domingo, 15 de febrero de 2015

Batis y el amor a la palabra

15/Febrero/2015
Jornada Semanal
Mariana Domínguez Batis

A mi avus
In illo tempore, dice observando con curiosidad cómo el brandy se calienta sobre un pebetero y se evapora un poco, dejando sólo lo mejor. La mesa redonda está colmada de quienes hace más de tres décadas fueron sus alumnos y ahora son escritores; de jóvenes que ahora tienen apenas diecinueve años y descubren a los literatos que los marcarán en sus clases de Filosofía y Letras de la UNAM; de su pareja y su familia.
La copa pasa de mano en mano y cada comensal bebe un sorbo, al tiempo que las anécdotas que Huberto Batis cuenta, aparentemente sin ninguna relación entre sí, se van engarzando una a una al son de sonoras risotadas y expectantes silencios. Todo para conformar un breve viaje que resume cómo llegó a cumplir ochenta años de vida y otros tantos de escritor, crítico, periodista, editor, fotógrafo y profesor.
“La casa donde crecí no es como ésta donde estamos”, dice, mientras acompaña a los curiosos a dar un paseo por los cuatro pisos de su morada-biblioteca, donde los pasadizos, los juegos de luz-oscuridad y los varios caminos para arribar a un mismo lugar, hacen pensar en una construcción medieval. Donde lo mismo convive un librero inclinado poco más de 60 grados –en pie de milagro y hogar de una colección completa de literatura grecolatina–, con algún idolillo azteca, interminables pilas de periódicos de los años cincuenta, toneladas de películas de todo género, una muñeca a la Marilyn Monroe o una reproducción tamaño real de Bibi Gaytán, en algún tiempo musa de escritores.
Así comienza un relato de su vida, no del tipo de los extractos biográficos que hace el Conaculta-INBA o la Wikipedia, sino uno a su manera: con gustosas anécdotas, cada una como una cuenta esférica que, al unirse con las otras conformará un bello y cíclico collar.
Con su voz pausada, que por momentos se acelera o sube y baja según la historia se lo pida, Huberto recuerda su infancia en Guadalajara. “Sentarse a la mesa tampoco era como ahora”, asegura tajante, y recuerda cuando su padre lo interrogaba a él y a sus hermanos en el momento de la comida: “¿De dónde viene el jitomate?”, preguntaba inquisidor, ante el pánico de los niños si no atinaban la respuesta.
“Desde bebé pusieron mi cuna junto a un librero de literatura. Entonces jugaba con los libros, los llenaba de papilla y hasta de caca”, dice con una sonrisa traviesa. Ya a los trece años escribía cuentos y los dejaba anónimamente en el mostrador de El Informador de Guadalajara, con la esperanza de que los publicaran en sus páginas. Todos los días buscaba el periódico con inquietud para sólo llevarse una desilusión. Hasta que, para su sorpresa, una de sus historias apareció en el diario.
“Debí ser médico. Es lo que se esperaba de mí. Mi padre tenía un importante laboratorio en Jalisco y quería que siguiera sus pasos.” Un día, en vez de eso, se despidió de su familia y se encaminó hacia el noviciado de San Cayetano, en Santiago Tianguistenco, donde fue educado para ser jesuita a base de rezos, estudios de griego y latín y de los clásicos, así como de castigos y penitencias. Fue un psicoanalista de la orden quien le hizo ver que sólo había huido de casa y su vocación estaba en otro lado.
Con los semblantes curiosos de su auditorio, continúa la cena en la mesa de Matamoros 170, en Tlalpan, donde tantas personas se han sentado a lo largo de los años, a manera de tertulia, para compartir opiniones sobre política, pintura, música, matemáticas, filosofía, habladurías... Ahí donde el tiempo se dilata y los minutos se encojen o se estiran al antojo, y una visita de doctor se puede convertir en una de ocho horas sin respiro, sin siquiera advertirlo.
“Huberto, pero qué es eso”, pregunta una guapa escritora desde una esquina del comedor, frunciendo el ceño al ver que “el maestro”, como le llama, muestra a su público una mantita ensangrentada, la de su familiar Luis Bátiz, ahora santo. “Pude seguir el camino de la Iglesia, también. De continuar en la Compañía de Jesús, hubiera salvado almas, en vez de perderlas, como lo hice”, afirma con risa.
“Batis, hablemos de Sábado”, pide un hombre ya de canas sentado a la mesa, quien inició su fructífera carrera en aquellas páginas hace ya más de veinte años. “Yo le aposté siempre a los jóvenes”, responde el que ahora es reconocido como uno de los mejores editores y “maestro de escritores”, por sus tiempos en el suplemento cultural del unomásuno. “Fernando Benítez me pedía: ‘Tráete a tus niños y hacemos un suplemento’. Y duramos veinticinco años”, cuenta con orgullo y cierta nostalgia.
Con ochenta años cumplidos, Batis se acuerda de vivencias con sus guías Alfonso Reyes, Julio Torri, Antonio Alatorre o Fernando Benítez –con quien publicó en La Cultura en México desde los veinte de edad. Habla con cariño y recuerda aventuras vitales y librescas al lado de sus contemporáneos Juan García Ponce, Emilio Carballido, Hugo Gutiérrez Vega, Juan Vicente Melo, Inés Arredondo o Juan José Gurrola. Y revive pasajes memorables con sus alumnos, y más tarde colegas, Adolfo Castañón, Alberto Ruy Sánchez, Pura López Colomé, entre tantos nombres más tan entrañables.
De sus compañeros de generación, “casi todos murieron jóvenes”, lamenta Batis en un giro melancólico de la conversación. “El único sano es Batis”, decían algunos, a lo que Inés Arredondo respondía: “Pero está peor que todos; está de manicomio.” Esa “locura que le permitió vivir”, y ser sobreviviente de un cáncer que sólo lo hizo más fuerte.
Durante la velada, los recuerdos de distintas épocas confluyen: Cuadernos del Viento, la Revista de Bellas Artes, la Dirección General de Publicaciones de la UNAM, la Revista Mexicana de Literatura, la Dirección Editorial del FCE, la Ibero, el unomásuno, El Colegio de México y sus más de cincuenta años en la UNAM, que son sólo picos en una apasionante trayectoria.
Conforme la plática va alcanzando su fin y el brandy se agota, Batis enuncia el origen de los vocablos, otra característica de su personalidad, sin duda heredada del riguroso estudio durante su tiempo en el noviciado y en la Facultad de Filosofía y Letras como estudiante o profesor. La etimología más atrayente, sin duda, y la que refiere más conmovido es la de “filología”: el “amor por las palabras”, ése que ha marcado el paso de sus días.

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