Àngel
Christopher Dominguez Michael
Con la muerte de Daniel Sada (1953-2011), la literatura mexicana perdió al más poeta de sus novelistas. Fue el más radical, quien viajó con mayor intensidad hacia la raíz literaria, es decir, al canto, a la dicción, a la epopeya. Publicó, si las cuentas no me fallan, nueve novelas (la última, apareció hace unos meses: A la vista, en Anagrama), seis libros de cuentos (destaco Juguete de nadie, Registro de causantes, Ese modo que colma) y tres libros de poemas, en los cuales está, como rara vez sucede en un novelista, la médula. Eso ocurre en El amor es cobrizo (2005) y en El límite (1997), arreoliano libro de varia invención. Pero nada más parecido a un libro de Sada que un libro de Sada, como se repetía con frecuencia entre colegas, críticos y discípulos.
Fue, entre nosotros, el inconfundible, el supremo obseso de la forma, el orfebre de cada frase en verso de las que componían, inusualmente daba la absoluta conciencia con que las escanciaba, toda su prosa. Pero si la sadiana (hace rato que puede decirse así) era una escritura susceptible de admirarse o rechazarse por ser, insisto, radicalmente artística, ello no quiere decir que su mundo estuviera en otro planeta. Como Agustín Yáñez (su hoy despreciado precursor), como Rulfo (de quien Daniel sacó provecho más que nadie entre sus discípulos y vaya que era difícil hacerlo) y como el Arreola de La feria, Sada, como esos maestros modernos, creó una versión verosímil de un México imaginado verbalmente en los desiertos del norte del País que, antes de Sada (y de Jesús Gardea, también muerto al filo de los 60 años), no existía. Sada fundó una vasta tierra propia, que sin él hubiera parecido condenada sin remedio a la obsolescencia provinciana, a la rusticatio cursilona, al interés selectivo de los recolectores de corridos y barbarismos.
Como otros escritores emanados de la novela popular (antes que nadie el brasileño Guimaraes Rosa), Sada no hizo sino volver a lo más antiguo para ser moderno. Contaba y no me extrañó oírlo la última vez que compartí con él una conferencia, haberse iniciado no leyendo a Kafka y a García Márquez como hicimos el resto de los mortales, sino a Landívar y a Virgilio en alguna traducción del siglo dieciocho. Como Joyce. Su novela mayor, la de 1998, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, es en buena medida nuestro Ulises, libro vernáculo y exquisito, vanguardista y tradicional. Cuenta una historia mexicanísima -el fraude electoral en un pueblo sometido a la arbitrariedad- y lo hace con autoridad homérica y con el desenfado de aquel que se sabe leído por una inmensa minoría resuelta a transmitir su legado. Lo que era intraducible, se decía, se tradujo: el hispanista Claude Fell publicó en Francia L'Odyssée Barbare (2008), traducción de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, una de las menos publicitadas hazañas contemporáneas de nuestra literatura.
Nunca lo dudé, desde que leí su primera novela: no sus contemporáneos, sino sus nuevos lectores serán quienes lo encuentren en el olimpo del oído absoluto, entre los novatores de la lengua española, junto a Cabrera Infante, Lezama Lima, Del Paso. Sus historias, dicho sea para no atemorizar al lector hipotético, son prodigiosas: remiten a las alucinaciones propias del verdadero contador de historias: los cineros de la legua en Albedrío (1989), las gloriosas gemelas que hacen y deshacen en Una de dos (1994), o esa pareja primordial de hombre y mujer lanzados al camino agreste, una de sus imágenes predilectas, como se ve en Lampa vida (1980), en Casi nunca (2008), en A la vista (2011).
No todos los libros de Sada me gustaron y escribí ensayos y reseñas sobre casi todos. Hipersensible, no era el mejor de los autores, o el más cómodo, para un crítico literario: los elogios prodigados los hallaba siempre insuficientes y las opiniones adversas lo deprimían a grados infernales, propios del calorón de Mexicali. Era tan dueño de su estilo que le era fácil autoparodiarse, lo cual no está a la mano del talento mediocre. Intentó con poco éxito la novela urbana (fracasó con Ritmo delta, con Luces artificiales, a principio de la otra década), pero una vez que se le pasaba el enfado bromeaba al decirme que sí, que en efecto, como Villa y Zapata, se caía de las banquetas de la ciudad.
Hombre bueno, Sada combinó dos virtudes con frecuencia irreconciliables, la generosidad y el rigor. Donde hubiera pasión literaria, se podía encontrar, en primera fila, a Sada, de la misma manera en que rechazaba de manera severa el desgano, la mediocridad, la creencia en la literatura como un pasatiempo mundano. Véase al respecto el certero elogio de Daniel Krauze, su discípulo, en el blog de Letras Libres.
Yo vi ser a Sada inflexible con los autores que como él provenían de la provincia (más temperamental que geográfica, en tantos casos), pero que a diferencia suya no lo arriesgaban todo para dejarla y anteponían excusas melindrosas propias del ánima bien dispuesta a vegetar en el infierno grande. Y si no me tocara festejar algunas de sus novelas fundacionales (la última que leí, una de nuestros pocas narraciones en serio eróticas, fue Casi nunca), si él jamás hubiera escrito nada, igual le estaría agradecido por la endiablada cantidad de poemas que se sabía, con todo y comentario, y por el número, quizá infinito, de las novelas que leyó. Su memoria no era de nuestra época, era la de un bachiller educado por Bossuet o por Luzán. Tengo el recuerdo, a lo mejor falso, de que varios de los libros que amo (las Memorias de ultratumba, El museo de la novela de la eterna, de Macedonio) me los recomendó (otrosí: urgencia) durante una corrida de autobús a San Miguel Allende, donde él me invitó a una presentación hace casi 30 años. Ese viaje nunca ha terminado, propiamente, para mí y ahora es su destino entero: el viaje al centro de la literatura.
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