Mostrando entradas con la etiqueta Orlando Ortiz. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Orlando Ortiz. Mostrar todas las entradas

domingo, 4 de mayo de 2014

La vida te va apagando

4/Mayo/2014
Jornada Semanal
Orlando Ortiz

Hace tres o cuatro semanas me comuniqué por teléfono con él, para saludarlo y preguntarle cómo estaba, cómo se sentía. Aproveché para felicitarlo por la aparición de su Párrafos para un libro que no publicaré nunca, recién editado por Conaculta ¿Ya lo leíste?, me preguntó. ¡Claro!, respondí, y creo que resolviste de maravilla las dudas que tenías en cuanto a los episodios sentimentales de tu vida, apunté. Fue una charla breve; en su voz percibí el cansancio de la edad y los males que con ella vienen. No obstante me preguntó en qué estaba trabajando y le respondí que en una novela que me costará un chingo de canas verdes; él sonrió y me dijo que canas tenía desde hace mucho; porque desde hace mucho me cuesta trabajo escribir como antes, respondí, escribir media cuartilla me cuesta un huevo y la mitad del otro. Es que lentamente la vida te va apagando, sentenció y yo no me atreví a decirle: te estás autoplagiando, pues esas palabras se hallan en el párrafo antepenúltimo del libro.

