Laberinto
David Toscana
Cualquiera
sabe distinguir entre una novela corta y una larga, aunque nadie sepa
decir dónde está la frontera entre las dos. La cantidad de páginas no
siempre es un buen indicio, pues hay ediciones de letra pequeña y
tupida, así como otras que agrandan la tipografía, aumentan la distancia
entre líneas y reducen los márgenes para dar la fantasía de mayor
contenido y así poder cobrar más caro el libro.
Soy
un lector lento, entonces miro con recelo las novelas extensas. A veces
leo diez páginas con cronómetro, calculo el tiempo promedio por página y
lo multiplico por el total para saber cuánto tiempo voy a invertir en
la lectura. El resultado es una mera escala de magnitud, pero no una
buena aproximación, pues si la lectura me interesa me ocuparé también en
subrayar, reflexionar, hacer apuntes y releer algunos fragmentos.
Tengo
un audiolibro en inglés de Los hermanos Karamazov. El tiempo total de
lectura es de treinta horas con treintaiocho minutos. Otro también en
inglés de la Biblia del rey Jacobo. Ahí la duración es de casi setenta y
dos horas.
Son
libros largos, pero nótese que el clásico de Dostoievski reclama mucho
menos tiempo que una telenovela, va sin comerciales y se deja leer a la
hora y en el lugar que uno prefiera. Por su parte, la Biblia puede
leerse en lo que duran doscientos veinte rosarios, y quizás Dios lo
agradezca mejor que la repetición de letanías.
El
joven puede despilfarrar el tiempo como el rico hace con el dinero;
pero entre más edad se tiene más se vuelve uno tacaño con los minutos y
las horas y los días. En mis años mozos me entusiasmaba cuando el
locutor de radio decía que pondría al aire la versión completa de
“In–a–gadda–da–vida” y más de la mitad del placer de escucharla estaba
precisamente en que me haría perder diecisiete minutos sin pena ni
gloria. Hoy me parece un dispendio. Hoy miro con cada vez más recelo los
libros gordos.
Casi
todas las novelas extensas contemporáneas que han caído recientemente
en mis manos las abandono luego de cincuenta o cien páginas, pues para
atrapar al lector los autores no confían en la prosa o los personajes o
las sorpresas estéticas o la inteligencia o la variación de juegos o la
sutil filosofía o una extraña mayéutica, sino simple y llanamente en el
argumento. Como no soy lector de tramas sino de literatura, termino por
aburrirme cuando la novedad de las primeras páginas se vuelve
repetición. En cambio Don Quijote tiene poco argumento. No es sino una
sucesión de aventuras, pero cada una es un juego nuevo y fascinante. Tal
como algunas piezas clásicas duran más de diecisiete minutos, pero no
se basan en el mismo sonsonete, salvo en casos como el insufrible Bolero
de Ravel o La cabalgata de las valquirias.
Vargas
Llosa suele decir que las grandes novelas son novelas grandes. Y
entonces puedo responder con la obviedad de que Pedro Páramo o El
extranjero o La metamorfosis o La risa roja o El viejo y el mar y tantas
otras son también maravillosas. Pero el Nobel peruano tiene razón, pues
cuando la prosa se sostiene fuerte y sana durante cientos y cientos de
páginas, queda la sensación de haber experimentado algo sublime, de
haber vivido intensamente. Entonces yo haría una contracorriente de la
consigna popular sobre la brevedad, para decir que, en casos de novela:
“si lo bueno es extenso, dos veces bueno”.
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