sábado, 28 de febrero de 2015

Clarice Lispector o las claves de la infelicidad

28/Febrero/2015
Laberinto
Lêdo Ivo

Maceió, mi tierra natal, fue el primer suelo que pisó una niña ucraniana que habría de llamarse Clarice Lispector. En la capital alagoana transcurrieron las operaciones primeras de fijación y asentamiento —en suelo extranjero— de una pequeña y modesta familia de inmigrantes que, en largo y tal vez patético viaje de huida, pudo al fin respirar el aire de seguridad y esperanza en una ciudad nordestina vuelta en breve una simple etapa de una trayectoria mucho más extendida. Pero la mesa de la mañana que nace está siempre sembrada de pequeños misterios. En Maceió, en las calles que olían a azúcar y a corrosivo olor de mar, y que declinaban hacia el mar de navíos anclados, la niña ucraniana fue tocada para siempre por lo que habría de ser el emblema de su destino: la luminosidad solar. Después de los días y meses iniciales de nieve y bruma, y de cielos cerrados y sombríos, conoció el sol, el bochorno y el viento del mar.

La alagoanidad inicial de Clarice Lispector siempre fue escondida por sus biógrafos e intérpretes, que se limitan, a veces, y condescendientemente, a una brevísima mención. De hecho, la consideran irrelevante. Pero un pasaje en la historia subterránea de los espíritus tiene a veces la importancia de una larga permanencia. Hay que recordar que la Macabea de La hora de la estrella es una alagoana que emigra hacia el sur y, trasplantada, encuentra la desilusión y la muerte.

Clarice Lispector no era Clarice Lispector. En la operación trasplantadora perdió todo lo que traía: la patria, la lengua y el nombre. Una patria nueva se abrió a sus pasos y a su imaginación. Una lengua nueva pasó a sustituir la lengua perdida. Y un nombre nuevo sustituyó el nombre verdadero, perdido para siempre, y para siempre escondido.

Clarice Lispector: el nombre nuevo ocultaba, o semiocultaba, su condición de judía. Con su etimología de claridad y espectro luminoso, parece haber nacido, como una flor, del propio suelo alagoano, o de las dunas ondulantes junto al mar. Era un nombre de luz y de esplendor —y de por vida, Clarice Lispector habría de llevarlo como si fuera un radioso pseudónimo.

Los críticos e historiadores literarios, con su eruditismo predatorio y su vida libresca, tienen el hábito de atravesar la infancia de los creadores literarios con la cautela o desenvoltura de quien salta un charco de agua. Solo se sienten seguros y confortados frente a mayorías denominativas o culturales. Y fue así que muchos abrieron la primera página de Cerca del corazón salvaje: como si el estreno literario correspondiese a una aparición biológica. Pero nosotros, los creadores literarios —los poetas, novelistas y dramaturgos— sabemos que nuestra historia verdadera habita el hoyo negro de una infancia de soles cruzados y constelaciones. Es en ese estuario oculto donde guardamos los sueños y secretos. En el caso de Clarice Lispector, la luminosidad radical no se ciñó al nombre nuevo y misterioso, a su nombre casi sin patria, pseudónimo y escondrijo de sí misma, patria silábica de un ocultamiento perpetuo. Esa claridad, esa claricidad se convirtió en lenguaje y baña su obra entera; una obra que es una continua fulguración verbal y sintáctica, una ofuscante cintilación regencial.

