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domingo, 10 de enero de 2016

Los quehaceres literarios de Abigael Bohórquez

10/Enero/2015
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

El 27 de noviembre de 1995, en su minúsculo departamento de Hermosillo, Sonora, Yoremito, el amigo-amante de Abigael Bohórquez (Caborca, Sonora, 1936), lo encontró sin vida. El corazón le había fallado aproximadamente día y medio antes. Tenía apenas cincuenta y nueve años de edad y estaba en la plenitud de su carrera literaria. En 1993 Ricardo Castillo, Jesús Ramón Ibarra y Jorge Esquinca le habían otorgado por unanimidad el Premio Clemencia Isaura por su poemario Navegación en Yoremito (églogas y canciones del otro amor), texto clásico en el panorama de la poesía mexicana de fin de siglo en donde el autor vuelve la mirada a los tópicos y lenguaje de la lírica medieval y la poesía bucólica renacentista desde lo antisolemne. Ese mismo año obtiene la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, en el área de dramaturgia, además de que colabora en publicaciones periódicas, imparte talleres literarios, de voz y teatro en diferentes insti-tuciones y centros culturales de Hermosillo, quehaceres que le permiten apenas ir al día.
Navegación en Yoremito es un libro escrito ya en Sonora; el autor había vivido casi treinta años en el Distrito Federal, teniendo su residencia primero en la calle de Donceles, cuando trabajó el 1965 a 1970 como jefe del Departamento de Literatura y Ediciones del Organismo de Promoción Internacional de Cultura (OPIC), en la Secretaría de Relaciones Exteriores, después en Villa Milpa Alta durante el período 1970-1975 y en Chalco, Estado de México, de 1976 y hasta 1990, cuando decide regresar de forma definitiva a Sonora.
En vida, Bohórquez se empeñó en quehaceres literarios que tanto los críticos como sus propios contemporáneos no supieron o quisieron valorar. A pesar de las opiniones favorables de poetas como Efraín Huerta y Carlos Pellicer, la obra del sonorense circuló apenas en ediciones de reducido tiraje, en ocasiones patrocinadas con recursos propios, pero Abigael siguió escribiendo siempre. Con las décadas resulta paradójico que el nombre del autor sea conocido, pero su rechazo hacia los grupos literarios y su interés por forjarse una carrera propia hacen que sea todavía un autor relegado, a pesar de que dejó piezas teatrales y poemas de gran factura, como es el caso de La madrugada del centauro, Nocturno del alquilado y la tórtola o Navegación en Yoremito.
En Navegación… el autor presenta sus historias de amor sexual, su idilio de hombre amoroso; construye su propio ambiente de gozo, ya muy apartado de los círculos literarios que siempre le fueron tan ajenos. Al paso de los años, el libro de Bohórquez abre posibilidades de estudios desde la estética camp, en el sentido de que su poemario plantea desde la literatura un espacio de libertad a la sexualidad humana y lo hace con un cariz político, pues al recurrir al pastiche y al artificio, pensamos que lo camp puede entenderse como un contra-discurso a partir de la representación de la pose, el doblez y la teatralidad; su apuesta a la visibilidad quizás deba forzarnos a entender que en el desarrollo de esta estética es menester hablar de un nuevo camp, totalmente político y desestabilizador, más allá de las ideas planteadas por Susan Sontag en su clásico ensayo “Notas sobre lo camp”. El autor hace discurso ese anhelo por su mancebo y en su construcción poética actualiza la referencia renacentista con lo popular y el contexto de su objeto de deseo:

El éster, mi zagal,
escucha siempre a los Yonics, Traileros, Caminantes,
Invasores de Nuevo Lión,
y lee vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía;
presume esa barba partida yoremita que su madre doña Eva
fermosa le parió,
y yo escribo esta gana de estar a solas hasta la tumba
con él,
mientras se baba jando el zípper de su Lee
y se encabrona porque canta la Piaf y no Cornelius Reynus
en el primer telón
de la catástrofe.

A Abigael Bohórquez le llegó la muerte, pero dejó más de quince obras teatrales de gran fuerza dramática y poética, más trece libros de poesía, entre los que destacan Acta de confirmación (1966), Canción de amor y muerte por Rubén Jaramillo y otros poemas civiles (1967), Las amarras terrestres (1969), Memoria en la Alta Milpa (1975), Digo lo que amo (1976), Desierto mayor (1980) y Poesida, publicado de manera póstuma, en 1996, gracias a las gestiones editoriales del poeta sinaloense Mario Bojórquez. Poesida es un homenaje y testimonio de Bohórquez sobre una época en la que se consideraba que el estado serológico era exclusivo de los homosexuales. El libro supone el registro sobre la vida de sujetos marginales, rechazados por la sociedad, confinados a la muerte. Algunos lectores y críticos malintencionados reprodujeron la idea de que Bohórquez hablaba sobre su estado serológico, pues se incluía en un “nosotros”. Sin embargo, lo que hace el autor es recurrir a la solidaridad, al abrazo fraterno hacia sus amigos que ve terminar en las peores circunstancias; por eso, en su poema “Duelo” señala la condición de los cuerpos enfermos y culposos que mueren añorando el amor, el perdón o la paz. Así, la labor del poeta es hablar, dejar sus palabras de bondad y solidaridad:

Vengo a estarme de luto por aquéllos
que han muerto a desabasto,
por los que rútilos o famélicos,
procuraron saciar su corazón o su hambre,
cayeron en la trampa;
eran flores de arena, papirolas,
artificios de hubble gum, almas de azogue

Desde la década de los setenta, Abigael Bohórquez se había consagrado con poemas valientes y libertarios en el ámbito sexual y homoerótico como “Primera ceremonia”, “Finale” y “Crónica de Emmanuel”, poesía que da cuenta del “otro amor”, más allá de etiquetas y miradas moralizantes de los puritanos. Es en la década de los setenta del siglo XX cuando la voz de Bohórquez entroniza en el panorama literario y, a través de sus palabras, defiende su libertad sexual, su deseo, confiesa lo que ama sin ningún pudor ni reticencia más que el respeto al lenguaje poético. Unos años antes, su voz se había hecho sentir con poemas político-sociales contenidos en Acta de confirmación, en donde el yo lírico pasa revista a la historia del siglo XX a partir de la segunda guerra mundial, la Guerra fría, las dictaduras en América Latina apoyadas por Estados Unidos. Así, poemas como “Menú para el Generalísimo”, “Del oficio de poeta” o “Acta de confirmación”, resultan poemas actuales en la voz prolongada del autor que en tiempos tan aciagos dice:

mientras en otros sitio hay estudiantes
con las tripas al aire,
ametralladas mujeres, hombres duramente hostigados,
jóvenes dinamiteros,
muchachas lengua a lengua,
brazo a brazo en la ira,
pueblos que quieren propios
su oxígeno y su sal,
su agua y su manta,
su cama y su mortaja;

