Laberinto
Javier Perucho
En el taller de creación literaria
que impartía cada miércoles por la tarde en las instalaciones del Museo Álvar y
Carmen Carrillo Gil, a fines de los años ochenta, el maestro nos enseñó la
economía del género, la poética aristotélica que lo rige, su diversa unidad
—temporal, espacial y de acción—, extensión vicaria y, para no desparramarse,
un protagonista y un solo incidente que los gobierna, en cuya atmósfera se
desempeña, además de una estricta observancia de la administración neoliberal
en el gasto e inversión de las palabras durante la factura de cada cuento,
breve o tradicional. Sobre todo, la distinción que individualiza al minicuento,
como él gustaba llamarlo también, que lo separa y diferencia de la fábula —con
quien comparte brevedad—, el chiste —alejado de él por su fugacidad y
perennidad—, la adivinanza —por la tradición oral que la soporta y su afán
moralizante—, entre otras expresiones literarias que se rigen por las
arquitecturas de la brevedad. Entre sus enseñanzas más finas y memorables
también mostró que la revelación y la narratividad, aunque ésta no era palabra
suya, son los elementos connaturales del relato.
Al inicio de cada sesión, sentado
ante su escritorio y con su voz de jefe tribuno, el maestro leía un cuento que
ejemplificaba la lección del día. El silencio se imponía desde que seleccionaba
el volumen distinguido. Nadie se movía, arrobados como estábamos por sus
cadencias de lectura. Éste es el lugar para anotar que los acervos que componen
su biblioteca se especializaban en el cuento, en el arte de forjar historias.
De sobrevivir, ahí tendríamos el mejor espacio para estudiar el género en sus
más variadas tradiciones.
De seis a ocho de la noche, su taller
se aglomeraba de noveles escritores, aspirantes y curiosos. Uno por uno, los
miembros leían, en voz alta y para toda la concurrencia, sus respectivos
ejercicios de escritura, después venía la angustia de las observaciones
comunitarias y los juicios, o el espasmo del silencio aprobatorio. En llegando
su turno, don Edmundo comentaba ripios, deshacía cacofonías, marcaba
desaciertos ortográficos o sintácticos, subrayaba la importancia de las
acciones o la carencia de tensión dramática en el pinino recién leído. Luego
sugería lecturas —principalmente de cuentos— para cada uno de los talleristas
que participó en dicha sesión. A éste, tal narración para entender cómo se resolvió
el uso de los gerundios; a aquél, uno más para copiar los usos del punto y
coma; a zutano, otro magistral para hacerle entender las virtudes del cuento
que arrancó in media res.
La lectura colectiva entre los
integrantes del taller hacía que cada escritor en ciernes, quien escuchaba su
ejercicio narrativo invariablemente en voz del maestro, se percatara de sus
tropiezos, yerros gramaticales, desplantes metafóricos, anfibologías y otras
linduras que impedían que el ejercicio cuajase en una narración válida en sí
misma. Don Edmundo mostraba entonces cómo darse cuenta de las frases
descoyuntadas de la masa narrativa y cómo integrarlas o desecharlas del cuento
en preparación. El final acarreado y pastoreado desde el incipit. Desde luego, también invertía parte de los ciento
veinte minutos de que constaba oficialmente la clase en revisar, comentar y
enmendar otras tareas oficiosas cuya mira estaba puesta en la factura de un
relato —de los otros, sin adjetivos—. Un número considerable de ejercicios
que ahí se revisaron o comentaron, más tarde fueron publicados en las páginas
de El Cuento.
Revista de imaginación para
dicha de sus autores. Mensuario cuyo número inicial, en la segunda época, vio
luz de imprenta en mayo de 1964. En ambas épocas Edmundo
Valadés fue su director fundador.
La velada en torno al maestro se
congregaba al terminar el tiempo de la clase, porque era eso, una clase. Más
tarde sucedía la tertulia: compartía con los pupilos sus experiencias de vida
al lado de Juan Rulfo, el encuentro azaroso con tal libro de relatos, la visión
fugaz de unas piernas núbiles, la anécdota sobre la manera en que concibió “La
muerte tiene permiso”, o el desafío de buscar a dicho cuento un final diferente
al plasmado en el libro.
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