30/Noviembre/2014
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar
A la memoria de Guillermo Fernández
Querido Claudio:
Esta es una tertulia convocada por la Feria del Libro de Guadalajara
para celebrar con amigos tu regreso a nuestro país y para festejar tu
Premio en Lenguas Romances 2014, concedido con justicia inapelable. Ya
son más de 32 años de tu primera visita, de la que acaso muy pocos se
acuerden bien pero de la que dejaste hondo testimonio en dos libros
decisivos. Es inolvidable que de aquella experiencia breve e intensa
hayas extraído ciertas reflexiones acerca de la compleja identidad de
los contemporáneos y sobre el destino y la diversidad del judaísmo, que
dejaste plasmadas por escrito.
Acerca de lo primero, es en el sexto segmento del capítulo inaugural de
Danubio,
“Noteentiendo”, deslumbrante recuerdo de tu visita al Museo de la
Ciudad de México, donde, ante esa “especie de juego de la oca del amor y
de las estirpes” que son los cuadros de castas, quedaste maravillado
por el barroquismo de las combinaciones étnicas novohispanas convertidas
en acertijos raciales e identitarios ininteligibles, como dices que, de
cierta manera, también lo es el río por ti tan transitado y en cuyos
márgenes cavilaste largo tiempo acerca de la universalidad humana.
Sobre lo segundo, fue en la muy emotiva crónica “El baile del rabino”, de
El infinito viajar,
recuento de tu incursión en una espectacular boda de la comunidad judía
mexicana, a donde te llevó —con tu esposa entonces, Marisa Madieri —
Esther Cohen Dabah, la filósofa, editora y profesora que ofició como
guía por un rito y una fiesta que no sólo te fascinó, sino que te
contagió un sentido de la fraternidad y de la pertenencia tal y como si
hubieras estado entre compañeros de escuela. Entre los ochocientos
invitados que bailaron al compás de cuarenta violines entre diez de la
noche y ocho de la mañana, querido Claudio —espero no faltar aquí al
espíritu de tu relato—, contemplaste la parábola ejemplar y universal
del judaísmo hecha realidad.
De aquella visita te llevaste también el conocimiento, la incipiente
amistad y la memoria de Juan García Ponce, ganador del Premio de la FIL
Guadalajara en 2001, uno de nuestros escritores más aguerridos, quien
compartió contigo la mesa de un homenaje a Elias Canetti organizada en
el verano de 1982 por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el
motivo académico para tu primera llegada a estas tierras. Siempre
agradecí y valoré que, cuando nos encontrábamos en Trieste un decenio y
años más tarde, me preguntaras por García Ponce. Apreciabas, me parece,
su entereza, su sentido del humor, sus lecturas devotas de Robert Musil,
Hermann Broch y Heimito von Doderer, a quienes, como tú, devoró más o
menos en la misma época, a principios de los sesenta. Preguntabas
también, por supuesto, por José María Pérez Gay, quien también había
terciado en aquel coloquio universitario, y por Fernando del Paso,
ganador del Premio de la FIL Guadalajara en 2007, de quien impulsaste la
traducción de su novela
Noticias del Imperio al italiano.
Traigo a cuenta tus primeros contactos directos con México y aquellos
días felices pues pareciera que nos separa de ellos un tiempo
incalculable. Por entonces, ninguna de tus obras había sido traducida al
español ni eras referencia para nuestros editores ni libreros, aunque
hay que decir que uno de tus títulos más peculiares, hoy inencontrable
incluso en Italia,
L’anarchico al bivio. Intellettuali e politica nel teatro di Dorst (
El anarquista en la encrucijada. Intelectuales y política en el teatro de [Tankred]
Dorst,
1974) escrito a cuatro manos con Cesare Cases, estuvo arrumbado por
años en los anaqueles de la añorada Librería Italiana de la Plaza Río de
Janeiro de la ciudad de México, hasta que Tere Meneses lo rescató.
