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domingo, 6 de marzo de 2016

Las tripas del general Sobarzo

6/Marzo/2016
Jornada Semanal
Ana García Bergua

Fue Rosa Beltrán, en su excelente discurso de entrada a la Academia Mexicana de la Lengua, quien en semanas recientes recordó a Nellie Campobello y su Cartucho. Por lo que he visto, pareciera que periódicamente hay que estar sacando Cartucho de una especie de olvido, de letargo lector que se niega a darle el papel que le corresponde en nuestra literatura. ¿Han leído ustedes Cartucho? Yo seré muy honesta y les confesaré que no lo conocía, era de esas lecturas que uno va olvidando buscar. Lo bueno es que ERA tiene una edición magnífica, con un estudio preliminar muy esclarecedor de Jorge Aguilar Mora. En el año 2000, Christopher Domínguez saludó esta edición y dijo, como diría Rosa dieciséis años después, que Cartucho debe ser reconocida y leída como la gran obra que es, piedra fundadora de una literatura que abre el camino a Rulfo o incluso, dice Aguilar Mora, a Cien años de soledad.
Esta edición, hay que decirlo, lleva siete reimpresiones, de modo que existen los lectores de Cartucho, pero no lo gritan lo bastante fuerte. Cartucho es tan buen libro como Pedro Páramo, su prosa es tan buena como la de Arreola, Efrén Hernández o Rosario Castellanos. ¿Y entonces? Los estudiosos delmainstream no lo traen a cuento, tampoco los que estudian a las escritoras o a los raros. Y eso sí que es raro.
Y no sólo hay que leerlo porque, al igual que la Chihuahua retratada en los relatos que componen este libro, el país está ahora sembrado de muertos –sería absurdo decir que Pedro Páramo es un libro pertinente sólo porque ahora nuestros pueblos están llenos de fantasmas–, sino porque Cartucho se adelantó a su tiempo y a su literatura. ¿Es Cartucho un libro de cuentos? La edición de era dice claramente como subtítulo: Relatos de la lucha en el norte de México. Sin embargo, Cartucho me parece a mí una novela modernísima, hilada por un solo punto de vista que, si bien va contando historias distintas, muertes distintas, las hace desfilar con un ritmo parejo, como los capítulos de una sola vida, de una sola memoria que devuelve la percepción infantil de la guerra, una visión amoral, descarnada, tierna, horrible y a la vez poética. Algunos de sus párrafos serían ahora microficciones, miren:
“¡Tripitas, qué bonitas!, ¿y de quién son?”, dijimos con la curiosidad en el filo de los ojos. ‘De mi general Sobarzo –dijo el mismo soldado–, las llevamos a enterrar al camposanto.”
O esta:
“El Peet le dijo a Mamá: ‘Ya se fueron todos, acabamos de fusilar al chofer de Fierro, y en el camino nos fue contando bastantes cosas, dijo: El general Fierro me manda matar porque dio un salto el automóvil y se pegó en la cabeza con uno de los palos del toldo. Me insultó mucho, y me bastó decirle que yo no conocía aquí el pueblo para que ordenara mi fusilamiento. Está bueno, voy a morir, andamos en la bola, sólo les pido que manden este sobre a Chihuahua, que se sepa siquiera que quedé entre los montones de tierra de este camposanto’.”
Y así van desfilando, capítulo tras capítulo, muertos de nombre y apellido. Algunos célebres como Urbina y Felipe Ángeles, otros que sólo pasaban por ahí o que cometieron un pequeño error, como en todas las guerras. Los muertos de Cartucho llevan el sino de la muerte ciega y absurda en las batallas de siempre, desde que el hombre existe y la guerra existe; la prosa delicada de Campobello les da esa dimensión profunda. Son un puñado de muertos que han asumido su destino y en Cartucho van pasando a la foto previa al paredón, individuales, con su pequeña historia que una niña cuenta. Un sembradío de muertos, muertos bellos, muertos llorados pero ansiados también, muertos que son los juguetes de la niña y la tristeza de su madre en medio de la revolución. Una madre villista cuando a Villa se le consideraba un bandido y a sus huestes una bola de salvajes.
Muchas regiones del país se deben parecer ahora, por desgracia, a Cartucho. Muchos niños ven, quizá, a tanto muerto de esa manera descarnada, curiosa y amoral, y a la vez, de maneras extrañas, enternecedoras, porque los sentimientos de la niña son buenos. Ya dice mucho mejor Aguilar Mora queCartucho es una mezcla inusitada de géneros: las memorias, la poesía, la crónica, el cuento, y yo no desarrollaré más el tema porque lo que quiero es que ustedes dejen esta columna y corran a leer o a releer, como ustedes quieran, Cartucho.
Sólo una cosa más: Nellie Campobello comenzó Cartucho en 1931. ¿Quién escribirá en 2031 lo que ahora está pasando?.