La obra de Abigael Bohórquez levanta el puño bajo el sello de la poesía, ya sea para protestar por el dictador en turno, por Hiroshima, Biafra o Vietnam; también habla y protesta por la libertad sexual y la represión en una época en la que el amor entre hombres queda signado desde la política heterosexual. Cuando hace su aparición el sida, es solidario, ofrece su velero de poemas como homenaje.
A veinte años de ausencia del autor de Poesida, la obra poética y dramática de Abigael Bohórquez espera la frecuentación de la crítica literaria y de las compañías teatrales. Bohórquez cuenta con un número de lectores considerable, entre ellos los jóvenes, porque sus letras, quizás como hace cuarenta años, nos reconfortan en las protestas, en las marchas por los desaparecidos de Ayotzinapa y en otros tantos acontecimientos a nivel nacional e internacional. Si un autor se convierte en un clásico cuando sus textos no pierden vigencia, entonces podemos pensar que estamos frente a una obra sólida y actual, cuyo compromiso con la condición humana y con la poesía amerita considerar al sonorense como un clásico de la lírica mexicana del siglo XX 

domingo, 4 de enero de 2015

Abigael Bohórquez, la presencia olvidada

4/Enero/2015
Confabulario
Gerardo Bustamante Bermúdez

Entre el 25 y 26 de noviembre de 1995 murió el poeta y dramaturgo Abigael Bohórquez en la ciudad de Hermosillo, Sonora, víctima de un paro cardiaco; lo encontraron en su minúsculo departamento dos días después.  El hombre al que “le duele el esqueleto cuanto escribe,/ cuando protesta y el poema echa humo” —como escribió Efraín Huerta al referirse a los temas y actitudes frente a la vida que tuvo el sonorense, nacido el 12 de marzo de 1936, en Caborca,  Sonora, el mismo año del asesinato de Federico García Lorca—es en el panorama de la poesía mexicana una figura todavía anónima y pendiente de revisitar por lectores y críticos.

La poesía de Abigael Bohórquez, como nunca, cobra relevancia en la actualidad, pues en medio de un país sangrante, lleno de cadáveres, fosas y crímenes, hace falta su olvidada presencia. Leer al autor es recordarnos el tiempo cíclico de la desesperanza nacional, registrada en su poesía de los años setenta y ochenta. Bohórquez hizo una poesía comprometida, amorosa, desobediente, llena de sentimiento y sin dobleces. Cualquier antología poética comprometida con el tiempo y el hombre debería contemplar poemas como “Llanto por la muerte de un perro”, “Menú para el generalísimo” o “Acta de confirmación”, porque en ellos hay la urgencia por la denuncia sobre las condiciones adversas en América Latina y sobre la deshumanización del presente; Abigael habla sobre la dictaduras en Chile, Uruguay, Guatemala, Perú o Nicaragua, pero también de actos cotidianos, como la muerte de un perro a manos de otros perros más peligrosos, anónimos y que desencadenan el dolor social cuando asesinan, desaparecen, violan mujeres, estudiantes, niños y poetas bajo el estandarte del poder. La poesía de Bohórquez es un acto de desobediencia porque la palabra y la memoria se vuelven herramientas de defensa, por eso hay que regresar a su poesía para dialogar con el pasado. Al autor siempre le alcanza la voz para denunciar a través de la parodia al servilismo que se le da al dictador en turno: “lamento mucho por ahora/ que no podamos ofrecerle líder trufado,/ pero si usted quisiera/ consomé de minero ecuatoriano,/ un campesino al horno?”, rezan unos frescos versos del “Menú para el generalísimo”, poema que habla sobre un sujeto putrefacto que devora, consume la lucha y tiene a su disposición a hombres serviles que defienden sus intereses y asesinan.

Pero a la par que su poesía de temática social, Abigael Bohórquez trazó una poesía de temática homosexual en la que elabora sus recuerdos y dolores, sus experiencias sexuales, anhelos, pero también su memorias. Poemas memorables como “Crónica de Emmanuel”, “Primera ceremonia” o “Saudade” constituyen el canto dolido del poeta maduro que se exilia en la poesía como único resquicio para materializar su desesperanza: “Pensar que duermes y que, solamente/ por no morir de ti, de tu cintura,/ mi corazón: velero en andadura,/ remontaría el aire dulcemente”.

Abigael fue un poeta independiente y marginado, fue agresivo en su poesía frente al Estado mexicano siempre corrupto, siempre asesino; por eso no obtuvo premios destacados, esos son para los escritores mexicanos obedientes. Fue un gran maestro del lenguaje, de la poesía breve, pícara y sensual: “Dexó sus cabras el zagal y vino./ ¡Qué blanco,/ qué copioso/ y dul/ ce/ vino!”, enuncia en Digo lo que amo (1976), poemario en el que hace una explícita confesión amorosa, muy distinta de la intertextualidad que se advierte en Los placeres prohibidos (1931), del español Luis Cernuda.

La trascendencia del poeta siempre fue vertical; su grito de libertad lo hizo ser considerado un poeta de protesta, aunque podríamos decir también que fue un poeta que habló sobre temas que merecen ser atendidos con responsabilidad por la literatura. Uno de esos temas es el sida, pandemia viajera a la que el poeta le hace frente con su poesía cuando elabora un homenaje a los caídos, a los desterrados y rechazados. Poesida (1996) es un testamento de época. Al hablar por los infectados, el poeta les hace justicia, honra sus nombres a lo largo del poemario. En “Mural”, dice: “Siempre los vi morir de la otra muerte urbana./ Nunca de muerte natural./ Tal vez se acaban de beso en beso/ como en la vida, unos,/ cavando largos túneles de recuerdos vacíos,/ pensando sabe qué remordimientos/ de haber amado así”.

Abigael Bohórquez llega a vivir a Milpa Alta, a finales de los años sesenta, después de sentir cierto hartazgo del mundo literario que tanto lo rechazó. Hasta esa provincia del Distrito Federal llegaban a visitarlo figuras de la cultura nacional como Margarita Paz Paredes, Carmen de la Fuente, sus entrañables amigas; José Revueltas, Efraín Huerta, Dionisio Morales, Griselda Álvarez, Ofelia Guilmáin, Emilia Carranza, entre otros.  En Milpa Alta formó dos grupos de poesía coral e incitó a varios jóvenes para que experimentaran el camino de la creación. También trabajó en el área de actividades culturales del IMSS, atendiendo a grupos de poesía coral y teatro.

El poeta y dramaturgo vivió siempre al lado de su madre, doña Sofía Bojórquez García, quien muere en agosto de 1980, en Chalco, Estado de México. Abigael Bohórquez se quedó solo a partir de entonces, pero doña Sofía permanece inmortalizada en poemas como “Madre, ya he crecido”, “Carta a Sofía desde ayer” y “Anécdota”, verdaderas elegías a los trabajos y penurias que pasaron juntos. Abigael Bohórquez sólo tuvo la poesía a su alcance para seguir hablando y entendiendo su mundo a partir del fallecimiento de su progenitora. Tuvo también a sus perros Aldebarán, Rosario y Oliverio, que lo acompañaron siempre.