A decir verdad, de los ocho o nueve títulos que habías publicado hasta el año de tu primera visita a México, sólo
El mito habsbúrguico en la literatura austriaca moderna, de 1963,
Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición judeo-oriental,
de 1971, habían sido traducidos y gozaban de atención crítica fuera de
Italia. Tuvimos que esperar seis años para que, con la versión de
Danubio
de Joaquín Jordá en la editorial Anagrama (1988), tu nombre se volviera
entre los lectores en español algo más que una seña para iniciados, una
referencia de culto entre aficionados a las letras alemanas o sus
investigadores, la tribu por suerte cada vez mayor de germanistas
mexicanos.
De la amistad considerada como una de las bellas artes
Uno de tus mayores penates, Claudio, Robert Louis Stevenson, dejó
muchos aforismos y máximas sobre la amistad, sus implicaciones y
significados. “Of what shall a man be proud, if he is not proud of his
friends?”, escribió en la dedicatoria de
Travels with a Donkey in the Cevennes.
La pregunta me ha rondado por la cabeza desde que supe de mi
participación en este homenaje, pues estoy por completo convencido de
que eres uno de los pocos escritores que conozco que prácticamente sólo
tiene amigos.
[Breve excurso: en los ahora lejanos años noventa algunos de tus
lectores mexicanos supimos o sospechamos que te habías distanciado de
otro escritor italiano de renombre, erudito ensayista, excepcional
editor, quien también ha tratado temas parecidos a los tuyos, o que
habías tenido alguna diferencia con él. Intuimos que se había
establecido una tensión, digamos, deportiva, entre ustedes. Tipo
Juventus vs. Mílan, para ser más claro. La reacción unánime de tus
continuos en México fue tomar partido totalmente a tu favor, al grado
que uno de nosotros, compañero de la tribu referida líneas antes,
después de encontrar durante un viaje a Nueva York obras de aquel
personaje en la principal mesa de novedades de una librería
internacional muy visitada, los llevó a esconder a la sección de libros
de autoayuda o algo así de escasa, dudosa reputación.]
Vas a perdonarme esta expresión muy mexicana, querido Claudio, pero
los escritores son todos menos monedita de oro. La amistad entre quienes
poseen egos tan robustos suele ser extremadamente laboriosa. Puede
darse cabal y desinteresada, pero con mayor frecuencia de lo aceptable
resulta una serie de componendas, reciprocidades calculadas y alianzas
temporales. En tu caso es imposible. Eres de una generosidad
incalificable. Jamás he sabido que trates a tus interlocutores con
arrogancia, distancia o superioridad. A tus vínculos personales nunca
antepones, como casi todos los que se consideran grandes autores y están
terriblemente acomplejados, una coraza egocéntrica. Sueles ser
espontáneo y abierto, paciente y respetuoso, incluso ante el desconocido
bisoño que tiembla o se tropieza ante la agilidad vertiginosa de tu
inteligencia.
Tus amistades son numerosísimas y abarcan varias generaciones. Tu
primer gran amigo fue, sin duda, tu padre, Duilio Magris, quien, además
de ser uno de tus grandes interlocutores durante toda tu vida, animó y
siguió tu primer proyecto de escritura, un tratado sobre 335 razas
caninas, donde incluías todos los detalles de cada una, hasta aspectos
que ni siquiera sabías bien a bien de qué se trataban, como la altura a
la cruz de cada perro y donde había dos bandos, como debía de ser: los
buenos, como el mastín español; y los malos, como el
dogue de Bordeaux, que despertaba tu antipatía.
En esa época tus amigos fueron tu familia, querido Claudio, pues
siendo hijo único encontraste en ella a tus cómplices y compañeros de
juego, como tu tía Maria, tu tío Nello y Viviana, quien más que tu prima
fue como tu hermana. Y por su lado, Pia de Grisogno, tu madre, fue algo
más que una cómplice: insaciable lectora, fue quien estimuló tu amor a
los libros, de tu afición infantil por Emilio Salgari —a cuyo hijo
llegaste a conocer—, Rudyard Kipling, Alexandre Dumas, Jack London y el
propio Stevenson, autores que te contagiaron el gusto por la aventura y
tu proclividad por las tierras exóticas, los largos viajes y las tierras
extrañas. Aprendiste con ellos que los países y los lugares —cito de
nuevo a Stevenson— no son los extranjeros, el extranjero es quien
transita por ellos.
