 1931, en la editorial Zeus de Madrid, retraducción de la versión francesa de Gallimard debida a Luis Portela. La primera versión de Divorcio en Buda aparece en plena Segunda Guerra, en 1944, en la editorial Mediterráneo, y consiguió un segundo tiro en el sello Distribuciones Ánfora al año siguiente.

Después, la obra de Márai se beneficiará por la entrada en escena de un personaje singular: el psicólogo húngaro Ferenc Olivér Brachfeld (1908-1967), discípulo y seguidor de Alfred Adler, quien, con el paso del tiempo, se convirtió en uno de los más constantes y empeñosos traductores al español de la obra de varios clásicos de la literatura moderna húngara, como Lajos Zilahy, Frygyes Karinthy y, por supuesto, el propio Márai. F. Olivér Brachfeld, como firmaba sus traducciones, era además un catalanófilo, experto catalanista y colaborador de una de las publicaciones literarias centroeuropeas más importantes, Nyugat (Occidente), revista insignia de los modernistas magiares, donde publicó notas sobre Josep Maria de Segarra, Eugeni d’Ors y Josep Maria López-Picó. Afincado en Barcelona por segunda vez a partir de 1931, Brachfeld estableció muchos vínculos con la escena bibliógrafa local, y ofició también más tarde como agente editorial e incluso editor. En 1946, la editorial Destino publicó su traducción de la novela de Márai conocida hoy en nuestra lengua como El último encuentro, publicada por entonces con un título más cercano al original, A la luz de los candelabros, que conoció una segunda edición en 1951, esta vez en la muy añorada serie Áncora y Delfín.

A Brachfeld se debe también una primera versión de la primera parte de La mujer justa, publicada en Náusica en 1945 con el título La verdadera; la traducción de una de las obras más importantes de Márai que no ha vuelto a publicarse en español, Los celosos (José Janés, 1949) y, finalmente, de otro título exclusivo para coleccionistas en nuestros días, Música en Florencia (Destino, 1951). Vale decir: durante veinte años la obra del novelista húngaro había gozado de una cierta visibilidad en España, difuminada después por tres razones principales.

La primera, indirecta, fue el notable éxito de las novelas de Lajos Zilahy, con numerosos tirajes en diversos países de lengua española, un novelista con la fortuna de ser canonizado en español, al ver publicadas en vida sus obras completas en la elegante serie Clásicos del Siglo XX de la editorial Plaza & Janés a principios de los sesenta. De esa serie, la mayor parte, si no la totalidad, fue traducida o cotraducida por Brachfeld, quien se vio forzado a privilegiar la traducción del autor “elegido” por el mercado en esa época. La segunda razón fue la partida de Barcelona de Brachfeld: durante siete años (1950-1957) se distanció de la capital catalana para desarrollar una intensa actividad académica en la Universidad de Mérida, en Venezuela, y ocuparse de la traducción o representación de otros autores, como Thomas Mann y André Maurois. El tercer motivo  para la desaparición de los libros de Márai del ámbito hispánico fue sencillo y brutal: pertenecer a una cultura literaria que, para efectos prácticos, casi había sido borrada del mapa y, bien vistas las cosas, subsistía solo en la diáspora.

La Hungría donde había nacido Márai en 1900 fue mutilada, ocupada y repartida varias veces al momento en que el novelista decidió exiliarse de forma definitiva, con el pretexto de una invitación para asistir en Ginebra al III Rencontre Internationale de escritores, serie de ocho conferencias realizada durante los primeros días de septiembre de 1948. En aquel encuentro, cuyo tema principal era el debate sobre el arte contemporáneo, Márai debe de haber entrado en un estado de conciencia a un tiempo perturbador y de extrema claridad.

Al escuchar las exposiciones de intelectuales como el crítico de arte Jean Cassou, el director de orquesta Ernest Ansermet y el novelista Elio Vittorini sobre el arte contemporáneo, la experiencia musical en el mundo de posguerra y el compromiso del escritor, respectivamente, confirmó la sensación de estar dejando atrás un mundo y una época irrecuperables, que acaso solo habían cobrado cierto sentido aparente para él durante los tres decenios de su vida adulta, y de entrar a un orden de cosas lejano a sus experiencias y preocupaciones estéticas. Estaba ante un viraje que terminaría por catapultarlo a una existencia asincrónica, a través de la cual, sin importar dónde viviera y dónde escribiera, iba a sentirse siempre desplazado, fuera de lugar, incomprendido. Supo que se convertiría en un nómada y un apátrida.