Conocí a Emmanuel en 1967, si la memoria no me falla, en una ceremonia de premiación. Yo había obtenido el segundo lugar en el primer concurso de la revista Punto de Partida, en cuento. Julieta Campos y Emmanuel Carballo habían sido los jurados. Entablamos conversación y él me preguntó si tenía alguna novela, pues Diógenes (la naciente editorial que él dirigía) estaba organizando la publicación de seis novelas en competencia de jóvenes escritores mexicanos, y le faltaban dos o tres títulos. Le respondí que tenía una en proceso. Llévame a casa lo que tienes, para echarle un ojo. Así lo hice y me dijo que le gustaba y que siguiera escribiéndola, a ver si la terminaba satisfactoriamente antes de que se completaran las novelas requeridas para el certamen. Lo conseguí y al parecer los resultados fueron satisfactorios, pues la publicó.
Ese fue el inicio de nuestra amistad. Después, como producto de nuestras charlas, nacieron tres libros más, que él editó. Cuando don Eulalio Ferrer le pidió que se hiciera cargo de la revista Cuadernos de Comunicación, me llamó para que fuera el secretario de redacción. De esa época recuerdo que ambos –y José Ciccone, como diagramador– sacábamos adelante la revista; todos los lunes, por la mañana, antes de iniciar las labores, comentábamos el capítulo de nuestra “telenovela favorita” –lo decíamos burlándonos de nosotros mismos–, Los de arriba y los de abajo, una serie inglesa espléndida en todos sentidos. Posteriormente comenzó a colaborar como articulista en la Organización Editorial Mexicana, a invitación de don Benjamín Wong, quien acabó convenciéndolo de que aceptara ser el jefe de la sección editorial, y le daba carta blanca para invitar colaboradores, quitar a los que sintiera obsoletos, etcétera. Fui invitado a colaborar, y dadas sus relaciones con intelectuales latinoamericanos de “peso completo” en ese momento, que estaban como refugiados políticos, la nómina del diario se enriqueció considerablemente. Hubo algunas fricciones con el jefe de redacción o subdirector, ya no lo recuerdo bien, pero don Benjamín Wong siempre le dio su apoyo a Emmanuel. El problema se presentó cuando el licenciado Mario Moya Palencia dejó la Secretaría de Gobernación y sustituyó en el timón a don Benjamín. Hubo problema con algunos de mis artículos, le dije a Emmanuel que para evitarle problemas renunciaría y me respondió que él también lo haría. Lo hizo saber a los colaboradores, que de inmediato se solidarizaron. Se presentó públicamente la renuncia, y Emmanuel también lo hizo de manera individual en una carta dirigida al Lic. Moya, vía Enrique Mendoza, expresando su total desacuerdo por la conducción autoritaria y nueva línea editorial del periódico, ahora carente de crítica y servil, y por lo mismo se oponía a que los artículos de los colaboradores que él había llevado a la Organización fueran mutilados o sometidos a censura.
Podía haber hecho caso omiso del problema, en cierta medida menor, pues en realidad al único colaborador al que se le habían mutilado colaboraciones fue a mí, que escribía de cuestiones nacionales, pues el resto abordaban los problemas de Latinoamérica. Pero no lo hizo. Iba contra sus principios libertarios, de solidaridad y, por así decirlo, de izquierda sin partido. El siempre se consideró un “francotirador”. Tanto en la literatura como en la política. Nunca solapó debilidades o errores de amigos o enemigos. Esto le acarreó muchas enemistades y pérdida de “amigos” incapaces de aceptar críticas. Tal vez se quedó malacostumbrado a ser el “infante terrible” que en los años cincuenta apareció en la crítica literaria de nuestro país. Y, en alguna medida, se fue quedando solo. (Como casi solo, en su ataúd, estaba este lunes 21 en la funeraria. La fiesta fúnebre estaba en otra parte, donde había cámaras, medios, celebridades. Pero ésta no era excluyente, los excluyentes fueron los asistentes al duelo.)
¿Cuál fue el mayor pecado de Emmanuel Carballo? Decir lo que pensaba y ser congruente con lo que decía. Además, allá en el rancho habríamos dicho: no tenía pelos en la lengua. Era consciente, por otra parte, de que podía estar equivocado en sus juicios, pero de lo que siempre estaba convencido era de la sinceridad de los mismos. En cierta ocasión, cuando tenía poco de conocerlo y tratarlo, me dijo que le espantaba la idea de llegar a una edad en la que se estancara intelectualmente y quedara ligado a prejuicios literarios o políticos conservadores o, lo que era peor, reaccionarios. Que para él, los críticos debían ser como los poetas marchitos, que si tienen suerte se retiran a tiempo, para no escribir pendejadas obsoletas y olorosas a naftalina. Emmanuel Carballo, estoy convencido de ello, no tuvo que retirarse porque nunca llegó a viejo; siempre fue, a lo largo de su vida, el infante terrible, el “mal necesario”, como él mismo calificaba su oficio.
A veces declaraba estar esperando la aparición de un joven crítico al que pudiera dejarle la estafeta. El problema, ahora, aunque se oiga como lugar común, es que deja un vacío tremendo. No veo a ese joven que pueda llenar los zapatos de Emmanuel. En la academia hay muchas y muchos de gran talento y con conocimientos muy amplios, pero tal vez por lo mismo incapaces de la pasión y vehemencia necesarias para ser críticos.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Perspectiva negra (I DE II)