domingo, 14 de junio de 2015

Tuberías narrativas

14/Junio/2015
Jornada Semanal
Ana García Bergua

En estos días, mientras preparo una charla sobre la pertinencia de la narrativa y gracias a mis alumnos de Sogem, he estado leyendo dos libros de Vicente Leñero, cuya columna “Lo que sea de cada quién” en la Revista de la Universidad extraño mucho. Los libros que he estado leyendo ocupan distintos lugares dentro de la enorme obra de don Vicente como novelista, dramaturgo, narrador, periodista y todo aquello que fue en su prolífica trayectoria: estos libros son Asesinato yLa gota de agua.
Asesinato es ciertamente una de sus novelas principales, si bien ya es muy difícil de conseguir. Cuenta de manera objetiva, un poco al estilo de Truman Capote, un crimen muy sonado a finales de los años setenta. No sé si los de mi generación y las anteriores recordarán aquellos titulares enormes de los periódicos que rezaban “Fue el nieto”. Se trataba del asesinato del político Gilberto Flores Muñoz y su esposa, la escritora Asunción Izquierdo, alias Ana MairenaAsesinatonos deja ver toda la serie de descuidos, omisiones e ilegalidades en que se incurría (y bien sabemos que se incurre todavía) a la hora de armar un caso como aquel, en esos años en que Durazo era el jefe de la policía, ni más ni menos. También nos deja ver otra ciudad recorrida incansablemente por los actores del drama, otros pobres y otros ricos, los de entonces. El libro no es propiamente una novela: es un reordenamiento de documentos, historias, acciones, todos apegados estrictamente, se nos avisa, a lo que se asentó en actas o se dijo efectivamente. Es decir que Vicente Leñero no inventa, no hace ficción –de hecho, en la parte “novelada” del libro incluye versiones distintas de los actos, aclarando que éstas surgen de declaraciones sucesivas– y sin embargo, en el ordenamiento de los hechos, en la tensión que se mantiene todo el tiempo, en el hecho de poner el foco aquí o allá, alcanzamos a ver la mano maestra del narrador llamándonos la atención, conduciéndonos en el entreveramiento de imposturas y deformaciones de los hechos por parte de sus protagonistas, los policías, los abogados, los jueces, a algo que deja sospechar la verdad. Asesinato es una crónica periodística, sí, pero también una pieza narrativa de primer orden, llena de ecos: es una pieza literaria. ¿Es pertinente la narrativa aún? Desde luego. Y pienso también, como acotación, en el espléndido trabajo que Héctor de Mauleón, también periodista y narrador, realizó sobre el caso de Florence Cassez para la revistaNexos: una reconstrucción narrativa que revelaba las omisiones y deformaciones conducentes a que nunca supiéramos realmente la verdad.
Al contrario de Asesinato, cuyo tema es complejo, toca de entrada al aparato político y está lleno, como dicen, de aristas, La gota de agua, reeditada hace poco por el Fondo de Cultura Económica, narra un episodio doméstico en apariencia pequeño en la vida del escritor: un mes de escasez de agua en la colonia San Pedro de los Pinos, donde vivía la familia Leñero, en 1981. La operación literaria ejecutada enLa gota de agua es similar a Asesinato: una revisión obsesiva, exhaustiva y ordenada de cada detalle, cada pequeño incidente. Uno va a la mitad del libro y de repente levanta la cara sorprendido de llevar horas y horas leyendo apasionadamente sobre la construcción de una cisterna, las dificultades con los tlapaleros, plomeros y adláteres, las circunstancias de la ciudad en aquella época (cuando San Pedro de los Pinos estaba “al final” de la urbe), los materiales adquiridos para resolver el problema, los jicarazos, las comidas sin agua y otros muchos detalles que suelen ser una pesadilla si se padecen, pero a nadie se le ocurre contarlos como novela. A Vicente Leñero –quien por cierto estudió la carrera de ingeniería con resultados medio desastrosos, que también relata en el libro– se le ocurrió hacerlo y con ello escribió un libro no sólo interesante de por sí, sino que su mirada entomológica se vuelve panorámica: ante nuestros ojos aparecen un México y una Ciudad de México muy distintos y complejos, lo cual sucede también, ya lo dije, en Asesinato. Quizá la narrativa y la plomería se relacionan de algún modo: hay tuberías ocultas, conexiones, historias que llegan y otras que se desechan, alta presión y caídas a chorro. Todo un mundo que recorre las paredes de los edificios y que sin él, no funcionarían. Se sostendrían en pie, tal vez, pero nadie podría habitarlos, como los lectores a los libros.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Contar

