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domingo, 18 de marzo de 2012

Los 45 de Cien años de soledad

18/Marzo/2012
Jornada Semanal
Luis Rafael Sánchez

I

Guardo la primera edición de Cien años de soledad como oro en paño. La compré en Madrid el mes de septiembre del mil novecientos sesenta y siete. Pagué 185 pesetas, lo indica, a lápiz, la página siguiente a la portada –5 dólares y 25 centavos al cambio de entonces, más o menos 35 pesetas por dólar. Bajo la indicación del precio se adhiere un papelito que avisa: Librería Fernando Fé. Sol, 14- Madrid. Todavía el monosílabo fe llevaba acento ortográfico. La portadilla acredita el autor, el título y la firma editora, Sudamericana.

La portada recoge tres motivos insoslayables de la novela. La maraña selvática que ciñe a Macondo. Un galeón. Tres astromelias o tres nomeolvides: sólo un botánico podrá arbitrar de cuál flor se trata. Trescientas cincuentiún páginas después, el colofón avisa que Cien años de soledad se terminó de imprimir el treinta de mayo del año mil novecientos sesenta y siete, en los talleres gráficos de la Compañía Impresora Argentina, SA, Calle Alsina número 2049, Buenos Aires.

El nombre del autor me era conocido. En junio de ’63, ya aprobados los cursos conducentes a la Maestría en Artes y Ciencias de la Universidad de Nueva York, tomé unos adicionales en la Universidad de Columbia, Las novelas de Miguel de Unamuno y Nueva Narrativa Hispanoamericana. Recuerdo al profesor de ambos, el paraguayo Hugo Rodríguez Alcalá. Sobra decir que el curso sobre Unamuno incluía su obra novelística completa. El curso dedicado a la nueva narrativa hispanoamericana, dadas las fechas en que se ofreció, incluía El coronel no tiene quien le escriba.

II

El entusiasmo producido por El coronel no tiene quien le escriba, cuatro años antes, me empujó a devorar Cien años de soledad armado con un bolígrafo. Desde luego, son textos y texturas diferentes. La trama lineal de la primera contrasta con la trama zigzagueante de la segunda. Y la nómina escasa de personajes de la primera contrasta con el nutrido registro demográfico que instituye la segunda. Aparte de que la extensión de la primera, novela apretada como un puño e hilvanada con una prosa de ecos telegráficos, se desemeja en extensión de la segunda, novela oceánica y de horizonte incircunscrito, por la que navegan personajes vivos, personajes muertos y personajes vivos en tránsito voluntarioso hacia la celestialidad, por ejemplo Remedios la bella.

Pero el genio y el magisterio del autor se constatan a cada vuelta de página de ambas novelas. Ya sea una sutileza a propósito de la condición humana, tan lozana que apabulla descubrirla. Ya sea una mirada, de calado hondo, a las fatigas del tiempo. Ya sea un giro verbal, cuya irrupción en un párrafo alcanza el carácter de un acontecimiento. Ya sea la factura regia de unos personajes atascados en la esperanza ilusa, ésa que la gran poeta mexicana Juana Inés de la Cruz tacha de “diuturna enfermedad” y el gran poeta puertorriqueño Pedro Flores tacha de “flor de desconsuelo”.

III

A pesar de las tangencias enumeradas y las otras ennumerables, a pesar de que El coronel no tiene quien le escriba es una gran novela de formato breve, cuyos escrupulosos tiento y aliento la hermanan con las prodigiosas Muerte en Venecia y El extranjero, fue Cien años de soledad la obra que consagró a Gabriel García Márquez como escritor universal. Modelo de una escritura que se afianza en la página sin el menor esfuerzo, como resultas de un empecinado control narrativo, infalible hasta en los usos de la coma y el punto, en Cien años de soledad todo se vuelve inauguración, novedad, génesis. En concordancia, varios pasajes identifican a los Buendía, el clan protagonista de la novela, como seres primerizos. La primeridad los marca. A unos con una cruz de ceniza en la frente, a otros con una cruz de rencor en el alma, a otros con unas ganas atrabiliarias de alejarse de Macondo en busca de prosperidad, a otros con unas ganas irracionales de asentarse en Macondo por siempre.