16/Diciembre/2012
La Jornada Semanal
Orlando Ortiz

 
Nunca acabo de entender esa diferencia que hacen los académicos entre novela policíaca, relato policíaco, novela criminal, novela negra, de detectives, de suspenso y qué sé yo cuántas categorías o clasificaciones más. Eso, cuando se dignan tomarla en cuenta, por no decir “bajar la mirada” con indulgencia, o hasta con un gesto de conmiseración. Para estas personas, los paradigmas son Gilbert k. Chesterton, Conan Doyle, Wilkie Collins, Agatha Christie y, haciendo un esfuerzo, George Simenon. Se quedan en lo que otros de sus colegas denominan novela enigma. Al parecer, el delito es cuestión de inteligencia, tanto del que lo comete como del que debe averiguar  “quién es el culpable”.
En la década de los ochenta, Ernest Mandel publicó Crimen delicioso, cuyo subtítulo es Historia social del relato policíaco. Me llevó a su lectura una profunda curiosidad, en gran medida morbosa, pues conocía su Tratado de economía marxista, y me preguntaba por qué razón estaba poniendo en riesgo su prestigio como intelectual marxista y líder de la Cuarta Internacional. Mi inquietud no respondía a preocupaciones de orden ideológico (¡Válgame San Carlos, San Federico, San Vladimir y San León, un intelectual marxista ocupándose de trivialidades burguesas!), sino a que dudaba mucho de que un economista, filósofo y activo dirigente trotskista hubiera tenido tiempo para leer novelas policíacas. Imaginaba que alguien como él dedicaría la totalidad de su tiempo al estudio y análisis profundo tanto de la teoría como de la realidad del mundo y la situación de su partido. Dudaba mucho de que estuviera bien informado sobre el tema y conociera la extensa lista de autores y obras clásicas y contemporáneas del género policíaco.
Mi sorpresa fue mayúscula y sentí vergüenza de haberme aproximado al libro con un prejuicio descomunal. Mandel conocía autores y obras para dar y regalar; sin embargo, lo que más me entusiasmó fue el abordaje que hacía del tema. El que esto escribe conocía La novela criminal, publicada por Tusquets, con artículos de Gramsci, Eisenstein, Chesterton, Allan Poe y Thomas Narcejac, con un prólogo de Román Gubern; también la Breve historia de la novela policíaca, de Alberto del Monte, y tal vez ya para entonces había leído De la novela policíaca a la novela negra, de Salvador Vázquez de Parga, y la Historia del relato policial de Julian Symons. Sin duda buenos textos, cargados de información y análisis interesantes, pero ninguna comparable con el que hace Mandel, en verdad deslumbrante.
Confieso que mi entusiasmo no apareció desde las primeras líneas, pues ya no recuerdo si en el prólogo o en el primer capítulo asentaba que para proceder al análisis del tema utilizaría el método dialéctico clásico, es decir, el que desarrollaron Hegel y Carlos Marx. Supuse, y supuse mal, que las siguientes páginas iban a estar cargadas de proletarios, sujetos y objetos históricos, plusvalía, explotación, modos de producción, formación social, burgueses, ideologías burguesas, etcétera. Suposición, como ya dije, infundada. Porque en los capítulos subsecuentes, además de información y opinión que para nada recurría a la gastada jerga de los marxólatras y marxólogos, Mandel manejaba magistralmente la ironía y el humor. Ahí vi y entendí, por primera vez, de qué manera la literatura está ligada estrechamente a lo social y al momento histórico.
Recuerdo claramente que Mandel hace referencia a un pasaje de Marx en el cual este pensador aseguraba que el delincuente produce delitos como el poeta produce versos o el carpintero sillas, es decir, que era parte de la sociedad y como tal cumplía una función social natural y al mismo tiempo era producto de ella. Desde entonces me quedé con el propósito de averiguar –nunca lo he hecho– si era verdad que las líneas citadas estaban en la teoría de la plusvalía de Marx. ¿Ocurre en todas las sociedades?, me preguntaba, porque en aquel entonces se creía que tales males desaparecerían al llegar el socialismo. El tiempo y la realidad son muy crueles.
Así, cada momento del desarrollo de la novela policíaca responde a la etapa del desarrollo capitalista en el que surge. El detective privado funciona cuando el delito es cometido por individuos, y a medida que el delito toma otras directrices el investigador privado es insuficiente y se hace necesario el respaldo policíaco. Y el crimen organizado exige, obviamente, mayor organización, preparación y equipamiento de la policía, a lo cual habría que agregar las imbricaciones políticas y de corrupción. Veremos lo que esto implica.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

La literatura del narcotráfico

26/Septiembre/2010
Jornada Semanal
Orlando Ortiz

La primera pregunta que me asalta a propósito de la llamada “narcoliteratura” (el entrecomillado obedece, como se verá, a que cuestiono tal denominación) es si en verdad existe, o si es un prejuicio. Porque en la primera mitad del siglo pasado se escribieron muchas novelas cuyo eje eran los caciques; sin embargo, nadie aventuró la idea de que hubiera una caciqueliteratura. De igual manera, en la segunda mitad proliferaron los relatos cuya acción se desarrollaba en el df y nunca oí que se hablara de chilangoliteratura.

