Laberinto
Lêdo Ivo
Maceió, mi
tierra natal, fue el primer suelo que pisó una niña ucraniana que habría de
llamarse Clarice Lispector. En la capital alagoana transcurrieron las
operaciones primeras de fijación y asentamiento —en suelo extranjero— de una
pequeña y modesta familia de inmigrantes que, en largo y tal vez patético viaje
de huida, pudo al fin respirar el aire de seguridad y esperanza en una ciudad
nordestina vuelta en breve una simple etapa de una trayectoria mucho más
extendida. Pero la mesa de la mañana que nace está siempre sembrada de pequeños
misterios. En Maceió, en las calles que olían a azúcar y a corrosivo olor de
mar, y que declinaban hacia el mar de navíos anclados, la niña ucraniana fue
tocada para siempre por lo que habría de ser el emblema de su destino: la luminosidad
solar. Después de los días y meses iniciales de nieve y bruma, y de cielos
cerrados y sombríos, conoció el sol, el bochorno y el viento del mar.
La alagoanidad
inicial de Clarice Lispector siempre fue escondida por sus biógrafos e
intérpretes, que se limitan, a veces, y condescendientemente, a una brevísima
mención. De hecho, la consideran irrelevante. Pero un pasaje en la historia
subterránea de los espíritus tiene a veces la importancia de una larga
permanencia. Hay que recordar que la
Macabea de La hora
de la estrella es una alagoana que emigra hacia el sur y, trasplantada,
encuentra la desilusión y la muerte.
Clarice
Lispector no era Clarice Lispector. En la operación trasplantadora perdió todo
lo que traía: la patria, la lengua y el nombre. Una patria nueva se abrió a sus
pasos y a su imaginación. Una lengua nueva pasó a sustituir la lengua perdida.
Y un nombre nuevo sustituyó el nombre verdadero, perdido para siempre, y para
siempre escondido.
Clarice
Lispector: el nombre nuevo ocultaba, o semiocultaba, su condición de judía. Con
su etimología de claridad y espectro luminoso, parece haber nacido, como una
flor, del propio suelo alagoano, o de las dunas ondulantes junto al mar. Era un
nombre de luz y de esplendor —y de por vida, Clarice Lispector habría de
llevarlo como si fuera un radioso pseudónimo.
Los críticos e
historiadores literarios, con su eruditismo predatorio y su vida libresca,
tienen el hábito de atravesar la infancia de los creadores literarios con la
cautela o desenvoltura de quien salta un charco de agua. Solo se sienten
seguros y confortados frente a mayorías denominativas o culturales. Y fue así
que muchos abrieron la primera página de Cerca
del corazón salvaje: como si el estreno literario correspondiese a una
aparición biológica. Pero nosotros, los creadores literarios —los poetas,
novelistas y dramaturgos— sabemos que nuestra historia verdadera habita el hoyo
negro de una infancia de soles cruzados y constelaciones. Es en ese estuario
oculto donde guardamos los sueños y secretos. En el caso de Clarice Lispector,
la luminosidad radical no se ciñó al nombre nuevo y misterioso, a su nombre
casi sin patria, pseudónimo y escondrijo de sí misma, patria silábica de un
ocultamiento perpetuo. Esa claridad, esa claricidad
se convirtió en lenguaje y baña su obra entera; una obra que es una continua
fulguración verbal y sintáctica, una ofuscante cintilación regencial.
No habrá,
ciertamente, una explicación tangible y aceptable para el misterio del lenguaje
y del estilo de Clarice Lispector. La extranjeridad de su prosa es una de las
evidencias más contundentes de nuestra historia literaria; y, más todavía, de
la historia de nuestra lengua. Esa prosa fronteriza, emigratoria e inmigratoria,
no nos remite a ninguno de nuestros preclaros antecesores. No es la de José de
Alencar o la de Machado de Assis. No es la de Euclides da Cunha o José Lins do
Rego. No está en los que vinieron antes, todavía bullente, como un gracioso
contagio epidérmico en los numerosos epígonos que, alcanzados por su
encantadora lección magistral, tanto se esforzaron en imitar lo inimitable, y
diluir lo indiluible.