Abigael Bohórquez murió en su diminuto departamento de Hermosillo. Quizás murió recordando aquellas viejas canciones que tanto lo acompañaron en sus parrandas: “La barca de Guaymas”, “Sonora querida” o “La borrachita”. Abigael Bohórquez, el poeta del norte, sigue hablando con su poesía siempre comprometida, cálida y humana. En tiempos tan aciagos resulta un referente imprescindible en el panorama de esos poetas que merecen una relectura y una revelación para los nuevos lectores y escritores de poesía.

domingo, 25 de mayo de 2014

Salvador Novo, un disidente

25/Mayo/2014
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

El 13 de enero de 1974 el poeta, dramaturgo, ensayista, periodista y cronista Salvador Novo López murió en Ciudad de México. Su muerte fue ampliamente resentida en el medio literario mexicano, pues dejó una ausencia en los diferentes ámbitos del espacio cultural nacional. Iniciador del llamado Teatro Ulises, que formó en 1928 junto con su amigo Xavier Villaurrutia en el predio de la calle de Mesones 42 y que patrocinaba Antonieta Rivas Mercado, a Novo se le deben las traducciones de las mejores obras de Superville, Gide, Cocteau y otros escritores de la época, así como insignes montajes. Sus Diez lecciones de técnica de actuación siguen siendo un manual clásico para los actores en formación.
Novo queda en el panorama literario contemporáneo como el gran dramaturgo que revisa y cuestiona la historia nacional mexicana, con sus mitos fundacionales de Conquista, Colonia e Independencia. Su obra poética es un ejercicio de las formas clásicas como el soneto y de recursos retóricos y tropos de dicción y de pensamiento, que domina con gran acierto, como en el siguiente cuarteto que sirvió para reprender con juegos de palabras el fracaso que significó el montaje de la obra Cortés, de Fernando Benítez: “No escribas obras tan raras/ ¡y no las dirija Ruelas!/ Porque en vez de carabelas/ te resultan velas caras.”
El dramaturgo Xavier Rojas cuenta que, como compositor de canciones, Novo ha dejado una huella poco estudiada por sus críticos. Según Rojas, Elías Nandino le contó que a finales de los años cincuenta, Novo paseaba por la avenida Juárez, justo en donde se ubicaba el afamado Hotel Regis. Ahí, de forma sorpresiva se encontró  con un cadete del Colegio Militar, con quien Novo había tenido un apasionado romance varios años atrás. Apenas si se saludaron. De ahí nació, según Rojas, la canción “Cuenta perdida” que en sus versos y en voz de Lola Beltrán, dice: “Si te acepto es porque/ quiero que me abones/ la desgraciada vida/ la que me abrió esta herida/ la cuenta ya olvidada/ la cuenta ya perdida/ que no alcanzó a pagarse/ con nuestra juventud.” Quizás la escritora Adriana González Mateos, quien ha estudiado la faceta de Novo como hacedor de El chafirete. Semanario fifí en prosa, pero con mucho verso tenga más datos sobre el tema, pues como compositor de canciones Novo aparece registrado ante la Sociedad de Autores y Compositores de México con los siguientes títulos: “Corrido de Macario”, “Debí saber”, “El cielo me oyó”, “Romance de Angelillo y Adela” (versión resumida de su poema homónimo) y “Sin tus besos no quiero la vida”; varias de ellas sin grabar todavía. 
Como poeta, la presencia de Novo pasa de la confesión y el idilio amoroso a la sátira en contra de sus adversarios. Sus primeros libros resultan ser la confesión velada del amor que en ocasiones se calla. En XX poemas (1925), así como en Nuevo amor y Espejo, ambos de 1933, hay una originalidad en el ritmo poético que, separado ya de los tópicos del romanticismo y el modernismo, prefiguran al gran versificador que fue. Los temas que trata en estos libros son la fraternidad, la experiencia literaria, los viajes, la infancia y el deseo amoroso. Su poema “Amor” refiere la contemplación, el recuerdo y la espera por el sujeto amado, a quien le dice en la primera estrofa: “Amar es este tímido silencio/ cerca de ti, sin que lo sepas,/ y recordar tu voz cuando te marchas/ y sentir el calor de tu saludo.” Sin embargo, la poesía de Novo fue adquiriendo con los años una intención satírica y tomó dimensiones incómodas por la fuerte dosis de confesión de la intimidad de sus adversarios. Carlos Monsiváis afirma que, para los años veinte y treinta, “a los homosexuales con recursos, talento, ingenio y audacia, se les concede una ‘dispensa moral’, que sin aislarlos del todo jamás les permite la integración plena”. De la pléyade de Contemporáneos quizás sea el propio Novo la única excepción, pues su literatura dinamita en varios sentidos las buenas conciencias, conduce a la desestabilización del culto machista que incluso está presente en la literatura de la postrevolución, pues el 24 de diciembre de 1924 Julio Jiménez Rueda publicó el polémico ensayo “El afeminamiento de la literatura”, en el que reprochaba el compromiso de los escritores con la realidad social, obrera y campesina. Según el crítico, México necesitaba de escritores gallardos, toscos y altivos. Por su parte, Francisco Monterde contesta a la apreciación anterior con el texto “Existe una literatura viril” un día después, en el que argumenta que lo que necesita la literatura mexicana son críticos y difusores de la obra. Respecto a los jóvenes escritores, afirma: “Tienen el espíritu atento a lo exterior y prefieren hacer labor de divulgación de los valores extraños.” Lo que está de fondo es la defensa de la cultura nacional por encima de las influencias extranjeras. Sin embargo, el 19 de febrero de 1925 Novo responde desde las páginas de El Universal Ilustrado ufanándose de la derrota de los escritores nacionalistas y la visibilidad de nuevas propuestas, pues: “Lo que necesitamos son lectores, pero unos los tenemos y otros no, por obvias razones.” La defensa de lo universal, que incluye lo nacional, es para Novo la piedra angular del progreso y la cultura, de ahí su enemistad con el muralismo mexicano y particularmente con Diego Rivera, quien no compartió opiniones sobre el arte con los Contemporáneos, por eso en su ensayo “Arte puro: puros maricones”, publicado en 1934, arremete: “en México hay ya un grupo incipiente de seudo plásticos y escribidores burguesillos que, diciéndose poetas, no son en realidad sino puros maricones”. Quizás este ataque del muralista sea el punto de partida para la escritura satírica de Novo, quien dedicó varios ensayos a denostar a su adversario; algunos de ellos son ”Al margen de un accidente pictórico: Diego Rivera y sus discípulos” o “Los discípulos”.  Al nutrido círculo de Rivera le escribió Novo el poema “La diegada” (1926) en donde revela la supuesta ceguera de los alumnos del muralista por el trabajo de éste y, además, se ufana en revelar escenas íntimas de infidelidades. Así lo hace saber en el siguiente soneto, que revela no sólo la mala intención sino el cariz misógino, al ridiculizar el ofrecimiento sexual de la figura femenina frente a la ausencia de su cónyuge:
Marchóse a Rusia el genio pintoresco
a sus hijas dejando –si podría
hijas llamarse a quienes son grotesco
engendro de hipopótamo y harpía.
Ella necesitaba su refresco
y para procurárselo pedía
que le repiquetearan el gregüesco,
con dedo, poste, plátano o bujía.
Simbólicos tamales obsequiaba
en la su cursi semanaria fiesta,
y en lúbricos deseos desmayaba.
Pero bien pronto, al comprender que esta
consolación estéril resultaba,
le agarró la palabra a Jorge Cuesta.
Un tema importante en la producción de Salvador Novo es la vejez y el autoescarnio. En Sátira (1970) introduce un poema titulado “Prólogo”, en el que la voz lírica se observa como un hombre sin talento en el presente; con un tono entre jocoso y grotesco habla sobre el paso del tiempo y los cambios a su fisonomía; sin embargo, en el pasado dijo: “Un escritor genial, un gran poeta…/ desde los tiempos del señor Madero,/ es tanto como hacerse la puñeta.” 
El año de 1945 es importante por la publicación de fragmentos de La estatua de sal, que se convierte en el primer texto memorioso de Salvador Novo. Ya no se trata de literatura propiamente, sino de la exposición de sus experiencias sexuales desde la infancia y juventud; él mismo se construye como el hijo desobediente del Génesis. Por el libro desfila la construcción del yo y del ellos; revela los espacios inventados para el homoerotismo en el contexto de la marginalidad, la homofobia y el secreto, para lo cual se vale de la descripción minuciosa y adjetiva, así como de la ironía y el sarcasmo como recursos literarios de defensa. En 1954, sus XVIII sonetos se leen como la continuación, ahora lírica, de La estatua de sal, sobre todo porque son poemas de desafío moral, cuya temática es el deseo, la experiencia de la genitalidad que a veces raya en lo escatológico y kitsch: “Deja tu mano encima de la mía;/ dígame tu mirada milagrosa/ si es verdad que te gusto –todavía./ Y hazme después la consabida cosa/ mientras un Santa Claus de utilería/ cava un invierno más en nuestra fosa.”
A cuarenta años de la muerte de Salvador Novo, su obra sigue siendo visitada por lectores y estudiosos de la cultura mexicana del siglo XX. Sus conocimientos culinarios, los viajes y la escritura de crónicas son fuente obligada para los estudiosos de la cultura mexicana. A pesar de sus desafortunados comentarios sobre el 2 de octubre de 1968, la voz de Salvador Novo queda registrada en el panorama literario, porque su escritura fue la forma que encontró para hacer frente a la marginalidad de una época y una sociedad homofóbica.