Posteriormente, en toda Latinoamérica se dieron novelas con el tema de los dictadores y tampoco se habló de una dictadoliteratura o cosa por el estilo. El nombre narcoliteratura tiene algo, o mucho, de retintín, de intención –consciente o subconsciente– peyorativa. Y no es cuestión de semántica. En la expresión narcoliteratura late, en el fondo, un silogismo del tipo: la droga es mala para la salud, luego la narcoliteratura es mala para la literatura. Por ello me inclino a que se le denomine, en el peor de los casos, literatura del narcotráfico, para eliminar la calificación a priori.

En ese caso –al igual que en el de todas las otras novelas–, ya se podría señalar si obras en particular son malas o buenas, no por abordar el tema del narco, sino por ser novelas bien tramadas, con personajes convincentes, situaciones verosímiles, excelente manejo de las voces narrativas, lenguaje eficaz (ojo, no dije “correcto”, sino, en última instancia, normal) y un manejo adecuado del punto de vista. Porque en este género, subgénero o como quiera llamársele, hay buenas y malas novelas, independientemente del asunto que, curiosamente, en muchas de ellas el tema central no es el narcotráfico y la delincuencia organizada, sino el amor, en una escenografía de narcotraficantes, y a veces lo que está en primer término es la violencia, no el tráfico de estupefacientes, tampoco las actividades de la delincuencia organizada con todas sus implicaciones sociales, políticas y económicas.

Adelantando vísperas: la narcoliteratura es un espejismo, y por lo mismo, algo que no (o casi no) existe.

El primer libro de este tema que leí fue Diario de un narcotraficante, de a. Nacaveva ( así, con a minúscula y punto), y sin ser un fan, he seguido el tema desde entonces (1967) a la fecha, con Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos, pasando por La Reina del sur, de Pérez Reverte, y San Isidro futbol, de Pino Cacucci (estos últimos, por mencionar únicamente a los autores no mexicanos); por eso creo estar más o menos enterado del desarrollo de la narcoliteratura. Sin embargo, no soy ni panegirista ni detractor. Hay quienes la cuestionan por su origen; no obstante, como el plebeyo, “su sangre, aunque norteña, también tiñe de rojo el alma en que se anida su literario corazón”.

Estos “narcorrelatos” en su mayoría los escriben autores del norte, pero ni todos los escritores de allá escriben narcoliteratura ni toda ella es escrita por autores de allá. Los hay oriundos del Distrito Federal, de Guanajuato, de Jalisco y de Hidalgo, y en todos los casos no desmerecen frente a los norteños en cuanto a manejo de ambientes, vocabulario y personajes.

Hoy en día son numerosas las novelas y en general los libros que abordan o giran alrededor del narcotráfico. Unos se apuntan como ficción del género negro o policíaco; otros como crónicas o investigaciones periodísticas o agudas tesis a propósito del problema. No debe extrañar a los lectores esa abundancia de títulos, pues al parecer todas las editoriales los están pidiendo con la idea de que se venderán como pan caliente.

La producción de narconovelas es elevadísima, tal vez porque la demanda editorial también es elevada –ignoro si el mercado también es muy amplio. Hay tal saturación, que empalaga la abundancia de títulos y el primer impulso es descalificar por completo todos los libros de este género, tanto los de ficción como los de no-ficción. Sin embargo, no se puede hacer tabla rasa, aunque hasta el momento no me he topado con “la novela” del fenómeno narco, es decir, no he hallado un relato excelente o tan bueno que llegue a las alturas de lo paradigmático. Algunas son muestra de un extraordinario oficio, pero adolecen de pasajes facilistas o de tópicos tan gastados que caen en el lugar común, lo cual incide en detrimento del texto. Otras no van más allá de la sencilla historia del amor-pasión, o del amor-odio, o del amor-venganza, o del amor atormentado o sádico, o masoquista o hasta ingenuo, pero inserto entre matones despiadados y aparentes luchas por el poder (nunca se ve ni se dice de qué clase es).