Podría mencionar, sin exagerar, a docenas de tus amigos, como los que
te rindieron un gran homenaje en 2009 por tus 70 años; pero además de
ellos, entre los que evoco a Ernestina Pellegrini, gran especialista en
tu obra, y escritores como César Antonio Molina, Mercedes Monmany,
Javier Marías, Predrag Matvejevic, Maurice Nadeau y Giorgio Pressburger,
quiero remontarme a las grandes figuras que fueron tus profesores y
primeros lectores, Claudio, porque nuestros jóvenes lectores de tu obra
acaso ignoran su enorme relevancia, la irrepetible calidad humana e
intelectual de quienes impulsaron tu obra desde muy temprano.
Aquí tengo que hacer otra pequeña indiscreción, otra más de las que
he venido mencionando y que están presentes en la fascinante
Cronología elaborada
por Ernestina Pellegrini que acompaña al primer tomo de la edición de
lujo de tus Obras, publicada hace dos años por Mondadori en su exquisita
colección I Meridiani. Debo revelar que eres “bígamo”; es decir, que
tuviste y conservas dos amores cruciales para tu formación como
germanista, escritor, periodista y político: Trieste y Turín. Es una
pena que se hable y escriba poco, al menos en español, de la inagotable
influencia que tiene Turín para ti. Hago memoria: en 1957, el presidente
de la comisión de tu examen de
matura, el gran erudito
Giovanni Getto, te convenció de abandonar el vago proyecto de estudiar
dirección de cine en el Centro Experimental de Cine en Roma y de que
marcharas a Turín para estudiar letras y filosofía. Getto —experto,
entre otras cosas, en Torcuato Tasso, la literatura del Barroco y
Alessandro Manzoni— fue quien te abrió la perspectiva de los estudios
literarios como práctica integral y te introdujo a los “misterios” de la
crítica.
Turín fue decisivo porque desde allí pudiste apreciar la compleja
evolución de la realidad social italiana de esa época, la plena Guerra
Fría. Allí, además de Getto, tuviste a una pléyade grandiosa de
profesores, Giorgio Melchiori, Ladislao Mittner, Sergio Lupi, Franco
Venturi y, en fin, Cesare Cases, a quien ya mencioné, y al gran Leonello
Vincenti, quien dirigió tu investigación doctoral que daría pie luego
al
Mito habsbúrguico. La capital del Piamonte, cuna de Antonio
Gramsci y otro gran amigo tuyo, Norberto Bobbio, fue el observatorio
privilegiado para que pudieras revalorar la importancia literaria de
Trieste, donde vivían o habían vivido grandes figuras de las letras
italianas como Italo Svevo, Roberto Bazlen, Gianni Stuparich, Pier
Antonio Quarantotti Gambini, Umberto Saba y tus cercanos Anita Pittoni,
Giorgio Voghera y tu entrañable maestro en las letras y la vida, el
poeta Biagio Marin, con quien cruzaste una correspondencia maravillosa a
partir de 1958, reunida este año para la editorial Garzanti con un
título que plasma a la perfección tu generosidad y que retomo para
decírtelo a ti, querido Claudio,
Ti devo tanto di ciò che sono.
Egregio Professore, Carissimo Claudio Magris de Grisogno: te
debo mucho de lo que soy, en virtud de tu influencia debo las mejores
cosas que me han pasado en la vida, como traducir muchos de tus textos
periodísticos de
Il Corriere della Sera a cuatro manos con
María Teresa Meneses, haber quedado hechizado por la fascinación de la
Viena moderna, la literatura austriaca, las letras en alemán y el
espacio cultural y geográfico danubiano, haberme animado a vivir en y
viajar por Austria, Hungría, Eslovenia, Croacia, Eslovaquia y por
supuesto la amadísima Trieste, donde me hospedé casi siempre en la Via
del Lazzaretto Vecchio, una calle que debe resultar también entrañable
para ti y para Jole Zanetti. Estoy totalmente feliz al volver a verte,
celebro por completo que esta Feria te reconozca con uno de los premios
más importantes de México y me siento el más afortunado del mundo al ser
tu contemporáneo.
*
Texto preparado para la mesa de homenaje “Amigos de Claudio
Magris”, celebrada hoy, 30 de noviembre de 2014, en la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara.