Confabulario
Huberto Batis
Mi relación con Emmanuel Carballo (1929-2014) fue
como lo que se da entre alacranes: no se pican entre ellos porque se
matan. Es un doble suicidio. Conviven y atacan a otras presas, no entre
sí. Desde el principio me di cuenta que tenía un carácter fuerte como el
mío y que era un crítico feroz.
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Recuerdo que Carballo inició su carrera periodística en el suplemento México en la Cultura, que dirigía Fernando Benítez en el Novedades. Ahí hizo unas entrevistas largas, magistrales y que después juntó en el libro Protagonistas de la literatura mexicana.
Tuvo el colmillo y buen ojo de entrevistar aún en los años 50 a todos
los autores que venían del siglo XIX y que rondaban los 60, 70, 80 años
de edad. Entre ellos había cierto temor de que los entrevistara
Carballo, porque cuando los entrevistaba, se morían. Lo veían como un
heraldo nefando. Era un maestro de la entrevista y creo que es el mejor
periodista cultural de largo aliento que ha tenido México.
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Conocí
a Carballo cuando llegué de Guadalajara. Un amigo, primo hermano suyo,
Clemente Carballo Cano, me dijo: “Busca a Emmanuel de mi parte. Él va a
ayudarte”. Y vaya que me ayudó. Me inició en el mundo de la literatura
con una gran generosidad, con una paciencia infinita. Cuando llegó a
México lo había recibido otro jalisquillo de Los Altos que ya había
abierto brecha: Jesús Arellano, director de la revista Me[n]táfora.
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Otro jalisciense con el que tuve mucha relación fue Carlos Valdés: pues de 1960 al 67 hicimos la revista Cuadernos del Viento.
La intención de hacerla era porque como escritores escasamente podíamos
publicar en las revistas consagradas. Si bien nos iba, la Revista de la Universidad
nos publicaba un texto al año, pero nosotros teníamos parque para
luchar, para escribir todos los días, todas las semanas, todos los
meses. En esa revista, Juan García Ponce —que era un incansable
escritor— publicaba mucho y nos daban trabajo de reseñistas. De eso sí
nos daban trabajo. Creo que con las reseñas se le entrega a los jóvenes
un papel importante en las revistas literarias, en los suplementos
culturales: la crítica de música, de teatro, de cine, de literatura, de
danza, de todo. Los jóvenes aprenden a criticar con frescura y sobre
todo sin compromisos; todavía no están ligados a grupos, todavía se
sienten libres y opinan.
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En una ocasión que hice una crítica muy fuerte a un
escritor de la Facultad de Filosofía y Letras, Agustín Yáñez me dijo:
“Piensa que vas a vivir toda tu vida junto a ese hombre”. Le dije: “Pero
yo tengo que decir lo que pienso, y lo que se me ocurre realmente”. Me
respondió: “Sí, pero hazlo con delicadeza, con inteligencia, con
diplomacia”. Yo no quería hacer eso y entonces fundamos una sección que
llamamos “Palos de ciego”. Un ciego no sabe a quién golpea para abrirse
paso entre las sombras. Va con su bastón apaleando a quien se le
atraviesa, a quien encuentra. Eran bromas un tanto inocentonas, a veces
brutales y venenosas.
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Pienso que Carballo siempre fue fiel a su periodismo independiente. Él escribió mucho para la Revista de la Universidad,
publicación que dirigía Jaime García Terrés, que en ese entonces llegó a
ahondar, a reunir, a publicar con mucho orgullo dos grandes tomos que
se llamaron Nuestra década [La cultura contemporánea a través de mil textos]. Quien lea estos dos tomos tiene una cultura tremenda de mitad de siglo. Esos tomos los organizó José Emilio Pacheco.
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Sigo recordando a Carballo como la
persona que me ayudó desde mi llegada, pues hasta me invitaba de comer.
Yo no tenía dinero y a él le habían dado un trabajo del Gobierno como
interventor de Cinematografía. Tenía que cuidar que no hubiera ofensas a
la patria en las películas: que no apareciera un bikini verde, blanco y
colorado o que no bailaran un zapateado con la bandera o que no
utilizaran los símbolos patrios de manera irreverente. Nosotros nos la
pasábamos platicando y tratando de ligar a las coristas, a las actrices.
Éramos bien ojoalegres.
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Pero muy pronto esa ayuda se acabó abruptamente. Una
mañana llegué por él a su casa. Ya se había ido y me dijo su esposa que
me había dejado dicho que “no volviera”. De repente. No supe qué hice.
Creo que me encargó un artículo de cine mexicano e hice uno que se
llamaba “La fábrica de sueños”, del que no quiero ni acordarme porque
por fortuna nunca se publicó. En un principio se entusiasmó conmigo y
debió haberse dado cuenta de lo impreparado y tonto que era yo en aquel
momento. Eso le pasó varias veces.
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Volvimos a coincidir tiempo después cuando Froylán Flores Cancela, que dirigía el semanario Punto y Aparte de Veracruz me pidió una colaboración que convertí en una larga historia de Cuadernos del Viento. Entonces a Carballo, que dirigía el suplemento de El Día,
se le ocurrió dedicar todo un número a mi revista. Aunque en ese
momento nos había cortado a Carlos Valdés y a mí, vio que habíamos hecho
una revista de la que se reían todos pero que llegó a Ser. Al presentar
su propuesta Carballo vio con estupor la oposición de Socorro Díaz a
que se publicara un suplemento dedicado a Huberto Batis.
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La razón de Socorro era que la hija
de Enrique Ramírez y Ramírez, ex alumna mía, se había quejado que el día
de la muerte de su padre dije en clase: “Hoy ha muerto el Señor Pleonasmo”. Así le decíamos al fundador de El Día
(por “Ramírez y Ramírez”). En esos mismos días había muerto mi padre.
Yo acababa de regresar de Guadalajara y dije dolido en esa clase: “En
este momento, tanto mi padre como Ramírez y Ramírez, el Señor Pleonasmo,
se están pudriendo en sus ataúdes”. La hija salió llorando y dijo que
me había burlado de su padre. Socorro Díaz dijo que era una atrocidad y
que cómo el periódico me iba a dedicar un suplemento. Fue una
inocentada.
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Entonces Carballo renunció al suplemento de la noche a
la mañana y se robó las galeras, las pruebas finas y me dijo: “Vamos a
hacer un libro con esto”. En la editorial Diógenes, que él había creado,
hicimos un libro en una colección que fundamos con Juan García Ponce.
Se llamó “Las Ursulinas”, por las famosas monjas de París.
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Entonces publicamos el libro Lo que Cuadernos del Viento nos dejó.
Carballo puso la tipografía. Juan García Ponce y yo pusimos el papel
que nos había regalado un rector de la Universidad como pago por
servicios editoriales. Nos dijo: “¿Qué quieren?”. Le respondimos: “Papel
para hacer la revista literaria y libros”. Y nos dieron un tráiler
lleno de papel. Yo no sabía dónde meterlo y le dije a mi amigo Fernando
Tola de Habich, el peruano editor de Premià, que nos ayudara a guardar
el papel. Con eso García Ponce y yo hicimos el primer libro de “Las
Ursulinas”. Tola puso la impresión y la distribución del libro. Esa fue
nuestra primera colaboración entre alacranes sin picarnos.
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En ese momento Carballo se portó
increíble. Poco después me invitó a trabajar con él en Radio UNAM,
cuando la dirigía Fernando Curiel. Nos dieron un programa a las 8 de la
noche, hora pico. Ese programa terminó cuando nombraron director de
Radio UNAM a un sujeto que se apellidaba Galindo. Pasó que en un
programa hablé al aire de la Revista de la Universidad.
Le dije a Carballo que era una revista fa-mi-liar. Él me preguntó:
“¿Por qué familiar?” Le respondí: “Porque publica Julieta Campos,
publica su marido Enrique González Pedrero (entonces gobernador de
Tabasco), publica su hijo Emiliano González Campos y publica la novia de
Emiliano: Lili Barbachano. Todo el número dedicado a ellos”. Me parecía
una revista familiar. No les cayó nada en gracia. Entonces Galindo nos
llamó. Nos dijo que los programas ya no se transmitirían en vivo, sino
que íbamos a grabarlos y a decirle de qué tema hablaríamos con
antelación. Además, por si no nos parecía, inmediatamente sacó su
chequera y nos dio pagos adelantados. Rápidamente hicimos varios
programas. Cuando vimos que los programas no salían al aire, Galindo nos
dijo: “Ya se los pagué. Ya lo grabaron. Cuando haya un lugar los
transmitiremos”. Entonces dijimos: “Ahí se queda, señor Galindo”. Lo
apodamos El Cavernario Galindo, como el luchador.