Esa dicción
traslúcida recorre toda su obra, desde las novelas como Cerca del corazón salvaje, El brillo y La
manzana en lo oscuro hasta los cuentos; de las crónicas a los
reportajes. Diríase que ella, brasileña naturalizada, naturalizó una lengua,
convirtiéndola en un instrumento personal y desligado de cualquier tradición
egregia; un idioma solar, alagoanamente solar, destinado a narrar las tribulaciones
de pequeñas criaturas rodeadas de sí mismas y desguarnecidas para efectuar el
trayecto en dirección de los otros; una prosa de abierta diurnidad, incluso
cuando ella habla de la noche y relata la oscuridad; una prosa de fulguración y
encantamiento; una prosa ambigua —espesa en su precisión y evanescente—. Es, en
muchos casos, una prosa que se atreve a dispensar el enredo y la motivación
para dominar, en un aislamiento radioso, en la página en blanco.
Clara Clarice:
al recordarla ahora es como si un pájaro volase en el cielo azul de Maceió como
una señal durable de su breve y misteriosa alagoanidad. Un pájaro: las erres de
su dicción, de su lengua presa, parecían tener algo del grito gutural de las
gaviotas.
“La belleza es
una promesa de felicidad” —pájaro herido, Clarice Lispector desmintió, en su
vida, ese aforismo de Stendhal.
Desde nuestro
primer encuentro en 1944, cuando ella surgió frente a mí como una aparición
deslumbrante, yo entendía que, con su belleza, tenía algo de aristocrático. En
contraste con la extrema humildad de sus orígenes, ella debería crear su obra
lejos del corazón salvaje de la vida, en un lugar que le permitiese ser y
respirar sin los contagios y colisiones de reuniones o promiscuidades
burbujeantes. El camino de su felicidad reclamaba el distanciamiento y el
viaje. La niña extranjera, vuelta mujer, precisaba de otros suelos extranjeros
para afirmar su nacimiento espiritual.
Su casamiento
con un diplomático me pareció un acierto del destino, incluso porque sus
primeros pasos en el escenario editorial anticipaban obstáculos y resistencias.
Por iniciativa de su gran amigo Lúcio Cardoso, los originales de Cerca del corazón salvaje fueron
encaminados a Álvaro Lins, otorgándole visa para una edición en la prestigiosa
Editora José Olympio. El más poderoso crítico de la época desaconsejó su
publicación. Otro crítico influyente, el judeo austriaco, naturalizado
brasileño, Otto Maria Careaux, también leyó los originales de Clarice en una
especie de recurso a una nueva instancia literaria, y su sentencia fue la misma
de su preclaro colega. Ambos aconsejaban a la joven novelista recogerse en su
caracol y volver más tarde, si quisiese. Sin condiciones de iniciarse en una
editora digna, Clarice Lispector fue obligada a aceptar la propuesta de una
editorial de parca resonancia cultural —Editora A Noite—, la cual aceptó
publicar el libro tomando en cuenta su antigua condición de redactora del
diario A Noite, de la
misma organización estatal. Nada le fue pagado. Ella se limitó a recibir cien
ejemplares para distribuirlos entre amigos, familiares, críticos literarios y
periodistas. El título de la novela se lo dio Lúcio Cardoso —y el epígrafe de
James Joyce, que ella entonces desconocía, llevó a muchos críticos de la época a
burlarse de su afiliación al autor de Ulises—. A mi modo de ver, los modelos son
Katherine Mansfield, Rosamond Lehmann, Clemence Dane y, claro, Virginia Woolf,
con las cuales ostenta nítidas afinidades.
La influencia de
Katherine Mansfield sobre Clarice Lispector fue seminal. Corresponde a una
afinidad profunda, tanto estilística como psicológica y moral. Reflejada desde
el momento en que descubría en sí misma el don de la creación y la capacidad de
lidiar con un mundo imaginario, no solo marcó su instante inicial de escritora
sino que la acompañó la vida entera. En ambas hay una especie de identidad en
la mirada: un mirar deslumbrado y rápido para percibir las cosas mínimas o casi
imperceptibles, la subterránea agitación de la vida cotidiana, y captar el
secreto de los paisajes y el misterio enmarcado en las criaturas aparentemente
banales —una mirada de quien está viendo las cosas por primera vez y consigna
ese descubrimiento con un estilo poético, dividido entre la concreción y la
evanescencia—. En la biblioteca de Clarice Lispector figuraba Felicidad, el Bliss de Katherine Mansfield
traducido por Érco Veríssimo, con señales de constante lectura. En Nápoles, en
1944, manifestó a Lúcio Cardoso, en una carta, su encantamiento frente a una
selección de la correspondencia de Katherine Mansfield traducida al italiano. Y
no olvidemos que, en la misma época, Rosamond Lehman y Clemence Dane eran
altamente apreciadas y leídas en los medios culturales brasileños, en especial
en el círculo de Lúcio Cardoso, donde transitaba Clarice Lispector.