No habrá, ciertamente, una explicación tangible y aceptable para el misterio del lenguaje y del estilo de Clarice Lispector. La extranjeridad de su prosa es una de las evidencias más contundentes de nuestra historia literaria; y, más todavía, de la historia de nuestra lengua. Esa prosa fronteriza, emigratoria e inmigratoria, no nos remite a ninguno de nuestros preclaros antecesores. No es la de José de Alencar o la de Machado de Assis. No es la de Euclides da Cunha o José Lins do Rego. No está en los que vinieron antes, todavía bullente, como un gracioso contagio epidérmico en los numerosos epígonos que, alcanzados por su encantadora lección magistral, tanto se esforzaron en imitar lo inimitable, y diluir lo indiluible.
Esa dicción traslúcida recorre toda su obra, desde las novelas como Cerca del corazón salvaje, El brillo y La manzana en lo oscuro hasta los cuentos; de las crónicas a los reportajes. Diríase que ella, brasileña naturalizada, naturalizó una lengua, convirtiéndola en un instrumento personal y desligado de cualquier tradición egregia; un idioma solar, alagoanamente solar, destinado a narrar las tribulaciones de pequeñas criaturas rodeadas de sí mismas y desguarnecidas para efectuar el trayecto en dirección de los otros; una prosa de abierta diurnidad, incluso cuando ella habla de la noche y relata la oscuridad; una prosa de fulguración y encantamiento; una prosa ambigua —espesa en su precisión y evanescente—. Es, en muchos casos, una prosa que se atreve a dispensar el enredo y la motivación para dominar, en un aislamiento radioso, en la página en blanco.

Clara Clarice: al recordarla ahora es como si un pájaro volase en el cielo azul de Maceió como una señal durable de su breve y misteriosa alagoanidad. Un pájaro: las erres de su dicción, de su lengua presa, parecían tener algo del grito gutural de las gaviotas.
“La belleza es una promesa de felicidad” —pájaro herido, Clarice Lispector desmintió, en su vida, ese aforismo de Stendhal.

Desde nuestro primer encuentro en 1944, cuando ella surgió frente a mí como una aparición deslumbrante, yo entendía que, con su belleza, tenía algo de aristocrático. En contraste con la extrema humildad de sus orígenes, ella debería crear su obra lejos del corazón salvaje de la vida, en un lugar que le permitiese ser y respirar sin los contagios y colisiones de reuniones o promiscuidades burbujeantes. El camino de su felicidad reclamaba el distanciamiento y el viaje. La niña extranjera, vuelta mujer, precisaba de otros suelos extranjeros para afirmar su nacimiento espiritual.

Su casamiento con un diplomático me pareció un acierto del destino, incluso porque sus primeros pasos en el escenario editorial anticipaban obstáculos y resistencias. Por iniciativa de su gran amigo Lúcio Cardoso, los originales de Cerca del corazón salvaje fueron encaminados a Álvaro Lins, otorgándole visa para una edición en la prestigiosa Editora José Olympio. El más poderoso crítico de la época desaconsejó su publicación. Otro crítico influyente, el judeo austriaco, naturalizado brasileño, Otto Maria Careaux, también leyó los originales de Clarice en una especie de recurso a una nueva instancia literaria, y su sentencia fue la misma de su preclaro colega. Ambos aconsejaban a la joven novelista recogerse en su caracol y volver más tarde, si quisiese. Sin condiciones de iniciarse en una editora digna, Clarice Lispector fue obligada a aceptar la propuesta de una editorial de parca resonancia cultural —Editora A Noite—, la cual aceptó publicar el libro tomando en cuenta su antigua condición de redactora del diario A Noite, de la misma organización estatal. Nada le fue pagado. Ella se limitó a recibir cien ejemplares para distribuirlos entre amigos, familiares, críticos literarios y periodistas. El título de la novela se lo dio Lúcio Cardoso —y el epígrafe de James Joyce, que ella entonces desconocía, llevó a muchos críticos de la época a burlarse de su afiliación al autor de Ulises. A mi modo de ver, los modelos son Katherine Mansfield, Rosamond Lehmann, Clemence Dane y, claro, Virginia Woolf, con las cuales ostenta nítidas afinidades.

La influencia de Katherine Mansfield sobre Clarice Lispector fue seminal. Corresponde a una afinidad profunda, tanto estilística como psicológica y moral. Reflejada desde el momento en que descubría en sí misma el don de la creación y la capacidad de lidiar con un mundo imaginario, no solo marcó su instante inicial de escritora sino que la acompañó la vida entera. En ambas hay una especie de identidad en la mirada: un mirar deslumbrado y rápido para percibir las cosas mínimas o casi imperceptibles, la subterránea agitación de la vida cotidiana, y captar el secreto de los paisajes y el misterio enmarcado en las criaturas aparentemente banales —una mirada de quien está viendo las cosas por primera vez y consigna ese descubrimiento con un estilo poético, dividido entre la concreción y la evanescencia—. En la biblioteca de Clarice Lispector figuraba Felicidad, el Bliss de Katherine Mansfield traducido por Érco Veríssimo, con señales de constante lectura. En Nápoles, en 1944, manifestó a Lúcio Cardoso, en una carta, su encantamiento frente a una selección de la correspondencia de Katherine Mansfield traducida al italiano. Y no olvidemos que, en la misma época, Rosamond Lehman y Clemence Dane eran altamente apreciadas y leídas en los medios culturales brasileños, en especial en el círculo de Lúcio Cardoso, donde transitaba Clarice Lispector.

