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domingo, 23 de septiembre de 2018

Fábula de la renuncia y la renuencia

23/Septiembre/2018
La Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Juan José Arreola (1918-2001) es –siempre fue– una suerte de Juan Rulfo tan opuesto al autor de Pedro Páramo como convergente en un idéntico espacio, tiempo y singularidad creativa: la otra cara de la misma moneda. Gracias a la noción equivocada de que ambos habían nacido en 1918, muchas biografías e historiografías literarias no mencionaban al uno sin referirse al otro, aunque apenas se les lee se advierten las diferencias. Se supo luego que Rulfo nació un año antes que Arreola y que entre los dos Juanes no quedaba en común sino la ascendencia geográfica y bautismal. Literariamente, que es lo que al final importa, el contraste de prosa y estilo, de temática y ritmo y respiración verbal, no podía ser más evidente, aunque la renuncia a publicar, que en Rulfo fue radical y en Arreola un tanto histriónica, volvía siempre a recordarnos que entre estos dos amigos no mediaba sólo un tercer paisano apenas más joven y uno de los ensayistas más amenos de nuestra literatura, Antonio Alatorre, sino asimismo una reticencia que en el uno devolvía al silencio su naturaleza primigenia mientras en el otro cobraba la resonancia de una oralidad torrencial. Sin embargo, la renuencia a publicar era la misma renuncia a repetirse.
Nacido en Ciudad Guzmán y no en un mero pueblo jalisciense, se ha subrayado menos la esterilidad libresca de Juan José Arreola que el vacío editorial posterior a Pedro PáramoQuien no haya leído al autor de Confabularioquien lo haya visto o padecido en la pantalla chica comentando partidos de futbol o departiendo, acaso lamentablemente, con la flora y nata de la frivolidad farandulesca, puede entender que sea más significativa la abdicación rulfiana; quienes conservamos en la memoria la límpida precisión de los retratos animalescos de Bestiario, la prodigiosa prosa de La feria, la imaginación inasible de los cuentos, no podemos dejar de hermanar a estos dos narradores del preboom hispanoamericano que, junto con Onetti, Lezama Lima, Sabato y algunos otros, constituyeron para el mundo intelectual europeo un descubrimiento tan detonador como el de los mismos autores agrupados por la mercadotecnia bajo el emblemático apodo del Boom.
Ocurrió además que en el caso de Arreola, después de La feria (1963), su último libro propiamente escrito, según lo observa José María Espinasa, su presencia editorial no fue tan exigua, como en el caso de Rulfo, reducido al guion de El gallo de oro y algún cuento o fragmento narrativo aparecido en revistas, sino que estuvo poblada de reediciones, recopilaciones, grabaciones de su vertiginosa verborrea, autobiografías hechizas, entrevistas y toda la parafernalia que se le ocurrió a quienes lamentaban que su funambulesco flujo verbal desapareciera con él. Se quiso, en un acto de prestidigitación que por lo menos no afectó a su primera, auténtica literatura, resaltar la oralidad para disfrazar así su atípica reticencia tipográfica, el aburrimiento precoz o la pérdida de entusiasmo por publicar de las tres últimas décadas.
Geómetra de la escritura, el humor y la elegancia de la prosa arreoliana se muestran en Confabulario(1952, aunque futuras ediciones terminaron por formar un Confabulario totalcomo un ajedrecístico pasatiempo con su algo de veleidoso y su mucho de dilatada armonía de lo sugerente. Desde el primer relato (“Hizo el bien mientras vivió”, 1943) se evidenció que se trataba de un estilista. A su ecléctico modo, devenía asimismo irónico costumbrista, fabulista urbano, regionalista heterodoxo, rotundo feligrés de la ciencia ficción, surrealista del absurdo cotidiano. La elegante nitidez de las fábulas de Bestiario (1959) es menos cortazariana que semejante, apenas anterior al espíritu de Monterroso, aunque sus viñetas no son solamente humorísticas sino enjundiosos ejercicios de descripción asombrada: imágenes poéticas de la fauna. Si su histrionismo natural dejó menos teatro escrito que el que desperdigó en charlas y sobremesas, su numen exige, de todos modos, un espectador antes que un lector, pues la literatura de Arreola, de acuerdo con Adolfo Castañón, es una lección de amor trovadoresco.
Entre los varios cuentos memorables de este proceloso memorista autodidacta (“Baby h.p.”, “En verdad os digo”, “El prodigioso miligramo”), es quizá “El guardagujas” el mejor ejemplo de una literatura múltiplemente alusiva que genera lecturas políticas, fantásticas o satíricas sin desmedro de su naturaleza de invención pura: la ineficiencia del servicio ferroviario que da para lunáticas reflexiones acerca del sentido de la vida o el destino de los viajeros, que van de la más burda realidad a convergencias metafísicas desopilantes. Se advierte que Borges y Torri, Schwob y Papini andan por ahí. El cuento consigue presentarnos la imagen caótica de un mundo poblado por seres deshilvanados e imprevisibles. Visto como alegoría, presenta al maquinista del tren (político) que arenga a los viajeros (los gobernados) acerca de la necesidad de desarmar los vagones si quieren salvar un escollo del camino, con toda la caterva de festivas y absurdas consecuencias que genera tal inconveniencia, mientras el guardagujas –empleado del sistema– y el forastero –un extraño, como todo viajero ocasional–, parecen empeñados en darle sentido a esta apoteosis de la ilogicidad.
Se celebran este 2018 (¿será realmente así, con el bombo que el año pasado aconteció con Rulfo?) los cien años del nacimiento de Juan José Arreola. Por más que su inverosímil memoria, tan celebrada por quienes lo conocieron, y su desbordante personalidad, en la que se escondía un clown juglaresco, según lo observó alguna vez Octavio Paz, alienten a recordarlo como uno de los animadores culturales y de los conversadores más originales de nuestro país, sus lectores nos quedaremos siempre, me parece, con el Arreola de los cincuenta y los sesenta, el de los cuentos fantásticos que admiró Borges, el de una novela, La feria, que de no haber existido Pedro Páramo competiría con Los recuerdos del porvenir y con alguna de Carlos Fuentes o Fernando del Paso como la mejor en la narrativa mexicana del siglo pasado. Y lamentaremos siempre que haya cambiado la página en blanco por la pantalla, la finta casi futbolística que significó su paso por la televisión.

