Confabulario
Christopher Dominguez Michael
No me sorprende
que el Premio Cervantes sea en esta ocasión para Fernando del Paso, el
novelista mexicano nacido en 1935 y quien en mi opinión, con Noticias del Imperio,
la mejor novela mexicana de los últimos treinta años según una encuesta
de 2007, escenificó el canto del cisne del realismo mágico en América
Latina. No es poca cosa, además, su contribución a la lectura de la
historia pues con aquella novela sobre los infaustos emperadores de
México, Del Paso supo recoger y expresar el cariño, y la conmiseración
que Maximiliano y Carlota, aun entre sus enemigos de antaño y hogaño,
suscitaron y aun suscitan para los mexicanos. Que no me vengan a decir
que la ficción es incapaz de reeducar a la historia cuando lo hace un
verdadero artista como ha sido el caso de Del Paso. Así como los rusos
tienen su epopeya antinapoleónica en La guerra y la paz, de Tolstoi, nosotros en Noticias del Imperio, tenemos
la propia sobre la intervención de 1862-1867, novela inolvidable,
insisto, que dice más que muchos malos libros de historia y que llevó a
numerosos lectores hacia el regazo de los buenos historiadores.
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El premio, además,
me sabe a un desagravio a Juan Rulfo, cuyo centenario festejaremos en
un par de años, que nunca obtuvo el Cervantes ni el Nobel acaso porque
su obra era escasa. “Tiene que escribir más para convencerme”, dicen que
dijo Artur Lundkvist, durante varios años el principal lector en
español de la Academia Sueca. Bueno, aunque voluminosas, sólo son tres
las grandes novelas delpasianas (José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio,
en 1965, 1977 y 1987, respectivamente), las cuales le han acarreado
merecida fama y fortuna. Del Paso, guste más o guste menos, está para
recordarnos que una cosa es la literatura y otra el negocio de la
edición. No sólo es innecesario sino rapaz y de mal gusto, el régimen al
cual algunos novelistas se someten para publicar una novela cada año,
víctimas de sus editores, de sus agentes literarios o de un entusiasmo
hiperactivo no por personalísimo menos censurable. Del Paso es el
penúltimo de los novelistas totales en nuestra lengua, acaso sólo
antecedido por el precozmente fallecido Roberto Bolaño, quien ocupa
todavía una posición difícil de aquilatar como gozne entre el Boom y el
presente, que por serlo, carece de nombre propio, como lo recomienda la
humildad. La ciudad entera, como metáfora, le cupo a Del Paso en José Trigo, por más que fuesen atinadas varias de las críticas que escribió Emmanuel Carballo ante su aparición,
aunque los libros siguientes de Del Paso lograron hacerlas olvidar: una
cosa es la oportunidad y otra, el juicio póstumo, implacable con
nosotros los críticos.
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No se intimidó Del Paso –otro gesto de ambición de la buena– con La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, en su pretensión de abarcar, totalizante nuestra ciudad capital, ni después de Palinuro de México a Juan García Ponce le tembló la voluntad y escribió Crónica de la intervención
(1982), para hablar de librotes que también son grandes novelas. Sí,
pero a la antigua, como nos enseñaron a leer Joyce y su siglo:
comprendiendo sin entender, comprometiéndonos con aquello (Lezama Lima dixit)
de que sólo lo difícil es estimulante, en un género, la novela, cuya
salud durará, aún, décadas y décadas. Lo hará retándonos con escritores
que se apuntan a la especie de los demiurgos, tal cual lo hizo Del Paso
con Palinuro de México.
Es el más laborioso de sus libros y el más erudito. Una obra
idiosincrática de la revolución latinoamericana sufrida por la novela
durante los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX.
