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sábado, 5 de noviembre de 2011

José Emilio y la sorpresa

5/Noviembre/2011
Laberinto
Aline Pettersson

Faltaba tiempo aún para que José Emilio llegara a recibir el Premio Alfonso Reyes y el auditorio del COLMEX se iba llenando paulatinamente. El público, formado en su mayoría por estudiantes, conversaba. Sin nada más qué hacer, descubrí en la fila delante de la mía a un joven charlando entre un grupo de amigos. Me fue difícil quitarle la vista de encima. Muy difícil. En esa larga espera, a unos metros de distancia, estaba un rostro como el que yo había idealizado en mi adolescencia más temprana. Vi los rasgos que en ese tiempo tan pasado representaron la encarnación de mi deseo aún sin nombre. Ojos expresivos, nariz recta, pero aquello que me inquietó sobremanera en aquel entonces, y que volví a encontrar esa reciente tarde de octubre, fueron los dientes macizos y la boca de generoso labio inferior algo doblado sobre la barbilla. Entonces recordé cómo soñaba el beso de una boca así, que era para mí la imagen del máximo atractivo masculino. El tipo de joven que en mi púber imaginación poseía la llave de mis ansias inestables y alocadas como suelen serlo en la etapa del despertar.

Así, el tiempo de la espera fue retrocediendo al revestirse de chispazos en los que el mundo milagrosamente se me desplegaba con frescura. Aquella niña, a punto de abandonar la niñez, que empezaba a vislumbrar sentimientos desconocidos, saciados en gozosa lectura y ávida con la propia escritura, se puso frente a mí en el espejo de la memoria.

Yo miraba de reojo, discretamente, al muchacho que no podía saber del remolino al que me había lanzado de la cabeza al corazón. Es probable que a lo largo de mi ya larga vida me haya encontrado con otras personas de un aspecto similar. Pero el caso es que el dolce far niente me propició una clara atmósfera de evocaciones. Así, recordé los paseos en bicicleta por las calles de mi rumbo, las peripecias con los patines, la creación de piezas teatrales basadas en los libros. Primero serían las princesas de los cuentos de hadas; después, los piratas de Salgari. Y yo —directora de escena y actriz— elegí siempre un papel de acción. Fui Sandokan, por ejemplo; o, antes, el príncipe que se bate a duelo por la princesa cautiva. Tantos años después, mi mente volaba sostenida por la visión de los labios sensuales del joven —ajeno a todo esto— en la fila siguiente.

Hubo murmullos, inquietud, un runrún de voces, José Emilio estaba entrando al auditorio lleno hasta el tope que lo recibió con un aplauso muy prolongado. Se encaminó al presídium. Ahí se efectuaría la ceremonia de premiación. Después, Pacheco tanto leyó de sus papeles, como relató anécdotas deliciosas que tenían al público más cautivo que cualquier princesa de cuento. Al terminar, propuso oír comentarios del público y responderlos.

Mucho de lo que dijo se centró en su laureado Las batallas en el desierto y la percepción equivocada de los lectores, al través de los años, sobre lo autobiográfico que el tema podría parecer. En un sentido —pienso— lo es, en cuanto a que José Emilio conocía no sólo el corazón humano sino el rumbo de la ciudad en que se desarrolla la historia. Ese rumbo era realmente el suyo.

La gente estaba fascinada escuchando su deshilar fino por las entretelas de la novela, de la escritura, de la lectura. Y, al centrarse en los primeros libros que tuvo entre las manos, desde los cuentos de hadas hasta Dickens y Dumas, por ejemplo, constaté de nuevo que ésas eran las lecturas de muchos de los niños de aquella época; fueron las mías. A la pregunta de cuándo y por qué empezó a escribir, su respuesta fue que al apasionarse por las historias de los libros, las prolongaba para no abandonar esas regiones. Yo no podría haber estado más de acuerdo con él, puesto que eso mismo hice.

José Emilio hablaba con mucho placer de los viejos tiempos en los que le tocó vivir al personaje de las batallas… Yo lo escuchaba compartiendo, en cierto modo, sus reminiscencias que se me habían desatado primero con la contemplación del joven de la fila de adelante que me transportó a un viaje por el tiempo. Y, mientras Carlitos se enamoraba de Mariana, mi mano fue asida furtivamente por primera vez en una matiné del cine Lido viendo Robin Hood personificado por Errol Flynn. Nunca he podido visualizar el rostro de aquel muchachito, lo tengo desde entonces empalmado en la memoria con el del actor. Sin embargo, desde ese tiempo supe que la boca de Gregory Peck estaba más cerca a la de mi deseo.

De pronto, José Emilio habló ya no directamente de su novela, sino de aquella época y aquellos rumbos. Y dijo que, aunque no nos conocimos en la niñez, habíamos sido vecinos de la misma manzana, pero no de la misma calle. Y si bien es cierto que eso lo habíamos conversado él y yo hace mucho tiempo, no lo es menos que me tomó por sorpresa. Agregó alguna otra cosa sobre mí. Y yo salté como resorte para decirle que ahí estaba yo entre el público que lo celebraba. Entonces la sorpresa fue suya. No me había visto, con la sala llena y mi talla pequeña no soy muy visible.