domingo, 17 de noviembre de 2013

Para desmitificar a Gabriela Mistral

17/Noviembre/2013
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

Sucede con frecuencia que las grandes virtudes y defectos de un personaje constituyen parte de la leyenda que biógrafos y estudiosos. Las historias nacionales en Hispanoamérica están marcadas por la elaboración de biografías imaginarias de personajes importantes y hacedores de la historia de las ideas. El caso de la escritora chilena Gabriela Mistral es un ejemplo dentro del magisterio femenino en Latinoamérica, con su correspondiente construcción de la virtuosa y dedicada maestra que mira en la educación de los niños y en la formación magisterial femenina la fuente de progreso; sin embargo, su ideal dista de la versión oficial que se tiene de ella, al menos en México.
Sobre la vida de Gabriela Mistral se ha erigido una leyenda que oscila entre la tragedia existencial, el espíritu viajero, el sentimiento de frustración amorosa por el suicidio del empleado ferrocarrilero Romelio Urueta, en quien según sus biógrafos se inspiró para la composición del poema “Interrogaciones”, de Desolación (1922) y que en su primera estrofa dice: “¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas?/ ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas,/ las lunas de los ojos albas y engrandecidas,/ hacia un ancla invisible las manos orientadas?”
La escritora chilena fue invitada a México en 1921 con la finalidad de emprender la gran labor educativa encabezada por José Vasconcelos. Llegar a México significó la oportunidad de materializar las luchas ideológicas del progreso nacional a través de la educación. Mistral comparte con Vasconcelos la utopía del progreso de Latinoamérica a través de la alfabetización y, en ese sentido, México tiene una deuda con las clases indígenas y campesinas a las que Mistral admira. Empero, su vida en este país no fue tan placentera. Personajes como Palma Guillén han proporcionado algunos datos al respecto. Ahora, la paulatina publicación de epistolarios con misivas de la autora dejan en claro que, al conocer México, se decepcionó de la gente.
Muy al contrario de la concepción nacionalista que se tiene sobre la escritora, existe también la versión sobre su ideología antifranquista, antifascista y su simpatía por las ideas del socialismo soviético. En su texto “Motivos de vida”, escrito a finales de 1924 y dado a conocer hasta 1991 en el libro Tan de usted. Epistolario de Gabriela Mistral con Alfonso Reyes, la poeta habla sobre la primera impresión ilusoria que le provocó la gente de México y el posterior desencanto; se sorprende del nacionalismo ramplón de la política mexicana de entonces: “He aprendido cosas amargas: que todos los hombres creen en las miserables patrias, en el aire mexicano o chileno, en los pastos mexicanos y chilenos. No me han convertido con su feroz nacionalismo, volveré con una decepción áspera, pero a la vez con una terquedad heroica a vivir en Chile mi universalismo de espíritu, de la mente y de la mirada. Y en las flores chilenas miraré sólo las flores, y en la carne chilena, miraré sólo la carne humana.” 
En Cartas de amor y desamor (1999), misivas que Mistral le envía al poeta Manuel Magallanes Moure (1878-1924), confiesa sobre su trabajo: “La enseñanza es mecánica y es amarga. Yo que he trabajado desde los quince años me, he fatigado demasiado pronto. Esta conquista del pan ha sido para mí –antes– demasiado dura y estas cosas me han arruinado energías, alegrías, esperanzas que hoy no puedo resucitar.” El magisterio incomoda a la poeta; advierte la ignorancia de sus compañeras de trabajo y la alienación de las políticas educativas profesadas por las directoras de las escuelas. Mistral está inconforme con el adiestramiento de los niños como sujetos pasivos.
La educadora llegó a México acompañada de la joven escultora Laura Rodig como asistente. Posteriormente será la promotora educativa y diplomática Palma Guillén quien ostente el cargo, hasta que en 1946 la poeta conoce a la joven estadunidense Doris Dana, en Bernald College. A partir de ese momento Dana se convertirá en la acompañante, secretaria y cuidadora de la enferma escritora, quien en ocasiones le escribe colérica, le reprocha el abandono al que la tiene sometida y le pide un poco de amor. A ella le contará episodios traumáticos vividos en México: acusa a la gente de Xalapa de xenófoba, desconfía de sus empleadas, piensa que hurgan su correspondencia; en síntesis, se siente hostigada por aduladores y amenazada por los empleados. Además, no puede recibir las sesenta hectáreas de tierra que el gobierno de Miguel Alemán le obsequia debido a que se encontraban a menos de trescientos kilómetros de la costa. En su segunda visita a México, entre finales de 1949 y principios de 1950, Mistral sale prácticamente huyendo de un país que en el fondo rechaza.
No obstante tal rechazo, la presencia de Mistral fue clave para la educación en México, sobre todo porque dejó Lectura para mujeres, que piensa como libro básico para la formación de la maestra moderna mexicana, que debía empaparse y conocer lo mejor de la historia y la literatura universal, sin abandonar su faceta de esposa y madre. Dirigir el proyecto antológico le provocó gran rechazo dentro del sector educativo. El nacionalismo ve con malos ojos la labor de una extranjera en su afán por cumplir la tarea encomendada. Vasconcelos deja su puesto por presiones políticas y Mistral concluye de forma apresurada el compromiso antológico. En la introducción a Lectura para mujeres, la autora se asume como extranjera, justifica detalladamente la selección de los textos y su correspondiente intención: despertar el sentido humano de las mujeres, instruirlas en tópicos como la justicia social, el trabajo, la naturaleza, la geografía y los asuntos históricos y literarios. La intención es “mejorar el mundo” a través de la educación. Mistral sólo firma como “La recopiladora”, quizás con la intención de restarse mérito, aunque el criterio mismo de la selección lleva implícita una ideología sobre lo social, el gusto por lo universal, el pensamiento y, quizás, por una propuesta de expandir el funcional concepto de nacionalismo que ya veía como inoperante y limitado para el progreso de hombres y mujeres de Latinoamérica.