2/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Ana García Bergua

Antes de que  termine el año en que Gabriel García Márquez nos dejó para irse a vivir en sus novelas, esta persona quiere confesar que en el año de 1985, mientras trataba de escribir una pieza teatral, leyó El amor en los tiempos del cólera y sintió una necesidad de narrar parecida a un río desbocado. Y que esa necesidad la poseyó como una especie de demonio del amor, con resultados irregulares, y que ese demonio no la ha soltado hasta ahora. Y que en esa primera narración que produjo como poseída campearon ángeles y seres fantásticos, debido a la influencia que esa novela y los demás libros de Gabriel García Márquez habían ejercido en su manera de leer y de escribir. Esta persona confiesa que un poco más tarde viviría el peso de tan laureado escritor como un conflicto pues pensaba, al igual que otros de su generación, que era necesario pasar a otro capítulo y abandonar la corriente de esa prosa que todo lo permeaba, ese realismo mágico que muchos copiaban con gran facilidad y sin ninguna vergüenza, en el que muchos como ella se sentían sumergidos y que en el fondo, lo que provocaba como una especie de tornado, eran unas ganas enormes de contar sin tregua, desmenuzar historias familiares y mezclarlas con historias que no lo fueran en absoluto, con sueños y alucinaciones y maravillas. Y esta persona se confiesa embebida desde la adolescencia en el relato de un náufrago, en la historia del ángel que llega a las playas de un pueblo tropical y en los funerales de la mamá grande y en la cándida Eréndira y su abuela desalmada y por supuesto en Macondo y el comienzo prodigioso de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y esas frases “el día en que…”, o “aquella tarde en que” que son tan de García Márquez y nos meten de cabeza en la narración y también son de los demás que hemos comenzado nuestras cosas con esa tarde o ese día verosímiles y enloquecidos en que las vidas se ramifican y la realidad se trastoca. Esta persona escuchó hace unas semanas decir a otro escritor hijo de Gabo, el indoinglés Salman Rushdie, que los lectores, cuando escuchan la expresión “realismo mágico”, atienden a lo mágico, pero que en realidad la clave del realismo mágico es el realismo. Y lo mismo pensaba quien escribe, aunque no supo expresarlo de manera tan paradójica y por lo mismo admirable, que en realidad ese género –si se puede llamar así, aunque convendría quizá rebautizarlo como gabismo mágico– entrevera o borda lo inusitado en la realidad y le da otro sentido, pero la realidad debe estar como la tela sobre la que se pinta, porque sin la realidad esta literatura se cae o se convierte en pura literatura fantástica y hay a quien le pasa que pierde el interés.
Y confiesa esta persona que leyó la autobiografía de García Márquez con el mismo placer con que leyó sus novelas o sus Doce cuentos peregrinos y sintió la misma sed de contar cuando vio cómo Gabo, en Vivir para contarla desmenuzaba su infancia y juventud en el pueblo de Aracataca y la presencia de la American Fruit Company y sus comienzos en el periodismo en Bogotá y su llegada a México con Mercedes y todo ello le parecía parte del telón realista del que se desprendería después lo maravilloso. Y también quiere compartir el hecho de que una vez, hace pocos años, se encontró a Gabo en un Sanborns acompañado por Álvaro Mutis y sus respectivas esposas y le dijo de quién era hija y le recordó que él y Mutis iban a su casa cuando era pequeña. Y él evocó unas fiestas domingueras en casa de los padres de quien esto expone hasta con nostalgia y se despidieron y quien esto escribe se quedó pensando por qué no le había confesado a Gabo que también por haberlo leído escribía novelas. Y esta persona se imaginó que eso le dirían a Gabo todas las personas todos los días, que por él escribían, imaginaban o habitaban novelas, propias o ajenas, que la corriente de su fabulación ha sido tan fundamental como la de Homero, si es que Homero existió, y que quién sabe, en realidad, qué se le hubiera podido decir a García Márquez o a Mutis que ellos no supieran. Y entonces quien esto escribe regresó tranquila a su casa a seguir escribiendo unas novelas y luchando porque ya no se parezcan a las de García Márquez, aprendizaje muy difícil en el que ha pasado un par de décadas, no por nada en especial, sino porque si no, nomás no avanzamos.