En ese momento brotó un aplauso muy fuerte. Era un aplauso al milagro del azar que juntó a dos personas de la vida real que se reencuentran a través de las páginas de ese libro, a través de vivencias paralelas, a través de dos espacios lejanos en el tiempo que esa tarde se enlazaron. Aquella ahora inexistente ciudad, aquellos niños que se asomaban a la vida resurgieron en las palabras de José Emilio Pacheco.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Así escribo: Aline Pettersson

Agosto/2010
Nexos
Aline Pettersson

En estado de escritura

Decir cómo escribo es remontarme a tiempos lejanos de mi vida: a los años de mi niñez. Y hubo dos asuntos, entonces, que me fueron relevantes. El primero, sin duda alguna, fue la fascinación por escuchar, leer, pero también por ponerme a imaginar, contar, escribir historias. Sentir cómo se ampliaba el mundo y cómo podía fragmentarse éste creando muchos otros; era algo similar a lo que sucedía con el mercurio de un termómetro que se quebrara y que el dedo, al intentar tomarlo, lo iba orillando a más y más divisiones. Al escribir, yo caía en una excitación interior muy grande: se podía ser todos los personajes que surgieran de la imaginación y que correrían todas la aventuras que esa misma imaginación fuera capaz de pergeñar.
El otro asunto es el de las palabras. Desde aquella época yo encontraba placer en irlas acomodando en la oración, en el párrafo, en la página. De alguna manera, podría compararlo hoy al método del revelado de las fotografías previo a la era digital. El surgimiento mágico, al fondo de la tina, de las sombras, los contornos, los contrastes de luz en el papel. Algo así era la emoción de ir armando con palabras las imágenes de la historia. Y, luego, fijar la mirada y ver surgir la figura o, al menos, algún fragmento.

A la fecha nada de eso ha variado, como por fuerza variaron el vocabulario, la sintaxis, los temas. Pero tanto el amor por la palabra, como la posterior búsqueda flaubertiana de la mejor posible, así como la revisión del sitio adecuado para depositarla en la frase se acrecentaron a lo largo de este oficio ya añejo en mí. Ha transcurrido una vida larga desde que escribí un pequeño relato acerca de un caballo en mi cuaderno escolar. Mi letra era fea (ahora es horrenda e ilegible), pero ese texto fue la primera ventana por la que me asomé a la escritura.

El hecho de escribir conduce por el camino de una comprensión mayor del mundo y del individuo. Es inevitable. Aquí quizá sería bueno buscar el apoyo del conocimiento científico. El asunto es que al colocarse uno en estado de escritura, algo fantástico sucede en los misteriosos procesos de la mente. Llegan, de pronto, otro registro de palabras, otra manera para construir las oraciones, otro ritmo. Y ello abre vías nuevas que intentan responder las incógnitas de siempre. Cae la luz que es capaz de iluminar algunas facetas, aunque, claro, no se despejarán nunca todas las sombras. Esta actividad perenne ofrece solución engañosa a ciertos enigmas, al tiempo que genera otros a los que la pluma (las teclas) busca dar alcance. Así, en la conciencia se teje un tapiz de palabras que harían veces de hilos para crear figuras, las figuras de esas historias que se traman, de esos versos que se bordan, de esas reflexiones que se tejen.

Escribir es una manera de ponerme en la vida, es mucho más que estar frente al teclado o cuaderno. Es sentarme a pensar, garabatear, corregir, borrar, empezar de nuevo bajo el movimiento afiebrado de los dedos. Es como dejarse bañar por los rayos del alba o recibir una suave llovizna de primavera que alerta la piel y potencia la capacidad de percepción.

Pero con frecuencia me eluden las ideas, las manos se paralizan y no encuentro más que vacío. Yo no tengo la fortaleza para permanecer durante horas sentada frente a la mesa de trabajo a la espera de que algo caiga en mis redes. No, no la tengo y entonces me vivo en una sensación de orfandad lejos de aquel acto tan intenso que es para mí escribir. Creo que asomarse a cualquier actividad creativa lleva a un estado de ánimo exaltado que alienta no sólo el ejercicio de los sentidos sino que agudiza esos otros sentidos interiores acaso mucho más finos. El acto de la escritura (si se da) me es muy deleitoso; pero cuando no puedo encontrar la entrada, caigo en el desasosiego. Inevitablemente me desplazo en una especie de sonambulismo, en un hurgar inmisericorde. Voy tras la huella de esa situación inefable que me elude.
Otro hábito, igual de antiguo y paralelo a la escritura, es caminar. Caminar a un determinado ritmo, temprano en la mañana o al atardecer, cuando la luz se desparrama por el cielo y se prende de las nubes u obsequia, en algunos raros momentos, la transparencia del aire. La sincronía entre el desplazarse de los pasos y el vagabundear del pensamiento entrelaza a ambos. Y, de pronto, acaso resplandezcan regiones internas que se prodigan hasta generar, en ocasiones, una epifanía despejando, intensa aunque momentáneamente, la cabeza, como si posible fuera llegar hasta las honduras del espíritu que después buscaría derramarse en la blanca superficie del papel o la pantalla.