Laberinto
Durante una mesa de lectura del encuentro Poetas del Mundo Latino, en el Centro Cultural Clavijero de Morelia, se dio la noticia: ha muerto Alí Chumacero (Acaponeta, Nayarit, 1918-Ciudad de México, 2010). Fue una tarde de aplausos, y a la vez un sábado triste. Marco Antonio Campos leyó unas líneas del poeta. Después vino un minuto de aplausos, el primero de tres tandas de palmas para el amigo recién muerto. “Mi maestro, mi padre, mi hermano, el poeta más simpático que he conocido. Que mal que se nos ha ido, y que bien que nos haya dejado esos relámpagos verbales”, dijo Campos.
Aunque sólo escribió tres libros: Páramo de sueños (1940), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956), quizá por esa sabia decisión de asirse a la brevedad, el poeta recibió en vida homenajes y reconocimientos. Conversador, buen bebedor, animador del Fondo de Cultura Económica durante varias décadas, protagonista de la cultura nacional buena parte del siglo XX, fue además de un hombre de letras un personaje de anécdotas. Como la vez que una muchacha se le acercó y le dijo: “Oiga, Alí, si usted sólo escribió un libro, ¿por qué le hacen tantos homenajes?” El poeta respondió: “Imagínese si hubiera escrito dos”. O como cuando le preguntaron: “Maestro, ¿cuántos años va a vivir?” “Ciento cincuenta, pero me da tristeza que ustedes no van a estar”, respondió, ya casi al final de sus días.
Poeta de largo aliento vital y de breve, aunque intensa, raíz poética. De largo aliento: alcanzó, con jovialidad inusitada, 92 años. De breve e intensa raíz: tres obras fueron suficientes para decir lo que tenía que decir. Más que poeta, escultor de palabras. De la roca más áspera, talló con tal esmero, cinceló, pulió, hasta dejar la primicia, la esencia minimalista, como su nombre mismo: Alí.
Se está haciendo tarde
Así lo recuerda Jorge Valdés Díaz-Vélez: “Alí Chumacero, como Juan Rulfo, ha legado a las letras mexicanas e iberoamericanas una obra breve e imprescindible. La intensidad de su poesía y el arco bien temperado entre forma y fondo, son un ejemplo de talento aunado al rigor y exigencia por alcanzar la deslumbrante expresividad que concentró en cada uno de sus poemas. Nunca quiso ser considerado un maestro, sino un poeta más, y no hacía distinciones entre sus contemporáneos, sus pares. Tramaba la anécdota con la frase ingeniosa, jamás lapidaria; y como caballero de amorosa raíz, era poseedor de una elegante procacidad a flor de carcajada”.
“Conocí a Chumacero en 1988 en una reunión de poetas —dice Jorge Humberto Chávez—. El encuentro fue en uno de los pasillos del Hotel Aristos, cerca de la una de la mañana. Me confundió con un empleado del hotel. Se quejó de que en su cuarto había dos personas que le impedían dormir y me pidió que les pidiera retirarse. Le dije que intentaría ayudarlo. Ahí estaban Jaime Augusto Shelley y Juan José Macías. Les dije que el maestro quería dormir. No hicieron caso. Alí me pidió que tomara una botella de vino y nos pusimos a beber. Des
de ese día, hasta el 30 de agosto de este año, última vez que estuve en su casa, nunca hablamos de poesía. Conversábamos de sus amigos y amores, de Ciudad Juárez, de amigos comunes, de mujeres, de su pasado, de whisky y de vinos. Era el más perfecto, preciso y misterioso de los poetas mexicanos. Algo desconocido, entre demoniaco y angélico, alentaba su poesía con una voz que era la de él pero que provenía de otras estrellas. Murió joven, habíamos hecho planes para celebrar su cumpleaños número 150”.
Anestesia final
A unas cuadras de Bellas Artes, donde el vate nayarita era festejado por familiares y amigos, hay una librería del Fondo de Cultura Económica. En la mesa de novedades hay cuatro títulos: dos de poesía, uno de ensayos críticos y otro de discursos. Su obra completa brilla por su ausencia: “Nos agarró desprevenidos, hubiera avisado que se iba”, dice uno de los empleados.
La despedida fue en el mismo recinto donde recibiera la medalla de Bellas Artes. Su deseo de que “a la hora de la hora, cuando me vaya con la música a otra parte, me recuerden como un hombre venido de un pueblecito pequeño que se llama Acaponeta, de un estado pequeño que se llama Nayarit; buscando un sitio propio”, fue cumplido.
Flotan en el aire los versos del poema “Anestesia final”: “La muerte bajo el agua/ y la noche navega lentamente./ Herida va mi sangre,/ más ligera que el sueño/ y el despertar sediento del inicial recuerdo./ Una mortal navegación a oscuras,/ marítimo dolor, cristal amargo;/ un estar descendiendo/ sin encontrarse asido,/ como un río que fuera de los pies a las manos/ junto al sopor nocturno;/ un tornar las cortinas de la sangre,/ la boca atropellada de silencios,/ como si labios húmedos/ cayeran en mi huella/ deletreando ausencia entre las manos./ ¿Quién asciende hasta el último suspiro?/ ¿Quién bebe la cicuta del agua entre la muerte?/ ¿Quién destroza el silencio?/ ¿Quién en silencio vive?”
1 comentario:
Gracias por esta semblanza del Maestro Chumacero, y por tu blog que ahora descubro.
Saludos...
Publicar un comentario