Jornada Semanal
Enrique Héctor González
Hace diez años el mundo hispánico celebró con
justicia, pero asimismo con una solemnidad que poco tiene que ver con el
aleccionador donaire y el ánimo ameno de la novela más importante de la
lengua española, los cuatrocientos años de la publicación del Quijote,
de Miguel de Cervantes. Hubo de todo: estudios nuevos y no tanto,
reediciones de cualquier índole, coloquios, encuentros, ciclos, rutas
por los caminos del sur (de Castilla, en La Mancha y lugares aledaños),
presentaciones disco-gráficas y fílmicas alusivas a la novela, bombo y
platillo y un poco de alharaca de los dos lados del Atlántico: no en
balde se trata de nuestra novela mayor, la única que podría codearse con
la obra de Shakespeare, según los criterios caedizos del maestro Bloom.
Pero quizá olvidaron algunos que el Quijote es en realidad dos Quijotes,
y acaso tres, si consideramos la novela apócrifa con la que Alonso
Fernández de Avellaneda, seudónimo de un vivales de la época, se
adelantó en poco más de un año a la publicación de la segunda parte de
la obra cervantina. Tal amnesia debió ser resarcida este año pero no ha
sido así, pues aunque, en efecto, se ha escrito bastante sobre el
segundo Quijote, tanto en el mundo académico como en el de los
hombres libres, nunca se alcanzó la parafernálica cuota de celebraciones
centenarias de hace una década. Esta nota quiere denunciar tal
atropello a la lógica, pues Don Quijote de La Mancha es una
novela en dos libros, el de 1605 y el de 1615, y aunque sería discutible
afirmar que el segundo, en su exquisita y pródiga confección narrativa,
supera al primero, lo sería menos reconocer que un Cervantes más
maduro, de pluma más segura e irónica y de un más acabado sentido del
humor, es el que escribió y publicó, apenas unos meses antes de morir,
la que podemos considerar una de las mejores segundas partes de la
literatura mundial, una que deja muy mal parado al viejo adagio que
desestima toda obra complementaria.
II
Si el Quijote de 1605 se publicó en los
primeros días de ese año, fue en los últimos meses de 1615 que apareció
la segunda parte de la historia del ingenioso caballero (la aprobación
oficial para su impresión es del 5 de noviembre). Mucho se dice que
Cervantes la escribió para desmentir y vituperar el falso Quijote
del año anterior, el de Avellaneda, pero lo cierto es que ya tenía
escrita casi toda la novela cuando se enteró del texto apócrifo y acaso
lo único que hizo fue apresurar el parto. De capítulos en términos
generales más breves pero más numerosos que los de la primera parte (que
alcanza 52, mientras son 74 los de la segunda), la novela, que está
cumpliendo por estas fechas cuatrocientos años de publicada, asume
ciertos rasgos –y riesgos– que hablan de una lección literaria
aprendida. Si bien Cervantes corrige algunos detalles señalados por la
crítica respecto del libro de 1605 (ya no interpola tan amplia e
inopinadamente historias paralelas al asunto central, aunque no deja de
escaparse a menudo en sabrosísimas digresiones narrativas), tiende a
jugar más bien con ellos, a incorporar sus desaciertos en la ensalada
del nuevo Quijote para dimensionarlos como lo que eran y son:
descuidos de alguna monta, es cierto, pero también materia literaria en
sí misma, provechosos desajustes de los que sabe sacar partido con
generoso talante y gran talento. El equívoco nombre de la esposa de
Sancho, que es mencionada en la obra de cuatro o cinco maneras
distintas; la socarrona alusión al extravío de su asno, reaparecido
inesperadamente capítulos más tarde, en el mismo Quijote de 1605;
las numerosas redundancias sintácticas (“apartándose aparte”,
“desvalijando a la valija”), son equívocos que en absoluto menoscaban
sino subrayan y aun enaltecen su genialidad, pues sirven para
caracterizar a los personajes y dar fe de la poderosísima inserción del
libro en los movedizos terrenos del habla coloquial y el lenguaje
diario, donde los dislates se multiplican sin escándalo alguno.