No extrañe, entonces, que Macondo, lugar donde transcurre la acción, se percibiera, enseguida, como una alegoría desgarrada del continente americano. Y que el apodo del autor, Gabo, sirviera de agua bautismal a la estética literaria emanante de su obra, el gabismo. Dicha estética, que algunos prefieren llamar macondismo, junta y mezcla hasta la indistinción, la realidad y la fantasía, la extravagancia y el descabellamiento, los personajes carentes de la mínima introspección y los personajes embarcados en la abstracción a ultranza: el clan Buendía, acoge de todo, como la botica.

De la consagración se encargó la crítica especializada. Que no le regateó encomios a la saga de los Buendía, adjudicándole parentescos linajudos, hasta innecesarios algunos por bombásticos. La emparentaron con Las mil y una noches. La emparentaron con la Biblia y su sucesión de tribus y descendencias interconectadas. La emparentaron con las crónicas de Indias y con el asombro incesante del europeo ante la maravilla encontrada. De la consagración se encargó, sobre todo, la masa innúmera de leedores, de siempre entusiasmada por devorar historias novedosas, historias capaces de poner a prueba sus certidumbres tercas y el arte superior del sujeto que las cuenta.

IV

Al fin y al cabo el cuento no es el cuento, el cuento es quien lo cuenta. Y quien lo cuenta ha de saber encapsularlo en un decir riguroso, hecho de voz, de ritmo y de mirada. Sobre todo de mirada. No hay gran escritor si no hay mirada implacable a la realidad, esa danzarina falsa de los siete velos. No hay gran escritor si dicha mirada no halla la palabra capaz de registrarla.

También explica el éxito consagratorio de Cien años de soledad, la vertiginosa sucesión de miradas ahondadoras que recopila y la franqueza prosística que las ensarta. Una prosa en posesión de un secreto candente, si bien sospechándose desde la primera oración: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y es tal secreto candente que, a lo largo de Cien años de soledad la poesía se asume como sombra sonora de la prosa.

Efecto seguido de ambas consagraciones, la puesta en marcha por la crítica especializada y la puesta en marcha por los leedores comunes y corrientes, fueron la traducción de Cien años de soledad a todas las lenguas y el desatamiento de un interés febril por la escritura anterior del colombiano. Cuentos, novelas y artículos periodísticos tuvieron la segunda oportunidad sobre la Tierra, que no tuvieron las estirpes condenadas a cien años de soledad. Incluso, la literatura pareció rebanarse en dos hemisferios irreconciliables, la hispanoamericana en particular: antes de Macondo y después de Macondo. Docenas de escritores se macondizaron por una temporada larga; otros, para siempre. Como si los hubiera victimizado una fiebre semejante a las varias que estragaron a los macondenses: la fiebre del insomnio, la fiebre del olvido, la fiebre del banano.

V

El verbo devorar me agrada a más no poder. Significa una cosa, pero sugiere otras, entre ellas el hambre que se mitiga a puro desorden, la imposibilidad de detenerse a saborear y la boca llena. El verbo devorar está hecho de prisa y frenesí, razón para el favor que le apartan los amantes, luego de transformarlo en verbo imperativo y súplica dulzona: “Devórame otra vez.”


Dije en el fragmento segundo que devoré Cien años de soledad armado con un bolígrafo, presto a subrayar cuantos pasajes encandilaran mi imaginación, desde aquel en el principio, donde se notician las consecuencias trágicas del pantalón de castidad que viste Úrsula Iguarán a la hora de dormir, hasta aquel en las páginas últimas donde se noticia “la última madrugada de Macondo”. Sin embargo, entre el uno y el otro se hicieron subrayables tantos pasajes, tantos fulgores creativos se continuaron revelando, que cesé de subrayar. Pues la novela no tenía un tramo ajeno al hechizo, ese estado de satisfacción, con apariencia de sobrenaturalidad, que suscitan muy escasos amores y muy escasas obras de arte.

Los admiradores de Gardel aseguran, si bien ya pasados setenta y seis años de la tragedia en Medellín: “Carlitos está cantando mejor que nunca.” Los admiradores de Cien años de soledad aseguramos, hechizados por un fulgor narrativo acabado de hallar, pues se nos escapó en la segunda, la tercera, la cuarta lectura: “Endemoniada novela, hoy está más chula que ayer.”