En su intervención en las conclusiones del encuentro, Márai mencionó, con un acento pesimista, la creencia general en que el socialismo se convertiría en la religión inmanente de las masas, cuya energía creadora terminaría por traducirse en una obra de arte. Lo cual era, según él, muy lejano aún, pues podía comprobarse la falta de relación orgánica entre el arte y las masas. A Márai ni siquiera pudo haberlo consolado el encontrarse en el ciclo de Ginebra con el filósofo católico francés Gabriel Marcel, quien quince años antes había reseñado con entusiasmo Los rebeldes para la Nouvelle Revue Française, y quien tenía pleno conocimiento de lo que implicaba para los occidentales el derrumbe del imperio austrohúngaro y la fragmentación y realineación política de sus Estados sucesores, pues en la Rue de Tournon de París había sido vecino y cercano amigo de Joseph Roth, otro gran cantor de la desaparición de la vieja Centroeuropa, a quien acompañó hasta su entierro.

Sandor Márai es el mejor narrador del cataclismo padecido por los ciudadanos de una parte de Europa central en el siglo XX, esa “otra” Europa cuyo sentido de pertenencia compartida con Occidente les fue extirpado de manera atroz durante los peores años del socialismo real. En las páginas de Márai, lúcidas y de un vigor extraordinario en nuestros días, los contemporáneos encontraremos un muy alto ejemplo de que la inteligencia y la convicción moral inquebrantable siguen siendo dos asideros fundamentales para sobrevivir, victoriosamente, a las complejas y con mucha frecuencia desgarradoras transiciones de época.

domingo, 1 de septiembre de 2013

La tradición germanófila

1/Septiembre/2013
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar


José María Pérez Gay identificaba dos vertientes en la germanística mexicana, disciplina que ha venido construyéndose con no pocas dificultades a lo largo de los últimos 70 años. Una de ellas era una tradición, decía, “secreta”, distante del gran impacto público y  mediático, confinada más a los entornos académicos sin por ello de menor calado que la segunda tradición, dotada de una recepción más perceptible y de mayor vivacidad. A la primera adscribo una amplia lista de grandes eruditos, profesores de lengua alemana, filósofos, abogados, científicos e investigadores en ciencias sociales. Nombres como Marianne Oeste de Bopp, la “Gran Dama de las letras alemanas de la UNAM” —como la bautizó Christian Kloyber— quien por sí sola cubrió toda una etapa pionera; algunos miembros del grupo filosófico Hiperión: Mariana Frenck Westheim, Ilse Heckel, Dieter y Marlene Rall, Ingrid Weickart, Renate von Hanfstengel, Cecilia Tercero, Francisco Gil Villegas, Bolívar Echeverría, Alberto Vital, Elisabeth Siefer, Christine Hüttinger, Silvia Pappe, Ute Seydel y un extenso e injusto etcétera; en la segunda, acaso menos poblada, contaban sobre todo aquellos escritores mexicanos que habían hecho suya la lengua alemana y a través de lecturas, ensayos críticos, traducciones y su propia obra creativa habían dado carta de naturalización a numerosos autores alemanes, austriacos y suizos. Una tradición con la que el propio Pérez Gay se identificaba.

En 1991, año de la aparición de El imperio perdido, y como colaborador de la revista Textual, le propuse a Juan José Reyes, uno de sus directores, hacer una entrevista al doctor Pérez Gay y dedicar un número a la Viena-fin-de-siglo con traducciones de autores inéditos o poco conocidos en español. Compilamos materiales espléndidos, como aforismos de Heimito Von Doderer y Arthur Schnitzler, un fragmento de El gran bestiario de Franz Blei y el relato El busto del emperador, de Joseph Roth, traducido íntegramente por Javier García-Galiano, entre otras cosas.

Un sábado a media mañana Reyes y yo fuimos a conversar con José María en su casa de Las Águilas, donde vivía entonces. A la luz del gran impacto de El imperio, nos interesaba enterarnos de muchas cosas, entre ellas rastrear los orígenes de su pasión germanófila.

—¿Cómo fue el comienzo del interés por los escritores de lengua alemana? —inquirimos.

—Para mí el que inició esto fue García Ponce —nos dijo, después de pensarlo un poco—. Desde luego había una vertiente filosófica en la Universidad Nacional. Había estado José Gaos, una piedra de toque respecto del pensamiento alemán en México. Pero en literatura alemana y austriaca Juan García Ponce es el fundador de una tradición muy breve, muy desgastada, acaso inexistente. Pero él la inició, y él mismo la hizo tradición. Es decir, Juan es un escritor que en 1966 estaba leyendo a Musil en su idioma original. Nadie en México lo hizo. Juan leía a Heimito von Doderer en 1968, 69, cuando no se conocía tal nombre, y tampoco ahora se conoce en México. Ha sido también un lector incomparable de Thomas Mann.

—¿Y a ti, doctor, cómo te seduce esta tradición?