La consagración crítica que sobrevino a su estreno permitió que su segundo libro fuera aceptado por Agir, una nueva editorial que surgía bajo la dirección literaria de otro crítico famoso, Tristán de Athayde (Alceu Amoroso Lima). El porcentaje decepcionante la llevó a buscar un nuevo editor para su tercera novela, La ciudad sitiada. En esa época yo trabajaba precisamente en la Editorial A Noite, y me tocó recibir los originales (Clarice estaba en Roma) y cuidar la publicación. El surgimiento de Editora do Autor, de Rubem Braga y Fernando Sabino, amplió la presencia de Clarice Lispector en el escenario cultural. Pero luego vinieron nuevos días de rechazo y dificultades. Durante cierto tiempo, cuando nadie quería editarla, el poeta Álvaro Pacheco la acogió en su editorial Artenova.

Autora de pequeño público, de novelas, cuentos, crónicas que se distinguían por su aire esmerado, y a veces por un hermetismo que solo podía ser vencido o atravesado por el camino de una atención desdoblada, Clarice Lispector enfrentó, la vida entera, el desafío de las emigraciones editoriales, recorriendo desde las pequeñas editoriales hasta las más prestigiadas y organizadas, para ampliar su presencia en el mercado. En su caso específico de escritora to the happy few, la muerte fue su grande y definitivo editor. Ya desaparecida, fue finalmente descubierta y redescubierta. En París o Nueva York acostumbro encontrar traducciones de Clarice Lispector y me sube y baja el recuerdo de aquellos tiempos en que nadie, prácticamente, quería publicarla, o lo hacía con un gesto de inicial generosidad.

Separada del marido diplomático, Clarice Lispector volvió a vivir en Río de Janeiro y, en un ejercicio de supervivencia y afirmación literaria, retornó a la antigua profesión de periodista. A las decepciones editoriales se sumaron las humillaciones periodísticas. A cambio de magras remuneraciones, divulgaba sus textos en periódicos y revistas. Por cierto tiempo, fue cronista del Jornal do Brasil, que la dio de baja, sumaria e implacablemente, bajo el alegato de que sus crónicas no tenían lectores. En la redacción de Manchete vi que uno de sus trabajos (ella entrevistaba personalidades y celebridades locales) era rechazado por el director Justino Martins, quien, para estimularla a ser más productiva y competente, le aconsejó actualizar su agenda sexual. Y Clarice, víctima reciente de un accidente doméstico, le objetó, con su voz gutural de gaviota en el bochorno y con una humildad que correspondía a una penosa rendición a la miseria de la vida: “No puedo coger con nadie, Justino. Tengo el cuerpo todo quemado”.

La otrora bella y deslumbrante Clarice Lispector atravesaba su infierno astral. Descendía de su pedestal de princesa de nuestras letras para ser una simple y necesitada pasante en un mundo cruel e impiadoso y palco de ironías y humillaciones. Vestida con ropas provenientes de su travesía en el mundo diplomático y que le conferían un aire desacostumbrado y extranjero, de fuera de estación, Clarice Lispector vivía el proceso de su propia destrucción e infelicidad.

En su tumba, en el cementerio judío de Caju, en la zona portuaria de Río de Janeiro, la lápida menciona apenas el nombre y el año de su muerte. (Con su belleza, que era una stendhaliana promesa de felicidad, escondía la edad, y un biógrafo llegó a matricularla en la Facultad Nacional de Derecho a los 14 años.) Fue su último viaje de emigrante. Ahora, cambiada en polvo y gloria, está, al mismo tiempo, cerca y lejos del corazón salvaje de la vida.
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Traducción de Jorge Lobillo
 

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