La segunda, la tercera, la cuarta lectura las hice en sucesivas ediciones, compradas en Puerto Rico, Nueva York, Berlín. Porque la primera, comprada en la madrileña librería Fernando Fé el mes de septiembre del mil novecientos sesenta y siete, descansa en el fondo de un baúl con llave, envuelta en paño, como el oro. Más de una noche de ronda por los abismos del insomnio, libro el libro de la prisión que ocupa en el baúl. Entonces, revestido el corazón por una costra de egoísmo, avanzo a besuquear la maraña selvática, el galeón, las tres astromelias o nomeolvides y susurro, entrecerrando los dientes y apretándolos: “Soy tu dueño.”


domingo, 18 de abril de 2010

De premios y desengaños

18/Abril/2010
La Jornada Semanal
Luis Rafael Sánchez

Amediados de los años noventa José Donoso volvió a Puerto Rico con motivo de la proyección en el San Juan Cinema Fest de la Luna en el espejo, película de la cual es guionista. Nos juntamos a comer, junto a su mujer María Pilar y mi amiga Carmenchu Vázquez, en un restaurante acabado de inaugurar, el Amadeus. Las novedades del menú y la diligencia de un personal capitaneado por el dueño, el arquitecto Cheo Ramírez, lo hicieron exitoso. Abono al éxito la coincidencia de su apertura y la entrega del Oscar a F. Abraham Murray por interpretar al compositor Antonio Salieri, quien desperdició parte de su vida en envidiar a Wolfgang Amadeus Mozart.

Nunca antes en la envidia, ese ataque de desazón ante el bien ajeno, consiguió tan desgarrado retrato. Nunca antes un actor elaboró, tan a plenitud, el helamiento del envidioso cuando atestigua la superioridad del envidiado: helamiento de una sobriedad equívoca bajo la cual trasiega la amargura.

Conocí a José Donoso en Washington, durante un congreso de escritores. Nos reencontramos en mi apartamento de Río Piedras, cuando la Facultad de Humanidades lo trajo acá por vez primera. Volvimos a encontrarnos en la feria del libro de Buenos Aires y en Nueva York mientras acordaba la venta de sus manuscritos a la Universidad de Princeton. Finalmente, cuando volvió para asistir al pase de La luna en el espejo, película en sintonía con el resto de su obra, próspera en encierros y tenebruras, apegamientos fatales al pasado y renegaciones cobardes de la sexualidad ajena a la normal.

Ojo: no obstante los encuentros y reencuentros afables, no obstante conservar cartas suyas y un ejemplar dedicado de sus relatos Taratuta y Naturaleza muerta con cachimba, jamás lo llamé Pepe, como jamás llamaría Gabo a García Márquez. Ser confianzú o agentao no engorda la nómina de mis defectos. Peor, según pasan los días se me exacerba la personalidad evitativa: dos o tres personas me bastan para socializar si median la inteligencia congruente, el humor guerrillero y el temperamento lúdico.

Cuadré cuenta y propina y sugerí apropiarnos de la noche sanjuanera al son del palique. Por la calle de Cristo llegamos a la Catedral, enfilamos hacia el Paseo de la Princesa e irrumpimos en la calle Recinto Sur, a cuya mitad hoy radica la librería La Tertulia, paréntesis donde oxigenar la sensibilidad y desoxidar la inteligencia.

María Pilar y Carmenchu se mutuo alimentaban la pasión por Barcelona y Donoso elogiaba a la novelista alemana Crista Wolf. La alusión oblicua a Alemania me acordó el regio poemario Las hermosas, de Gonzalo Rojas, a quien conocí en Berlín, donde fui bienaventurado hasta la terquedad.

La fresca amenizaba el palique. Recalamos en el vecindario del teatro Tapia, subimos hacia la calle de San Francisco y nos sentamos en un banco de la Plaza de Armas, de cara al reloj de la casa alcaldía. De buenas a primeras José Donoso preguntó: �Luis Rafael, ¿qué opinas de mi obra?�

Todavía me sorprende la pregunta. El excelso narrador chileno dudaba sobre la valía de su obra cuando más se la publicaba y traducía. Y cundía la admiración a su voluntad de sondear las zonas abismales de la persona, sondeo que alcanza la excepcionalidad en El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche: un crítico plantado en el rigor como Juan Guillermo Gelpí, cuya lucidez ha extraído insospechados signos a la cronística del México urbano en el libro Ejercer la ciudad, distingue El obsceno pájaro de la noche como la novela cumbre del Boom, ese río de epifanías narrativas.

