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sábado, 15 de noviembre de 2014

La deshumanización que no cesa

15/Noviembre/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

En los recientes homenajes dedicados al centenario de José Revueltas ha emergido una temática que muestra, al tratar de esconderla, el desafío que su obra constituye para los lectores mexicanos contemporáneos. Esta temática surge en buena medida como resultado de la paradójica coincidencia del centenario de Revueltas con el de Octavio Paz, quien ha sido ya objeto de una mayor (algunos dirían desmedida) serie de homenajes que han opacado a nuestro gran novelista de izquierda. Se trata de una retórica escéptica que descalifica la política de Revueltas como anacrónica: ensayos que ejercen diversos malabarismos retóricos para decirnos que su obra literaria es de gran potencia, pero informada por una forma de política radical que ha dejado de ser legítima. Podría argumentarse que si pensamos en Paz y Revueltas como constructores de dos imaginaciones del país en debate, el poeta salió más airoso del siglo XX: eso que llamamos “transición a la democracia” refleja los ideales que Paz expresó en su crítica política. Los movimientos que Revueltas apoyó —y que no siempre lo apoyaban como recuerdan algunos comentaristas no sin cierto goce revisionista— parecen haberse disuelto y los déjà vu puestos sobre la mesa por situaciones como la masacre de los normalistas de Ayotzinapa (en la que resuenan tanto Tlatelolco como Lucio Cabañas) muestran que las batallas que libraba su obra fueron perdidas y deben dirimirse de nuevo. Resulta indiscutible que la ilegibilidad que la obra de Revueltas parece emanar en nuestros días, sobre todo aquella relacionada con la doctrina política, se debe en buena parte a que muchos de sus compañeros de armas en el comunismo fueron parte de una travesía ideológica en la cual los sobrevivientes de la izquierda militante de los setenta emigraron a la izquierda institucionalizada, al centro liberal o a la derecha. Es un proceso que explica esas lecturas cautelosas que vemos hoy de lectores que no pueden quedarse inermes ante el poder literario de El apando pero que interpretan los argumentos sobre el proletariado sin cabeza o la relación entre Marx y el humanismo como poco más que una jerga extemporánea informada por un sueño antiguo y derrotado.

Estas lecturas ignoran la real importancia de Revueltas, autor que no puede ser revisitado con el entusiasmo nostálgico hacia una forma de la izquierda ya vencida, pero tampoco con el goce irredento de sentirse parte de una transición que convenientemente ignora a los desterrados de las fantasías desarrollistas del México actual. La obra de Revueltas sustenta lecciones críticas y políticas que superan los inevitables anacronismos de aquellas ideas que en sus años fueron dogmas, y cuyos estrictos límites ideológicos fueron frecuentemente superados por Revueltas mismo. Es claro que Revueltas excede por mucho los límites intelectuales de eso que se llamaba “marxismo vulgar” y que se fundaba en la repetición acrítica de un vocabulario filosófico cuya sofisticación se difuminaba burocráticamente. Si acaso, la pregunta real de Revueltas no era una cuestión de doxa terminológica, sino de la desesperada necesidad de una ideología y una militancia que dieran cuenta de la enorme deshumanización de la modernidad capitalista que, en el México que habitó entre los cuarenta y los setenta, bajo el nombre de “Revolución” sustentaba políticas basadas en el desarrollo desigual y la exclusión. Desde El luto humano hasta El apando, la narrativa revueltiana fue una puesta en escena de las subjetividades y afectos de aquellos que no pertenecían a los delirios modernizadores del medio siglo mexicano, confrontando ese llamado “milagro” con aquellos que se mantenían en el purgatorio de la inequidad. Esto fue acompañado por un pensamiento político, siempre sin tregua, que se preguntaba sobre las posibilidades de enunciar y de pelear por un humanismo, una dialéctica de la conciencia y un México cuya prueba fundamental era la inclusión precisamente de esos marginales: los presos brutalizados por el sistema penal, los campesinos atrapados por las llamas inclementes de la guerra cristera, los revolucionarios derrotados por el peso implacable de la historia.