—Me sedujo por el hecho de que llegué a Alemania a los 20 años. Fui con una beca de la Fundación Alexander von Humboldt, que se dio a licenciados en sociología, en filosofía, en letras. Fueron 14 becas para Latinoamérica, una sola para México. El plan desapareció después. La mía era una beca de cinco años para estudiar filosofía y sociología. Implicaba el aprendizaje del alemán; tenía la obligación de pasar ocho meses en los Goethe Institute estudiando alemán; si aprobabas, llegabas a la Universidad. Esto tenía un trasfondo político: no era la Universidad de Fráncfort ni la de Múnich, era la de Berlín, porque en ese momento Berlín representaba el escaparate que mostraba Alemania Occidental al exterior. En aquel momento no había en ella mexicanos. El único mexicano que yo conocí en Berlín en 1966 fue Enrique Semo, que estudiaba del otro lado, en Berlín oriental. Recuerdo que en 1967, 68 —durante el conflicto estudiantil en México—, Enrique y yo nos encontrábamos en la estación del metro contigua al Muro y nos íbamos a conversar, a tomar café. A Múnich llegó un muchacho precedido de una enorme fama no solamente de persona inteligente sino de persona voraz culturalmente, un licenciado en derecho, Armando Morones, quien después hizo una excelente traducción, publicada por el FCE, de La filosofía de la formas simbólicas de Ernst Cassirer, un portento de traducción. Otro de los conocedores secretos no solamente de la filosofía alemana sino de la filosofía austriaca (secreto porque nunca se ha dado a conocer como tal) y quien fuera presidente de la Suprema Corte de Justicia, es Ulises Schmill. Es uno de los pocos, que yo sepa, que conoce bien a Fritz Mauthner, quien tiene libros que apenas se empiezan a republicar en alemán. Schmill es un conocedor de todo el pensamiento austriaco, sobre todo de la época que va de Wittgenstein a 1930. Pero, comparado con todos ellos, que estudiaron en universidades de allá, destaca Juan García Ponce: él nunca vivió allá. Juan representa la tradición viva, no oculta. Desde aquí se leyó todo y entiende perfectamente de qué se trata. Repito: Juan es un caso de una vocación desaforada, tan desaforada que ni la parálisis logró frenarla. Es uno de los grandes críticos de Robert Musil. Su libro El reino milenario está a la altura o es superior a cualquier libro dedicado a Musil. En El imperio perdido mi intención era revelar el aspecto fantasmal de la realidad de Musil: su trabajo como editor, sus textos sobre la guerra, su relación con un grupo anarquista. Darle al lector la sensación de que Musil es un autor que hay que leer. Y lo mismo sucede con los otros autores de mi libro. La intención de El imperio perdido fue abrir ventanas, como lo hicieron García Ponce o Carlos Fuentes, otro que nos reveló mundos insospechados.

domingo, 25 de agosto de 2013

Una revolución conservadora

25/Agosto/2013
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

* Horas antes de emprender la escritura de estas líneas, al ver la película Tras la puerta, entendí algunas de las justas razones para abordar la complicada tarea que me aguardaba. En esa imperdible cinta de István Szabó, filmada en el para mí entrañable segundo distrito de Budapest, se habla de la memoria, sus traumas y sus falsificaciones; de secretos; de gatos, de muchos gatos que llevan una existencia clandestina; y de la rehabilitación de una escritora excluida.

* Tengo la extraña sensación y a un tiempo la certeza total de que rendir homenaje a Los recuerdos del porvenir no es sólo un acto literario sino también un rito de rehabilitación pública. La vindicación de una figura polémica que aún no recibe un examen crítico a la altura de sus contradicciones humanas y culturales.

* Por un lado es bien sabido que Los recuerdos del porvenir es ya una obra consagrada como objeto de estudio por la academia literaria internacional y que ocupa, al menos nominalmente, un lugar canónico en la historia de nuestra narrativa. Nadie duda al tratarla como una de las principales novelas mexicanas modernas.

* Esto no ha garantizado que sea una obra atendida por los lectores contemporáneos ni que cuente con la difusión correspondiente a una pieza referencial. ¿Por qué no ha sido posible dotar a Los recuerdos del porvenir de una recepción masiva como la de las obras de Juan Rulfo o los así llamados “cuatro grandes” novelistas del Boom narrativo latinoamericano de los años sesenta? ¿Por qué no hay una sola escritora que goce de una recepción semejante? ¿En realidad hubo una estigmatización de género, una exclusión machista en contra de Garro y otras de sus colegas del siglo XX en el momento en que aparecieron sus obras maestras? Pienso ahora en Josefina Vicens e Inés Arredondo. ¿Por qué sucedió lo mismo a otras escritoras latinoamericanas caracteriológicamente cercanas a Elena Garro, de Silvina Ocampo a María Luisa Bombal? Hay que razonar muy bien las respuestas a estas preguntas para comprender por qué el caso Elena Garro sigue siendo tan electrizante, tan conmovedor.

