Laberinto
Evodio Escalante
Conocido
como el Ulises Lima de Los detectives
salvajes, de Roberto Bolaño, pero también como Mario Santiago, como
Santiago Papasquiaro, o de modo más completo, como Mario Santiago Papasquiaro
(1953-1998), el autor de estos poemas cumplió a la perfección en vida el papel
que se asigna a los poetas malditos: ser agraviado, desconocido, despreciado e
ignorado por todos. O por casi todos. Cabeza visible del infrarrealismo, un movimiento
poético animado por la subversión de las costumbres establecidas que tiroteaba
contra todo lo que se moviera en el campo de la “crema” de la cultura y,
naturalmente, contrario a la hegemonía de Paz y sus discípulos, Mario Santiago
encarnó como nadie la condición desmadrosa y marginal enarbolada por el grupo. Lo
conocí a mediados de los años setenta en las inmediaciones de La Casa del Lago de la UNAM, donde al parecer él
asistía a un taller de poesía que capitaneaba Alejandro Aura. Se sabía que él y
sus cófrades habían asistido por esos mismos meses a un taller similar que
encabezaba Juan Bañuelos en la
Torre de la
Rectoría de la
UNAM, y que habían terminado por sabotearlo. Los vientos del
68, con sus cientos de muertos atravesados en el camino, seguían soplando
huracanados en la cultura mexicana. Mario Santiago era descuidado y se bañaba
poco. Ya podía adivinarse en él la imagen del clochard
que en una época tardía justificaría que la policía austriaca lo arrojara del
país, sellando en su pasaporte una prohibición de cinco años para que pudiera
poner otra vez los pies en Viena, la ciudad de Mahler y de Klimt.
Cuando
lo conocí era ya autor de un extenso poema titulado “Consejos de 1 discípulo de
Marx a 1 fanático de Heidegger” que circulaba en ediciones de mimeógrafo, y ya
había adoptado ciertas manías tipográficas que no abandonaría durante su azarosa
carrera como escritor. Sigue siendo una de sus piezas de resistencia. Por
cierto que nunca entendí por qué razón los partidarios de Heidegger tendrían
que ser unos “fanáticos”, ni menos capté por qué los seguidores de Marx tendrían
que ser siempre unos discípulos “correctos”. Los infras podían serlo todo, menos “correctos” o “disciplinados”, y
por eso saboteaban con ánimo deportivo las lecturas públicas de los consagrados
o en trance de serlo.
El
poeta maldito que todos desdeñamos está de regreso. Primero, por el éxito
inusitado de la novela de Bolaño en la que es uno de los protagonistas.
Segundo, porque sus poemas empiezan a ser editados en libros dignos de este
nombre. La leyenda puede empezar a cobrar realidad. En mi opinión, Mario
Santiago puede ser un poeta irregular, disparejo, de subibaja. Escribía como
endemoniado, como poseído por la poesía, utilizando como apoyo a veces hasta
servilletas o recortes de periódico, y los resultados no siempre son de primer
nivel. Eso sí, cuando acierta en la expresión, lo hace como los grandes. Los
adoradores del estilo pueden tirarse a llorar. El anti-estilista Santiago creó
un estilo inconfundible que no tiene nada que ver con el mainstream de la acicalada poesía culta
mexicana. El outsider por
antonomasia, el admirador de Infraín Huerta (sic)
y de Arthur Rimbaud, de Malcom Lowry y de Antonin Artaud, de José Luis Benítez
(el Bunker) y de André Breton, de
Alejandra Pizarnik y de los poetas peruanos de Hora cero, el admirador del novelista comunista José Revueltas, acaso
su gurú decisivo, se proyecta en nuestros días como un Orfeo parrapa y
carrascaloso que retorna del Infierno
para instaurar una nueva canción con las notas de una estridente belleza que
nos era desconocida.
Vivió
por y para la poesía, hasta identificarse con ella. Así consta con todas sus
letras en su poema “Devoción Cherokee”: “Poesía
atroz /te amo de siempre //Gatees silbes muerdas o vueles //Hembrita mía coño
encharcado pétalo santo //Sin otra opción hurgo en tus astros //Mi yo eres tú.”
Su oxígeno era la poesía: “Sigo vivo nada más por ti poesía desgreñada”. Su
admiración por Rimbaud, el genio, el adolescente, el visionario, era infinita.
Solo Mario Santiago, entre nosotros, pudo escribir versos como éste: “El gesto
calcinado vomita aún fulgor”. O como este otro: “Penetraste a la Diosa misma en su capullo”. O
como el que sigue: “El caballo de Zapata va a levantarse en busca de jinete”. Hay
en su versolibrismo un rigor que tendría que estudiarse. Vital hasta la médula,
existencial sin existencialismo, escribe en “Popocatépetl rodante”:
Quita tus garfios de encima
Catatonia
escribías
/ya con el dedo con el gesto: con el reto
((La rutina: stanca
la
pasión subleva
el
vivir es prieto))
A
Rimbaud le dice, igualado: “¡Con cuántos pelones o greñudos no te han
confundido!”. A lo que agrega: “Todos quisimos ser ese niño /que enlodaba de
misterio a los escribas”. Por cierto, ahí mismo postula de sopetón una tesis
más que interesante acerca de Rimbaud: “Tu
homosexualismo era panteísta & al revés”. ¡Y al revés! Lo que viene en
seguida es como el corolario, como la consecuencia vital y corporal de esta
tesis:
Pero el
cuerpo es 1 tesoro que prodigar
& tú lo
hiciste Culeaste con los soles de la
Psyche
Penetraste a la Diosa misma en su capullo
Cabrón tan esperma /tan óvulo
Única flor hermafrodita
Te beso & te extraño
Carnal
de mi tormenta
mi embriaguez & mis
heridas.
Siempre
se burló de los exquisitos. “A la Diosa Blanca /yo la llamo China Hilaria //&
es prieta //como zumo de humo //zacate de raíz”. ¿Qué más agregar?
La
médula ardiente de su existencia la plasmó, para mi gusto, en uno de los versos
de sus famosos “Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger”. Ahí
afirma, con el poder de una ecuación matemática que adquiere fuerza performativa:
“El núcleo de mi sistema solar es la Aventura”.
Tendrán
que pasar al menos unos cien años para que la literatura mexicana vuelva a tener
entre sus filas a otro Santiago Papasquiaro.
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