domingo, 6 de agosto de 2017

Guillermo Cabrera Infante: amor con humor se paga

6/Agosto/2017
La Jornada Semanal
Enrique Héctor González

En 2017 no sólo deben celebrarse los cincuenta años de la aparición de una novela que cambió los rumbos de la narrativa hispanoamericana con su estirpe centenaria de Aurelianos y José Arcadios, sino que sería plausible recordar, asimismo, que otras dos novelas fundamentales del boomCambio de piel y Tres tristes tigres, se publicaron también en 1967. De la primera de las tres se ha recordado en la prensa cultural hasta el día preciso de su nacimiento, y de la novela de Fuentes –quizá con menos estridencia por tratarse de un libro de escritura experimental y velocista– se hablará siempre como de un suceso casi puntual a partir del que la novela en nuestra lengua cobra conciencia de su fuerza hipnótica. Tres tristes tigres, en cambio, ha sufrido junto con su autor un inmerecido olvido que sería hora de restañar.
Nacido en Gibara, pequeña ciudad oriental de Cuba, en 1929, Guillermo Cabrera Infante fue un año menor que Carlos Fuentes y dos que García Márquez, aunque murió antes que ambos, en 2005. No perteneció al núcleo del boom pues, por antonomasia, ese sitio sólo posee los cuatro escatimados escaños que ocupan los dos novelistas antecitados, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Sin embargo, si extendemos el círculo de la narrativa hispanoamericana a quienes, en los años sesenta y setenta, consolidaron el renombre alcanzado por la novela producida en esta zona del mundo, adláteres anteriores, contemporáneos o directamente derivados del boom, se tendría que mencionar, entre los nombres de Manuel Puig, José Donoso, Miguel Ángel Asturias, Juan Carlos Onetti, Fernando del Paso y algunos más, el de Cabrera Infante. Es posible que su autoexilio en Inglaterra, que duró unos treinta y cinco años, y sobre todo, la circunstancia de haberse erigido en el primer crítico frontal de la revolución castrista entre los escritores de su generación (en el temprano año de 1961 fue destituido como director de la publicación cultural más importante de Cuba, Lunes de Revolución, y en 1965 partió definitivamente de la isla, luego de una escisión disfrazada de cargo diplomático en Europa), quizá adelantaran el incierto descrédito en que cayó oficialmente su obra narrativa, aunque siempre fue reconocido entre sus congéneres como un prosista de proverbial talento en la consecución de una escritura festiva, shandyana, musical.
Guillermo Cabrera Infante fue, además, un notable crítico de cine que dejó en Arcadia todas las noches, pero sobre todo en Un oficio del siglo XX, una colección de ensayos y reseñas que lo mismo alertaban desde los años cincuenta contra la preeminencia de los criterios de Hollywood en la premiación de los festivales fílmicos, que permitían reconocer en su juicio sobre el cine europeo de esas épocas épicas (de Truffaut a Hitchcook al neorrealismo italiano a la “nueva ola” del cine francés) las revelaciones de un sacerdote cinéfilo.
Pero aparte de esta inveterada filiación fílmica, Cabrera Infante fue, antes que nada, un narrador nato, un humorista de la lengua que dejó algunos libros de cuentos y textos breves de impecable factura, como Exorcismos de esti(l)oAsí en la paz como en la guerra –suerte de lúcido ejercicio hemingwayano cuajado de hachazos sintácticos que son, al mismo tiempo, hechizos del lenguaje–, O, así nada más, con la cuarta vocal titulando una serie de prosas leprosas en su barroquismo aliterante, en la excesiva y hasta gratuita granulación de frases disfrazadas de música verbal, y la vasta novela La Habana para un infante difunto, título revelador de la destreza cabreriana para parodiar y resaltar la riqueza alusiva y elusiva de sus textos.
Sin embargo, es ese viaje por la noche infinita (y las grandes novelas son, desde Homero, historias de viajes) que intituló refranescamente Tres tristes tigres, la obra maestra de Cabrera Infante. Publicada, por motivos de censura, tres años después de haber ganado el codiciado Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral, TTT es una melodiosa metafonía de historias entrelazadas donde el habla habanera del night club de los años cincuenta coincide con la parodia de grandes escritores; donde de lo que se trata es de desviar siempre el curso normal del enunciado mediante el dique de la comicidad, verter el caudal de sus historias en el escamoteado golfo del ingenio, lo mismo para subvertir un orden social que para contravenir los propios estatutos de la lengua, cuya gramática, ese odioso policía del idioma, obliga a escribir siempre de determinado modo, condición fascista ya señalada en su momento por Roland Barthes.
Divertidos, excitados, trastornados por la naturaleza envolvente de su universo de comedia, los tres nostálgicos felinos sugeridos por el título de la novela, Bustrófedon, Silvestre y Cué, compiten constantemente en un jugoso juego verbal cuyos frutos son, con frecuencia, motivo de pasmo en las mujeres de quienes se rodean: amor con humor se paga. El disparate, la digresión, el diálogo incesante con la noche los vuelve teóricos del sexistencialismo, otero desde donde otean el ocio de la vida. “Estoy aquí, ¿no?”, le dice una mujer, Magdalena, a Silvestre, sólo para que éste responda: “Prueba concluyente. Si estuvieras conmigo en una cama sería definitiva. Coito ergo sum.”
Es posible que la vida disipada, esa insensata vocación lúdica de la novela y de sus personajes por revolver los saldos del viejo régimen en un amasijo amatorio que bien podría leerse como “íntima tristeza reaccionaria”, haya despertado en el ánimo del mundo intelectual sesentero cierto resquemor. Sin embargo, es y siempre fue una ceguera que Tres tristes tigres, la más joyceana de las novelas escritas en español, padeciera el juicio ominoso de una mutilación cometida por la censura franquista que la hace terminar con la frase “…ya no se puede más”, afortunada línea final después de la cual un improcedente relato sobre alguna desaforada guerrilla cerraba la novela. Casi no hay que decir que el exabrupto fue festejado y conservado por Cabrera Infante en todas las ediciones posteriores del libro como el sensible homenaje que a veces la estupidez rinde a la literatura, a esta obra que, luego de cincuenta años, merece sobradamente el sosegado festejo de una recomendable relectura.

domingo, 18 de junio de 2017

La búsqueda de la identidad: el Carlos Fuentes cuentista

18/Junio/2017
La Jornada
Enrique Héctor González

Cuentista consumado, novelista de grandes vuelos, dramaturgo a veces y poeta “por omisión”, la obra de Carlos Fuentes no ha perdido aliento ni vigencia.
I
Hace cinco años murió Carlos Fuentes y aun hoy en día su legado literario parece seguir pronunciándose en favor de las numerosas novelas que escribió antes que de los ensayos, las obras teatrales o los cuentos, aunque siempre alguno que otro (“Muñeca reina”, “Las dos Elenas”, “Malintizin de las maquilas”) será materia ineludible de recopilaciones del género. Pensando en que el escritor estuvo activo hasta el final, que le sobrevino a los ochenta y tres años, la suya es una obra de la que no nos hemos separado lo suficiente como para balbucir veredictos respecto de su eternidad, advirtiendo, sin embargo, que sus novelas más afamadas (La muerte de Artemio Cruz, Aura, Cambio de piel, por citar tres al azar) se publicaron hace unos cincuenta años, conviene mirar su narrativa de un modo más incluyente, pues no cabe duda de que el autor de Una familia lejana seguirá siendo referente natural entre los prosistas de ficción del siglo pasado.
Un enfoque plausible puede ser, sin duda, el del Fuentes cuentista, pues si bien, como queda claro, nunca alcanzó en este género la notoriedad que le sig-nificaron sus trabajos más extensos, resulta evidente que, a diferencia de Mario Vargas Llosa, el autor mexicano no cultivó la narrativa breve de manera esporádica sino a lo largo de los sesenta años que se mantuvo activo. Por eso fue un acierto que en 2013 el Fondo de Cultura Económica encargara a Omegar Martínez la reunión, en casi un millar de páginas, de sus Cuentos completos pues, aunque es un tanto desaforado afirmar –como lo hace el editor– que es en los relatos breves “donde habita su esencia literaria”, sí es asumible que el espacio limitado del cuento le vino casi siempre bien a un autor dado a los efluvios líricos dentro de su prosa narrativa, desbordamientos de la escritura que en sus novelas pueden caber en la amplia gama que va de lo admirable a lo superfluo, pero que en un cuento, por sus limitadas dimensiones, a menudo resultan imperdonables. Fuentes supo casi siempre domar la intemperancia de esa voz retorizante en sus relatos; no así en las novelas, donde la complacencia de la escritura con la escritura misma fue uno de los ingredientes que dio al traste con sus últimos libros. Porque hay que decirlo con todas sus letras, y reconociendo siempre el aprecio que la literatura de Carlos Fuentes ha generado en la mayoría de sus lectores: desde Terra Nostra (1975), y según Antonio Alatorre desde Cambio de piel(1967), las novelas del autor a menudo fueron volviéndose cada vez más abstrusas y abigarradas, presas de un barroquismo que fue perdiendo el encanto de los primeros tiempos y ya sólo en contadas estaciones (Cristóbal Nonato, ciertos pasajes de Los años con Laura Díaz) cumplieron con la cuota de ese enmascarado magnetismo que atrapa la lectura: sus textos, a veces, se enfangaron en una suerte de derroche polifónico que coqueteaba, ya al final, con el aburrimiento. Es de justicia, no obstante, reconocer que su escritura mágica, sincrética, con la palabra mito a flor de historia y la metáfora latigueando siempre en su prosa pulida, nos da no sólo una “imagen” de México, como la de Juan Rulfo, sino un caleidoscopio cuyo afán totalizador es equiparable al que generan las obras completas de Alfonso Reyes y las de Octavio Paz, y lo convierte, ciertamente, en un “fenómeno de nuestras letras”, como lo señaló en su momento Elena Poniatowska.