domingo, 7 de abril de 2013

Cuatro décadas sin Alejandra Pizarnik

7/Abril/2013
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

El veinticinco de septiembre de 1972, la poeta y narradora argentina Alejandra Pizarnik puso fin a su vida al consumir una fuerte dosis de barbitúricos. Después de haber obtenido la anuencia de las autoridades del hospital psiquiátrico de Buenos Aires para pasar unos días fuera del nosocomio, Alejandra logra el anhelado suicidio, anticipado en varios de sus poemas y fragmentos de diarios. La poeta sólo dejó como despedida su último poema, en cuyos versos se advierte: “no quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”. Estas líneas, sumadas a su obra poética, son el testamento de una mujer atormentada que siempre simpatizó con la idea de la vida como tortura.
En varias de sus composiciones líricas, la propuesta de Pizarnik es la desconstrucción del lenguaje mismo que incluso no la salva de la angustia, los estados de ansiedad y las perturbaciones depresivas. En su caso, la escritura es sólo el medio para entender y asimilar el hastío que la lleva al final. Lejos está la idea de la escritura como salvación; en ella cada conjunto de versos le advierten el destrozo de su vida. Por eso habla de un yo a un tú: “Hoy te miraste en el espejo/ y te fue triste/ estabas sola/ la luz rugía el aire cantaba/ pero tu amado no volvió.”
Los biógrafos de Pizarnik anotan su descontento con el cuerpo, así como la depresión no controlada. La poesía es el medio para entender el dolor de su vida que, además, acepta. Por eso su segundo libro, titulado La última inocencia (1959), se lo dedica a Óscar Ostrov, su psiquiatra en la etapa juvenil: “Partir/ en cuerpo y alma/ partir./ Partir/ deshacerse de las miradas/ piedras opresoras/ que duermen en la garganta.”
En 2003, gracias al trabajo de rescate de Ana Becciu se publicaron los Diarios de Pizarnik, que a decir de su compiladora sirven para entender que la vida de Alejandra “no fue una pose, que fue una escritora, que le dolió serlo, porque casi nadie podía mirarla y comprenderla tal cual era, y cuidarla, para que pudiera seguir escribiendo esos poemas que ahora son lenguaje”.
La publicación de estos diarios efectivamente permite comprender la dimensión psíquica de Pizarnik, desde 1951 y hasta 1971, año en que ya se siente muy enferma y los desequilibrios mentales son cada vez mayores, al grado de impedirle escribir de forma constante. Al leer los diarios, el lector comprende que el insomnio o “el sueño de la vigilia” le produce una gran angustia en medio de la noche silenciada, ya sea en Buenos Aires, Nueva York o París. Se trata a sí misma como una artista que “se consume en la aridez de la noche”. Con frecuencia se advierte en los diarios que su vida es sentida como monótona, que no puede escribir su “obra cumbre” y que, además, se encuentra en un éxtasis o anhelo sexual casi frenético.
El conflicto de Pizarnik a lo largo de su vida fue una lucha encarnizada consigo misma; con frecuencia se sentía fea, sin posibilidades de igualarse a otra mujer. Una de las muchas maneras de autocastigo es fumar compulsivamente y abandonarse a un destino trágico y desolador que visualiza entre la angustia, la neurosis, la depresión y sus constantes taquicardias: “Fumo y bebo más que nunca. Ya no hay tiempo para recuperar mi infancia”, escribe a los treinta y dos años. Para los años sesenta, y a pesar de que las becas literarias comienzan a llegar, escribe: “Dentro de muy poco me suicidaré. Siento claramente que estoy llegando al final. Veo cerrado. Ni afuera ni adentro, simplemente la locura me domina.” La medicación de antidepresivos hacen que pueda pasar hasta dieciocho horas dormida o despierta más de treinta. Para finales de 1970 y durante 1971, los registros que hace en su diario se centran en la necesidad del suicidio. El 9 de octubre de 1971 escribe: “Hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas. Hace un mes quise envenenarme con gas.”
La orfandad, la sombra, el hastío, el silencio, la escritura y los ambientes grises u otoñales son algunos de los tópicos que plasma en su poesía. A lo largo de su producción poética, en Alejandra Pizarnik no hay una fiabilidad en el lenguaje, sino experimentación en asuntos como el ritmo, el uso del verso o de la prosa poética. La misma voz lírica se desdobla: “Yo voces./ Yo el gran salto.”
El tratamiento amoroso en Pizarnik dista mucho de la poesía romántica tradicional; ella se erige como la poeta maldita, a la que merodea la náusea por la existencia misma; no comprende el mundo que se le ofrece indiferente y por eso dice: “Nunca encontré un alma gemela. Nadie fue un sueño. Me dejaron con los sueños abiertos, con mi herida central abierta, con mi desgarradura.”
La poesía de Alejandra Pizarnik queda como el testimonio atormentado de una mujer fragmentada que se debate entre la escritura como comprensión de su desolada vida y su necesidad por mostrar que la existencia no es suficiente ni necesaria.

domingo, 5 de febrero de 2012

Los cien años de Josefina Vicens

5/Febrero/2012
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

Sólo dos novelas fueron suficientes para que Josefina Vicens se consagrara como una autora mayor dentro del panorama narrativo mexicano del siglo pasado: El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982). Vicens publicó también el relato “Petrita”, aparecido originalmente en la revista La Brújula, en enero de 1984. Su obra teatral Un gran amor apareció en Cuadernos de Bellas Artes, en febrero de 1962. En varias entrevistas se atribuye la escritura de más de noventa guiones cinematográficos, entre ellos Las señoritas Vivanco, Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud.