Ante el cinismo de aquellos que quisieran que Revueltas dejara de existir, y ante las fantasías de un país para el cual las subjetividades capturadas por su obra son excedentes prescindibles en la vuelta al PRI, Revueltas sigue encontrando lectores que muestran su potencia. Vienen a la mente Bruno Bosteels, cuyo trabajo restituye a Revueltas en una tradición intelectual del marxismo del que parece siempre excluido; José Manuel Mateo y su cuidadoso estudio del mito de Antígona que aparece tanto en Revueltas como en muchas ideologías militantes; Rebecca Janzen y su agudo trabajo sobre la forma en que la religiosidad narrada por Revueltas imagina formas de resistencia a la homogeneización modernizante del Estado; Francisco Ramírez y su enfoque sobre la poderosa polifonía que permite a Revueltas dar voz a los marginados; Rodrigo García de la Sienra y su estudio sobre la cárcel y la distopía y, por supuesto, Evodio Escalante, el precursor de la lectura política de Revueltas. Revueltas no es estrictamente un “raro”, sino un escritor cuya inteligencia política y estética, identificada por todos estos críticos, ha dejado de resonar en el espacio público mexicano en parte porque la pregunta fundamental de Revueltas sobre aquellos sujetos sin representación política a los que buscó otorgar agencia simbólica se ha disuelto en el México de la supuesta transición.

Leer a Revueltas en los días posteriores a Ayotzinapa, y hacerlo en diálogo con los críticos mencionados, es un triste recordatorio de que carecemos de esa literatura interesada en capturar a aquellos que viven en lo que la teoría política actual llama el “Estado de excepción”, despojados de identidad y ciudadanía. No dejo de pensar qué podría decirnos Revueltas o un escritor de su estirpe sobre los migrantes centroamericanos que son secuestrados, extorsionados y asesinados en una tierra sin ley, sobre los jóvenes normalistas que son desaparecidos y desollados ante los ojos de una sociedad que los explica como delincuentes o carne de cañón, sobre los 130 mil muertos y desaparecidos que son números en la imaginación pública, o gente que “se lo buscó”, o cualquier cosa que le permita a nuestro país abdicar de su responsabilidad frente a los cadáveres y a los ausentes.


No sé si Revueltas como escritor sería posible en la época actual, de literatura becada y corporativizada, de criminalización de la protesta pública; si sería posible en este país donde el dogma político ya no se llama proletariado o comunismo ni arriesga el equívoco en nombre de los que menos tienen, sino que recibe nombres como reformas estructurales, democracia electoral, neoliberalismo, y que se ejerce en nombre de la pauperización de los más vulnerables. Sin embargo, hay que decir que si algún sentido tiene leer a Revueltas hoy, recuperarlo, homenajearlo, a él puede accederse solamente a través de la pregunta sobre cómo humanizar a quienes han sido derrotados por la deshumanización neoliberal, cómo darles voz a aquellos que muchos en nuestro país perciben como revoltosos que “se buscaron” ser quemados vivos o a los que estorban con sus luchas y su existencia misma la comodidad de quienes viven obstinadamente en la fantasía de un país moderno que solo los beneficia a ellos. Esa es la pregunta incómoda que nuestra cultura actual es incapaz de contestar, y que hace que Revueltas, cuyo anacronismo es resultado del riesgo que nadie toma hoy de pensar una sociedad para los más excluidos, sea más vigente que cualquier otro escritor, cualquier otra prosa, cualquier otra inteligencia y cualquier otro homenaje.

sábado, 31 de mayo de 2014

La legión extranjera

31/Mayo/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

En la fuga de cerebros dentro del ámbito artístico y cultural de nuestro país confluyen múltiples factores: la falta de empleo bien remunerado, un mejor desarrollo académico, la búsqueda de alternativas para crear sin el apoyo de las becas, el crecimiento intelectual mediante la investigación o la docencia o tan solo una perspectiva sólida para trazar un proyecto de vida. El siguiente ensayo explora esas realidades


