domingo, 15 de noviembre de 2015

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15/Noviembre/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael


No me sorprende que el Premio Cervantes sea en esta ocasión para Fernando del Paso, el novelista mexicano nacido en 1935 y quien en mi opinión, con Noticias del Imperio, la mejor novela mexicana de los últimos treinta años según una encuesta de 2007, escenificó el canto del cisne del realismo mágico en América Latina. No es poca cosa, además, su contribución a la lectura de la historia pues con aquella novela sobre los infaustos emperadores de México, Del Paso supo recoger y expresar el cariño, y la conmiseración que Maximiliano y Carlota, aun entre sus enemigos de antaño y hogaño, suscitaron y aun suscitan para los mexicanos. Que no me vengan a decir que la ficción es incapaz de reeducar a la historia cuando lo hace un verdadero artista como ha sido el caso de Del Paso. Así como los rusos tienen su epopeya antinapoleónica en La guerra y la paz, de Tolstoi, nosotros en Noticias del Imperio, tenemos la propia sobre la intervención de 1862-1867, novela inolvidable, insisto, que dice más que muchos malos libros de historia y que llevó a numerosos lectores hacia el regazo de los buenos historiadores.
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El premio, además, me sabe a un desagravio a Juan Rulfo, cuyo centenario festejaremos en un par de años, que nunca obtuvo el Cervantes ni el Nobel acaso porque su obra era escasa. “Tiene que escribir más para convencerme”, dicen que dijo Artur Lundkvist, durante varios años el principal lector en español de la Academia Sueca. Bueno, aunque voluminosas, sólo son tres las grandes novelas delpasianas (José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio, en 1965, 1977 y 1987, respectivamente), las cuales le han acarreado merecida fama y fortuna. Del Paso, guste más o guste menos, está para recordarnos que una cosa es la literatura y otra el negocio de la edición. No sólo es innecesario sino rapaz y de mal gusto, el régimen al cual algunos novelistas se someten para publicar una novela cada año, víctimas de sus editores, de sus agentes literarios o de un entusiasmo hiperactivo no por personalísimo menos censurable. Del Paso es el penúltimo de los novelistas totales en nuestra lengua, acaso sólo antecedido por el precozmente fallecido Roberto Bolaño, quien ocupa todavía una posición difícil de aquilatar como gozne entre el Boom y el presente, que por serlo, carece de nombre propio, como lo recomienda la humildad. La ciudad entera, como metáfora, le cupo a Del Paso en José Trigo, por más que fuesen atinadas varias de las críticas que escribió Emmanuel Carballo ante su aparición, aunque los libros siguientes de Del Paso lograron hacerlas olvidar: una cosa es la oportunidad y otra, el juicio póstumo, implacable con nosotros los críticos.
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No se intimidó Del Paso –otro gesto de ambición de la buena– con La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, en su pretensión de abarcar, totalizante nuestra ciudad capital, ni después de Palinuro de México a Juan García Ponce le tembló la voluntad y escribió Crónica de la intervención (1982), para hablar de librotes que también son grandes novelas. Sí, pero a la antigua, como nos enseñaron a leer Joyce y su siglo: comprendiendo sin entender, comprometiéndonos con aquello (Lezama Lima dixit) de que sólo lo difícil es estimulante, en un género, la novela, cuya salud durará, aún, décadas y décadas. Lo hará retándonos con escritores que se apuntan a la especie de los demiurgos, tal cual lo hizo Del Paso con Palinuro de México. Es el más laborioso de sus libros y el más erudito. Una obra idiosincrática de la revolución latinoamericana sufrida por la novela durante los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX.