Claro que arte y duda se complementan. Ningún artista, fuera del que padece delirio de grandeza, escapa a la duda periódica sobre la valía de su creación. En casos extremos la duda triunfa y el artista se consagra a malquerer el propio talento. De la duda a la profesión de votos de silencio apenas hay medio paso.

Pero nada de lo anterior remitía a mi interlocutor, puntual en sus comparecencias editoriales. Calculo que mi detallada opinión admirativa lo autorizó a formular una segunda pregunta: �Entonces ¿por qué no me han otorgado uno de los premios importantes?: el Cervantes, el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias, el Juan Rulfo?

María Pilar lo recriminó, amorosamente: en Chile acababan de otorgarle el Premio Nacional de Literatura, a la par que otorgaban a José Edwards, su mejor amigo, el Municipal de Literatura. De poco valió la recriminación amorosa. Como desengañado, José Donoso envió la mirada al reloj de la alcaldía. Hice lo mismo por una razón distinta: ampararme en la imparcialidad del tiempo.

Describí los premios literarios como accidentes gratos. Añadí una nota irónica a la descripción: si los enaltece el cochino dinero el grado aumenta. Donoso sonrió. María Pilar y Carmenchu rieron. La sonrisa y la risa me autorizaron a proseguir.

Recuerdo haber dicho que cualquier �premio importante� se honraría en honrar a un escritor como él, matriculado en los riesgos que supone reinventar la lengua y adecuarla a la incisión de la mirada acabada de reinventar también. Dije, asimismo, que el otorgamiento de los �premios importantes� atina la mayoría de las ocasiones. Pero objeté los acordados por deferencias extraliterarias. La aureola moral que distingue a un candidato, dada su insobornabilidad cuando la Historia lo contrarió, o la utilidad de halagar el país del cual procede, logran aupar su candidatura: abundan los escritos premiables a quienes se evade premiar porque la realización de su obra no la enmarcan circunstancias trágicas: lástima que los empedernidos demonios interiores no den la talla de circunstancias trágicas.

El silencio se tragó a José Donoso. Resolví ir a por el nocaut. Me lo emprestó la décima de La vida es sueño que recita Rosaura tras el hipogrifo violento derribarla frente a la cueva donde yace Segismundo: �Cuentan de un sabio que un día,/ tan pobre y mísero estaba,/ que sólo se sustentaba,/ de unas yerbas que cogía,/ ¿habrá otro, entre sí decía,/ más pobre y triste que yo?/ Y cuando el rostro volvió,/ halló la respuesta viendo,/ que iba otro sabio cogiendo,/ las hojas que él arrojó.�

La décima calderoniana me avivó la impaciencia.

�Podrías ser un gran poeta haitiano, carcomido por la desesperanza endémica de Puerto Príncipe, autor de poemarios que obligarían a replantear la reciedumbre y la luminosidad poética si llegaran a publicarse. Lo que no ocurrirá, desde luego. En homenaje a ese gran poeta haitiano, venerable como el soldado desconocido ante cuya tumba nunca falta una ofrenda floral, alégrate de recibir otro �premio importante�, muy digno de aprecio: lo otorga cada lector que selecciona tus libros de entre los miles estibados en las librerías y anaquelados en las bibliotecas.

La noche se dio prisa. En la calle de San José giramos hacia la de San Sebastián. José Donoso me impidió abrir el Lumina Chevrolet, estacionado frente al Amadeus. Invitaba a café, té, coñac. Lo atajé: �Invitas en Chile, en Puerto Rico invito yo.�

María Pilar y Carmenchu prosiguieron hacia el Patio de Sam, histórico bar junto al Amadeus. Todavía en la acera Donoso me abrazó cual sin aliento. La piel grabó en su disco duro aquel abrazo. Que el virus del olvido estraga más que los virus cibernéticos.

Borrachos de amistad ingresamos al Patio de Sam.