LA REALIDAD CORRE MUCHO Y LA FICCIÓN SE QUEDARÁ...

Hasta el momento, me parece que los mejores libros sobre el tema son las crónicas y los de carácter periodístico. Me refiero, por ejemplo, a El hombre sin cabeza, de Sergio González Rodríguez; a Malayerba, de Javier Valdez Cárdenas; a Herencia maldita, de Ricardo Ravelo; El otro poder, de Jorge Fernández Menéndez; El narco: la guerra fallida, de Rubén Aguilar y Jorge Castañeda; El cártel, del legendario Jesús Blancornelas, y hasta Me dicen la narcosatánica, de Sara Aldrete, entre otros. Si a estas miradas sumamos los medios impresos y electrónicos, la ficción sobre el tema se queda atrás; no puede competir en cuanto a crueldad y excesos, por más imaginación que tenga el autor. Por poner un ejemplo: ¿a algún autor serio se le habría ocurrido una puesta en escena (este es el título, bastante afortunado, de una novela corta de Gabriel Trujillo) como la que se hizo cuando mataron (¿ejecutaron?) a Héctor Beltrán Leyva, cuyas imágenes aparecieron en numerosos medios? Y las mantas con mensajes y las testas decapitadas dispuestas dramáticamente en diversos escenarios y... en fin, los relatos literarios casi (o a veces sin el casi) nada tienen que hacer frente a la realidad real y la mediática. (Cuando estaba redactando estas notas salí a caminar un poco y a comprar el periódico. En el estanquillo me topé con la primera plana de un periódico caracterizado por su amarillismo, pero, con todo, nunca había llegado a tal extremo: la foto a color de dos cuerpos colgados de los pies, decapitados y con los genitales cercenados; en una cabeza secundaria se leía que sus partes las habían dejado sobre los carteles en los que se advertía algo a alguien.) Si algún narrador quiere incursionar en el género, debe buscar alguna vereda que no sea la de la violencia y el amarillismo, pero tampoco debe caerse en el edulcoramiento o en la falsa idea de que la narrativa es escribir bonito o poéticamente.

Además, los autores de ficción, más que abordar con acuidad el narcotráfico, se quedan en el color, en los aspectos costumbristas (que no tienen por qué ser malos en sí, sino más bien insuficientes). Corridos, botas picudas y de tacón a lo Fox, fara fara, cintos piteados con hebillas costosas en las que lucen sendos ak47 cruzados, o una rama de mariguana, sombrero texano, armas con chapa de oro y con diamantes o esmeraldas en la cacha de marfil; lenguaje norteño cargado de pistear, batos, morros, etcétera. A veces se menciona a la Santa Muerte, a veces es Malverde el invocado. ¿Y luego? Los elementos mencionados no serían nefastos si no se quedaran en eso: detalles de color que no van más allá y, peor aún, que se presentan como si fuera lo esencial de los narcotraficantes. ¡Ah! Olvidaba la violencia, a veces con fuertes matices de gratuidad. Tampoco me parece mal la utilización del lenguaje norteño, es más, lo considero indispensable, siempre y cuando se sepa utilizar con eficacia y no como detalle de color o graciosa curiosidad lingüística.

Antes y después del movimiento revolucionario de 1910 menudearon los relatos que recogían y plasmaban la visión que escritores de variopinta ideología tenían sobre lo ocurrido –o lo que estaba ocurriendo. El espectro que ofrecen tales obras es muy amplio y diverso; hay las que tienen como columna vertebral batallas y caudillos, las que ubican la acción en las alturas políticas o les dan como escenario el de los estratos sociales más bajos... incluso tenemos obras construidas desde la perspectiva de simples testigos no involucrados en el conflicto bélico o político, pero sí receptores de las consecuencias sociales, bélicas o políticas.