III
La ambivalencia, que es la naturaleza propia de la
creación cervantina, alcanza en la segunda parte notas de hipertrofia
delirante, casi paroxística en muchos capítulos, en particular los que
tienen que ver con los duques, que en conjunto rebasan la tercera parte
del volumen. El “entreverado loco lleno de lúcidos intervalos” que es el
protagonista a juicio del joven poeta Lorenzo de Miranda, personaje de
esta segunda parte, quizá pierda algunas notas de su personalidad
disparatada de 1605 pero sólo para ganar una locura más honda y
melancólica, fatalista si se quiere, y de hecho cargada de matices
contradictorios que la perfilan con mayor nitidez.
Quizá el momento donde se advierte más claramente el
desencanto de don Quijote no ocurra cuando es vencido por el Caballero
de la Blanca Luna ni cuando, en su lecho de muerte, trata de convencer a
Sancho de que ya es hombre cuerdo y que lo disculpe por haberlo
embarcado en tanta desastrosa empresa, sino cuando, cerca de la mitad de
este Quijote de 1615, se da cuenta de que la “canalla malvada”
de algunos molineros lo ha rescatado de morir en unas grandes aceñas, e
incluso le reclama el destrozo de un barco y el apuro en que los ha
metido: “Dios lo remedie”, dice don Quijote, “que todo este mundo es
máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.” Cansado
más del alma que del cuerpo, fatigado porque nadie advierte que quien
realmente se precipita Ebro abajo es el sentido del mundo y no la barca
en que viajaba con Sancho, el protagonista de la novela se derrumba
internamente sólo para seguir adelante, con su habitual y desaforada
ciclotimia, en el capítulo siguiente.
Este don Quijote de la segunda parte se nos aparece,
pues, como un ser mucho más elaborado y desconcertante, uno que lo mismo
puede descender a la cueva de Montesinos y alegar que vio ahí a
Dulcinea encantada “pasando la charola”, como decimos en México (esto
es, solicitando dinero a su enamorado a través de una criada), pues
“esta que llama necesidad a donde quiera se usa, y por todo se estiende,
y a todos alcanza, y aun hasta a los encantados no perdona”, que el
personaje capaz de proferir, contra personas soeces o librescas, vastos
denuestos de las malas traducciones tanto de los libros como de la
realidad.
IV
La novela de Cervantes, según el célebre elogio
de Américo Castro, es verdaderamente un “observatorio y fábrica de la
realidad”. Frente a la incesante propensión de la tecnología moderna a
integrar la virtualidad en el mundo cotidiano, cuatrocientos años atrás
Cervantes, con el solo imán de su insondable imaginación, consiguió
ponerlo en jaque, hackear hasta los escondrijos de
sus mecanismos más recónditos y advertir cómo la idea de la realidad de
un ente sobradamente más humano que muchos de quienes habitan este
planeta de siete mil millones de almas, es más poderosa que la realidad
en sí misma, concepto éste, el de “realidad”, que sólo entre comillas
puede tener algún significado, según lo apuntó alguna vez Vladimir
Nabokov.
El sentido de la amistad, cocinado a través de las
numerosas y diversas conversaciones que establecen don Quijote y Sancho a
lo largo del libro –tan festejadas por Giovanni Papini–, asume sus más
celebradas notas en la novela de 1615, pues es en esta parte donde,
gozando de una autonomía que lo lleva incluso a ser gobernador de una
aldea de “hasta mil vecinos” –que él asume como la “ínsula” largamente
prometida por su amo–, el escudero se separa del caballero para seguir
su sino propio. Es cierto: en la primera parte lo había hecho ya, pero
sólo por muy poco tiempo y con el encargo de llevar una carta a
Dulcinea. En esta segunda, en cambio, Sancho abandona a don Quijote para
asumir el cargo que los intrigantes duques le han endilgado, y aunque
por azares de su afán de burla los propios aristócratas ociosos dan al
traste con tan agobiante gobierno, el hecho es que ambos personajes
entienden que la separación puede ser larga o definitiva y la novela
entonces va de uno a otro, alternando capítulos, sin que se inhiba en lo
mínimo el apego del escudero, que recuerda constantemente los consejos
que don Quijote le ha dado para su tarea ejecutiva.