La imagen que muchos lectores tienen del escritor mexicano en la academia estadunidense proviene de Ciudades desiertas, la campus novel que José Agustín dedicó a principios de los años ochenta al shock cultural experimentado por los latinoamericanos cuando eran invitados a los programas de escritura en lugares como Iowa. Esta idea de la academia estadunidense como moridero —que el chileno José Donoso consolidó una década después de Agustín en su libro Donde van a morir los elefantes— no representa del todo la experiencia que muchos escritores mexicanos han tenido en la academia estadunidense. En años recientes, una cantidad considerable de escritores, incluidos varios consagrados como figuras centrales de la literatura mexicana actual, han optado por dejar el país, para ingresar a programas doctorales o para trabajar como profesores e investigadores en universidades a lo largo y ancho de Estados Unidos. El fenómeno no es nuevo: baste recordar las visitas de Octavio Paz a Harvard y a la University of Texas en Austin, el tiempo que pasó Carlos Fuentes en Brown, o el hecho de que Gustavo Sáinz fue profesor de la Indiana University, mientras que Jorge Aguilar Mora y José Emilio Pacheco enseñaron en la University of Maryland.
En estos días, se observa un incremento en el número de escritores que han decidido fincarse en posiciones de profesor en distintas universidades estadunidenses, así como el cada vez más copioso flujo de jóvenes escritores a programas doctorales en humanidades. Los profesorados en departamentos y programas de literatura latinoamericana incluyen a un grupo de escritores consolidados: Cristina Rivera Garza (UC-San Diego), Jacobo Sefamí (UC-Irvine), Pedro Ángel Palou (Tufts), José Ramón Ruisánchez (Houston), Eloy Urroz (Citadel), Ricardo Chávez Castañeda (Middlebury), Yuri Herrera (Tulane), Oswaldo Zavala (CUNY) y Fernando Fabio Sánchez (Cal-Poly), entre otros. También varios escritores jóvenes, autores ya de una obra considerable, estudian en estos momentos en programas doctorales: Humberto Beck (Princeton), Valeria Luiselli (Columbia), Brenda Lozano (NYU), Rafael Lemus, Kelly A. K. (ambos en CUNY), Heriberto Yépez (Berkeley), Román Luján (UCLA), Gaëlle Le Calvez (Indiana), por nombrar solo a unos cuantos. Estos escritores son parte de una distinguida nómina de escritores latinoamericanos que están en la academia estadunidense, como Edmundo Paz Soldán, profesor en Cornell; Ricardo Piglia, quien enseñó muchos años en Princeton; o jóvenes como el peruano Carlos Yushimito y el boliviano Sebastián Antezana, que son estudiantes doctorales. También tenemos hoy en día muchas obras importantes de la literatura mexicana que han nacido a partir de la experiencia intelectual y personal de sus autores en Estados Unidos. Nada cruel de José Ramón Ruisánchez e Hipotermia de Álvaro Enrigue provienen de su experiencia como estudiantes; Fricción de Eloy Urroz de sus experiencias como profesor y Los ingrávidos de Valeria Luiselli de su vida en Nueva York. Incluso los requisitos académicos de los posgrados han resultado en obras sustantivas: Nadie me verá llorar y La Castañeda nacieron de la tesis doctoral de Cristina Rivera Garza, Valiente clase media de Enrigue fue su tesis doctoral en Maryland, al igual que Historias que regresan de Ruisánchez. Las dos primeras novelas de Yuri Herrera, Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo, nacieron respectivamente de su maestría en escritura en El Paso y de su tesis doctoral en Berkeley.
En un cuestionario que distribuí entre algunos escritores mexicanos, pueden encontrarse distintos razonamientos detrás de la salida de cada uno de ellos del país. Para Brenda Lozano, por ejemplo, fue una cuestión de cambiar de aires y de encontrar un espacio para enfocarse en la literatura, además de que la ubicación de su posgrado en Nueva York le permite participar de una vida cultural distinta. Otros escritores decidieron emigrar como resultado de los vaivenes económicos. Eloy Urroz recuenta: “No tenía idea de que me quedaría en Estados Unidos cuando solicité una beca para estudiar el posgrado en Los Ángeles en 1995. Mi plan original y único era atravesar el vendaval que sufría México ese invierno negro de 1994-95. Ya luego, volvería a mi país… Pero no fue así; al contrario: las cosas se fueron perfilando para que, al final, terminara por hacer de Estados Unidos mi segundo nuevo hogar”. En el caso de Urroz, su llegada se debió a la necesidad de buscar nuevos horizontes como resultado del “error de diciembre”, pero el tiempo de estancia en el doctorado lo condujo a fincar raíces en Estados Unidos, al grado de que sus dos hijos nacieron ahí. Cristina Rivera Garza plantea una idea similar, cuando rememora su salida de México para estudiar un doctorado en historia en Estados Unidos: “A mediados de los ochenta el futuro se había agotado en México”. Otros, como Fernando Fabio Sánchez, emigraron debido a la sensación de haber alcanzado un techo profesional. Tras iniciar una carrera como periodista en lo que ahora es Milenio Diario Laguna, Sánchez concluyó que “si deseaba abrir mi carrera a otro nivel, debía mudarme a la Ciudad de México o a Estados Unidos”, y, por conexiones familiares en California, optó por lo segundo, para después ingresar al programa de literatura en la University of Colorado-Boulder.