La consagración
crítica que sobrevino a su estreno permitió que su segundo libro fuera aceptado
por Agir, una nueva editorial que surgía bajo la dirección literaria de otro
crítico famoso, Tristán de Athayde (Alceu Amoroso Lima). El porcentaje decepcionante
la llevó a buscar un nuevo editor para su tercera novela, La ciudad sitiada. En esa época yo trabajaba precisamente en
la Editorial A
Noite, y me tocó recibir los originales (Clarice estaba en Roma) y cuidar la
publicación. El surgimiento de Editora do Autor, de Rubem Braga y Fernando
Sabino, amplió la presencia de Clarice Lispector en el escenario cultural. Pero
luego vinieron nuevos días de rechazo y dificultades. Durante cierto tiempo,
cuando nadie quería editarla, el poeta Álvaro Pacheco la acogió en su editorial
Artenova.
Autora de
pequeño público, de novelas, cuentos, crónicas que se distinguían por su aire esmerado,
y a veces por un hermetismo que solo podía ser vencido o atravesado por el
camino de una atención desdoblada, Clarice Lispector enfrentó, la vida entera,
el desafío de las emigraciones editoriales, recorriendo desde las pequeñas
editoriales hasta las más prestigiadas y organizadas, para ampliar su presencia
en el mercado. En su caso específico de escritora to the happy few, la muerte fue su grande y definitivo
editor. Ya desaparecida, fue finalmente descubierta y redescubierta. En París o
Nueva York acostumbro encontrar traducciones de Clarice Lispector y me sube y
baja el recuerdo de aquellos tiempos en que nadie, prácticamente, quería
publicarla, o lo hacía con un gesto de inicial generosidad.
Separada del
marido diplomático, Clarice Lispector volvió a vivir en Río de Janeiro y, en un
ejercicio de supervivencia y afirmación literaria, retornó a la antigua
profesión de periodista. A las decepciones editoriales se sumaron las
humillaciones periodísticas. A cambio de magras remuneraciones, divulgaba sus
textos en periódicos y revistas. Por cierto tiempo, fue cronista del Jornal do Brasil, que la dio de
baja, sumaria e implacablemente, bajo el alegato de que sus crónicas no tenían
lectores. En la redacción de Manchete
vi que uno de sus trabajos (ella entrevistaba personalidades y celebridades locales)
era rechazado por el director Justino Martins, quien, para estimularla a ser
más productiva y competente, le aconsejó actualizar su agenda sexual. Y
Clarice, víctima reciente de un accidente doméstico, le objetó, con su voz
gutural de gaviota en el bochorno y con una humildad que correspondía a una
penosa rendición a la miseria de la vida: “No puedo coger con nadie, Justino.
Tengo el cuerpo todo quemado”.
La otrora bella
y deslumbrante Clarice Lispector atravesaba su infierno astral. Descendía de su
pedestal de princesa de nuestras letras para ser una simple y necesitada
pasante en un mundo cruel e impiadoso y palco de ironías y humillaciones.
Vestida con ropas provenientes de su travesía en el mundo diplomático y que le
conferían un aire desacostumbrado y extranjero, de fuera de estación, Clarice
Lispector vivía el proceso de su propia destrucción e infelicidad.
En su tumba, en
el cementerio judío de Caju, en la zona portuaria de Río de Janeiro, la lápida
menciona apenas el nombre y el año de su muerte. (Con su belleza, que era una
stendhaliana promesa de felicidad, escondía la edad, y un biógrafo llegó a
matricularla en la
Facultad Nacional de Derecho a los 14 años.) Fue su último
viaje de emigrante. Ahora, cambiada en polvo y gloria, está, al mismo tiempo,
cerca y lejos del corazón salvaje de la vida.
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Traducción de
Jorge Lobillo
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