Por lo tanto, en la actualidad podríamos elaborar un mural muy completo de esa época, desde la perspectiva de los maderistas, villistas, zapatistas, carrancistas, huertistas y hasta porfiristas, o incluso con la de todos ellos. De tal ensalada de hechos y visiones quedaron grandes novelas: Campamento, Los de abajo, Se llevaron el cañón para Bachimba, Tropa vieja, El águila y la serpiente, Cartucho, El feroz cabecilla, El rey viejo, La sombra del caudillo, etcétera, y por otro lado muchas más que no rebasan la mediocridad o son de plano pésimas. No se deben ignorar las obras que abordan secuelas del movimiento revolucionario: reforma agraria, expropiación petrolera, corporativización del movimiento obrero, luchas contra fraudes electorales y temas por el estilo. Este manojo de obras, ¿son realistas, naturalistas, costumbristas? Las hay de todo e incluso algunas han sido calificadas de novela histórica, por su temática y tratamiento.

La narcoliteratura es un espejismo, no existe. Hay relatos con violencia y narcotraficantes –que luchan entre ellos o con otros, por “el poder”–, pero no hay literatura del narcotráfico con todo lo que éste implica.

Después del movimiento estudiantil-popular del ’68, y lo que implicó su brutal represión –surgimiento de las guerrillas rurales y urbanas, por un lado y, por el otro, una presión social que obligó al Estado a ampliar los cauces de la democracia–, también se escribieron innumerables páginas a propósito. Igual que con la narrativa de la Revolución, la calidad literaria –incluso la histórica– fue de un polo a otro polo, de lo bueno a lo pésimo. Abreviando, podríamos asegurar que los momentos significativos de México han quedado en su narrativa. Incluyendo los hechos del siglo xix: consumación de la Independencia –y en ella el riquísimo período de Santa Anna–, Reforma, Intervención estadunidense e Intervención francesa, Segundo Imperio y Porfiriato.

Hay buenas y malas novelas de narcotraficantes –que no del narcotráfico y la delincuencia organizada. En consecuencia, hay que evaluarlas como novelas a secas y no por el tema o el lugar de origen de sus autores o la ubicación geográfica de las historias. No se debe ignorar esa literatura, porque hacerlo equivaldría a no querer ver que el problema del narco es ineludible y, en un futuro, los estudios –históricos, sociológicos, antropológicos, jurídicos, etcétera– tendrán que abordarlo con casi igual –o sin el casi– seriedad e importancia que el fenómeno de la rebelión cristera o de las guerrillas posteriores al ’68. Mi afirmación es bastante temeraria, pero no infundada. Porque hay quienes consideran que el tráfico de drogas es solamente un delito contra la salud –esta posición lleva a cometer errores como los que se han venido cometiendo en su combate–, pero habemos otros que consideramos que va más allá de ser un delito contra la salud: el narcotráfico en tanto delincuencia organizada, aquí y ahora, es un problema más complejo, peliagudo, que colinda, en mucho, con los terrenos de la seguridad nacional. Si no, piénsese que además del cultivo, “beneficio”, producción de estupefacientes, tráfico interno y exportación, tenemos la penetración corruptora en los círculos de la policía, en instancias gubernamentales de todos los niveles, en partidos políticos; además están las repercusiones en la sociedad, pues cuentan con una base social que los arropa y es sagazmente utilizada. Por otra parte, es considerable su peso e importancia financiera por las fuertes cantidades de dinero que manejan, lo cual se traduce en poder, o mejor dicho, en diversas expresiones de poder, las cuales traspasan fronteras.

La narcoliteratura, en pocas palabras, debe ser mucho más de lo que se ha pretendido que es. La literatura del narcotráfico y la delincuencia organizada está esperando la pluma que, paradójicamente, “le haga justicia”.

La narcoliteratura es un espejismo que nada tiene del narcotráfico y a veces tampoco nada –o muy poco– de literatura. Sin embargo, hay excepciones en cuanto a lo literario.