Incluso con el golpe que la crisis de 2008 dio a las instituciones universitarias, en Estados Unidos hay condiciones económicas y de trabajo que en muchas ocasiones superan las ofrecidas por México. En México, vivir de la escritura depende de la constante búsqueda de posibles combinaciones entre sueldos magros, freelance (considerando lo mucho que tardan los pagos y las complicaciones del SAT) y becas del FONCA, así como de condiciones laborales efímeras o precarias. En cambio, una beca promedio en un programa doctoral estadunidense ofrece el pago completo de colegiatura y un salario entre quince y treinta mil dólares anuales, monto en muchos casos superior a las percepciones salariales de un joven mexicano titulado en literatura. Este salario y la posibilidad de ingresar sin maestría los vuelve muy atractivos para recién graduados que enfrentan el terrible mercado laboral mexicano de nuestros días y para aquellos que, al cumplir 35 años y no encontrar una base laboral permanente, deciden reiniciar su carrera en Estados Unidos. Una vez completado el doctorado (o, en el caso de personas como Pedro Ángel Palou o Sara Poot–Herrera, que ya tenían una carrera establecida en México), resulta mucho más fácil —aun con las dificultades creadas por los problemas económicos de 2008— acceder a una plaza permanente en la academia estadunidense que en las universidades mexicanas. La búsqueda de trabajo se hace a partir de una lista centralizada que se publica cada septiembre, y las distintas posiciones están abiertas a solicitudes de cualquiera que esté calificado para ellas. Aunque el sistema no es del todo meritocrático, es mucho más transparente que los concursos de oposición en México. Además, los sueldos académicos estadunidenses (que comienzan en alrededor de 50 a 60 mil dólares al año y pueden llegar hasta a 100 o 120 mil dependiendo del rango) permiten una vida razonable de clase media y no requieren la búsqueda constante de estímulos y subsidios externos como en México, donde los académicos necesitan suplementar sus bajos sueldos con apoyos del SNI o el FONCA.
Más allá de las cuestiones económicas, muchos de los escritores mexicanos que han emigrado han encontrado condiciones intelectuales favorables que les han permitido superar limitaciones propias de un campo literario altamente institucionalizado, o que, al menos, les han dado acceso a nuevo cánones y el tiempo para leerlos. Al liberarse de la necesidad de tener tres o cuatro trabajos para sobrevivir, muchos de estos escritores han encontrado tiempo para leer y escribir con mayor intensidad que en México. Gaëlle Le Calvez lo pone así: “El contexto universitario de Indiana me da marcos teóricos, acceso a una red de bibliotecas ilimitada y la infraestructura económica para hacerlo. Pierdes el estar en una ciudad donde siempre está pasando algo, metida en la intensa vida cultural que hay en México pero, a la vez, estando lejos se puede estar mejor enfocado”.
El trato intelectual que han obtenido muchos escritores se ha constituido en perder el dinamismo cultural que otorga la vida literaria mexicana, particularmente para aquellos que vivieron en el DF, a cambio de un horizonte ampliado de debates teóricos y lecturas literarias, así como una infraestructura de acceso sin igual a libros y otras publicaciones a través de una red de bibliotecas sin paralelo. Rafael Lemus describe el cambio paradigmático que un escritor mexicano puede experimentar al mudarse a Estados Unidos: “Atrás quedan los libros y autores que uno leía y relamía y acá se topa con otras referencias, muy marginales o de plano inexistentes en el campo cultural mexicano. En primera instancia: las obras críticas producidas dentro de los propios departamentos de estudios hispanoamericanos, tan desdeñadas en México y, de pronto, tan potentes y esclarecedoras. Luego: un montón de textos literarios —digamos: escritos por “subalternos”— que solo se vuelven visibles en un entorno previamente trabajado por los estudios culturales. Finalmente, uno se topa, o se estrella, con la teoría. No esa ‘teoría literaria’ —estructuralista, formalista, cincuentera— contra la que se baten en México tantos trasnochados humanistas. Más bien esa teoría crítica que, combinando una y otra y otra vez los espectros de Marx y Nietzsche y Freud, sacude los preceptos del humanismo liberal y se disgrega un segundo después en distintas y encontradas perspectivas (derridianas, biopolíticas, postmarxistas…)”.
La academia estadunidense otorga a algunos escritores la ruptura con muchos prejuicios que aún colonizan la mentalidad mexicana (como el desdén a “la teoría”, en muchos casos basado en un desconocimiento de las corrientes teóricas actuales, o el uso de los términos “académico” o “profesor” como descalificaciones) y la posibilidad de pensar la literatura desde parámetros filosóficos e ideológicos incompatibles con las líneas humanistas y liberales que rigen todavía mucho del quehacer literario mexicano. Por supuesto, habría que decir que hay formas problemáticas de ejercer la teoría, porque la línea entre el concepto teórico y la jerga indescifrable puede ser tenue, pero muchos de los escritores que han migrado a Estados Unidos —como Yépez, Rivera Garza, Román Luján o Yuri Herrera— han encontrado en distintas tradiciones teóricas lenguajes para su obra que no hubieran sido posibles desde los parámetros impuestos por las instituciones literarias mexicanas.
