Jornada Semanal
Mariana Domínguez Batis
A mi avus
In illo tempore,
dice observando con curiosidad cómo el brandy se calienta sobre un
pebetero y se evapora un poco, dejando sólo lo mejor. La mesa redonda
está colmada de quienes hace más de tres décadas fueron sus alumnos y
ahora son escritores; de jóvenes que ahora tienen apenas diecinueve años
y descubren a los literatos que los marcarán en sus clases de
Filosofía y Letras de la UNAM; de su pareja y su familia.
La copa pasa de mano en mano y cada comensal bebe un
sorbo, al tiempo que las anécdotas que Huberto Batis cuenta,
aparentemente sin ninguna relación entre sí, se van engarzando una a
una al son de sonoras risotadas y expectantes silencios. Todo para
conformar un breve viaje que resume cómo llegó a cumplir ochenta años
de vida y otros tantos de escritor, crítico, periodista, editor,
fotógrafo y profesor.
“La casa donde crecí no es como ésta donde
estamos”, dice, mientras acompaña a los curiosos a dar un paseo por los
cuatro pisos de su morada-biblioteca, donde los pasadizos, los juegos de
luz-oscuridad y los varios caminos para arribar a un mismo lugar,
hacen pensar en una construcción medieval. Donde lo mismo convive un
librero inclinado poco más de 60 grados –en pie de milagro y hogar de
una colección completa de literatura grecolatina–, con algún idolillo
azteca, interminables pilas de periódicos de los años cincuenta,
toneladas de películas de todo género, una muñeca a la Marilyn Monroe o
una reproducción tamaño real de Bibi Gaytán, en algún tiempo musa de
escritores.
Así comienza un relato de su vida, no del tipo de los extractos biográficos que hace el Conaculta-INBA
o la Wikipedia, sino uno a su manera: con gustosas anécdotas, cada una
como una cuenta esférica que, al unirse con las otras conformará un
bello y cíclico collar.
Con su voz pausada, que por momentos se acelera o
sube y baja según la historia se lo pida, Huberto recuerda su infancia
en Guadalajara. “Sentarse a la mesa tampoco era como ahora”, asegura
tajante, y recuerda cuando su padre lo interrogaba a él y a sus
hermanos en el momento de la comida: “¿De dónde viene el jitomate?”,
preguntaba inquisidor, ante el pánico de los niños si no atinaban la
respuesta.
“Desde bebé pusieron mi cuna junto a un librero de
literatura. Entonces jugaba con los libros, los llenaba de papilla y
hasta de caca”, dice con una sonrisa traviesa. Ya a los trece años
escribía cuentos y los dejaba anónimamente en el mostrador de El Informador
de Guadalajara, con la esperanza de que los publicaran en sus páginas.
Todos los días buscaba el periódico con inquietud para sólo llevarse
una desilusión. Hasta que, para su sorpresa, una de sus historias
apareció en el diario.
“Debí ser médico. Es lo que se esperaba de mí. Mi
padre tenía un importante laboratorio en Jalisco y quería que siguiera
sus pasos.” Un día, en vez de eso, se despidió de su familia y se
encaminó hacia el noviciado de San Cayetano, en Santiago Tianguistenco,
donde fue educado para ser jesuita a base de rezos, estudios de griego
y latín y de los clásicos, así como de castigos y penitencias. Fue un
psicoanalista de la orden quien le hizo ver que sólo había huido de
casa y su vocación estaba en otro lado.
Con los semblantes curiosos de su auditorio,
continúa la cena en la mesa de Matamoros 170, en Tlalpan, donde tantas
personas se han sentado a lo largo de los años, a manera de tertulia,
para compartir opiniones sobre política, pintura, música, matemáticas,
filosofía, habladurías... Ahí donde el tiempo se dilata y los minutos
se encojen o se estiran al antojo, y una visita de doctor se puede
convertir en una de ocho horas sin respiro, sin siquiera advertirlo.
“Huberto, pero qué es eso”, pregunta una guapa
escritora desde una esquina del comedor, frunciendo el ceño al ver que
“el maestro”, como le llama, muestra a su público una mantita
ensangrentada, la de su familiar Luis Bátiz, ahora santo. “Pude seguir
el camino de la Iglesia, también. De continuar en la Compañía de Jesús,
hubiera salvado almas, en vez de perderlas, como lo hice”, afirma con
risa.
“Batis, hablemos de Sábado”, pide un
hombre ya de canas sentado a la mesa, quien inició su fructífera
carrera en aquellas páginas hace ya más de veinte años. “Yo le aposté
siempre a los jóvenes”, responde el que ahora es reconocido como uno
de los mejores editores y “maestro de escritores”, por sus tiempos en el
suplemento cultural del unomásuno. “Fernando Benítez me
pedía: ‘Tráete a tus niños y hacemos un suplemento’. Y duramos
veinticinco años”, cuenta con orgullo y cierta nostalgia.
Con ochenta años cumplidos, Batis se acuerda de
vivencias con sus guías Alfonso Reyes, Julio Torri, Antonio Alatorre o
Fernando Benítez –con quien publicó en La Cultura en México
desde los veinte de edad. Habla con cariño y recuerda aventuras vitales y
librescas al lado de sus contemporáneos Juan García Ponce, Emilio
Carballido, Hugo Gutiérrez Vega, Juan Vicente Melo, Inés Arredondo o
Juan José Gurrola. Y revive pasajes memorables con sus alumnos, y más
tarde colegas, Adolfo Castañón, Alberto Ruy Sánchez, Pura López Colomé,
entre tantos nombres más tan entrañables.
De sus compañeros de generación, “casi todos
murieron jóvenes”, lamenta Batis en un giro melancólico de la
conversación. “El único sano es Batis”, decían algunos, a lo que Inés
Arredondo respondía: “Pero está peor que todos; está de manicomio.” Esa
“locura que le permitió vivir”, y ser sobreviviente de un cáncer que
sólo lo hizo más fuerte.
Durante la velada, los recuerdos de distintas épocas confluyen: Cuadernos del Viento, la Revista de Bellas Artes, la Dirección General de Publicaciones de la UNAM, la Revista Mexicana de Literatura, la Dirección Editorial del FCE, la Ibero, el unomásuno, El Colegio de México y sus más de cincuenta años en la UNAM, que son sólo picos en una apasionante trayectoria.
Conforme la plática va alcanzando su fin y el
brandy se agota, Batis enuncia el origen de los vocablos, otra
característica de su personalidad, sin duda heredada del riguroso
estudio durante su tiempo en el noviciado y en la Facultad de Filosofía
y Letras como estudiante o profesor. La etimología más atrayente, sin
duda, y la que refiere más conmovido es la de “filología”: el “amor
por las palabras”, ése que ha marcado el paso de sus días.
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