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“Cada cuento está escrito con un fantasma sobre nuestros hombros”, anotó alguna vez Carlos Fuentes, y si tomamos la frase con el rigor que le debemos a todo lo que aviva el asombro y la extrañeza, resulta comprensible, entonces, que una de las recopilaciones más celebradas de sus relatos, Cuerpos y ofrendas, lleve ese título donde compiten la presencia carnal del ser y, al mismo tiempo, la naturaleza idolátrica, espiritual, propiamente fantasmal de muchos personajes de sus libros: la figura de la dualidad esencial que la crítica ya se ha encargado de reconocer en su prosa. Desde la primera colección de his-torias breves, Los días enmascarados, denominación igualmente significativa pues, como se sabe, alude a los cinco días finales del año azteca, la ascendencia prehispanista y la casi fijación que desborda la obra de Carlos Fuentes por el pasado mexicano, es asimismo un punto de partida de “la búsqueda de la identidad en la pluralidad y la fugacidad temporal”, atributo que, según Paz, es el tema constante de la narrativa del autor. Sin embargo, la profanación y el horror o, por mejor decirlo, el énfasis que en su obra alcanzan el horror y el éxtasis de la profanación, la vuelta a los cotidianos o remotos fantasmas de una existencia anterior, la tentación del retorno imposible a los lugares sin límite, nos recuerda cómo los cuentos de Fuentes no sólo se escribieron con la ayuda de una presencia espectral sobre sus hombros, sino que esa misma criatura invisible encarna la irremediable violación de los espacios sa-grados que pervive aun en los cuentos neorrealistas o francamente fronterizos con la crónica histórica, propios de la última etapa del Fuentes cuentista.

La evocación de Amilamia en “La muñeca reina”, una de las piezas de narrativa breve más emblemáticas de su obra primera, revela cómo una nota perdida en un viejo libro provoca en el hombre de veintinueve años que cuenta y protagoniza el relato la necesidad de revisitar el jardín donde, quince años atrás, una niña lo sedujo con su facundia fantasmal y persistente. El apunte rescatado del olvido, además de estar escrito con la deliciosa sintaxis y heterodoxa ortografía de la primera infancia (“Amilamia no olbida a su amiguito y me buscas aquí como te lo divujo”), indica el lugar donde la niña vive. El diálogo que la historia establece con “Una rosa para Emily”, de William Faulkner, no deja lugar a dudas acerca de que, si no con el cadáver de la niña, el personaje se encontrará, luego de la resistencia que ofrece el matrimonio de viejos que ahora habita la casa, con un altar que la recuerda, un cuerpo de porcelana, pasta y algodón entre flores y olores y ornamentos conformados por los juguetes destrozados de Amilamia: el féretro de la muñeca reina. El hombre huye, mientras la madre alcanza a decir: “Si de veras la quiso, no vuelva más.” Sin embargo, y luego de un año, él regresa cuando entiende que la nota reencontrada en el libro puede ser un buen regalo para los viejos: otra ofrenda para el altar. Le abre una joven en silla de ruedas, contrahecha, que lo recibe tan familiarmente como suena el “Carlos” con que la voz cascada del viejo, desde el fondo de la casa, le pide que se vaya.
Entre el realismo mágico de Rulfo y la sátira fantástica de Arreola, como observó el crítico Luis Leal, y aun podríase añadir, tensando la cuerda de la ficción con la fricción de la realidad, se ubica la obra de un autor que sabe muy bien, de todos modos, que “en literatura sólo se sabe lo que se imagina”.

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En los diez libros de cuentos de Carlos Fuentes –tres de ellos, en realidad, son volúmenes antológicos–, la nota de la dualidad ya señalada entretiene paralelismos y analogías de un poder de sugerencia que revela a un escritor pensante, alguien que construye su obra luego de haber trazado esquemas de afinidades y semejanzas cuidadosamente dosificados. La escritura, con pasmosa eficiencia, propicia tal entre-lazamiento infinito de destinos y azares que algunos de sus libros de relatos están concebidos como novelas vertidas en forma de cuentos, trasvasamiento que devino devoción en El naranjo, La frontera de cristal y en su última colección de textos breves, Carolina Grau.