Los estudiosos de Josefina Vicens afirman que escribió artículos de tema político bajo el seudónimo de Diógenes García, y crítica taurina en la revista Sol y Sombra con el nombre de Pepe Faroles, sin embargo, consultando esta última publicación, uno no encuentra colaboraciones con este nombre.

Josefina Vicens nació en 1911 en Villa Hermosa, Tabasco y murió en 1988 en Ciudad de México. Hizo sus estudios primarios y una carrera comercial en la capital del país, lo que le permitió trabajar como secretaria en el Departamento Agrario. Tuvo un cargo en la Acción Femenil en la Confederación Nacional Campesina y posteriormente se desempeñó en la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica; ahí nació su interés por la escritura de guiones para cine.

Desde la publicación de El libro vacío, la crítica la miró con beneplácito; en la segunda edición, la obra se publicó con una carta-prólogo de Octavio Paz, quien califica la obra de Vicens como una “verdadera novela”, que habla sobre la nada con un lenguaje “vivo y tierno”. Para Paz, la primera novela de Vicens destaca por la presentación del “hombre caminando siempre al borde del vacío, a la orilla de la gran boca de la insignificancia”. Con esta obra, se muestran las inquietudes autorales por el tema de la creación literaria, el conflicto de la “página en blanco” y la condición individualista del artista al que le angustia no tener nada que decir y que piensa en la primera frase para iniciar una novela.

Por su parte, Los años falsos plantea el tema del patriarcado mexicano, pues en la obra el hijo varón se convierte, a la muerte de su padre, del mismo nombre, en el proveedor económico y en el encargado de proporcionar el tradicional “respecto de varón” a su madre y hermanas. Se trata de una metamorfosis de hijo a padre, así como de un rito de asignación, pues el patriarca ausente le hereda no sólo la carga familiar, sino el trabajo, el grupo de amigos y, de forma extrema, la concubina. Aunque la mirada narrativa pone énfasis en las relaciones entre los géneros, en la obra destacan las alusiones a la política mexicana emergida de la postrevolución; a esa nueva época en la que la corrupción, la mentira y las influencias son privilegios de unos cuantos.

En Los años falsos se aprecia la asignación y reproducción de los roles de género en los personajes de la novela, particularmente en el protagonista, quien queda revestido de un compromiso familiar y social ineludibles. Las mujeres quedan ficcionalizadas dentro de la subordinación, la dependencia económica y el silencio como características de su género, al menos en el contexto mexicano que Vicens alude.

Dentro de la producción de Vicens hay que destacar también el cuento “Petrita”, hasta ahora poco conocido. La edición reciente del Fondo de Cultura Económica no incorpora este texto; tampoco la obra teatral ni el fragmento de una novela inconclusa publicada en el suplemento México en la Cultura el 26 de junio de 1960, con el título “Los enemigos”, proyecto que no pudo concretarse debido a los problemas visuales de la autora.

“Petrita” se ocupa de la fijación que provoca en la mujer narradora –única voz femenina dentro de la narrativa de Vicens– por una pintura donde aparece una niña muerta que, a lo largo del relato, se convierte en la interlocutora de esta mujer en apariencia sola, que recrea una amistad con la niña ausente/presente. Según contó Vicens en algunas entrevistas, este texto es producto de la impresión que le causó contemplar la pintura Niña muerta, del pintor Juan Soriano. Se trata también de recrear un tópico rural muy frecuente durante principios del siglo XX, particularmente los retratos o fotografías de difuntos en las provincias mexicanas. Petrita es el nombre que la mujer le asigna a la niña muerta, con la que establece una relación de amistad e incluso protección alienable. La narradora le inventa una historia de vida a su confidente, la cuestiona sobre el estado y la experiencia de muerte. Lo que Vicens pone a discusión en este relato breve es la relación entre el arte y la vida como conocimiento del individuo. Agrega, además, la condición de soledad de la protagonista, sus estados angustiosos que la llevan a experimentar un diálogo con la muerte.

Por su parte, Un gran amor es una obra teatral en un acto, ilustrada con un dibujo erótico de Matías Goeritz. Los temas tratados son la promesa del amor entre un hombre y una mujer, la insatisfacción y las adversidades por realizar la unión en el pasado, así como el reencuentro a la hora de la muerte. Se trata de una pieza de corte surrealista que incorpora abundantes elementos simbólicos, sobre todo en la escenografía de un espacio identificado con el “limbo”, que incluye las túnicas que usan sus personajes y la propuesta de una construcción escénica del “limbo mexicano”, cubierto por una tierra caliza, una neblina apacible, árboles secos al estilo Juan Rulfo. En esta obra, cuatro personajes, dos hombres y dos mujeres, disertan sobre la imposibilidad del amor, el suicidio y los reencuentros en un tiempo etéreo donde ya no importa todo lo que se dejó de lado en vida, porque el “amor que no se defendió ya no importa defenderlo”.

A cien años del natalicio de esta autora tabasqueña, la recopilación de su obra completa es todavía parcial. Cuando se recopile, se estará haciendo justicia literaria a una pluma lúcida que sólo escribió y publicó lo necesario para estar dentro del panorama de las escritoras mexicanas más importantes del siglo XX.


domingo, 24 de abril de 2011

La narrativa mexicana: entre la violencia y el narcotráfico

24/Abril/2011
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

A finales de la década de los noventa del siglo xx, el canon literario hispanoamericano comenzó a ocuparte del tema de la violencia de forma más o menos permanente. Colombia fue el punto de referencia, sobre todo por el período de guerra civil que llevó al gobierno y a las farc a constantes enfrentamientos que impulsaron las oleadas de migración cuando la crisis económica y la violencia resultaban insostenibles. Obras como La virgen de los sicarios (1993), de Fernando Vallejo; Noticia de un secuestro (1996), de Gabriel García Márquez; El ángel descuidado (1997), de Laura Restrepo; Rosario Tijeras (2000), de Jorge Franco o Sin tetas no hay paraíso (2005), de Gustavo Bolívar Morero, son textos que más allá de su diversa calidad literaria revelaban un momento caótico sobre la violencia extrema en Colombia. La literatura se convierte en documento literario que ambienta un contexto social e inaugura una polémica sobre la ficción postmoderna en donde se discute la relación finisecular entre ficción pura y recreación ficticia de una realidad.

El tema de los secuestros, el narcotráfico y los asesinatos seriales a partir del año 2000, encuentran ahora, dentro de la narrativa mexicana, principalmente la que se escribe en el territorio norte, un espacio frecuente. Esta constante dentro de la narrativa nacional, cuestiona, al menos en la lectura de un corpus más o menos homogéneo, los contextos que desde hace una década se han agudizado en México: desempleo, feminicidios, narcotráfico, migración y violencia. Por lo tanto, lo que antes se consideraba como “novela policíaca o novela negra, ha sufrido ciertas mutaciones y matices que es menester observar, toda vez que la realidad mexicana es ya sinónimo de un horror y una psicosis colectiva.

