Milenio
En la primera mitad de la década de los 60, cuando la revolución castrista y las guerrillas latinoamericanas se convirtieron en una leyenda doctrinaria, que resultaba tan estimulante para los intelectuales y escritores de las izquierdas (o izclesias) del mundo, el joven Mario Vargas Llosa, que ya tenía considerable celebridad por su primera novela, La ciudad y los perros, vivía en París saciando como un fanático su vocación literaria. Además, estaba tocado por la fiebre política: los amigos lo apodaban el Sartrecillo Valiente, pues profesaba la littérature engagée, la “literatura comprometida”, que algunos practicaban como “literatura enganchada” (enganchada al comunismo totalitario). Pero Vargas Llosa empezaba a ser un “tránsfuga”: estaba leyendo fervorosamente a Flaubert, paradigma del escritor puro e incontaminable por la sociología y la política ni nada ajeno a la propia obra literaria. Así, el creador de Madame Bovary, desplazaba a Sartre, el predicador del engagement, es decir, del “compromiso” político. “La literatura era el aire que respiraba cada día —dirá años después Vargas Llosa hablando de sí mismo—, lo que justificaba mi vida, mi razón de ser. La casa verde, que escribí de principio a fin en París, así como el relato Los cachorros, son un canto de amor a la literatura, desde su primera hasta la última frase, un reflejo muy exacto de ese ‘estado de literatura’ en que creo haber vivido todos mis años de París”.
La casa verde, publicada en 1966, despliega una intrincada y virtuosa estructura de rompecabezas espacio-temporal para narrar una historia que básicamente transcurre entre dos contrastados ambientes peruanos: Piura, la norteña ciudad a la orilla de un desierto, con catedral y tiendas y calles empedradas, y policías y putas, es un lugar considerablemente civilizado, aunque azotado por vientos arenosos; en contrapartida, Santa María de Nieva, es una aldea casi salvaje en plena selva amazónica, con sus lluvias, sus cabañas, su pequeña guarnición militar, sus indígenas, su misión católica. Entre los dos lugares y entre dos épocas, el río Marañón fluye como el lazo humano y comercial, trasladando e intercambiando entre las poblaciones sus pilotos, sus aventureros, sus traficantes. En Piura está la Casa Verde, un burdel que empieza a trastornar a la ciudad antes tranquila y silenciosa manteniéndola en vela con el arpa y las guitarras que suenan hasta el alba y con los gritos y las risotadas de los clientes y las putas, entre las cuales reina la bella india Bonifacia, sobrenombrada la Salvaje. Un día el intransigente cura García, acompañado de sus acólitos y fieles, quema la pecadora sucursal de Babilonia, la Casa Verde, pero el fundador del burdel lo reconstruye y reinicia el negocio del pecado carnal. Hay otras historias girando en la novela; hay historias de violaciones, de raptos, de corrupción, de contrabando; hay un pulular de personajes: pilotos fluviales, aventureros, militares, putas, indios analfabetos y no siempre menos civilizados que los mestizos y los blancos. Es mundo complejo, compuesto de puros e impuros, de buenos y malvados, cuando no son lo uno y lo otro a la vez. Y esas varias historias fluyen paralelas o entrecruzadas en una yuxtaposición de puntos de vista y diálogos entretejidos con los párrafos meramente narrativos.
La casa verde es una novela de las de mayor refinamiento técnico de Vargas Llosa, casi una muestra de ficción experimental, en la que el autor, en un alarde de lo que él mismo llama narración telescopiada, parece haber tomado como modelo no tanto al Flaubert de Madame Bovary y los Tres cuentos, como al Faulkner de ¡Absalón, Absalón! y Las palmeras salvajes. “Nunca antes —dirá él— he estado tan cerca de sucumbir a la tentación formalista en la que frustraron su talento algunos escritores de mi generación, que pasaron de despreciar olímpicamente las preocupaciones formales —creyendo que una buena historia dependía sobre todo de unos buenos personajes y unas buenas anécdotas— a idolatrarlas al extremo de olvidar que la primera e ineludible obligación de un narrador es contar historias y no exhibir los secretos del arte de contar. Desde los ya lejanos tiempos en que, sin saber muy bien lo que hacía, escribí mis primeros relatos, creo no haberme apartado ni un milímetro de esta ambición: contar historias que, sin serlo, parecieran una representación de la vida y tuvieran a los lectores anhelantes, ávidos por saber qué, qué pasó después”. Pero, aun con su estructura caleidoscópica, aun con su tendencia osadamente técnica y “experimental” (tantas veces extraviadora para el lector común cuando lo ejerce cualquier novelista de “vanguardia”), La casa verde mantiene el interés de un folletín turbulento, rico en colores pasionales, en momentos intensos: los “cráteres”, como los llama Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista.
Ése seguiría siendo el propósito vital y literario de Vargas Llosa: ejercer el arte de Sherezada, el de narrar y contar una infinidad de historias que confluyan en una novelística total, “totalitaria” en un mejor sentido del adjetivo.
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