lunes, 4 de octubre de 2010

¿Podrían callarse?

4/Octubre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Es un tanto desconcertante hablar en público sin saber quiénes son exactamente cada una de esas personas que te escuchan y que simulan poner atención. En cuanto ellas ocupan un sitio en las butacas se vuelven actores e intentan representar su papel de la mejor manera posible. El primero que se aburre con sus propias palabras mientras da su discurso soy yo mismo, así que mientras divago acerca de un tema miro a la cara de los espectadores, registro sus expresiones, busco entre el auditorio a las mujeres hermosas, a los patanes envidiosos, a los cultos que están allí sólo para comprobar que soy el estúpido que ellos pensaban y a los despistados que no podrían dar una buena razón si se les preguntara qué hacen allí o por qué ocupan un asiento. Y de vez en cuando, caso insólito, me encuentro con alguien que aun en silencio pone en entredicho el sentido de mis palabras. Uno que sabe perfectamente de qué tamaño es el fracaso de mis opiniones. Esta es una bendición no siempre merecida.

Vivimos en una época donde todos se expresan como papagayos y el sólo hecho de hacer un poco de ruido es para ellos excitante e irresistible. Apenas una ocurrencia aparece en sus tenebrosos y misteriosos cerebros corren a publicarla en las redes sociales donde otros como ellos las recibirán para en seguida devolver con un entusiasmo adiposo otras ocurrencias de la misma clase. Y es entonces cuando uno se pregunta para qué añadir mas palabras en el mundo cuando es a todas luces más sensato mantenerse en silencio. Es esta la única sabiduría que se encuentra al alcance de nuestras manos y que desperdiciamos a manos llenas. Hace tantos años que no escucho una sola idea interesante salida de la boca de nadie. Esto no quiere decir que las personas sean tontas, sino que la expresión de su simpatía no pasa por las palabras ni por la descripción de sus emociones. O acaso es que me he vuelto demasiado susceptible al vacío.

Después de varias charlas aquí o allá he tenido una sensación que podría considerar sin duda valiosa. Cuando hablaba ante un buen número de personas acerca de cierto tema me di cuenta de que ni yo mismo creía en mis palabras y que, sin embargo, no tenía otra manera de expresar lo que en ese momento quería decir. Había dado por ciertas mis opiniones y las repetía sin ningún pudor como si en verdad estas opiniones fueran expresión de mi pensamiento. ¿Hace cuánto tiempo no dudo de lo que creo? Ha sido un momento excepcional en mi vida porque he comprendido que cuando una idea es expresada muere en seguida porque se transforma en un mensaje que otro recibe como si fuera una caja de zapatos. Esto es en verdad terrible. Una sensación que no se la deseo a todos esos que nos atosigan con sus comentarios y sabihondos discursos. No podemos ofrecer a los otros sino ideas muertas. Yo sé que los lectores de filosofía asociarán este artículo a cierto romanticismo idealista que prefiere el acto a las palabras, pero no es eso justamente lo que estoy intentando decir.

Cada vez soporto menos la idea de hablar en público no nada más porque creo que el público es una entelequia formada a partir de una imaginación atribulada, sino sobre todo porque les miento. Así es, miento a ese público que también es una mentira de la calidad más barata y es cuando comienzo a abominar de ese teatro que representa a la nada de un modo bastante vil. Claro que están los aplausos que hacen cimbrar hasta a los oradores más sabios, pero los aplausos están allí para que el ridículo también se haga presente. Si quieres ridiculizar a una persona no tienes más que aplaudirle. Y pensar que todavía hay quienes creen en las palabras de un político que promete cambiar el mundo. Están obviamente a su altura. Pero no quiero hablar nuevamente de eso sino de la sensación de fracaso que suele acompañarme cada vez que hablo en público. Bebo antes para darme ánimos, pero eso ni siquiera ayuda en los últimos días. Y cada vez que un amigo o persona me invita a hablar en público no sabe que colabora a mi entierro y que su invitación es una palada más sobre mi sepultura. Hoy daré mi última charla en París y haré por primera vez un experimento: mentiré de manera consciente y expresaré opiniones en las que no creo en absoluto. Quizás de esa manera encuentre cierta tranquilidad.

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