Laberinto
David Toscana
Los
clásicos no son inmortales. Hace falta que esa minoría de lectores silenciosos
les dé impulso, continúe pedaleando la bicicleta que podría desplomarse algún
día.
No
pienso en Dostoievski, Cervantes, Kafka, otros tantos autores que gozan de
movimiento perpetuo. ¿Pero alguien querrá leer a José Donoso dentro de
cincuenta años? ¿A Onetti? ¿A Carpentier? ¿Joseph Roth? ¿Bruno Schulz? ¿Será
Rulfo un autor que tan solo se lea en español? ¿Tan solo en Latinoamérica? ¿Tan
solo en México?
Alguien
dirá: si un libro o autor cae en el olvido es precisamente porque no era
clásico. Me queda claro que esa es la razón por la que muchos éxitos
editoriales de hoy serán desterrados mañana de librerías y bibliotecas; sin
embargo, quiero pensar que la condición de clásico o de universalidad de una
obra está en la obra y no en el lector; pero ya esta idea abre la puerta a una
posibilidad descabellada: que haya clásicos inéditos.
O
quizás no tan descabellada. Recordemos, por ejemplo, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Fue rechazada
por incontables editoriales. Publicada al fin, por insistencia de la madre
cuando el autor tenía once años de muerto. La novela pinta para ser un clásico.
¿Lo era ya cuando se trataba de un manuscrito multirrechazado?
No
dudo que haya en la historia de la literatura muchos manuscritos que nunca
llegaron a la imprenta, que no tuvieron esa insistente madre del autor.
Esta
semana leí que apareció un cuento inédito de Hans Christian Andersen. ¿Bastará
incluirlo en la siguiente antología para que sea un clásico?
En el
multitudinario entierro de Manuel Acuña, el país despidió a uno de sus grandes
poetas. Un clásico, habría dicho cualquiera de sus amorosos lectores. Mas oh, nuestro
temperamento ha cambiado a través de las generaciones, y hoy el “Nocturno a Rosario” es emblema de la
cursilería.
Al
mismo tiempo, esos lectores de corazón duro tienen un espíritu de
condescendencia con lo escrito en el pasado. Si un escritor contemporáneo
tuviese un personaje con la visión religiosa de don Quijote, nos reiríamos de
él. En cambio nada de eso nos molesta en Cervantes. Hoy, una novela con la
gravedad del tema de Madame Bovary
apenas podría salir del mundo puritano gringo, pero está muy bien que la haya
escrito un francés del siglo diecinueve.
A mí
me gustaría que La familia Golovliov,
de Mijaíl Saltykov-Shchedrín, fuese un clásico, pero es difícil conseguir una
edición en español. Y así tengo varios otros títulos que creo injustamente
relegados.
Encima,
estos libros clásicos o potencialmente clásicos han de navegar en un mercado
que los ahoga. A los grupos editoriales no les gustan los clásicos; con ellos
no se puede hacer gran negocio. Hay que impulsar la novedad, así sea mala;
apabullar el libro de ayer, así sea bueno. ¿Dije “así sea mala”? Corrijo: sobre
todo si es mala; de ese modo se garantiza lo efímero de su moda y con más
certeza tendrá que ser pronto sustituida por otra novedad.
Nosotros,
los que hoy leemos, los que estamos vivos tenemos una doble responsabilidad:
seguir impulsando a los clásicos e identificar, entre la literatura
contemporánea, los clásicos de mañana.
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