Laberinto
Armando Alanís
Han pasado muchos años, y el
mundo se ha estrechado: gracias a la
tecnología, cada vez estamos más cerca unos de otros, más en contacto. En esa
época anterior al Internet y el correo electrónico —los años ochenta—, los que
vivíamos en provincia nos sentíamos muy apartados de la Ciudad de México, de las
principales editoriales y de las revistas más sobresalientes, aunque algunas,
como Siempre!, eran de
circulación nacional. Había una revista que llegaba cada tres meses, o algo
así, a Saltillo, mi ciudad natal. Era El
Cuento. Revista de imaginación, que dirigía Edmundo Valadés. Enviaban
unos cuatro o cinco ejemplares a la
Librería de Cristal. No se exhibían en los mostradores, de
modo que uno tenía que solicitar su ejemplar al empleado; siempre se corría el
riesgo de que se agotara, pues había, aunque cueste trabajo creerlo, seis o
siete lectores en la localidad que buscábamos con ansia El Cuento, que la coleccionábamos, que no nos queríamos
perder ni un solo número.
A principios de los años
setenta, yo hacía un primer intento de estudiar una carrera en el Tec de
Monterrey. Solía faltar a clases para meterme durante horas a la biblioteca.
Ahí había un apartado con libros de literatura y filosofía. Recuerdo algunos
títulos que me llamaron la atención: Encomio
de la estulticia, La muerte tiene permiso (1955), El llano en llamas… Fue en las
mesas silenciosas de esa biblioteca donde leí por primera vez el cuento
emblemático de don Edmundo. No sería sino hasta años más tarde —muchos años—
que leí “El compa”, otro cuento de este autor, que me parece también extraordinario,
incluido en Las dualidades funestas
(1967). Este segundo libro de cuentos no pude encontrarlo en ninguna parte,
ni en librerías de viejo, pero fue en una de estos refugios de volúmenes de
otro tiempo —muchos en buen estado de conservación, hay que decirlo— donde
hallé por pura casualidad un folletito publicado por la SEP, que traía los dos cuentos
de Valadés que acabo de citar, ilustrados con dibujos de Diego Rivera. En
cuanto al otro libro de cuentos de Valadés, Solo
los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1986), asistí en el Museo de Arte Moderno a
una lectura, donde el sonorense leyó dos cuentos de esa obra, ahora
inconseguible. Uno de ellos, recuerdo, trataba sobre el desarraigo. Otro, de un
viejo que se entretiene en la calle mirando a las muchachas en minifalda, hasta
que una anciana lo saca abruptamente de su ensimismamiento: “¡Viejo cochino,
libidinoso!”. Con ese balde de agua helada concluye el relato.
Leí primero La muerte tiene permiso, y
después me enteré de la existencia de la revista. Uno podía proponer cuentos
propios a El Cuento, así es
que escribí cinco o seis, y los envié por correo certificado. Me contestaron en
la propia revista, dándome ánimos para que siguiera escribiendo, pero
recomendándome que abandonara el tema del campo, “porque se ve que del campo
usted no sabe absolutamente nada” (hay que recordar que en el consejo de
redacción estaba Juan Rulfo, a quien yo pretendía seguir en calidad de discípulo,
que no de imitador). Me dijeron también que me publicarían “El refugio de la araña”,
un cuento que no se desarrollaba en el campo sino en la buhardilla caótica y
polvorienta del empleaducho de una tienda de ropa.
Tiempo después, obtuve una
mención honorífica en un concurso, del cual Valadés había sido jurado. Asistí a
la ceremonia en la Ciudad
de México, donde coincidí con un paisano, el poeta Alfredo García Valdés. Al
final, nos fuimos con el maestro Valadés a recorrer por el resto de la noche, y
hasta el amanecer del día siguiente, algunos cabarets. Fue la primera vez que
platiqué con él. Pude tratarlo un poco más en un encuentro de escritores en
Ciudad Juárez, y le entregué otros dos cuentos, que con su característica generosidad
me publicó en Frontera Norte.
Recuerdo dos observaciones que le gustaba repetir en torno al relato breve: “Un
buen cuento es aquel que se lee de una sentada y no se olvida jamás”. Y
también: “Un buen cuento encuentra siempre sus lectores”.
He releído ahora La muerte tiene permiso. Mi
ejemplar, publicado por el Fondo de Cultura Económica y adquirido en una
librería de viejo, corresponde a la quinta edición, de 1964. El libro ha
seguido reeditándose, y es fácil encontrarlo, lo mismo que la estupenda y
multiforme antología de minificciones El
libro de la imaginación (1970). En alguna parte ha de encontrarse su
antología Los mejores cuentos del
siglo XX (1979). Yo tenía un
ejemplar pero lo presté a un amigo y no volví a verlo. Inconseguible es, en
cambio, Para conocer a Proust (1974);
una lástima, ya que Valadés, según la investigadora estadunidense Samantha
Smith, desentrañó como nadie el universo del escritor francés. Curioso que este
autor de brevedades y acucioso estudioso del cuento como género literario, y
también uno de los primeros teóricos y promotores en nuestro país de la
minificción —en un tiempo en que estos comprimidos literarios no estaban de moda—,
se haya interesado también por una de las novelas más extensas y morosas que se
hayan escrito.
En particular, “La muerte
tiene permiso”, que abre el volumen con el mismo título, es un cuento de antología:
unos campesinos, hartos de las arbitrariedades y abusos del presidente
municipal —todo un cacique—, deciden cobrar justicia por su propia mano. Alguna
vez le pregunté a don Edmundo si se había basado, para escribir su cuento, en
algún episodio real del que él hubiera tenido noticia, y me contestó que no,
pero que tiempo después cayó en sus manos un expediente que daba cuenta de un
hecho semejante: la realidad imitaba a la ficción.
Son también sobresalientes
los cuentos “No como al soñar”, en el que se percibe la barrera, a veces
infranqueable, entre los sueños y la realidad, y “El pretexto”, en el que un
tipo se la pasa pidiendo dinero prestado para las medicinas de su mamacita, que
está enferma; cuando ésta muere, se queda no solo sin progenitora sino también
sin pretexto. El amigo que le prestaba dinero, y que es quien narra la
historia, se lamenta de haber sido engañado: “Al dar, se siente uno bueno, más
grande, igual que aliviarse de cosas mezquinas. Y me irritaba pasar por un
tonto, al que le han cometido un burdo engaño, trastocándose así en avergonzado
error lo que era gusto íntimo”.
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