domingo, 15 de junio de 2014

Un enano en una maleta, un amante en el refrigerador, el comunista, la rata y tres presos apandados

15/Junio/2014
Jornada Semanal
Ana García Bergua

José Revueltas estuvo en prisión en tres ocasiones: en el Reformatorio y la cárcel de Belén y Santiago en su adolescencia; dos veces en las Islas Marías y posteriormente en Lecumberri, a raíz de su participación en el movimiento estudiantil de 1968, del que se declaró dirigente para que se exculpara a los estudiantes. Al leerlo me han interesado mucho algunos elementos en los que lleva a la locura la claustrofobia del encierro, transformándola en un elemento grotesco, casi humorístico, casi patético y al final de cuentas muy efectivo. Es el caso de El apando, el célebre  relato que José Revueltas publicó desde la cárcel en 1969, en el que los presos “apandados”, es decir recluidos en la celda de castigo, pelean por una rendija por la que tuercen la cabeza tratando de atisbar a los policías que uno de ellos ve como monos tras las rejas y la prosa de Revueltas lo convierte en una única cabeza o un ojo único, “la cabeza sobre la charola de Salomé, fuera del postigo, la cabeza parlante de las ferias, desprendida del tronco –igual que en las ferias, la cabeza que adivina el porvenir y declama versos, la cabeza del Bautista, sólo que aquí horizontal, recostada sobre la oreja–, que no dejaba de mirar nada de allá abajo al ojo izquierdo.”
Adentro del apando hay otro preso apodado El carajo, deforme, cojo y tuerto, al que su madre visita y los otros convencen de que les traiga droga “enredada en las verijas”. El Carajo me parece un poco pariente de otro personaje encerrado, terrible, genial y también grotesco de Revueltas: Elena, es decir el enano, que aparece en su última novela publicada, Los errores, calificada por unos críticos como la mejor armada de las que escribió y por otros como una novela sin tanta vida como Los días terrenales, por lo mismo. Este personaje es encerrado por el hampón Mario Covián en una maleta para asaltar al usurero don Victorino, como una especie de mini caballito de Troya. A mí me parece que la presencia de Elena en Los errores le da a la novela un aire verdaderamente literario, más allá de la metafísica materialista y el conflicto dostoievskiano que Revueltas desarrolla en toda su obra. Es un elemento un poco absurdo, casi surrealista, que funciona para tensar la trama –durante gran parte de la novela sabemos que Elena está encerrado en la maleta, esperando a que salga don Victorino del despacho, y en ella bebe, ronca, se ríe y se mea, en aquella oscuridad a la que sólo él pertenece y que es su universo– y le da a la novela otra dimensión más allá de los conflictos entre el hampón y sus mujeres, y los de los comunistas expulsados y mandados asesinar por el propio Partido.
También en Los errores hay otro episodio en el que el comunista Olegario rememora su huida de la cárcel por el conducto del desagüe, entre los desperdicios, perseguido por las ratas que le mordisquean los tobillos y se le trepan por las piernas. La escritura de esta parte de la novela es magnífica, especialmente angustiosa y en ella las ratas (una de ellas aplastada por el propio Olegario) juegan ese papel siniestro, irracional y a la vez paradójicamente estético, en el que asoma la literatura.
El enano en la maleta funciona como el amante en el refrigerador del cuento “La sinfonía pastoral”, que se encuentra en el libro Material de los sueños. Este cuento, según don José Luis Martínez “acaso excesivamente estirado”, trata de una pareja que va al cine a ver la película basada en el libro del mismo título de André Gide. El marido, importador de carnes, ha invitado a su mujer luego de sorprenderla escondiendo al amante en el enorme frigorífico congelador de carnes. Ella no sabe si él sabe y así ven la película, que resulta ser una tortura para la esposa, atenazada con la imagen del hombre que ama muriéndose entre los costillares de cerdos y reses colgados, al que no puede salvar. Aquí no sabemos qué siente el amante, como sabemos lo que sienten y viven los presos en el apando o el enano en la maleta, pero ese sufrimiento queda, por omisión deliberada, en la imaginación del lector, obligado a escribir esa parte para sí mismo.
Siete encerrados siete (con la rata), productos del genio de Revueltas, quien seguramente meditó mucho al respecto en la cárcel y por cierto escribió: “Quien no puede soportar la desesperación de la cárcel es que tampoco puede soportar la desesperación de la libertad.”