Laberinto
Faltaba tiempo aún para que José Emilio llegara a recibir el Premio Alfonso Reyes y el auditorio del COLMEX se iba llenando paulatinamente. El público, formado en su mayoría por estudiantes, conversaba. Sin nada más qué hacer, descubrí en la fila delante de la mía a un joven charlando entre un grupo de amigos. Me fue difícil quitarle la vista de encima. Muy difícil. En esa larga espera, a unos metros de distancia, estaba un rostro como el que yo había idealizado en mi adolescencia más temprana. Vi los rasgos que en ese tiempo tan pasado representaron la encarnación de mi deseo aún sin nombre. Ojos expresivos, nariz recta, pero aquello que me inquietó sobremanera en aquel entonces, y que volví a encontrar esa reciente tarde de octubre, fueron los dientes macizos y la boca de generoso labio inferior algo doblado sobre la barbilla. Entonces recordé cómo soñaba el beso de una boca así, que era para mí la imagen del máximo atractivo masculino. El tipo de joven que en mi púber imaginación poseía la llave de mis ansias inestables y alocadas como suelen serlo en la etapa del despertar.
Así, el tiempo de la espera fue retrocediendo al revestirse de chispazos en los que el mundo milagrosamente se me desplegaba con frescura. Aquella niña, a punto de abandonar la niñez, que empezaba a vislumbrar sentimientos desconocidos, saciados en gozosa lectura y ávida con la propia escritura, se puso frente a mí en el espejo de la memoria.
Yo miraba de reojo, discretamente, al muchacho que no podía saber del remolino al que me había lanzado de la cabeza al corazón. Es probable que a lo largo de mi ya larga vida me haya encontrado con otras personas de un aspecto similar. Pero el caso es que el dolce far niente me propició una clara atmósfera de evocaciones. Así, recordé los paseos en bicicleta por las calles de mi rumbo, las peripecias con los patines, la creación de piezas teatrales basadas en los libros. Primero serían las princesas de los cuentos de hadas; después, los piratas de Salgari. Y yo —directora de escena y actriz— elegí siempre un papel de acción. Fui Sandokan, por ejemplo; o, antes, el príncipe que se bate a duelo por la princesa cautiva. Tantos años después, mi mente volaba sostenida por la visión de los labios sensuales del joven —ajeno a todo esto— en la fila siguiente.
Hubo murmullos, inquietud, un runrún de voces, José Emilio estaba entrando al auditorio lleno hasta el tope que lo recibió con un aplauso muy prolongado. Se encaminó al presídium. Ahí se efectuaría la ceremonia de premiación. Después, Pacheco tanto leyó de sus papeles, como relató anécdotas deliciosas que tenían al público más cautivo que cualquier princesa de cuento. Al terminar, propuso oír comentarios del público y responderlos.
Mucho de lo que dijo se centró en su laureado Las batallas en el desierto y la percepción equivocada de los lectores, al través de los años, sobre lo autobiográfico que el tema podría parecer. En un sentido —pienso— lo es, en cuanto a que José Emilio conocía no sólo el corazón humano sino el rumbo de la ciudad en que se desarrolla la historia. Ese rumbo era realmente el suyo.
La gente estaba fascinada escuchando su deshilar fino por las entretelas de la novela, de la escritura, de la lectura. Y, al centrarse en los primeros libros que tuvo entre las manos, desde los cuentos de hadas hasta Dickens y Dumas, por ejemplo, constaté de nuevo que ésas eran las lecturas de muchos de los niños de aquella época; fueron las mías. A la pregunta de cuándo y por qué empezó a escribir, su respuesta fue que al apasionarse por las historias de los libros, las prolongaba para no abandonar esas regiones. Yo no podría haber estado más de acuerdo con él, puesto que eso mismo hice.
José Emilio hablaba con mucho placer de los viejos tiempos en los que le tocó vivir al personaje de las batallas… Yo lo escuchaba compartiendo, en cierto modo, sus reminiscencias que se me habían desatado primero con la contemplación del joven de la fila de adelante que me transportó a un viaje por el tiempo. Y, mientras Carlitos se enamoraba de Mariana, mi mano fue asida furtivamente por primera vez en una matiné del cine Lido viendo Robin Hood personificado por Errol Flynn. Nunca he podido visualizar el rostro de aquel muchachito, lo tengo desde entonces empalmado en la memoria con el del actor. Sin embargo, desde ese tiempo supe que la boca de Gregory Peck estaba más cerca a la de mi deseo.
De pronto, José Emilio habló ya no directamente de su novela, sino de aquella época y aquellos rumbos. Y dijo que, aunque no nos conocimos en la niñez, habíamos sido vecinos de la misma manzana, pero no de la misma calle. Y si bien es cierto que eso lo habíamos conversado él y yo hace mucho tiempo, no lo es menos que me tomó por sorpresa. Agregó alguna otra cosa sobre mí. Y yo salté como resorte para decirle que ahí estaba yo entre el público que lo celebraba. Entonces la sorpresa fue suya. No me había visto, con la sala llena y mi talla pequeña no soy muy visible.
En ese momento brotó un aplauso muy fuerte. Era un aplauso al milagro del azar que juntó a dos personas de la vida real que se reencuentran a través de las páginas de ese libro, a través de vivencias paralelas, a través de dos espacios lejanos en el tiempo que esa tarde se enlazaron. Aquella ahora inexistente ciudad, aquellos niños que se asomaban a la vida resurgieron en las palabras de José Emilio Pacheco.
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