Los cincuenta y seis relatos que recoge Omegar Martínez en Cuentos completos dejan suponer que el brumoso lirismo y la complaciente heterodoxia de las úl-timas novelas del autor quizá deban leerse como el laboratorio de donde extrajo las mezclas adecuadas y las sustancias disolventes de ese mar de escritura (en el que a veces naufraga el lector de Carlos Fuentes) para verterlas con mayor eficiencia en su prosa breve. Hay, como en casi cualquier obra, una extraña lucidez en la obcecación con ciertas fórmulas o materiales, algunas recurrencias (el pasado mexicano, la inmundicia de la modernidad, la sofisticación y franca excentricidad de sus personajes) que se resignifican en la medida en que tienen la fuerza de parodiarse a sí mismas. Por ejemplo, en sus ya citadas novelas en forma de cuentos, el afán tautológico del plan narrativo que caracteriza a su prosa obsesiona al autor con la idea de repetir el título general de la obra en cada historia, aludir al detalle del árbol de naranjo o la frontera cristalina en algún punto de todos los relatos. Algunos de ellos se sostienen difícilmente en su anécdota (la estadunidense que termina por aceptar a la sirvienta mexicana, vista su fuerza espiritual, en “Las amigas”, por ejemplo) y sin embargo la pertinencia del conjunto, las observaciones agudísimas de los personajes o el narrador terminan por convertir lo que pudiera rozar la más sorda elementalidad en acerba crítica de una realidad que rebasa inapelablemente las fronteras de la ficción: “Al principio, Miss Amy ni siquiera le dirigía la mirada a Josefina. La vio la primera vez y confirmó todas sus sospechas. Era una india. No entendía por qué esa gente, que en nada se diferenciaba de los iroquois, insistía en llamarse latina o hispana.”
Hay, en varios relatos, párrafos de una línea que acercan o pretenden aproximar la escritura a la cadencia de la poesía; hay parrafadas –no tan abundantes como en las últimas novelas– que parecen retórica pura (“muros que no cerraban sino que abrían otros espacios en el espacio, más allá del espacio, para el espacio, pero también contra el espacio”, se permite en “Salamandra”), que se retuercen en detalles y consideraciones inútiles o saldan, en juegos de palabras o de sentido, su deuda natural de contar, la obligación implícita de todo narrador: entretener con una buena historia, ambientar las situaciones e involucrar al lector; seducir con algo más que la mirada su atención, emplear todo el cuerpo en ello y no reducirse a alentar guiños fementidos o felices de prosa lúcida.
No obstante, cuando hace de la hipérbole y de cierto espíritu rabelaisano ocasión de liviandad (como en ese fragmento cercano al final de “El dueño de la casa”, donde habla del “pedo eucarístico” que se permite un monje); cuando muestra su espléndida aptitud para caracterizar de un plumazo impoluto determinada condición de algún personaje (“Era un ciego, uno de esos ciegos enfermos con la mirada borrada como por una nube interna que sólo le ofrece al mundo un par de ojos disueltos en un espeso esperma legañoso”); cuando emerge de su prosa cierta intuición que le permite deshebrar una realidad determinada, la naturaleza equívoca, estentórea y, en el fondo, vacía de un apelativo conocido (“con gusto sacrificaba ese nombre sin nombre, esa ubicación fantasmal, ‘los Estados Unidos de América’, que era como llamarse, dijo su amigo Daniel Cosío Villegas, ‘El Borracho de la esquina’ o, pen-saba el propio Dionisio, se reducía a una mera indicación, como ‘Tercer Piso a la Derecha’, por los nombres con prosapia, situación, historia, México, Argentina, Brasil, Perú, Nicaragua…”, apunta en “El despojo”), el Fuentes cuentista no le va a la zaga al autor de mo-numentos literarios como La región más transparente y Terra Nostra, novelas donde su talento narrativo goza de una precisión que es idéntica a la que se reconoce en muchos de estos Cuentos completos.

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Novelista prolífico, avasallador; asiduo cuentista, dramaturgo ocasional, ensayista de mérito, poeta por omisión, es difícil saber dónde está el mejor Carlos Fuentes. Si examinamos, como hasta aquí, su incursión en el relato breve, parece evidente que, antes que pronunciarse por su a menudo lúcida densidad, como Omegar Martínez, o por la inagotable fuerza gótica y alucinante de su vasta obra novelística, según lo prefiere el crítico Richard Reeve, resulta más provechoso percibir cómo, luego de cinco años, muchos de los cuentos y un buen número de las novelas de este insigne miembro del cuadrivio del boom siguen siendo muestra inequívoca de su pertinencia literaria 

domingo, 16 de abril de 2017

César Vallejo y Ramón López Velarde: dos heraldos devotos

16/Abril/2017
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

I

El postmodernismo hispanoamericano, secuela inexacta del primer gran movimiento poético surgido en América y encabezado por Rubén Darío, alberga en la obra inicial de Ramón López Velarde (1888-1921) y de César Vallejo (1892-1938) quizá su aliento mayor y su firma de finiquito, pues ambos crecerían cada vez más lejos de este primigenio aroma de pavorreales multicolores y demás joyería verbal para convertirse en dos poetas esenciales del siglo xx en nuestra lengua.
Es posible que entre La sangre devota (1916) y Los heraldos negros (1918), los libros con una más evidente deuda modernista de ambos poetas, no exista una vinculación digna de señalamiento; sin embargo, a cien años de su aparición, la relectura de estos poemarios deja ver que, por lo menos, se trata de dos autores fundamentales a cuya obra –parca, si se quiere– nada le sobra, pues tres son los libros que, en cada caso, conforman su obligada bibliografía: Zozobra (1919) y El son del corazón (1932, edición póstuma), además del ya anotado de López Velarde, y Trilce (1922) y Poemas humanos. España aparta de mí este cáliz (1939), posteriores a la heráldica obra del poeta peruano.
De manera más significativa, es de advertirse que uno y otro modificaron el lenguaje heredado y, gracias a su fertilísima imaginación, supieron denotar en su trabajo literario las inquietudes metafísicas que los golpearon (el verbo es apenas una hipérbole) durante su corta vida. En efecto, la peculiar comunión de santidad y erotismo en la poesía de López Velarde es tan apacible como la simple rima de las palabras “caricia” y “novicia”, pero tan perturbadora como dar inicio a un poema de título casi delirantemente sensual (“Boca flexible, ávida”) con los siguientes versos de un esmerado prosaísmo: “Cumplo a mediodía/ con el buen precepto de oír misa entera/ los domingos…” La oblicua inocencia que anima el grueso de los poemas de La sangre devota alienta, asimismo, una pericia particularmente certera en lo que se refiere al modo de adjetivar, quizá una de las virtudes más rotundas de la poesía velardiana: sus alardes velan muchas veces el añejo provincianismo que pudiera mancharla. Antonio Castro Leal cuenta que el poeta dejaba huecos en los borradores de sus textos, que luego iba llenando con los epítetos que mejor le satisfacían, espantosa paciencia que explica la originalidad de ciertos calificativos: paz “celibataria”, oración “asmática”, prosa “municipal”, “tónica” tibieza “mujeril”. En cierta medida, de esta rara perfección formal depende la devota lubricidad, la erótica religiosidad poética del escritor zacatecano.
Si el amor es fuerza y vitalidad, una infusión de gracia divina y sin embargo corpórea en López Velarde, en los versos de Vallejo acusa caracteres menos melifluos: es “la punta chispeante de los cuernos del diablo”, como dice en el poema “Amor prohibido”. El Creador no inspira ningún sentimiento exaltado o siquiera compasivo en Los heraldos negros, donde la indiferencia convencida es la respuesta más afín a lo que llama Vallejo “el suicidio monótono de Dios”. Prevalece, en todo caso, una curiosa mezcla de indignación desangelada y fe que se desinfla: una cierta rabia, debilitada por la resignación, es la que anima –sería mejor decir: desanima– algunos versos del libro: “Hay ganas de… no tener ganas, Señor;/ a ti yo te señalo con el dedo deicida:/ hay ganas de no haber tenido corazón.”
No obstante que la amargura parece ser la instancia que identifica los sentimientos sagrados en ambos poetas (aunque en López Velarde, y muy a su pesar, el pesar se disfrace de vértigo amoroso y el padecimiento de pasión), los rasgos diferenciales de la fe en cada poeta son los que mejor definen los asuntos religiosos de las dos obras. El llanto de tristeza o entusiasmo que se confunde con el mar en la mareante maraña metafórica velardiana, es fúnebre y acaso macabro en la poesía de Vallejo, donde hasta las gotas son duras si son de sangre y lágrimas convocadas por la muerte del hijo de Dios, como sucede en el poema “Impía”, cuyo solo título se vuelve revelador de la áspera naturaleza del cristianismo vallejiano.
El Dios de Vallejo odia, golpea, se arrastra como un gusano sarnoso. Si la festiva divinidad de López Velarde canta con frecuencia su propia tristeza, la vallejiana no pocas veces grita su desesperación. Aquella es agua; esta, piedra. La dicotomía de tales concepciones religiosas es sintomática de una actitud estética paralelamente dispar pues el autor de Trilce, como lo señala Saúl Yurkievich, se desentiende absolutamente y con soltura de cualquier idealismo romántico. Su obra es realidad vivida, sus palabras son de carne y hueso.