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Cajón de sastre o sopa de pobre, en Palinuro de México está
la mitología y la historia, la vida de un semincestuoso estudiante de
medicina alojado en la plaza de Santo Domingo, triángulo mágico donde se
reúnen la escribanía pública, la medicina y la Inquisición. Desde ese
punto, Del Paso hizo estallar todo su ingenio verbal y la omnipotencia
artística de la cual podía disponer un autor rabelesiano que no pudo
sino darle a la literatura mexicana sus gargantúas y pantagrueles:
sangre, humores, disecciones. Tampoco se olvida que Palinuro de México también es, como Crónica de la intervención,
de García Ponce, una de nuestras novelas del movimiento del 68, donde
los tanques en el Zócalo son uno de los ritos de pasaje padecidos por
nuestro Palinuro tripulando la nave que hace huir a Eneas de la
destrucción de Troya. No es una casualidad, ya lo dije en otra ocasión,
que dos de los principales valedores de esa novela hayan sido un par de
poetas, ambos de la generación de Del Paso: Francisco Cervantes, nuestra
portuguesa ánima en pena, y Marco Antonio Montes de Oca, el dueño de
todas las metáforas, quien dijo que Palinuro de México era una de las cumbres de nuestro Barroco.
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Vuelvo a Noticias del Imperio.
Por un lado es una cabal novela histórica donde conocemos a Maximiliano
pero también a Benito Juárez, más allá de la iconología estatal y sus
estampitas o de las estatuas horribles pero también es un homenaje al
delirio verbal de la loca de la casa que en la novela no puede ser otra
que la emperatriz Carlota de Bélgica (1840–1927), muerta en el olvido
muchísimos años después del fusilamiento del emperador en el Cerro de
las Cruces. La loca de la casa, ya se sabe, no es Carlota sino la
imaginación, a la cual Del Paso le da, como debe de ser, nombre de
mujer: fue el gesto final del “realismo mágico”, término acuñado por los
alemanes en 1925 para explicarse estéticamente a la vanguardia y que
calificó comercialmente (lo digo sin ser peyorativo, tan sólo
descriptivo) a los novelistas del Boom. La imaginación no sólo es mujer
sino es europea, confirma un Del Paso heterodoxo postulando, en contra
parte, una “realidad” masculina y americana.
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Muchas páginas
como publicista (no me refiero al trabajo de Del Paso en las agencias de
publicidad sino a la vieja y en mala hora olvidada definición rusa, es
decir, aquel que da publicidad a hechos e ideas sin ser única o
necesariamente un periodista) escribió el autor de Palinuro de México. No
porque hoy sea día de fiesta me voy a callar lo que en otras ocasiones,
cuando parecía que este escritor pertenecía más al pasado que al
presente, he dicho acerca del nacionalismo ramplón al que Del Paso ha
recurrido por carecer de ideas interesantes y confundir los hechos con
sus sentimientos, hecho tanto más notable cuando el novelista es un
verdadero erudito, como lo demuestra su desdeñada historia personal del
judaísmo y del Islam que el FCE empezó a publicar en 2011, proyecto que
antes de ser despreciado por megalómano debe de leerse. Pero Del Paso no
es para aquellos que dicen no leer por carecer de tiempo para hacerlo.
En fin, que sus páginas periodísticas, aunque sean una aparatosa parte
de su obra, son cosa menuda junto al peso de sus tres principales
novelas.
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Junto con Octavio Paz (1981),
Carlos Fuentes (1987), Sergio Pitol (2005), José Emilio Pacheco (2009) y
Elena Poniatowska (2013), Del Paso se convierte en el sexto mexicano en
ganar el Premio Cervantes, nómina a la cual yo quizá agregaría a Álvaro
Mutis y a Juan Gelman, quienes decidieron vivir y morir entre nosotros,
como lo hizo Gabriel García Márquez, quien también lo hubiera tenido de
no haber decidido, por prudencia, no aceptar ningún otro premio después
del Nobel. Lástima, para entrar en el capítulo de las complacencias,
que no tuvieran el Cervantes ni García Ponce, ni Salvador Elizondo, ni
Alejandro Rossi, ni los poetas Segovia o Deniz y que aun no lo tenga
Gabriel Zaid, no sólo como poeta sino como el pensador singular que es,
para hablar sólo de nuestros escritores en la generación del 32.
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Fernando Del Paso, dandy de trajes
chillantes y corbatas coloridas, pertenece también a la rara especie de
los escritores-dibujantes, como Victor Hugo y Henri Michaux o Sylvia
Plath y J.R. Tolkien. Pecado menor o pasatiempo misterioso que le da a
la obra de nuestro novelista una fragancia inconfundible. Un escritor
que pinta, subraya su propia obra y para quienes nos intrigan los
subrayados del otro, sus dibujos son un regalo sorpresa, una delicada
marginalia.
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