Uno de los puntos de mayor crítica a la academia estadunidense consiste en las limitaciones intelectuales de la llamada “corrección política”. Pedro Ángel Palou, uno de los más escépticos respecto a lo que otorga la academia estadunidense, reconoce que en México se gana “treinta por ciento de lo que se gana acá” pero no está convencido de que haya una ganancia intelectual. Entre las razones que aduce se encuentra la “neutralidad de lo políticamente correcto” que entiende como una forma de censura ya que “hace que los profesores tengamos que cuidarnos, muchas veces, de lo que podemos decir en el aula”. La corrección política es uno de los fenómenos de la vida cultural estadunidense que se entiende particularmente mal en México, debido a que solo se enfatiza este lado negativo. Pero, por otro lado, la corrección política emergió como resultado del ingreso de las mujeres y las minorías étnicas y sociales a los contextos intelectuales a raíz de los movimientos de derechos civiles de los años sesenta y setenta. No debemos olvidar que el feminismo y los estudios de género, por ejemplo, han provisto un lenguaje de inclusión que a veces cae en la corrección política, pero también han sido fundamentales en la lucha contra el machismo que, incluso hoy, considera que las mujeres no son igualmente dignas de ser leídas, o que privilegia, como sucede en muchas instituciones, el desarrollo académico de los hombres sobre el de las mujeres. En cierto sentido, podría decirse que las limitaciones discursivas que señala Palou son consecuencia del hecho de que la academia estadunidense es más inclusiva en términos de género, clase y etnicidad. Cristina Rivera Garza, por ejemplo, apunta: “es mucho más sencillo ser una mujer intelectual en la academia estadunidense que en México. No es perfecto (no voy a decir yo aquí que las diferencias de género no existen en la academia gringa, válgame), pero es en definitiva mucho más sencillo. También me parece que la participación en la academia gringa está menos limitada a los pequeños grupos de la elite cultural mexicana, permitiendo que miembros de distintas clases y de distintos orígenes geográficos ocupen puestos que son en verdad competidos a nivel nacional y, con frecuencia, internacional”. Rivera Garza hace eco de la experiencia de muchos que hemos venido a la academia estadunidense, que por razones de género, clase o procedencia geográfica no pudimos acceder a la elite cultural mexicana y encontramos en Estados Unidos un sistema que, sin ser perfecto, es mucho más meritocrático que el de nuestro país. Incluso abre una invitación: “yo les recomiendo especialmente a los que no son parte de la alta burguesía mexicana, a los que no tienen padrinos o grupos de incondicionales, a los que quieren seguir leyendo como salvajes, a los que toman como responsabilidad propia el cuidado de sí y el de su familia, a los que precian su autonomía por sobre todas las cosas del mundo, que vengan a la academia. Harán de nuestras conversaciones algo, sin duda, más interesante”. Rivera Garza, como muchos de los emigrantes, considera que la academia estadunidense, pese a sus bemoles, es un espacio que permite una vida intelectual a aquellos que buscan en la profesión literaria una combinación de libertad económica y libertad intelectual.
Jacobo Sefamí, uno de los escritores que llevan más tiempo en Estados Unidos, reconoce que “cruzar fronteras fue, en mi caso, fundamental para escribir (es el caso de mi novela Los dolientes)”. Más aún, Sefamí, como muchos otros escritores mexicanos, ha encontrado una muy importante red intelectual en Estados Unidos, en su caso de poetas y lectores de poesía que constituyen uno de los núcleos más productivos e intensos de la escritura literaria latinoamericana. Entre los autores cercanos a Sefamí están figuras como el cubano José Kozer y el uruguayo Roberto Echavarren, a quienes conoció en Nueva York, y con quienes editó la fundamental antología Medusario, hasta la fecha la colección más importante de poesía neobarroca latinoamericana.
Todos los casos que he citado hasta aquí hacen ver que la legión extranjera no es un grupo de simples transterrados, sino un conjunto diverso de autores que, desde su posición externa, ha contribuido de manera importante al desarrollo y la transformación de la literatura latinoamericana actual. Es una pluralidad de autores que escribe y piensa desde marcos referenciales distintos, que rompe con muchas lógicas inherentes al campo literario mexicano y que ocupan posiciones nodales en nuevas redes intelectuales latinoamericanas, que encuentran en la academia estadunidense un espacio de encuentro continental que no se veía, quizá, desde el auge de la Casa de las Américas en los años sesenta. Las repercusiones que estos autores tendrán en el futuro siguen en desarrollo, pero queda claro que esta legión extranjera está cambiando de manera decisiva el panorama intelectual y literario de México.
 

