sábado, 21 de febrero de 2015

Ciento veinte minutos

21/Febrero/2015
Laberinto
Javier Perucho

En el taller de creación literaria que impartía cada miércoles por la tarde en las instalaciones del Museo Álvar y Carmen Carrillo Gil, a fines de los años ochenta, el maestro nos enseñó la economía del género, la poética aristotélica que lo rige, su diversa unidad —temporal, espacial y de acción—, extensión vicaria y, para no desparramarse, un protagonista y un solo incidente que los gobierna, en cuya atmósfera se desempeña, además de una estricta observancia de la administración neoliberal en el gasto e inversión de las palabras durante la factura de cada cuento, breve o tradicional. Sobre todo, la distinción que individualiza al minicuento, como él gustaba llamarlo también, que lo separa y diferencia de la fábula —con quien comparte brevedad—, el chiste —alejado de él por su fugacidad y perennidad—, la adivinanza —por la tradición oral que la soporta y su afán moralizante—, entre otras expresiones literarias que se rigen por las arquitecturas de la brevedad. Entre sus enseñanzas más finas y memorables también mostró que la revelación y la narratividad, aunque ésta no era palabra suya, son los elementos connaturales del relato.

Al inicio de cada sesión, sentado ante su escritorio y con su voz de jefe tribuno, el maestro leía un cuento que ejemplificaba la lección del día. El silencio se imponía desde que seleccionaba el volumen distinguido. Nadie se movía, arrobados como estábamos por sus cadencias de lectura. Éste es el lugar para anotar que los acervos que componen su biblioteca se especializaban en el cuento, en el arte de forjar historias. De sobrevivir, ahí tendríamos el mejor espacio para estudiar el género en sus más variadas tradiciones.

De seis a ocho de la noche, su taller se aglomeraba de noveles escritores, aspirantes y curiosos. Uno por uno, los miembros leían, en voz alta y para toda la concurrencia, sus respectivos ejercicios de escritura, después venía la angustia de las observaciones comunitarias y los juicios, o el espasmo del silencio aprobatorio. En llegando su turno, don Edmundo comentaba ripios, deshacía cacofonías, marcaba desaciertos ortográficos o sintácticos, subrayaba la importancia de las acciones o la carencia de tensión dramática en el pinino recién leído. Luego sugería lecturas —principalmente de cuentos— para cada uno de los talleristas que participó en dicha sesión. A éste, tal narración para entender cómo se resolvió el uso de los gerundios; a aquél, uno más para copiar los usos del punto y coma; a zutano, otro magistral para hacerle entender las virtudes del cuento que arrancó in media res.

La lectura colectiva entre los integrantes del taller hacía que cada escritor en ciernes, quien escuchaba su ejercicio narrativo invariablemente en voz del maestro, se percatara de sus tropiezos, yerros gramaticales, desplantes metafóricos, anfibologías y otras linduras que impedían que el ejercicio cuajase en una narración válida en sí misma. Don Edmundo mostraba entonces cómo darse cuenta de las frases descoyuntadas de la masa narrativa y cómo integrarlas o desecharlas del cuento en preparación. El final acarreado y pastoreado desde el incipit. Desde luego, también invertía parte de los ciento veinte minutos de que constaba oficialmente la clase en revisar, comentar y enmendar otras tareas oficiosas cuya mira estaba puesta en la factura de un relato —de los otros, sin adjetivos. Un número considerable de ejercicios que ahí se revisaron o comentaron, más tarde fueron publicados en las páginas de El Cuento. Revista de imaginación para dicha de sus autores. Mensuario cuyo número inicial, en la segunda época, vio luz de imprenta en mayo de 1964. En ambas épocas Edmundo Valadés fue su director fundador.

La velada en torno al maestro se congregaba al terminar el tiempo de la clase, porque era eso, una clase. Más tarde sucedía la tertulia: compartía con los pupilos sus experiencias de vida al lado de Juan Rulfo, el encuentro azaroso con tal libro de relatos, la visión fugaz de unas piernas núbiles, la anécdota sobre la manera en que concibió “La muerte tiene permiso”, o el desafío de buscar a dicho cuento un final diferente al plasmado en el libro.

Más tarde, a uno le entregaba el libro solicitado en préstamo, a otro le mostraba con un ejemplo literario el uso de los dos puntos; a otro le enseñaba el prodigio de los relatos concéntricos de Revueltas; a uno más le exigía que le devolviera el libro de cuentos que le había prestado. En otra ocasión, nos contaba el milagro de una dama cuyas desnudas y torneadas piernas había entrevisto al cruzar la avenida Insurgentes. Luego nos despedía: “Nos vemos el miércoles.” Andando despacio, salía del recinto para dirigirse al estacionamiento.

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