* Esto no ha garantizado que sea una obra atendida por los lectores contemporáneos ni que cuente con la difusión correspondiente a una pieza referencial. ¿Por qué no ha sido posible dotar a Los recuerdos del porvenir de una recepción masiva como la de las obras de Juan Rulfo o los así llamados “cuatro grandes” novelistas del Boom narrativo latinoamericano de los años sesenta? ¿Por qué no hay una sola escritora que goce de una recepción semejante? ¿En realidad hubo una estigmatización de género, una exclusión machista en contra de Garro y otras de sus colegas del siglo XX en el momento en que aparecieron sus obras maestras? Pienso ahora en Josefina Vicens e Inés Arredondo. ¿Por qué sucedió lo mismo a otras escritoras latinoamericanas caracteriológicamente cercanas a Elena Garro, de Silvina Ocampo a María Luisa Bombal? Hay que razonar muy bien las respuestas a estas preguntas para comprender por qué el caso Elena Garro sigue siendo tan electrizante, tan conmovedor.

* Me incomoda utilizar la palabra rehabilitación porque esta es una noción característica del socialismo real, más exactamente del discurso de los países socialistas durante la época postestalinista, y eso me lleva a pensar que en nuestra sociedad literaria impera un régimen de inclusión/exclusión mucho más ideologizado o politizado de lo que parece. Para todos resultará obvio que los escritores y sus obras tienen ciclos de vigencia, y aun produciendo libros perdurables y cardinales como Los recuerdos del porvenir los autores están sujetos a periodos de caducidad, mucho más ahora cuando para la canonización literaria ya no imperan necesaria ni únicamente criterios estéticos sino simple y llanamente las reglas de rotación del mercado.

* No obstante, en nuestra sociedad literaria abundan casos en que no sólo es necesario sino imprescindible rehabilitar a ciertas obras y ciertos escritores para devolverles la combatividad que de suyo deberían tener, pues se encuentran canonizados en ediciones críticas, en monumentales obras completas y en antologías. Lo que no garantiza nada: me cuestiono y pregunto abiertamente si narradores cruciales como Martín Luis Guzmán, José Revueltas y Rosario Castellanos cuentan hoy con el favor de los lectores, el seguimiento crítico y la recepción natural que se merecen. Dejo abiertas esta pregunta y esta conclusión: es lógico que, en una escena literaria donde los ciclos de legibilidad van acortándose cada vez más, recurramos sistemáticamente a los homenajes públicos para llamar la atención sobre autores referenciales y vigentes (y muchas veces vivos, lo que es aun peor) desplazados de la memoria colectiva y de la recepción mediática con toda impunidad.

* El caso Elena Garro y sus Recuerdos del porvenir revisten aspectos muy precisos que agudizan este fenómeno de exclusión. La novelista fue una figura escandalosamente incómoda y escurridiza para la historia literaria y la crítica cultural.

* Voy a permitirme citar un prolongado fragmento de un ensayo de José Carlos Castañeda, a quien considero uno de los críticos más lúcidos de la obra de Elena Garro de mi generación y quien en su lectura aborda dos temas que me parecen los más pertinentes para leerla hoy: la relación de la autora con la modernidad y el tema de su identidad política. Ambos asuntos se vinculan y fusionan con el tema más pertinente para mí en su proceso de rehabilitación: ¿cómo entender a Elena Garro políticamente, cómo situarla en el panorama de las ideas en México?

* “Elena Garro –escribe Castañeda— es la narradora de nuestra iniciación en la modernidad. Registra el choque cultural que significa una revolución que toma por asalto fundamentalmente a la mentalidad rural. Para el campesino, la lucha revolucionaria simboliza una resistencia frontal al progreso de la vida moderna, pues el desarrollo de las prácticas urbanas profetiza su derrota como clase y como cultura de apego a la tierra. En sus inicios, Garro narra la desaparición de esta cultura de la tierra, tratando de recuperar sus orígenes mitológicos y sus costumbres mágicas. Los recuerdos del porvenir es una novela sobre la destrucción del Edén y el eclipse de la inocencia. Es una réplica en prosa de un poema de López Velarde: “El retorno maléfico”. A partir de la relectura de la rebelión cristera, Garro evoca la historia de la expulsión del paraíso. Recreada como la subversión del Edén, que se calla tras la mutilación de la memoria. Esta evocación de la infancia secuestrada por la guerra profundiza esa íntima tristeza reaccionaria, que observa con escepticismo el espíritu liberal del siglo XIX.”

* Estoy cierto de que ninguna otra noción de la historia cultural y política occidental puede cobijar mejor el perfil político de Elena Garro que el oxímoron “Revolución Conservadora”, designación de una inmensa constelación de tendencias, pensadores, escritores, propagandistas, filósofos, científicos, poetas y políticos surgido en Alemania entre el fin de la Gran Guerra y la consolidación del III Reich.