II

La atmósfera mística que se respira en López Velarde funciona como contrapunto de la sensualidad casi inguinal que galopa en sus imágenes. Dios se presenta en su obra como el Gran Testigo que autentifica el camino de la pasión –diría Octavio Paz– elegido por el poeta. El universo de Vallejo, en cambio, es el de la blasfemia del hombre frente a la ira de Dios: la culpa compungida, el arrepentimiento mendaz, el escupitajo rijoso a las imágenes sagradas constituyen el muladar moral en el que habita la devoción humana. En el sentimiento religioso del poeta de Jerez es frecuente la presencia de una suerte de autocompasión, de una voluntaria flagelación que se resuelve, desde los primeros poemas (en los que suele hablar de sus experiencias íntimas en el seminario), como un reconocimiento de las limitaciones humanas: “Huirá la fe de mi pasión risible”, dictamina en categórico endecasílabo. Al mismo tiempo, la divinidad gesticula amorosamente en la figura de primas, raptos adolescentes de romances platónicos y mujeres de “perímetros joviales” y “grupas bisiestas”. La asunción al alimón de asuntos de franca lubricidad y férrea fe católica es tan feliz y espontánea, tan poco artificiosa, que raya a veces en la inocencia impúdica de un ojo a la vez tímido y taimado: “Dormir en paz se puede sobre sus castos senos/ de nieve, que beatos se hinchan como frutas/ en la heredad de Cristo, celeste jardinero.”

Las vías de acceso al mundo de los cálices y las devociones es distinta también en ambas obras: mientras López Velarde confiesa la condición erótica de su fe (“Nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer: por ella he creído en Dios”), para Vallejo Su presencia supone la necesidad de un tribunal redentor de los hombres que sufren, de los pobres de espíritu y de los que “tiemblan de frío, tosen y escupen sangre”. Si en el mexicano es una fuerza, en el peruano es una imagen del desconsuelo: Vallejo duda, zozobra al son descorazonado de su sangre de creyente que exige respuestas.
Consecuentemente, la mujer en López Velarde es forma divina de la flama amorosa mientras que el hombre, para Vallejo, es la muestra más dolorosa de la naturaleza celestial del sufrimiento y la desesperanza. El primero celebra a Dios, el segundo lo llama a cuentas. El mundo en ambos es imperfecto, deleznable y lúgubre, aun cuando lo animen ciertos rasgos de edificante entusiasmo (la mujer y el amor, en López Velarde; la solidaridad en el dolor, para el poeta andino), ciertos signos felices que en Ramón son señal inequívoca de que Dios está con nosotros y en César síntoma de que el Creador se distrae con frecuencia de sus deberes.

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La autenticidad emocional que se revela en el primer Vallejo acusa (pero no se agota en) los estragos de un modernismo que ya había dado sus aciertos más significativos en la obra de Darío, de Lugones, de Silva, de Díaz Mirón, y dejaba ya, hacia finales de la segunda década del siglo xx, una inevitable cauda de epígonos y copistas. El poeta peruano supo siempre sortear ese fácil mecanicismo de escuela con alguna línea agridulce (o “trilce”) que sabiamente rescataba a sus textos más artesanales de las redes del lugar común. Así por ejemplo, en poemas de títulos tan escasamente originales como la melodía que los anima –piénsese en aquel que se llama “El poeta a su amada”–, la piadosa cristiandad de los sentimientos, la devoción amorosa que caracterizan, más bien, a López Velarde, se resuelve en misticismos del corazón que apenas sucumben a la tentación de emocionarse a través de un catecismo de provincias. El poeta no se deja arrastrar por las cristianas efusiones del alma. Fiel a la materia prima del poema, esto es, al trabajo con el lenguaje y a una evidente determinación de originalidad, de búsqueda, de apurar la experiencia personal hasta volverla sensación compartida, Vallejo, quizá más avezado que López Velarde en asuntos de vanguardias, asume la doble experiencia místico-erótica con gran imaginación: “Amada, en esta noche tú te has crucificado/ sobre los dos maderos curvados de mi beso.” Y agrega: “En esta noche rara que tanto me has mirado,/ la muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.” La sola representación de una muerte feliz, un beso curvado y una crucifixión erótica, tensada por dos sentimientos tan distantes como idénticos (el amor pagano y la pasión divina), alienta una epifanía llena de curiosidades formales así de estrictas y prometedoras como las que más tarde abundarán en Trilce. Lo mismo ocurrirá, cabe acotar, en Zozobra de López Velarde.

Ambos poetas siguieron sin duda caminos distintos. El mexicano encontró una muerte próxima que dejó en treinta y tres años –los de Cristo– la encomiable devoción poética que lo ha convertido en un autor fundamental de nuestra tradición. Vallejo se embarcó a París, sufrió injusticias y una miseria atroz que desembocarían en sus poemas sociales de la última etapa. Asimismo, se encontró de manera temprana con la muerte, a los cuarenta y seis años. No es factible que haya conocido, cada uno, la obra del otro; sin embargo, por esas vías que sólo a veces cruza el azar, y en las que circulan a sus anchas la conjetura y la suposición, es distinguible en sus primeros libros una cierta simbología erótica de perfiles místicos que los empareja, así sea de lejos, en los albores que hace un siglo iba edificando la poesía hispanoamericana contemporánea 

lunes, 16 de mayo de 2016

El estilo literario en Fernando del Paso

15/Mayo/2016
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

I

El humorismo en la literatura ha fecundado productos notables aun antes de que, como tal y bajo la acepción moderna del término, la crítica hubiera estado dispuesta a reconocerlo. Como actitud vital y filosófica, tiende a desentenderse de las rígidas ideas que una visión unívoca de la realidad obliga siempre a asumir.
En la literatura mexicana no abundan los ejemplos de obras humorísticas o de autores dedicados en exclusiva a su cultivo. En escasos atisbos del teatro prehispánico, en ciertos poemas de Nezahaulcóyotl, sobrenadando algunas crónicas de conquista (de manera casi siempre involuntaria) y, por supuesto, en la comedia novohispana y en los poemas jocosos de la monja jerónima, la presencia del elemento lúdico, sin ser flagrante, resulta más o menos evidente. Por su parte, la vena humorística de Fernández de Lizardi y de cierta novela decimonónica (verbigracia, El hombre de la situación, de Manuel Payno) sirven apenas de contrapunto a nuestro Romanticismo y Realismo plomizos y demasiado corrugados, en términos generales, pues son gaviotas que no hicieron verano los retratos costumbristas y caricaturescos de autores como Ángel de Campo o López Portillo y Rojas.
Hacia el siglo xx el panorama cambia, sin duda, pero no de manera sustancial, si bien la poesía estridentista y ciertas cabriolas calemburescas en la obra de Villaurrutia acusan un tratamiento formal casual e irreverente, juguetón e insumiso; por su parte, Tablada, Novo, Efraín Huerta y Gerardo Deniz son poetas vigesémicos (autores del siglo XX, como decimonónicos son los del siglo anterior) por cuya obra atraviesan, a veces, gatos agazapados en su sonrisa oblicua.
En prosa la cosecha es más abundante, sin perder de vista, como queda sugerido, que la nuestra es una literatura casi siempre seria, cuando no solemne o dramatizante. Fuera de ese notable cuento de Rulfo, obra maestra de la narrativa breve amena y con el personaje cínico mejor trazado en nuestra historia literaria, el Lucas Lucatero de “Anacleto Morones”; de la obra de Jorge Ibargüengoitia y Carlos Monsiváis; de la prosa desternillante y al mismo tiempo concisa e irónica de Julio Torri; del regocijo, otra vez, de Salvador Novo y el ánimo desenfadado de Tito Monterroso; de algunas crónicas y cuentos de Juan Villoro y de los atrabilarios artículos de Guillermo Sheridan, son pocos los autores dispuestos a desenfundar el alma de su cripta de responsabilidades sabihondas para enjuagarla en el espacio relativizador del humor, caldo en que se escalda la lengua todo discurso unívoco y donde pierde pie la piedad que no sabe ser indolente y la risa que no entiende de sufrimientos ambiguos.