En el Quijote de 1615, además, se consolida el
recurso del narrador inventado, propio de las novelas de caballería,
para constituirse en un verdadero sistema de enunciación y recreación
que ninguna novela de la época había alcanzado, y aun es posible que no
se haya conseguido después con tal destreza. Como sucede en algunas de
las historias de entretenimiento caballeresco que le sirvieron de
modelo, Cervantes se inventa, en el capítulo ix de la
primera parte, justo después del conocidísimo y sobrevalorado episodio
de los molinos de viento, uno que es mucho más trascendente: el que
tiene que ver con la salida a escena de Cide Hamete Benengeli, supuesto
narrador arábigo que escribió los manuscritos que hablan de las hazañas
del protagonista. Nada se había dicho al respecto, y al desconcierto del
lector se suma el hallazgo casi inmediato de unos “cartapacios” que
continúan la historia precisamente donde se había detenido: en la lucha,
espadas en alto, de don Quijote con un aguerrido vizcaíno.
Narrativamente la obra se complica aún más cuando se nos advierte que el
texto encontrado está en árabe y que hará su traducción un joven
“morisco aljamiado” aparecido por ahí de manera asimismo azarosa.
La novela acumulará, a partir de este momento,
numerosas referencias a Benengeli, y algunas a su poco confiable
traductor, en un juego que, en la segunda parte, hará del texto el
espacio de una curiosa, inquietante transubstanciación narrativa con la
integración al escenario lúdico de otros dos elementos: la constante
alusión al Quijote apócrifo de Avellaneda (que se transforma,
hacia el final del libro, en una verdadera incorporación del texto falso
y de alguno de sus personajes, que dialoga en la propia novela con los
de Cervantes) y una información que, desde el inicio del texto de 1615,
les provee a Sancho y a don Quijote un paisano de La Mancha: la de que
sus aventuras aparecen referidas en una famosa novela escrita y
publicada por un árabe de apellido Benengeli, esto es, el intranarrador
del Quijote de 1605.
La conciencia de ser personajes de ficción que
adquieren entonces Sancho y don Quijote multiplica y consolida no sólo
sus aventuras de la segunda parte sino su noción ontológica misma. Si ya
desde la primera la delirante arrogancia del protagonista lo hizo
subrayar alguna vez, frente a la objeción de cierto interlocutor, el
famoso “Yo sé quién soy” que, según Fernando Vallejo, lo diferencia
plenamente del dubitativo “To be or not to be” de su contemporáneo
Hamlet, ahora, en la segunda parte, el delirio se vuelve locura inaudita
y razón de ser y motivo de angustia y argumento eficiente y despeñadero
del espíritu para un hombre que, recordemos, se ha construido a sí
mismo desde la primera página de la historia y ha contagiado y
contaminado feliz o infelizmente a todo el mundo con su renuncia a ser
un triste hidalgo, Alonso Quijano, para convertirse en nada menos que
don Quijote de La Mancha, el personaje literario mejor construido de la
literatura mundial.
v
El Quijote de 1615 no es mejor que el de 1605:
enjuiciar comparativamente la calidad de ambos libros reviste a todas
luces cierta insensatez, pues una valoración de este tipo, aparte de
inútil y descabellada, precisaría de un examen muy detenido, exégesis
que rebasa las posibilidades de esta nota. Ni siquiera los
investigadores comparatistas perderían su tiempo en aventura así de
inocua. Sin embargo, es evidente que el libro que este año cumple cuatro
siglos resulta más elaborado pues, en buena medida, sus méritos se
cifran en una paciente y provechosa tarea de recolección de las virtudes
y excesos de la primera parte para amalgamarlos en un texto aún más
ambivalente, en una novela que incorpora, trasiega y trasciende los
logros y las licencias de su antecedente para cohesionarlos en una obra
más vasta y más libre, envalentonada como se presiente por el éxito
indudable del Quijote anterior •
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