* Si bien la idea de una Revolución Conservadora no es exclusivamente alemana, pues Charles Maurras también la esgrimió en Francia a principios del siglo XX para impulsar una restauración monárquica, en Alemania y Austria alcanzaría una expansión y cobraría una resonancia múltiples, lo mismo en grupos antidemocráticos y antiliberales como en círculos reacios a la modernidad y críticos de la inexorabilidad del progreso.

* De manera inopinada sería Thomas Mann quien emplearía por primera ocasión en un texto alemán la idea de una Revolución Conservadora, en su caso para referirse a Friedrich Nietzsche en un ensayo recogido en libro hasta 1922. Allí señalaba la síntesis nietzscheana de sensibilidad y crítica, expresada políticamente como la suma de conservadurismo y revolución. Mann, como Hugo von Hofmannsthal, entre otros críticos de la modernidad, pasaron por la Revolución Conservadora de costado. A estas notas les interesa otro novelista, un revolucionario conservador militante consagrado como tal: Ernst Jünger.

* Las coincidencias de la sinuosa acción pública y la estética literaria de Elena Garro con muchas de las ideas y actitudes de autores identificados bajo el arco de la Revolución Conservadora son perturbadoras. Como algunos de los filósofos y escritores alemanes contrarios a la democratización parlamentaria de Alemania a través del gobierno republicano de Weimar, Garro practicó una Zeitkritik, una crítica del tiempo. Sus principios axiales: el transcurso hacia la modernidad no es inexorable, el eterno retorno es factible, la democracia no es necesariamente el futuro ni el fin común. En Los recuerdos del porvenir esta resulta más que evidente. Por algo su frase más célebre sintetiza esa visión: “la Revolución estalló en una mañana y las puertas del tiempo se abrieron para nosotros.”

* Compárese Los recuerdos del porvenir con Eumeswil, una de las novelas más enigmáticas de Ernst Jünger. En ambas hay trasuntos, parodias, alegorías y símbolos. Garro fue un anarca, un rebelde, un corazón aventurero como lo pidió Jünger. No es extraño que el novelista alemán, emblema de los más exquisitos creadores de la Revolución Conservadora, haya encontrado un lugar en el entorno íntimo de Elena Garro y Helena Paz Garro, a quien el autor de Tormentas de acero dedicó un célebre prólogo para una recolección de poema. 

sábado, 14 de enero de 2012

Pedroso y Pitol: dónde, cuándo y cómo empezó todo

14/Enero/2012
Laberinto
Héctor Orestes Aguilar

Para Rafael Segovia Canosa

Esta es una “historia” dentro de la historia de vida de un escritor raro, tan raro, que ha estado en países fantasmas y oficiado de médium; que ha publicado tres veces el mismo libro bautizándolo con distintos nombres; que ha sabido volver del futuro al pasado o, mejor dicho, ha sabido muy bien cómo transitar el “futuro del pasado”; olvida idiomas y manuscritos que luego regresan a él sin avisarle; construye imponentes casas para sus libros y levanta jardines exquisitos para sus amigos. Es la historia de una enfermedad sin cura; de una aventura que no termina nunca.

La biografía irrepetible de Sergio Pitol merece por sí sola un gran tributo, una admiración universal sin más como la que presenciamos hoy, cuando a partir del otorgamiento del Premio Cervantes en 2005 su nombre dejó definitivamente de ser una contraseña para iniciados y alcanzó su merecido lugar como uno de los más altos referentes de la literatura en español de nuestro cambio de siglo. Ningún entusiasmo es suficiente para celebrar a un autor que ha hecho de su existencia un extraordinario ejercicio literario, que ha sabido impregnar la mayoría de sus actos con una pulsión creativa difícil de calificar.

Redacto mi historia e imagino la mirada finamente maliciosa de Pitol, que comienza ya a preparar su primera ironía o de plano su primera broma a costillas de estas líneas, en el caso de que llegue a leerlas o de que alguien se las cuente, ese semblante risueño que disimula una mordacidad temible, desalmada, ante el mínimo dejo de retórica, pomposidad o engolamiento. La antisolemnidad con que se vio, elegantísimo él, leyendo el discurso de agradecimiento del Premio Cervantes en la Universidad Alcalá de Henares.

Pitol es un “raro” porque no tuvo elección. No redundaré en los remotos orígenes de su vocación ni en las circunstancias que definieron su compromiso con las letras, pero sí quiero insistir en un aspecto que, en alguna entrevista que sostuvimos en los años noventa, ya habíamos comentado puntualmente: su profunda deuda con los intelectuales heterodoxos españoles, sobre todo con los refugiados del franquismo en México.

De todos ellos, me referiré sólo a uno porque la cultura mexicana contemporánea le debe mucho y la cultura contemporánea de España haría muy bien en dimensionar, como se dice ahora, el legado de su inteligencia.

Su nombre en el silencio

La leyenda que cobija el nombre de don Manuel Martínez de Aguilar y de Pedroso, conde de Pedroso y Garro, quien pasó a la posteridad como el profesor universitario Manuel Pedroso, es tan vasta como llena de inexactitudes. Descendiente de una familia de hacendados que poseían fincas azucareras en Oriente de Cuba, Pedroso nació en 1883 en Santiago, aunque seguramente fue registrado en La Habana, porque sus semblanzas dan por buena la capital cubana como su ciudad natal. Contaba que la familia había obtenido el título que él ostentaba cuando uno de sus antepasados obsequió a Carlos III con un avío de línea entero con azúcar, ron y esclavos. Cuando tuvo oportunidad de escoger un terruño, una matria, en la Península, Pedroso precisamente escogió Sevilla, de cuya universidad llegaría a ser connotado catedrático de Derecho Político e incluso vicerrector.

Pedroso compartió sus años de aprendizaje universitario con una generación fundadora de académicos peninsulares que recalaron en el Berlín del cambio de siglo XX, una ciudad en plena efervescencia cultural, donde coincidió en la misma pensión para estudiantes del barrio de Schöneberg con el filólogo, historiador y arqueólogo Pere Bosch i Gimpera y con los filósofos Julián Besteiro Fernández y Manuel García Morente, por citar sólo a tres de los más notables. La escena cultural berlinesa de esos años era sencillamente prodigiosa, tanto por la cantidad de artistas, intelectuales, académicos y periodistas alemanes que podía encontrarse como por los diversos núcleos de creadores y estudiosos extranjeros que se reunieron allí por esos tiempos.

Si a un origen familiar de suyo excéntrico se agrega una instrucción universitaria y una intensa educación sentimental en ese “laboratorio de revoluciones” que fue el Berlín postguillermino y weimariano, podrá vislumbrarse entonces que la de Pedroso es una biografía con suficientes elementos para fascinar a cualquiera. Sin embargo, aquello que lo hizo verdaderamente arrebatador fue que era hombre de un pensamiento y actitudes ajenas a toda regla estéril, a todo ordenamiento adocenado y vacuo.

Su salida de España fue producto de uno de los capítulos más siniestros de la Guerra Civil: la “depuración” que tuvo lugar en todas las universidades, que en su caso significó la confiscación de empleo, sueldo y propiedades, entre ellas una selecta biblioteca de 500 volúmenes incautada por funcionarios franquistas e incorporados al acervo de la Facultad donde dictaba clase. La razón por la cual fue depurado, como han aclarado investigaciones recientes, entre otras el bien documentado El atroz desmoche, de Jaume Claret, es delirante: Pedroso (quien ya había sido expulsado de dos logias masónicas por no pagar sus cuotas) fue procesado y condenado a dejar su cátedra porque debía dinero a su sastre. Por si fuera poco, al año siguiente, el juzgado de paz de Tetuán le procesó en rebeldía como traidor a la patria y le impuso una multa de un millón de pesetas (de 1937), equivalente a casi cinco millones de euros en nuestros días.

El registro fugaz de algunas de sus hazañas alcanza para esbozar apenas las razones reales que convirtieron a Pedroso en ejemplar enemigo del franquismo. Don Manuel fue el primer traductor al castellano de El capital, años antes que otro catedrático español de Derecho, republicano y también exiliado en México, Wenceslao Roces Suárez (1897-1992), realizara la versión que fue canonizada como la traducción príncipe del libro de Marx entre nosotros. Mucha mayor suerte tuvo Pedroso como introductor de Hermann Heller, cuyo tratado Las ideas políticas contemporáneas tradujo para el Fondo de Cultura Económica (FCE). Vertió también a nuestra lengua una serie de los Cuadernos de viaje de Heinrich Heine. Muy difíciles de encontrar son ahora sus versiones de obras de Leonhard Frank y Frank Wedekind, de quien tradujo Despertar de primavera, pero bien puede considerársele como el importador a nuestro ámbito cultural de estos autores.

Más inquietantes que las traducciones de esos títulos, las acciones políticas de Pedroso constituían razón suficiente para ser perseguido con saña por los franquistas. Su vínculo con la República era profundo y su paso por puestos de representatividad internacional había sido muy visible: fue embajador republicano en Polonia (donde le confirieron la Orden de Polonia Restituta) y la Unión Soviética, asesor jurídico de la delegación española en la Conferencia de Desarme de Ginebra y representante en el Comité del Consejo de la Sociedad de Naciones y diputado en Ceuta por el PSOE en 1936.

No es necesario hilar fino para deducir que un aristócrata, republicano, germanófilo, docto en marxismo y traductor de escritores expresionistas, autoridad en teoría del Estado y relaciones internacionales, políglota, socialista, masón y, encima, antisolemne y “cubano”, daba el retrato ideal del traidor a la Patria del Generalísimo. Ser un heterodoxo de sus dimensiones le costó a Manuel Martínez de Aguilar y de Pedroso desaparecer por completo de la memoria del siglo XX en España. Su discretísima rehabilitación en los anales de la Universidad de Sevilla y en la historia cultural española no tendría lugar sino hasta 1982, veinticuatro años después de su muerte.