Parece que cada día los lectores mexicanos de narrativa hemos perdido la capacidad de asombro frente a las propuestas narrativas que ofrecen los escritores nacionales. Los temas que atraviesan de forma permanente la ficción mexicana tienen en La reina del sur (2002), del español Arturo Pérez Reverte, su géneris temática. A partir de lo recreado en esta novela se recurre a un replanteamiento de los contextos políticos y sociales recientes, pero ahora desde la ficción.

La estructura clásica de la narrativa policíaca mexicana se ha dedicado a explicar el tema del asesinato bajo una tradición literaria en donde, con frecuencia, el asesino actúa por consigna para salvaguardar los intereses de un grupo político o empresarial –en ocasiones una mezcla de ambos. Obras como El complot mongol (1969), de Rafael Bernal, o La cabeza de la hidra (1978), de Carlos Fuentes, lo atestiguan. En el panorama contemporáneo de la narrativa mexicana de temática policíaca, nombres como Jorge Ibargüengoitia, Edmundo Domínguez Aragonés, Juan José Rodríguez, Malú Huacuja, Paco Ignacio Taibo ii, Eugenio Aguirre, José Huerta, Juan Hernández Luna, David Toscano y una decena de autores consagrados, han aumentado la nómina de escritores que forjaron una tradición policíaca muy sólida en México.

Sin embargo, el tema y la estructura de la novela policíaca clásica se han asimilado y modernizado en México a partir de finales de los noventa y se ha sostenido durante la primera década del presente siglo. Los temas cotidianos de la corrupción política, el poder del narcotráfico, las violencia y los feminicidios son el leit motive que sostiene las narraciones con-temporáneas. La construcción narrativa expande el vocablo “asesino” y diversifica los matices. Ahora hablar de sicario, zeta, paramilitar, asesino a sueldo, resulta un sustantivo ordinario; la gama de personajes delictivos ha aumentado porque la cotidianidad así lo testifica.

Con Un asesino solitario (1999), Élmer Mendoza se posiciona como un renovador del género policíaco en México. Su novela da cuenta de la corrupción y el conflicto de intereses políticos que llevan al asesinato del candidato a la presidencia, Barrientos, (alusión evidente a Luis Donaldo Colosio). La hipótesis de la novela se sostiene a partir del complot y de finos recursos narrativos, como la parodia, la ironía y la intertextualidad, así como el reflejo y el diálogo con los contextos mexicanos que en el año de 1994 afianzan la crisis de las instituciones y la ulterior corrupción en la política y la economía nacional: el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu, el levantamiento Zapatista como reacción a las políticas neoliberales, así como la firma del tlc y la colusión de algunos medios noticiosos con los intereses particulares de algún político. Con esta novela asistimos al nacimiento literario de la cultura de la violencia dentro de las letras mexicanas, que forma una tradición y renueva la poética de lo policíaco. Lo que destaca en la novela de Mendoza es la recreación de acontecimientos que, a fuerza de ser demagógicos por descarados, son una realidad (aunque se trate de una ficción), pues, por ejemplo, un personaje que se desempeña como policía está enrolado en la venta de droga y, para defender sus intereses, es necesario traicionar a su amigo sicario, pues hay que defender los intereses propios. En la novela se evidencia que el concepto “amistad” no existe dentro de la mafia, pues la traición se impone para sobrevivir. Esta novela será el inicio de una narrativa de la violencia que, en el caso del autor sinaloense, se prolonga en obras como El amante de Janis Joplin (2001), El efecto tequila (2004) y Cóbreselo caro (2005), textos que por su fecha de composición van refiriendo los contextos de la violencia, el poder y la corrupción política y empresarial que cada vez son más frecuentes en México, al grado de que la narrativa los recupera para recrearlos y, sin ser en ningún sentido un panfleto y documento sociológico, refieren correspondencias extratextuales e intersubjetivas que dialogan con otro tipo de discursos.

En 2002, Eduardo Antonio Parra se da a conocer como novelista con Nostalgia de la sombra. En esta obra se presenta a un protagonista, Ramiro Mendoza, quien se desempeña como gatillero a sueldo. La violencia y el ambiente del norte del país son desoladores; todos los escenarios recorridos por el protagonista se revelan entre un ambiente de rareza y precaución. El miedo es una constante entre los ciudadanos y los propios sicarios; todos desconfían de todos. Lo más trágico es que convertirse en sicario o gatillero a sueldo significa un trabajo como cualquier otro, a la vez que supone estar al lado del poder empresarial y delictivo –ya no el de las instituciones–, ya sea para protegerse o luchar contra él. En la novela de Parra, espacios como Tijuana, Monterrey, Sinaloa y el Río Bravo se advierten como lugares asfixiantes de peligro y disputa. En la obra hay constantes alusiones a la música de los narcocorridos, que son la épica a través de la cual se dan valor los que ingresan a la delincuencia, pues se cuentan sus hazañas, pasiones y traiciones. Ramiro conoce o se reencuentra con una serie de personajes que igual que él también están condenados. Él ha sido contratado para asesinar a una ejecutiva de bolsa; sin embargo, el protagonista no advierte que también está lleno de miedos y que no puede reconocerse a través de una apariencia física que se ha construido para no levantar sospechas. Ingresar al mundo de los gatilleros significa renunciar a una identidad, ser un sujeto clandestino en donde la ley predominante es la de la violencia, aunque sabe que puede sucumbir, pues el poder también significa traición.

En 2003, Jesús Alvarado publica la novela Bajo el disfraz, cuyo tema explícito es el narcotráfico y los medios a los que sus protagonistas recurren con el fin de seguir dominando el mercado de la droga; es el caso de Chuy Nazario, jefe del narco, quien recurre a la cirugía con el fin de tener otro rostro y seguir en el medio; la violencia y la persecución recaen en una figura antagónica: Sebastián Mendo, personaje perseguido por el crimen organizado.

Un año después, Rafael Ramírez Heredia publica La Mara, obra de gran factura literaria que muestra la tragedia de hombres y mujeres anónimos centroamericanos en su periplo por llegar a Estados Unidos. La novela se erige como la voz de las mujeres violadas, los hombres mutilados por el tren, los jóvenes robados, secuestrados y extorsionados por los mareros y los policías. La historia de esta novela se conecta con temas de la historiografía centroamericana del siglo xx, como la guerrilla centroamericana y las guerras civiles en Honduras y Guatemala, que dejaron cientos de niños huérfanos que al llegar a la edad adulta la única opción que tienen es la de en-rolarse en el crimen. Lo que el discurso de la novela afirma es la condición trágica de los mareros y su encono social, su estatus de parias criminales como forma de vida.

Pero la narrativa mexicana también se ha ocupado del tema de los migrantes mexicanos de manera frecuente. Una de las recientes novelas es Welcome coyote (2008) de Ulises Morales Ponce, mención en el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo. Si en algunos texto de autores como Juan Rulfo se sostiene el vocablo de “bracero”, que significa ir a Estados Unidos a trabajar de manera temporal en labores principalmente del campo, con el paso de las décadas esta condición se criminaliza y se habla de ilegal, lo que supone la construcción de un aparato de corrupción donde la presencia de los polleros enfatiza la tragedia de los que cruzan la frontera. En esta novela se narran las peripecias de Mariano, un campesino oaxaqueño que abandona a los suyos frente a la miseria familiar. Más que la historia de este hombre, la novela ambienta una tragedia colectiva en donde ya no existen límites entre el crimen y la dignidad por la vida de una persona a la que se le criminaliza por ilegal.