II

Una de las voces más vigorosas de la literatura mexicana contemporánea es, sin duda, la de Fernando del Paso, autor repartido en una no muy abundante cantidad de obras diversas –desde el poema eventual y el artículo originalísimo hasta la novela policíaca o el ensayo quijotesco– y concentrado en tres novelas fundamentales de la narrativa hispánica: José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y Noticias del imperio (1987).

Es posible que la tercera de ellas sea una de las mejores novelas históricas de nuestra tradición literaria, pero no cabe duda que la segunda, por sus incuestionables méritos lingüísticos, porque es un monumental ejercicio de la ficción como arte de ingenio y, cabe decirlo, por el desolador panorama descrito en el primer apartado, es la más acabada novela humorística mexicana, la única que entronca directamente en nuestra lengua con el ápice que, en este y en muchos sentidos, representa el Quijote de Cervantes.

III

La historia de México es una de las preocupaciones esenciales de la narrativa de Del Paso, aunque su obra no se plantee a sí misma como una empresa de reconstrucción histórica al estilo decimonónico de Galdós. Producto de su interés por ese México cruzado de mitos que devienen Historia y hechos cuyo origen hay que buscar en creencias milenarias, José Trigo, su primer trabajo novelístico, se apropia de una ciudad (México, DFf) y de un barrio particular (Nonoalco-Tlatelolco) para desarrollar la vida y la imaginación de un ferrocarrilero mexicano al que rastrea afanosamente el narrador, desamparado Juan Preciado en busca de su páramo. Así como la experimentación formal de la narración y ciertos barruntos de barroquismo verbal son la cuota de ludibrio que declara esta novela, la rica y milimétrica exuberancia narrativa del monólogo de Carlota es muestra incuestionable de la audacia formal que alcanza la prosa delpasiana en Noticias del imperio: “Me embarazó el Mariscal Aquiles Bazaine con su bastón de mariscal. Me embarazó Napoleón con el pomo de su espada. Me embarazó el General Tomás Mejía con un acto largo y lleno de espinas. Me embarazó un ángel con unas alas de plumas de quetzal que tenía, entre las piernas, una serpiente forrada con plumas de colibrí. Y quedé preñada de viento y de vacíos, de quimeras y de ausencias. Voy a tener un hijo, Maximiliano, del peyote, un hijo del cacomixtle, un hijo del tepezcuintle, un hijo de la mariguana, un hijo de la chingada.”

Dislocado como el propio discurso de Carlota, el humorismo de Del Paso se abre paso entre dos de sus pasiones –la historia y la medicina– y se convierte en pleno protagonista de su prosa sólo en Palinuro de México. Sicalíptico, surrealista, desorbitado, metafísico, panteísta, el ingenio desaforado de esta novela se mueve libremente desde la anécdota misma hasta el constante juego de palabras, constituyendo una lección y una reacción de alergia frente a la escasa alegría verbal de nuestra narrativa, lo mismo que un ameno homenaje a esos grandes humoristas librescos (Cervantes, Sterne, Rabelais) cuya desmesura es disfraz de la maniática minuciosidad de su minimalismo literario.
A veces, el texto involucra objetos concretos en el juego desconstructor de la ceremonia humorística y hace pensar en el ludibrio a lo Ramón Gómez de la Serna, en esa prosopopeya donde el factor humano involucra la enfermedad y el deceso de las cosas, como ocurre en el capítulo octavo de la novela, “La muerte de nuestro espejo”: “Estefanía quiso plancharme una camisa y se encontró con que teníamos que operar a nuestra plancha Juana de un cortocircuito en el estómago. No habían pasado tres días cuando a nuestros saleros gemelos les dio retención de agua y a nuestra televisión Admiral le sobrevino un ataque de daltonismo y comenzó a confundir todos los colores.”
En otras ocasiones el delirio y el exceso son de naturaleza rabelaisiana, de una exquisita obscenidad cuajada en la desmesura, reinvención de equilibrios a partir de la exaltación sexual y digestiva. En “La Priapiada”, capítulo de la segunda parte del libro, los personajes masculinos que lo protagonizan (Molkas, Fabrizio y Palinuro) se enfrascan en una competencia de virilidad sustentada en las dimensiones de sus miembros, cuya apología avanza (obviamente in crescendi) en parlamentos alternativos destinados a preconizar las virtudes, longitudes y ventajas de sus respectivos órganos: “Yo lo que puedo decirles es que mi verga representa la degeneración del Manierismo en el estilo serpentinata. Yo tengo la verga tan larga –dijo Molkas– que cuando nací el doctor la confundió con el cordón umbilical y por poco me lo corta. Eso no es nada –dijo Palinuro–, yo tengo la verga tan larga que tengo tatuado en ella el texto completo, inexpurgado, del Kama Sutra. Pero como está en alfabeto Braille tiene que leerse con los dedos.”
Si existe una naturaleza gentilicia en la aproximación humorística a la realidad real o literaria, el jugueteo de Del Paso subraya, desde el título de la novela, que sus escarceos y bromas reafirman la mexicanidad de su historia, que lo es menos por un prurito cívico que por la elaborada imaginería de su condición de enorme albur verbal. Pero la novela no se entiende sólo como una muestra o mera ilustración de un recurso o un discurso autóctono, pues su clave y prodigioso procedimiento cuasi escénico es el de la subversión: de la palabra, del acto de contar, de la realidad percibida, del cuerpo y sus numerosas funciones, de la huidiza naturaleza del amor (que con humor se paga, pues su fiesta verbal parece asentarse en la adoración de Estefanía). Además, el cuidadoso caos de sus 700 páginas, en su promesa de inventario, de querer agotarlo todo y abarcar la totalidad del instante, persigue, como observa Adolfo Castañón, “emancipar al lenguaje de las tutelas de la verosimilitud”.

IV

Bach en fuga (la novela es tan musical como el Gargantúa, de Rabelais, que juega interminablemente con las modulaciones y registros del francés de la rue), suculento refrigerio de un banquete libresco, Palinuro de México es una novela profundamente corporal, profusa como un organismo vivo y en actividad delirante. Del Paso estudió medicina, como el escritor francés, pero eso explica sólo en parte la fisiología del libro, que es de naturaleza erudita de un modo más amplio, diríase renacentista, pues la sabiduría literaria que rebosa reviste perfiles botánicos y zoológicos, pero asimismo históricos, geográficos, mitológicos o pictóricos, casi siempre aderezados por la lengua franca del humor.