Un hilo entre generaciones

Esta historia sería incomprensible de no ser por un hecho crucial: la efectiva vindicación de figuras extraordinarias como Pedroso tuvo lugar en el México que acogió a los exiliados republicanos españoles. A pesar de no haber publicado una obra propia que lo convirtiera en autor o firma conocida para el gran público, él ejerció un magisterio axial. No creo exagerar que, al menos en lo que respecta a la enseñanza del Derecho Internacional y la Teoría del Estado, formó a por lo menos cuatro generaciones de juristas, abogados y políticos e influyó como muy pocos en la promoción de intelectuales mexicanos conocida como la “Generación de Medio Siglo”. Pedroso fundó además la serie Ciencia Política. Cuestiones del día, en el FCE. Para no ir más lejos, en virtud de sus aportaciones jurídicas México recuperó la posesión de la Isla de Guadalupe en el Océano Pacífico, la más grande del país, a la altura de Ensenada, debido a que en 1957 el gobierno mexicano logró el reconocimiento de la ONU ante la Corte Internacional de La Haya en la disputa por ese territorio.

Sergio Pitol se ha encargado de relatar muchas veces el resultado de su trato, tanto en lo académico como en lo personal, con Pedroso. Su mejor remembranza está contenida en las líneas de su autobiografía precoz: “A principios de 1950 me trasladé a la ciudad de México para proseguir los estudios de abogado […]. Mis cinco años de estudio en la Facultad de Jurisprudencia de hecho se reducen al curso de teoría general del Estado que impartía don Manuel Pedroso. Nadie como él fue tan decisivo en mi formación intelectual, y me ocurre que ahora, quince años después, mis experiencias europeas y asiáticas se me aclaran gracias a las observaciones que entonces le escuché. Es hoy cuando he venido a apreciar con claridad la validez de sus puntos de vista en materia política que a veces en aquel tiempo me parecían algo oscuros. El curso de Pedroso tenía lugar de diez a once de la mañana. Hablaba espléndidamente. Exponía a Platón, Marx, Hobbes, Montesquieu, Bodino y a muchos teóricos sin un programa determinado […]. A mí y a algunos amigos aquello nos entusiasmaba, pues estábamos hartos de la burocracia mental y la absoluta falta de imaginación que imperaba en la mayoría de los cursos […]. Pedroso daba la impresión de saberlo todo y de poder coordinar todos sus conocimientos en un solo haz de ideas. Cualquier comentario suyo, el más banal, me resultaba cargado de significaciones culturales […]. Poseía un humor cuya causticidad e impertinencia eran tan perfectos que, paradójicamente, no le valían muchas malquerencias […]. Pedroso nos estimulaba no solamente como manejador de ideas, sino también vitalmente. Su vida novelesca, su juventud en Alemania, su independencia de pensamiento, su excentricidad, nos ayudaban a quitarnos muchos pesos de encima y a que kilos de telarañas se desvanecieran frente a nuestros ojos”.

Puede imaginarse que la forma misma en que Pedroso impartía sus cursos de Teoría General del Estado implicaba ya un reordenamiento lúdico y asimétrico, en el que la historia del Derecho, la jurisprudencia, la materia legal de las cosas no ocupaba necesariamente el centro de su cátedra sino que oficiaba como trampolín o pasaje hacia cuestiones que poseían la virtud de ser formuladas con la elegancia, la erudición, la gracia y la experiencia de alguien quien, como Pedroso, venía de regreso de muchas cosas, sobre todo de la batalla perdida en contra de los franquistas. Abrevar en los seminarios de Pedroso fue un consciente y pertinaz esfuerzo por apropiarse la combatividad de los exiliados. A las enseñanzas de éstos correspondió íntegramente un ímpetu modernizador, el ánimo de un grupo importante de jóvenes notables que sabía que, de no arriesgarse por una fulminante transformación de sus propios valores y horizontes estéticos, de no ponerse al día en todos los órdenes de la vida, el país podía acabar como la España de Franco.

El mismo que canta y baila

En 1968, más de quince años después de haber cursado los seminarios de Pedroso, Sergio Pitol terminó a todo vapor una tesis en Derecho que ya desde el título rendía homenaje a una obsesión íntima de su maestro: El status jurídico de las utopías del Renacimiento. Ese trabajo le sirvió, sobre todo, para acreditarse con un grado universitario y ser asimilado al Servicio Exterior Mexicano, en el que se regularizó tiempo después, en 1980. Hasta donde hemos averiguado, la vida de abogado de Pitol se redujo a un solo caso: el divorcio de una amiga que litigó junto a su inseparable cómplice Luis Prieto. Adivinen el resultado.

Sin embargo, no fue en aquel ensayo académico sobre las obras de Tommaso Campanella y Jean Bodin (por lo demás, un escrito hoy inaccesible) donde puede apreciarse la impronta del heterodoxo español en la obra del escritor mexicano. Han tenido que pasar años y escritos memorialísticos de varia intención –como los que la editorial Almadía recoge ahora en el volumen Una autobiografía soterrada— para que este lector haya descifrado, así sea parcialmente, los guiños del homenaje que Pitol le ofreció a Manuel Pedroso: el relato “Un hilo entre los hombres”, incluido en el volumen de relatos Los climas, publicado por primera ocasión en abril de 1966 por la editorial Joaquín Mortiz.

Es muy llamativo que ese texto lleve como epígrafe, en aquella edición original, unos enigmáticos versos del poeta chileno Efraín Barquero (nacido en 1931), contemporáneo estricto de Pitol, quien también ha tenido una vida nómada, diplomática y excéntrica: “Soy algo más que un hilo entre los hombres/ Soy uno entre todos, pero aún no he elegido”. El relato, fechado en “Peitajé, julio de 1963”, fue escrito cuando nuestro escritor veracruzano ya se había establecido en Polonia y habían pasado cinco años de la muerte del profesor Pedroso.

Quedamos advertidos que estamos ante lo que puede ser la historia de una transición, ya sea entre épocas o estados de conciencia, y también lo que puede ser un recuento de elecciones y rupturas, suerte de brevísima novela de educación sentimental. Se trata de una pieza narrativa ejemplar, donde están contenidos todos los elementos que han vuelto inconfundibles a los libros de Sergio Pitol y que los lectores de nuestros días pueden reconocer y cursar sin mayor dificultad, para su gran fortuna, toda vez que ya contamos con un abundante arsenal de referencias biográficas en torno suyo y con obras que hacen muy explícito su ars poetica, como El arte de la fuga y El mago de Viena.

En “Un hilo entre los hombres” aparecen dos protagonistas, que a las claras son trasuntos parciales de Sergio Pitol y Manuel Pedroso: Gabriel, joven estudiante provinciano de Derecho y su abuelo, don Antonio, erudito profesor septuagenario, experto en Bodin, El capital, Thomas Hobbes y Niccolò Machiavelli, Fiodor Dostoievski y Wolfgang von Goethe, Honoré de Balzac y Paul Valéry. Un excéntrico que va aturdiéndose frente al inminente cambio de época, sobre todo ante acontecimientos que preludian la ruptura generacional y el ambiente de revuelta juvenil que desembocaron, en nuestro caso, en la masacre de 1968.

El relato es asimismo una visión muy sutil —si no paródica al menos benévolamente maliciosa— de los primeros años de Pitol en la ciudad de México, cuando Gabriel (que en el texto es de Oaxaca en vez de Veracruz, estado donde creció Pitol) descubre junto a sus compañeros de clase el stream of consciousness y se entrega a la desordenada y voraz lectura de clásicos antiguos y modernos, a la pasión de la lectura y a la certeza de un futuro literario. Gabriel, de acuerdo al narrador omnisciente, va por las librerías de la ciudad, donde “conocía de memoria la colocación de los libros […], sabía muy bien en qué rincón estaba el Fausto editado por la Universidad de Puerto Rico, y la colección de clásicos de Espasa, dónde una edición bellamente encuadernada en piel flexible de color vino añoso de la Muerte sin fin y otra, algo tosca, en verde pasta rígida de la Antología de Cuesta […]. Al primer golpe de vista sabía qué libro era nuevo en los aparadores; buscaba sobre todo las traducciones de novela inglesa, italiana y norteamericana contemporánea, en las que apasionadamente se sumergía durante tardes enteras, atisbando, con avidez, diversas zonas de experiencia de las que le interesaba en especial poder descubrir afinidades y discrepancias con la suya; porque no cabía duda […] de que su mundo constituía un perfecto escenario que en el futuro habría de plasmar en un drama o novela; un día describiría al abuelo con su sed infatigable de saber, de aprender, de vivir por sobre el lastre que le imponían sus setenta años”.

“Un hilo entre los hombres” es una de las narraciones más íntimas y afectivas de Sergio Pitol. Además de ser un cifrado homenaje a Manuel Pedroso, sus veinte páginas son una perfilada y sintética autobiografía de los días que decidieron una vocación literaria inquebrantable y una actitud moral y política que, desde entonces, no sólo no ha variado sino que se ha robustecido y vuelto cardinal para todos sus lectores contemporáneos. Como sucede con muy pocos autores, no puede saberse si este cuento fue compuesto por un joven casi desconocido con una capacidad prognóstica extraordinaria o por el prestigiado autor que vuelve sobre sus pasos y, ya en la madurez, recuerda dónde, cuándo y cómo empezó todo.

Montevideo, 2006-Ciudad de México, 2011

Héctor Orestes Aguilar • disparoenlaniebla@gmail.com