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Viajamos al puerto de Veracruz invitados por Miguel
Capristán, director de Cultura. Hablamos de Elena Garro, a quien
habíamos sacado de las sombras y reivindicado. Entre el público estaba
Ida Rodríguez Prampolini, quien nos invitó a una boda nocturna de lujo.
Al día siguiente visitamos la casa en ruinas de los abuelos de Beatriz
Espejo con los pollos Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana, a
quienes yo había invitado en el viaje en coche.
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Tiempo después me dieron el Premio Fernando Benítez
en la FIL de Guadalajara y le pedí a Carballo, a Beatriz Espejo —su
esposa y muy amiga mía— y a Alberto Ruy Sánchez que hablaran en mi
homenaje. En el desayuno, en el hotel Hilton de Guadalajara, Carballo
dijo: “¿Qué tal si de Benítez hablamos bien y sobre todo mal y de paso
hundimos el Premio de Periodismo Cultural Fernando Benítez?”. Le
respondí: “¡No! Me parece de muy mal gusto. Me van a dar a mí el Premio y
así vamos a bombardear esta cosa”. Los dos alacranes discutiendo. Y
cuando llegó la hora de las entrevistas, Carballo empezó a hacer mofa de
los periódicos de Guadalajara, ya que se estaban dando premios a otros
periodistas como a mí. Los organizadores me pidieron que entregara esos
premios. Carballo me dijo: “¿Cómo premias periódicos tan malos?”. Tomé
uno y le dije: “¿Qué tiene de malo este periódico?” Carballo empezó a
verlo y le expliqué: “Mira, aquí hablan de Beatriz Espejo, aquí hablan
de mí, aquí hablan de Ruy Sánchez… ¡Ah, ya veo! No hablan de ti. Por eso
estás tan enojado. Por eso dices que son muy malos periodistas”. Se
aguantó la estocada de mi aguijón y luego dijo: “En vez de decir
tonterías, dales una lección de periodismo a los mexicanos o mejor ya
cállate y vámonos a dormir que ya tenemos sueño”. El alacrán me picó a
muerte y todos se fueron al convivio de Brasil, invitado de honor de ese
año, 2001.
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No nos volvimos a hablar nunca. Aunque quiero
enormemente a Beatriz Espejo, no fui al funeral de Emmanuel. “¿Cómo voy a
ir a ver al alacrán si yo no lo maté?”. Sobre su muerte me dijo Beatriz
que ese día llegaron de Valle de Bravo. Venían llegando al DF y dijo
Carballo: “Vámonos a algún restaurante a cenar. No tenemos nada
preparado. Déjame pasar a la casa a dejar algunas cosas”. Beatriz se
quedó esperando en el coche y como se tardaba le tocó el claxon. Luego
bajó y encontró a Carballo muerto. Cayó en el garaje por un ataque
cardíaco o un síncope cerebral. No conozco los detalles forenses, pero
ahí murió después de un fin de semana alegre con sus amigos en Valle de
Bravo y planeando seguir la fiesta con Beatriz.
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Una de las cosas que le reprocho a Carballo es que
cuando llegué de Guadalajara traía tres cartas de Agustín Yáñez: una
para Margaret Shedd, del Centro Mexicano de Escritores; la segunda para
Nabor Carrillo, rector de la Universidad, para que me dejara entrar a
Filosofía y Letras; y otra para Alfonso Reyes.
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Le había preguntado a Carballo: “¿Cómo se la daré a
Reyes?”. Y él me dijo: “Es imposible, es un hombre muy ocupado”. Pero él
lo veía continuamente porque lo estaba entrevistando… y no me quiso
llevar. Entonces llamé por teléfono y le dije: “Don Alfonso, tengo una
carta de Agustín Yáñez para usted”. “Pues tráemela”. Le dije: “¿En dónde
vive?” “En la Capilla Alfonsina, en la calle de Benjamín Hill”,
respondió. “¿Cómo llego?, le pregunté. Me dijo don Alfonso: “Toma un
camión”. Dije yo: “¿Qué camión tomo?”. “No, pues no sé qué camión.
¿Dónde vives?” “En casa de un tío mío que me está dando asilo”. “No,
pues vente en un taxi. Yo lo pago cuando llegues”. Cuando llegué estaba
don Alfonso en la puerta de su casa y pagó el taxi. Me tuvo toda la
mañana platicando con él.
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Este es un buen panorama de dos alacranes que vivimos
y morimos sin hablarnos, pero que colaboramos en algunas cosas,
heroicamente, juntos, y libramos las mismas batallas contra los
cavernarios.
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