domingo, 16 de marzo de 2014

Seymour Menton. El legado crítico de un lector apasionado

15/Marzo/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

Conocí a Seymour Menton hace unos años, en el siempre entrañable encuentro anual de mexicanistas en la Universidad de California en Irvine, cuyos departamentos de lenguas extranjeras, primero español y portugués después, contribuyó a formar. Seymour era y es una presencia constante en el evento, siempre notable por su jovialidad, su generosidad, su entusiasmo, su inteligencia y su gusto por los tenis blancos con los que caminaba a todas partes. Recuerdo la emoción que me causó estrechar su mano, la enorme sonrisa e interés con el que me preguntó sobre mis gustos y lecturas y el sentido del humor que contagiaba a todos los que tuvimos la suerte de hablar con él. Por supuesto, este no fue mi primer encuentro con Seymour. Como estudiante, fui educado desde la preparatoria por su inigualable antología El cuento hispanoamericano que, desde su publicación original, y gracias a su constante actualización, contribuyó a introducir a la narrativa regional a una gran cantidad de lectores mexicanos, latinoamericanos y estadunidenses por igual. Su copiosa obra, recogida en el monumental volumen Caminata por la narrativa latinoamericana, planteó un amplio recorrido por territorios que son familiares ahora, en parte debido a su labor de cartógrafo del complejo mapa literario continental. Su obra reflexionó sobre la emergencia de las identidades nacionales modernas en las narrativas regionales de los veinte y los treinta, sobre la profunda transformación paradigmática que representaron el Boom y el realismo mágico, sobre autores de gran importancia a los que la tradición no ha hecho justicia (como Demetrio Aguilera Malta o Héctor Rojas Herazo) y sobre las consecuencias que tuvieron las revoluciones cubana y nicaragüense en el reacomodo estético y simbólico de la narrativa continental. En su conjunto, el trabajo crítico de Menton es una de las semblanzas más completas y amplias de la experiencia literaria latinoamericana, escrita conforme la producción narrativa continental emergía y gradualmente encontraba lectores e interlocutores.

Por momentos, algunas de las limitaciones de la obra de Seymour (su reticencia ideológica a ciertas prácticas, su fidelidad a la vocación pedagógica del crítico) pueden resultar evidentes a un lector contemporáneo. Sin embargo, nuestra habilidad misma de debatir con él, de estar en desacuerdo con sus interpretaciones, de buscar complementar sus lecturas y llevarlas más allá, fue posibilitada por su incansable compromiso de poner a la literatura latinoamericana en el centro del debate crítico, de hacerla disponible a los lectores de Estados Unidos y América Latina, y de mostrar que existía en ella un depósito de riqueza cultural y estética que resultaba difícil discernir al momento de su publicación. Como norteamericano, Seymour hizo esto a contracorriente de una gran cantidad de prejuicios en ambos lados de la división continental. En su país de origen, Menton fue uno de los primeros críticos en dar énfasis a la narrativa latinoamericana, en una época en que la enseñanza de la literatura en lengua española estaba fuertemente cargada hacia la literatura ibérica, en parte por los buenos oficios de los exiliados y en parte por los prejuicios eurocéntricos y racistas que consideraban como inferior la cultura latinoamericana. Hay que recordar, por ejemplo, que en su seminal The Literary History of Spanish America (1916), Alfred Coester, el fundador de la crítica literaria latinoamericana contemporánea en la academia norteamericana, dedica la introducción a dirimir si los “escritos” de los hispanoamericanos podían considerarse “literatura”, mientras que todavía en 1955 el clasicista C.M. Bowra atribuía a Rubén Darío una serie de supuestas limitaciones al hecho de que nació en Nicaragua. Frente a estos desafíos, Menton logró, desde la tesis doctoral que dedicó a Gregorio López y Fuentes en 1949 hasta sus últimos trabajos, ser parte angular de un esfuerzo muy importante de reconocimiento literario e institucional de la literatura latinoamericana. Si los que trabajamos en Estados Unidos como latinoamericanistas podemos tener un espacio de debate y consideración, se debe al hecho de que Seymour Menton y otros de sus distinguidos contemporáneos (incluidos algunos como Jean Franco, que han trabajado en cuadrantes ideológicos distintos y hasta opuestos a los de Seymour) limpiaron el terreno para poder desarrollar un campo y para poder preparar lectores de nuestra tradición.

