El Universal
“Para comprender, me destruí.” Sólo estas palabras, no más, que leí a Fernando Pessoa, y que han logrado congelarme por un instante y detener los pasos que no aciertan a guiarme en ese horizonte de absoluta ceguera que se impone a mis ojos, a todo lo que pienso, y a todo lo que soy. Y no ha sido Pessoa la causa de esta repentina escapatoria hacia la inmovilidad, sino algo que estaba allí desde siempre. Un joven lector de mis novelas se ha suicidado y apenas me enterado de ello gracias a un correo de su amada maestra y amiga quien me lo ha hecho saber con esas palabras suaves y contundentes que sólo las mujeres pueden expresar. Y la noticia me ha afectado de tal manera que he tenido que detenerme y volver sobre los pasos andados nada más para descubrir, de nueva cuenta, que no se puede volver y que la necesidad de avanzar se debe sólo a una necesidad todavía más imperante que es la de mirar atrás para dejar de ser.
La novela que estuvo en manos de Clemente, Educar a los topos, que yo escribí y que ahora un grupo de jóvenes, impulsados por el entusiasmo del mismo Clemente, han llevado al teatro, no puede ser comprendida más que como literatura, es decir como mentira y como un suicidio abstracto, acción desesperada que se comete justo porque uno desea. en todos los sentidos, alejar la muerte de nuestra casa. Escribes de tu pasado para inventarte un mito y afirmar la conciencia del haber vivido, no para conocer la verdad ni para obtener ninguna clase de respuesta. Maldices para vivir y te destruyes poco a poco para comprender. Pero llega el momento en que un joven sensible y habitante de un mundo tan inhóspito como el nuestro decide marcharse y abandonarnos. Se ha suicidado porque a eso le da derecho su libertad y es entonces cuando nada más puede ser dicho y el silencio y el desconcierto que nos causa una vida que ha dejado de preguntar se apropia de nuestra razón y la aniquila. Sin preguntas no hay vida. Yo no entiendo bien hasta donde es posible llegar en nombre de una libertad que se vuelve monstruosa cuando se transforma en muerte. Ningún concepto de libertad me deja satisfecho cuando un joven se marcha repentinamente impulsado, quizás, por una intuición que no pierde el tiempo en arte o palabras y nos revela de un solo golpe lo que debemos ser.
Dina Duque, maestra y amiga de Clemente me ha pedido que añada unas palabras al libreto de la obra cuando lo que yo debería hacer es retirar todo lo escrito y volver a comenzar, pese a no tener idea de si algo así es posible. ¿Empezar de nuevo? No tengo derecho a abandonar el juego porque he optado por la literatura, es decir por el malabarismo de la estética y por la auténtica frivolidad del vivir. Las novelas son mentiras que uno elige y que tendrían que dar vida aún cuando invoquen la maldad humana o describan las vicisitudes más amargas de los seres humanos: eso son las palabras, deseo de continuar, de preguntar no obstante se conozca la respuesta de antemano, de estar al lado de un otro que no existe. Las novelas llegan a ser un extraño espejo de lo que no somos y es justo en este punto cuando el lector se apropia de una vida que es la suya y que no lo es al mismo tiempo. Sin la atención, el tiempo y la energía del lector las novelas se van al caño. No hay verdad, sino juego y espíritu.
La delirante cascada de crímenes que ha venido sucediendo en estos últimos días ha destruido el poder sugestivo de la palabra. ¿Qué filosofía tiene sentido ante la repugnante presencia de estos hechos que nos alejan de la virtud humana? Benjamin, Adorno, Lyotard, entre otros pensadores, llegaron puntuales a esta cita con la desilusión. La diatriba es que nosotros no necesitamos de un relato histórico para decepcionarnos porque vivimos una situación terrible en extremo. Lo que se está haciendo con los jóvenes en este país es un lento genocidio. No hay presidente, ni habrá presidentes que puedan devolvernos la calma. ¿Quién va responder por todos estos crímenes?
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