Porque amplia y caudalosa es su naturaleza, el Palinuro cabe en esa vieja clasificación que denominaba a estos textos totales como novelas-río, pero parece convenirle más el término de libro-mundo, un cosmos ilusorio pues parece, más bien, un caos desmesurado y febril a la manera del que constituye el Ulises, de Joyce, novela con la que comparte la atmósfera lúdica, su aleccionadora combinación de exquisitez y vulgaridad, el intento desesperado por decirlo todo.
Las imágenes que genera la vasta maquinaria verbal de la novela de Fernando del Paso son muchas veces de ascendencia surrealista: músicos que crecen en los kioskos, quesos “dóciles”, vinos “que se ruborizan”, “pensamientos envasados” y estornudos con logotipo. El libro se atarea plena y placenteramente describiendo lo que es y no es Estefanía, la prima amada, lo mismo que el abuelo Francisco o, en un par de capítulos, las anómalas y delirantes agencias de publicidad que recuerdan otro oficio practicado por el autor, oficio de tinieblas que ejerció sólo en la juventud pues su creatividad se resistió a ser secuestrada por criterios meramente mercantiles y no literarios.
Otro rasgo hipnótico de la escritura de esta novela hiperbólica es la manera natural con que pasa de una proposición concreta y precisa a una abstracción igualmente rigurosa pero desaforada: “Estefanía nunca tuvo un metro setenta y cinco de estatura, cuarenta y tres escarabajos sagrados de ancho o veinte esmeraldas de profundidad.” Su prosa progresiva se comporta a veces como una espiral que va agregando notas a la elegía, a la oda sinfónica de Estefanía, columna vertebral, asidero emotivo del libro. Asimismo, son numerosos los contrapuntos que la escritura ofrece en su poliédrico proce-dimiento narrativo, de modo que de un capítulo a otro, como ocurre también en Joyce, la técnica se altera sin el menor escrúpulo, si bien el ritmo poético, el aluvión de metáforas y las enumeraciones ensimismadas siguen constituyendo el soporte estructural del vastísimo mural en homenaje al mundo que alienta en la novela.

v

Palinuro de México es un libro de paréntesis y parentescos interminables, una obra donde la palabra es cuerpo, verbo encarnado; donde el incesto es tentación garciamarquiana y la digresión un desternillante guiño a Sterne y la escatología revelación de Rabelais y la riqueza verbal y la ocurrencia infinita bacilos propios de la buena leche de Joyce: después de todo, la Vía Láctea es, como sugiere el libro, resultado de una masturbación de Dios.

Nada mejor que celebrar a Fernando del Paso, en sus ochenta años y a propósito de su flamante Premio Cervantes, de la mejor manera posible: releyendo la incesante pertinencia de su obra 

domingo, 22 de noviembre de 2015

El Quijote de Cervantes: el verdadero aniversario

22/Noviembre/2015
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Hace diez años el mundo hispánico celebró con justicia, pero asimismo con una solemnidad que poco tiene que ver con el aleccionador donaire y el ánimo ameno de la novela más importante de la lengua española, los cuatrocientos años de la publicación del Quijote, de Miguel de Cervantes. Hubo de todo: estudios nuevos y no tanto, reediciones de cualquier índole, coloquios, encuentros, ciclos, rutas por los caminos del sur (de Castilla, en La Mancha y lugares aledaños), presentaciones disco-gráficas y fílmicas alusivas a la novela, bombo y platillo y un poco de alharaca de los dos lados del Atlántico: no en balde se trata de nuestra novela mayor, la única que podría codearse con la obra de Shakespeare, según los criterios caedizos del maestro Bloom.
Pero quizá olvidaron algunos que el Quijote es en realidad dos Quijotes, y acaso tres, si consideramos la novela apócrifa con la que Alonso Fernández de Avellaneda, seudónimo de un vivales de la época, se adelantó en poco más de un año a la publicación de la segunda parte de la obra cervantina. Tal amnesia debió ser resarcida este año pero no ha sido así, pues aunque, en efecto, se ha escrito bastante sobre el segundo Quijote, tanto en el mundo académico como en el de los hombres libres, nunca se alcanzó la parafernálica cuota de celebraciones centenarias de hace una década. Esta nota quiere denunciar tal atropello a la lógica, pues Don Quijote de La Mancha es una novela en dos libros, el de 1605 y el de 1615, y aunque sería discutible afirmar que el segundo, en su exquisita y pródiga confección narrativa, supera al primero, lo sería menos reconocer que un Cervantes más maduro, de pluma más segura e irónica y de un más acabado sentido del humor, es el que escribió y publicó, apenas unos meses antes de morir, la que podemos considerar una de las mejores segundas partes de la literatura mundial, una que deja muy mal parado al viejo adagio que desestima toda obra complementaria.

II

Si el Quijote de 1605 se publicó en los primeros días de ese año, fue en los últimos meses de 1615 que apareció la segunda parte de la historia del ingenioso caballero (la aprobación oficial para su impresión es del 5 de noviembre). Mucho se dice que Cervantes la escribió para desmentir y vituperar el falso Quijote del año anterior, el de Avellaneda, pero lo cierto es que ya tenía escrita casi toda la novela cuando se enteró del texto apócrifo y acaso lo único que hizo fue apresurar el parto. De capítulos en términos generales más breves pero más numerosos que los de la primera parte (que alcanza 52, mientras son 74 los de la segunda), la novela, que está cumpliendo por estas fechas cuatrocientos años de publicada, asume ciertos rasgos –y riesgos– que hablan de una lección literaria aprendida. Si bien Cervantes corrige algunos detalles señalados por la crítica respecto del libro de 1605 (ya no interpola tan amplia e inopinadamente historias paralelas al asunto central, aunque no deja de escaparse a menudo en sabrosísimas digresiones narrativas), tiende a jugar más bien con ellos, a incorporar sus desaciertos en la ensalada del nuevo Quijote para dimensionarlos como lo que eran y son: descuidos de alguna monta, es cierto, pero también materia literaria en sí misma, provechosos desajustes de los que sabe sacar partido con generoso talante y gran talento. El equívoco nombre de la esposa de Sancho, que es mencionada en la obra de cuatro o cinco maneras distintas; la socarrona alusión al extravío de su asno, reaparecido inesperadamente capítulos más tarde, en el mismo Quijote de 1605; las numerosas redundancias sintácticas (“apartándose aparte”, “desvalijando a la valija”), son equívocos que en absoluto menoscaban sino subrayan y aun enaltecen su genialidad, pues sirven para caracterizar a los personajes y dar fe de la poderosísima inserción del libro en los movedizos terrenos del habla coloquial y el lenguaje diario, donde los dislates se multiplican sin escándalo alguno.