Con Al otro lado (2008), Heriberto Yépez se posiciona dentro de los narradores mexicanos contemporáneos por su destacada obra. En este caso, la novela refleja la concatenación de temas como la adicción de los jóvenes en Ciudad de Paso, el narcotráfico, la violencia y la migración. Aquí se revela la aparición de los llamados chiquinarcos, niños subsumidos por los cárteles para el tráfico de droga, así como malandros, cholos, matamorros y otras categorías juveniles; todos ellos habitantes de un mundo de cristal en donde el consumo de las drogas sintéticas los sume en la dependencia. La recreación literaria de un espacio hace que Ciudad de Paso sea un lugar de desterrados, asesinos; todos ellos son el resultado de la pobreza de su medio y el olvido de un país que los confina al crimen y los aniquila al olvidarlos.

La lista de obras esbozadas es muy breve y arbitraria por cuestiones de espacio. Los lectores, insisto, hemos perdido la capacidad de asombro que, paradójicamente, se revela en un corpus de obras cuya naturaleza se sustenta en un trabajo de elaboración ficcional que, dicho sea de paso, resulta un recurso en pugna con una realidad mexicana insostenible, producto de la negligencia y corrupción de los gobiernos. La narrativa ofrece esa visión trágica de un país sumido en la tragedia y cuyos responsables son la clase política y su deuda histórica con el pueblo. Cabe preguntarse, ¿cuál es la recepción de obras como éstas dentro del panorama internacional? El secuestro y masacre de setenta y dos migrantes centroamericanos en agosto pasado en Tamaulipas –más los hallados recientemente–, verifica la tragedia cotidiana, por eso revisar la narrativa mexicana reciente supone un ejercicio crítico y la posibilidad de repensar el valor de la dignidad y la vida misma más allá de las fronteras nacionales.

domingo, 2 de enero de 2011

Elías Nandino y Estaciones

2/Enero/2010
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

El nombre de Elías Nandino ha quedado casi borrado dentro del panorama de la lírica mexicana del siglo xx: las reediciones de sus libros siguen pendientes, así como su justa aparición en antologías de poesía.

De 1956 a 1960, Elías Nandino, junto con su amigo Alfredo Hurtado, idearon la aparición de una revista que diera espacio a los nuevos talentos literarios. Es así como surge Estaciones. Revista Literaria de México, que apareció en veinte números, cada número corresponde a una estación del año. Estaciones. Revista Literaria de México bien puede ser una conciencia plural que surge como reacción a la revista Contemporáneos, en la que el poeta Nandino no participó. La revista de Nandino fue siempre una publicación abierta que dio espacio a las nuevas voces del teatro, la poesía, el ensayo, la crítica literaria y la narrativa, principalmente nacional.

Actualmente, los suplementos culturales y las revistas dedican muy poco espacio a la reseña de libros, al punto de que casi está en extinción este tipo de escritos. La revista de Elías Nandino estuvo atenta siempre a las novedades editoriales y fue a través de la famosa sección Ramas Nuevas, dirigida por José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, que se pasó revista a todo libro que llegara a la mesa de redacción. Para los estudiosos de la literatura mexicana de mediados del siglo xx, Estaciones debe ser sin duda una fuente de consulta obligatoria.

Estaciones publicó textos de Amaro Dávila, Alfonso Reyes, Rosario Castellanos, Beatriz Espejo, Hugo Argüelles, Sergio Pitol, Gustavo Sainz, Tomás Mojarro, Andrés Henestrosa y un sinfín de escritores jóvenes y consagrados. También incluyó algunas voces de sus amigos del grupo Contemporáneos: José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer, entre otros. Desde el primer número se advierte la intención de la revista: “Alentar a los que ahora se inician; en consecuencia, estaremos atentos a la producción de los jóvenes con auténtica vocación por la literatura.”

Los veinte números de Estaciones fueron auspiciados por el doctor Nandino; su consultorio médico en la calle de Revillagigedo 108, despacho 202, sirvió también como oficina de la revista. La publicación tenía pocos suscriptores, aunque se valía de algunos anunciantes: imprentas, empresas de azúcar o de sorteos; también se anunciaban al final charlas con autores o presentaciones de libros. Desde su consultorio, Nandino recetaba a sus pacientes a la vez que corregía pruebas, revisaba escritos y atendía peticiones de toda índole. La revista tuvo detractores, como Fernando Benítez, quien jamás confió en la labor de Nandino y con frecuencia minimizaba su trayectoria poética. No obstante, sería Benítez quien se llevaría a varios de los colaboradores de Estaciones a su famoso suplemento México en la Cultura.

En Estaciones también hubo espacio para números casi monográficos sobre autores hispanoamericanos o españoles. Más allá de la reseña de libros, la crítica de arte y literaria tuvo un lugar preponderante. En el núm. 3, por ejemplo, el tema del surrealismo ocupa la atención de varios colaboradores, entre ellos el propio Nandino, quien publica: “¿Después de surrealismo… qué?” En este texto, el autor arremete contra una “moda” trasnochada en México: escribir para él no debe ser una moda o imitación, pues de esta forma no hay autenticidad. Lo que espera el poeta a partir de su disertación es que la libertad creadora no se suscriba a ninguna tendencia impuesta por los poetas que dictan las formas de escribir en México. Para esa época, es claro que la alusión es a Octavio Paz, quien según Nandino, le hizo “la conspiración del silencio”, es decir, lo borró del panorama literario mexicano.

Varios números de Estaciones también aparecieron con ilustraciones intercaladas de obra de artistas, como Raúl Anguiano, Salvador Dalí, Joan Miró, Georges Braque, Pablo Picasso o Dolores Álvarez Bravo, quien inmortalizó en esta revista a la famosa muñeca Aurelia, con la que Xavier Villaurrutia quedó maravillado desde que la vio en una tienda de antigüedades en Puebla hasta que la compró y la trató como a su compañera.

Con el núm. 20, invierno de 1960, Elías Nandino cierra la primera época de la revista y delega en Gustavo Sainz la dirección. Con sesenta años de edad, Nandino continúa su labor poética y el impulso de otras revistas, como Cuadernos de Bellas Artes, que dirigió de 1960 a 1964 con el fin de seguir apoyando a las nuevas voces de la narrativa, la poesía, la pintura, el teatro, el ensayo y la crítica literaria.

Nandino siempre estuvo pendiente de la escritura y dirección de revistas en los jóvenes. Cuando regresó a Jalisco, después de haber vivido más de cincuenta años en Ciudad de México, estuvo al lado de los escritores jaliscienses que participaban en publicaciones como Campo Abierto, Cuadernos de Occidente, Papeles al Sol, La Capilla, entre otras, en las que se difundió la obra de varios de los jóvenes que participaban en su taller literario.