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Cajón de sastre o sopa de pobre, en Palinuro de México está la mitología y la historia, la vida de un semincestuoso estudiante de medicina alojado en la plaza de Santo Domingo, triángulo mágico donde se reúnen la escribanía pública, la medicina y la Inquisición. Desde ese punto, Del Paso hizo estallar todo su ingenio verbal y la omnipotencia artística de la cual podía disponer un autor rabelesiano que no pudo sino darle a la literatura mexicana sus gargantúas y pantagrueles: sangre, humores, disecciones. Tampoco se olvida que Palinuro de México también es, como Crónica de la intervención, de García Ponce, una de nuestras novelas del movimiento del 68, donde los tanques en el Zócalo son uno de los ritos de pasaje padecidos por nuestro Palinuro tripulando la nave que hace huir a Eneas de la destrucción de Troya. No es una casualidad, ya lo dije en otra ocasión, que dos de los principales valedores de esa novela hayan sido un par de poetas, ambos de la generación de Del Paso: Francisco Cervantes, nuestra portuguesa ánima en pena, y Marco Antonio Montes de Oca, el dueño de todas las metáforas, quien dijo que Palinuro de México era una de las cumbres de nuestro Barroco.
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Vuelvo a Noticias del Imperio. Por un lado es una cabal novela histórica donde conocemos a Maximiliano pero también a Benito Juárez, más allá de la iconología estatal y sus estampitas o de las estatuas horribles pero también es un homenaje al delirio verbal de la loca de la casa que en la novela no puede ser otra que la emperatriz Carlota de Bélgica (1840–1927), muerta en el olvido muchísimos años después del fusilamiento del emperador en el Cerro de las Cruces. La loca de la casa, ya se sabe, no es Carlota sino la imaginación, a la cual Del Paso le da, como debe de ser, nombre de mujer: fue el gesto final del “realismo mágico”, término acuñado por los alemanes en 1925 para explicarse estéticamente a la vanguardia y que calificó comercialmente (lo digo sin ser peyorativo, tan sólo descriptivo) a los novelistas del Boom. La imaginación no sólo es mujer sino es europea, confirma un Del Paso heterodoxo postulando, en contra parte, una “realidad” masculina y americana.
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Muchas páginas como publicista (no me refiero al trabajo de Del Paso en las agencias de publicidad sino a la vieja y en mala hora olvidada definición rusa, es decir, aquel que da publicidad a hechos e ideas sin ser única o necesariamente un periodista) escribió el autor de Palinuro de México. No porque hoy sea día de fiesta me voy a callar lo que en otras ocasiones, cuando parecía que este escritor pertenecía más al pasado que al presente, he dicho acerca del nacionalismo ramplón al que Del Paso ha recurrido por carecer de ideas interesantes y confundir los hechos con sus sentimientos, hecho tanto más notable cuando el novelista es un verdadero erudito, como lo demuestra su desdeñada historia personal del judaísmo y del Islam que el FCE empezó a publicar en 2011, proyecto que antes de ser despreciado por megalómano debe de leerse. Pero Del Paso no es para aquellos que dicen no leer por carecer de tiempo para hacerlo. En fin, que sus páginas periodísticas, aunque sean una aparatosa parte de su obra, son cosa menuda junto al peso de sus tres principales novelas.
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Junto con Octavio Paz (1981), Carlos Fuentes (1987), Sergio Pitol (2005), José Emilio Pacheco (2009) y Elena Poniatowska (2013), Del Paso se convierte en el sexto mexicano en ganar el Premio Cervantes, nómina a la cual yo quizá agregaría a Álvaro Mutis y a Juan Gelman, quienes decidieron vivir y morir entre nosotros, como lo hizo Gabriel García Márquez, quien también lo hubiera tenido de no haber decidido, por prudencia, no aceptar ningún otro premio después del Nobel. Lástima, para entrar en el capítulo de las complacencias, que no tuvieran el Cervantes ni García Ponce, ni Salvador Elizondo, ni Alejandro Rossi, ni los poetas Segovia o Deniz y que aun no lo tenga Gabriel Zaid, no sólo como poeta sino como el pensador singular que es, para hablar sólo de nuestros escritores en la generación del 32.
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Fernando Del Paso, dandy de trajes chillantes y corbatas coloridas, pertenece también a la rara especie de los escritores-dibujantes, como Victor Hugo y Henri Michaux o Sylvia Plath y J.R. Tolkien. Pecado menor o pasatiempo misterioso que le da a la obra de nuestro novelista una fragancia inconfundible. Un escritor que pinta, subraya su propia obra y para quienes nos intrigan los subrayados del otro, sus dibujos son un regalo sorpresa, una delicada marginalia.

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