Jornada Semanal
Llegaba a la asesoría del Centro Mexicano de Escritores (CME) con gafas oscuras y con el saco impecable. Acompañado por Carlos Montemayor, fue riguroso en lo que generosamente daba y asumía: ser guía de escritores que comienzan como tales. Solía decir: “El escritor joven no tiene una guía y es más difícil caminar sin eso.”
En las instalaciones del CME, Alí Chumacero merodeaba el recinto como una leyenda viviente, disfrutaba convivir con las nuevas generaciones, caminaba entre fotografías de escritores desaparecidos y vivos: en un extremo José Carlos Becerra, Juan José Arreola, Ricardo Garibay… y en otro Carlos Fuentes, Jorge Volpi, José Agustín… (Un libro de la secretaria-administradora del CME, Martha Domínguez Cuevas, sobre el particular, Los becarios del Centro Mexicano de escritores (1952-1997), es un volumen donde se consigna un período importante y la nómina de los becarios de esta noble institución creada por escritores para formar escritores.)
La lección de Alí fue la del orfebre, minucioso y reservado. Si en la lectura del texto de alguno de los becarios había palabras mal utilizadas, siempre fue benévolo y preciso, pero sin concesiones; cuando los errores eran garrafales entonces sí había que ponerse una coraza, porque a uno le llovían no sólo las críticas irascibles de Montemayor, sino las burlas de los más doctos e inmejorables en su oficio. También se leyeron textos sin errores, no había nada que corregir y era, para muchos, desconcertante. Se dijo que en las últimas generaciones no se becó a la poesía, sólo al teatro, el cuento, la novela y el ensayo, quizás porque debajo de cada piedra se puede encontrar a alguien que se dice poeta.
Los ensayos sobre Ricardo Garibay, volumen que propuse para mi proyecto, recibieron una avalancha incendiaria; a veces, en los momentos más bochornosos llegué a pensar que lo que no pudieron decirle al autor de Fiera infancia –ni éste se lo hubiera permitido con su feroz personalidad– me lo decían a mí, pero entendí que si algo es el escritor es precisamente lo que escribe: su memoria, el uso que hace del lenguaje y sus herramientas (organismo de relojería y ser vivo, diría Paz), el que hereda de sus maestros y el que comparte con sus contemporáneos. La crítica que en algún momento percibí como negativa se convirtió en la lección formativa más importante de mi trabajo.
De a ratos, Chumacero era condescendiente cuando se refería a Garibay y comentaba: “Ese cabrón era de Autlán de la Grana, Jalisco.” Después aduje que era por la rivalidad que siempre tuvo con Arreola, quien era oriundo de Zapotlán, Jalisco, aunque siempre se supo que era hidalguense.
Luego de la hora de los alimentos y del generoso vino que acostumbraba antes de la sesión, llegaba con las mejillas sonrosadas y con una templanza que no era sobreactuada, sino natural en un poeta que había leído cientos de títulos como corrector del Fondo de Cultura Económica, en donde fue reconocido por ser rector de los criterios editoriales de la institución, y a quien todo becario preguntaba sin dudar si una palabra se escribía de determinada manera por alguna norma que así lo estableciera. Esta ecuanimidad, el pulso templado, “la emoción desapasionada” de la que hablaba Villaurrutia (le escribió el prólogo a sus Obras completas editadas en el FCE), estaban presentes en Alí Chumacero.
Ocasión memorable fue aquella en la que, en plena sesión, y mientras leíamos algún texto de los compañeros, apareció un colibrí que entró por la puerta principal. Estábamos impresionados; el colibrí estaba suspendido y se había acercado un poco más hacia nosotros, como pequeño helicóptero en busca de sus tripulantes. Montemayor quedó mudo ante lo que parecía una escena escrita por Lewis Carroll.
Probablemente los momentos más placenteros fueron aquellos en los que un brindis suspendía la sesión: Johnnie Walker etiqueta roja para los becarios y etiqueta negra para los maestros. No había reclamos. Estar con ellos y sentirse en el Olimpo de los escritores bastaba; el ambiente en la sala era agradable y relajado. Chumacero habló de Manuel José Othón, bardo potosino que creyó innecesario cualquier vínculo con la capital de la República. Othón es resonancia del poeta que escribe sin someterse a las tendencias, antes bien a la tradición de sus lecturas.
Por iniciativa de la revista literaria Mala Vida y el promotor cultural Alberto Vadas, quien dirigía el centro cultural La Tallera en Cuernavaca, se realizaron las gestiones para organizar en 2005 el homenaje que se llamó Alí Chumacero en Cuernavaca. Como becario tuve acceso al maestro y, tras consultar su estrujada agenda, aceptó.
Nos recibió el pintor Leonel Maciel en la oficina de Vadas quien, sin dudarlo, le dijo: “Maestro, es usted la persona más importante que he tenido en mi oficina.” Antes de ir a la lectura-homenaje, Vadas obsequió a Chumacero el óleo de un torero burlando al toro. La tauromaquia era una pasión compartida y don José, asistente del poeta, no dudó en depositar de inmediato el cuadro en el auto del homenajeado. Había llegado la hora de escuchar al poeta.
Una multitud saturó el auditorio del lugar, lectores de la calidad del ajedrecista y cineasta Marcel Sisniega fueron testigos de lo inédito: Alí Chumacero, nayarita igual que Amado Nervo, estaba en Cuernavaca y nos iba a leer “Poema de amorosa raíz”. Sólo José Emilio Pacheco, Hugo Gutiérrez Vega, Sergio Mondragón y Salvador Elizondo nos habían visitado en los últimos años. La vida literaria en Cuernavaca se había visto reducida a la pobreza anímica de las instituciones culturales. Se habló del poeta, le dedicaron algún poema y tocaba el turno al homenajeado, quien comenzó a leer los versos de un poema inmortal: “Antes que el viento fuera mar volcado,/ que la noche se unciera su vestido de luto...”Escuchar a un poeta que ha navegado mucho era una experiencia que pocos habían vivido. Alí Chumacero quedó tatuado esa noche en los que aman la poesía mexicana.
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