III

La ambivalencia, que es la naturaleza propia de la creación cervantina, alcanza en la segunda parte notas de hipertrofia delirante, casi paroxística en muchos capítulos, en particular los que tienen que ver con los duques, que en conjunto rebasan la tercera parte del volumen. El “entreverado loco lleno de lúcidos intervalos” que es el protagonista a juicio del joven poeta Lorenzo de Miranda, personaje de esta segunda parte, quizá pierda algunas notas de su personalidad disparatada de 1605 pero sólo para ganar una locura más honda y melancólica, fatalista si se quiere, y de hecho cargada de matices contradictorios que la perfilan con mayor nitidez.
Quizá el momento donde se advierte más claramente el desencanto de don Quijote no ocurra cuando es vencido por el Caballero de la Blanca Luna ni cuando, en su lecho de muerte, trata de convencer a Sancho de que ya es hombre cuerdo y que lo disculpe por haberlo embarcado en tanta desastrosa empresa, sino cuando, cerca de la mitad de este Quijote de 1615, se da cuenta de que la “canalla malvada” de algunos molineros lo ha rescatado de morir en unas grandes aceñas, e incluso le reclama el destrozo de un barco y el apuro en que los ha metido: “Dios lo remedie”, dice don Quijote, “que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.” Cansado más del alma que del cuerpo, fatigado porque nadie advierte que quien realmente se precipita Ebro abajo es el sentido del mundo y no la barca en que viajaba con Sancho, el protagonista de la novela se derrumba internamente sólo para seguir adelante, con su habitual y desaforada ciclotimia, en el capítulo siguiente.
Este don Quijote de la segunda parte se nos aparece, pues, como un ser mucho más elaborado y desconcertante, uno que lo mismo puede descender a la cueva de Montesinos y alegar que vio ahí a Dulcinea encantada “pasando la charola”, como decimos en México (esto es, solicitando dinero a su enamorado a través de una criada), pues “esta que llama necesidad a donde quiera se usa, y por todo se estiende, y a todos alcanza, y aun hasta a los encantados no perdona”, que el personaje capaz de proferir, contra personas soeces o librescas, vastos denuestos de las malas traducciones tanto de los libros como de la realidad.

IV

La novela de Cervantes, según el célebre elogio de Américo Castro, es verdaderamente un “observatorio y fábrica de la realidad”. Frente a la incesante propensión de la tecnología moderna a integrar la virtualidad en el mundo cotidiano, cuatrocientos años atrás Cervantes, con el solo imán de su insondable imaginación, consiguió ponerlo en jaque, hackear hasta los escondrijos de sus mecanismos más recónditos y advertir cómo la idea de la realidad de un ente sobradamente más humano que muchos de quienes habitan este planeta de siete mil millones de almas, es más poderosa que la realidad en sí misma, concepto éste, el de “realidad”, que sólo entre comillas puede tener algún significado, según lo apuntó alguna vez Vladimir Nabokov.
El sentido de la amistad, cocinado a través de las numerosas y diversas conversaciones que establecen don Quijote y Sancho a lo largo del libro –tan festejadas por Giovanni Papini–, asume sus más celebradas notas en la novela de 1615, pues es en esta parte donde, gozando de una autonomía que lo lleva incluso a ser gobernador de una aldea de “hasta mil vecinos” –que él asume como la “ínsula” largamente prometida por su amo–, el escudero se separa del caballero para seguir su sino propio. Es cierto: en la primera parte lo había hecho ya, pero sólo por muy poco tiempo y con el encargo de llevar una carta a Dulcinea. En esta segunda, en cambio, Sancho abandona a don Quijote para asumir el cargo que los intrigantes duques le han endilgado, y aunque por azares de su afán de burla los propios aristócratas ociosos dan al traste con tan agobiante gobierno, el hecho es que ambos personajes entienden que la separación puede ser larga o definitiva y la novela entonces va de uno a otro, alternando capítulos, sin que se inhiba en lo mínimo el apego del escudero, que recuerda constantemente los consejos que don Quijote le ha dado para su tarea ejecutiva.
En el Quijote de 1615, además, se consolida el recurso del narrador inventado, propio de las novelas de caballería, para constituirse en un verdadero sistema de enunciación y recreación que ninguna novela de la época había alcanzado, y aun es posible que no se haya conseguido después con tal destreza. Como sucede en algunas de las historias de entretenimiento caballeresco que le sirvieron de modelo, Cervantes se inventa, en el capítulo ix de la primera parte, justo después del conocidísimo y sobrevalorado episodio de los molinos de viento, uno que es mucho más trascendente: el que tiene que ver con la salida a escena de Cide Hamete Benengeli, supuesto narrador arábigo que escribió los manuscritos que hablan de las hazañas del protagonista. Nada se había dicho al respecto, y al desconcierto del lector se suma el hallazgo casi inmediato de unos “cartapacios” que continúan la historia precisamente donde se había detenido: en la lucha, espadas en alto, de don Quijote con un aguerrido vizcaíno. Narrativamente la obra se complica aún más cuando se nos advierte que el texto encontrado está en árabe y que hará su traducción un joven “morisco aljamiado” aparecido por ahí de manera asimismo azarosa.
La novela acumulará, a partir de este momento, numerosas referencias a Benengeli, y algunas a su poco confiable traductor, en un juego que, en la segunda parte, hará del texto el espacio de una curiosa, inquietante transubstanciación narrativa con la integración al escenario lúdico de otros dos elementos: la constante alusión al Quijote apócrifo de Avellaneda (que se transforma, hacia el final del libro, en una verdadera incorporación del texto falso y de alguno de sus personajes, que dialoga en la propia novela con los de Cervantes) y una información que, desde el inicio del texto de 1615, les provee a Sancho y a don Quijote un paisano de La Mancha: la de que sus aventuras aparecen referidas en una famosa novela escrita y publicada por un árabe de apellido Benengeli, esto es, el intranarrador del Quijote de 1605.
La conciencia de ser personajes de ficción que adquieren entonces Sancho y don Quijote multiplica y consolida no sólo sus aventuras de la segunda parte sino su noción ontológica misma. Si ya desde la primera la delirante arrogancia del protagonista lo hizo subrayar alguna vez, frente a la objeción de cierto interlocutor, el famoso “Yo sé quién soy” que, según Fernando Vallejo, lo diferencia plenamente del dubitativo “To be or not to be” de su contemporáneo Hamlet, ahora, en la segunda parte, el delirio se vuelve locura inaudita y razón de ser y motivo de angustia y argumento eficiente y despeñadero del espíritu para un hombre que, recordemos, se ha construido a sí mismo desde la primera página de la historia y ha contagiado y contaminado feliz o infelizmente a todo el mundo con su renuncia a ser un triste hidalgo, Alonso Quijano, para convertirse en nada menos que don Quijote de La Mancha, el personaje literario mejor construido de la literatura mundial.

v

El Quijote de 1615 no es mejor que el de 1605: enjuiciar comparativamente la calidad de ambos libros reviste a todas luces cierta insensatez, pues una valoración de este tipo, aparte de inútil y descabellada, precisaría de un examen muy detenido, exégesis que rebasa las posibilidades de esta nota. Ni siquiera los investigadores comparatistas perderían su tiempo en aventura así de inocua. Sin embargo, es evidente que el libro que este año cumple cuatro siglos resulta más elaborado pues, en buena medida, sus méritos se cifran en una paciente y provechosa tarea de recolección de las virtudes y excesos de la primera parte para amalgamarlos en un texto aún más ambivalente, en una novela que incorpora, trasiega y trasciende los logros y las licencias de su antecedente para cohesionarlos en una obra más vasta y más libre, envalentonada como se presiente por el éxito indudable del Quijote anterior