Supongo que ser un crítico académico estadunidense le generó a lo largo de su vida algunas reacciones reacias de parte de algunas personas de Nuestra América, y que Seymour debió enfrentar más de una vez el provincialismo que niega incluso a los más apasionados lectores extranjeros, la legitimidad de hablar de lo nuestro. Lo cierto, sin embargo, es que Menton tuvo un largo compromiso con América Latina. Como recuenta en su libro Un tercer gringo viejo, aprendió español muy joven e incluso fue maestro de inglés y literatura en Guanajuato. Más aún, Seymour perteneció a una estirpe de académico norteamericano que se volvió interlocutor directo y compañero de ruta de muchos escritores latinoamericanos. Y, sobre todo, fue un maestro y colega con el que muchos latinoamericanos pudimos conversar sobre la literatura de la región. Gracias a sus monumentales libros sobre literatura de distintos países (entre los que destacan sin duda sus trabajos sobre México, Centroamérica y Colombia), los lectores del subcontinente tenemos un lugar al que podemos siempre volver a ponderar y debatir nuestras tradiciones, desde la perspectiva que solo un extranjero enamorado de una cultura que le pertenece por naturalización, más que por nacimiento, puede proporcionar. Por esta razón, Seymour fue justamente reconocido con las condecoraciones más altas de diversos países, como la Orden Andrés Bello y la Orden Francisco de Miranda en Venezuela, la Orden Miguel Ángel Asturias de Guatemala y la Orden del Águila Azteca de México.
Creo que la triste pérdida de Seymour Menton, quien falleció el 8 de marzo agregando su nombre a la lista de los que nos han dejado en este aciago 2014, debe ser, sobre todo, una oportunidad para volver a su obra, para re–entablar con él la conversación que como estudiantes y como lectores hemos tenido en algún tiempo. Una visita al sitio web del Fondo de Cultura Económica me dice que están disponibles en México la edición más reciente de El cuento hispanoamericano, la Caminata por la literatura hispanoamericana, su Historia verdadera del realismo mágico, el valioso estudio La novela colombiana. Planetas y satélites y, para aquellos que quieran recordarlo personalmente, Un tercer gringo viejo. Asimismo, Amazon ofrece en libro digital su seminal trabajo Latin America’s New Historical Novel. Nos queda como pendiente a sus lectores continuar la conversación, no dejar que se agote y hacer justicia a su legado manteniendo la lectura intensa del siglo de literatura latinoamericana que a él le correspondió pensar y valorar.

sábado, 1 de febrero de 2014

El sabio

1/Febrero/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

Como muchos de los que lo han rememorado, conocí a José Emilio Pacheco una sola vez, en un con- greso académico en la universidad de Brown dedicado a su obra y a la de otros dos escritores. Pese a estar abrumado por la cantidad enorme de profesores y estudiantes que lo rodeábamos con admiración y cariño, nos preguntaba a los que tuvimos la oportunidad de comer o charlar con él sobre nuestros intereses de investigación con generoso y sincero interés. Aunque lo había leído bastante como estudiante de licencia- tura, a partir de ese encuentro fue que lo descubrí. Al leer sus ensayos sobre poesía y modernismo, informados por la obra de Walter Benjamin (de la cual él fue uno de sus primeros lectores en México) y por su monumental erudición, y al descubrir sus “Inventarios”, que educaron a varias generaciones de lectores en una forma amplia de entender la literatura sin prejuicios, me di cuenta que la actitud que tuvo hacia nosotros era en realidad una ética de lectura y escritura. Para Pacheco, la literatura era un saber que amaba profundamente, al que cortejaba sin descartar aproximación alguna, y del que siempre era tan aprendiz como maestro. Esa modestia proverbial con la que se conducía, y que resulta excepcional en la literatura mexicana, no era sino el reconocimiento de que el sabio es quien escucha y aprende, y que su escritura y magisterio no es sino parte de esa conversación continua con todos los lectores, sin importar su edad u oficio. La importancia de su obra es indiscutible y el afecto de sus admiradores y de aquéllos que lo conocimos mucho o casi nada se ha manifestado ya en estos días, en el casi unánime dolor por su partida. Pero su lección es más profunda. Radica en habitar la literatura como él lo hizo, aspirando a esa erudición inalcanzable para nosotros, pero en cuya búsqueda debemos estar siempre, leyendo y escuchando con esa generosidad y sabiduría que él nos dio como escritor, como maestro y como persona. En su primer “Inventario”, que el periódico Excélsior rescata mientras escribo estas líneas, Pacheco comenzaba discutiendo a Corín Tellado y a Henri Charrière, dos escritores que habitaban los afueras de las bellas letras, pasaba por Auden y otros clásicos y aterrizaba finalmente en Norman Mailer y su Marilyn Monroe. Es, creo, un texto que resume bien su legado: buscar una literatura que es siempre un mundo y no una provincia, y que él, ante todo, leía y escuchaba antes de juzgarla.