Laberinto
David Toscana
Por
estas fechas se vuelven a renovar las apuestas sobre el Nobel de literatura. Mi
preferido, Ismail Kadaré, no aparece por ningún lado. En cambio ahí está otra
vez el eterno Bob Dylan con su numeroso apoyo de profesores universitarios
sesentaiocheros, seguro en su mayoría de Berkeley. Según las casas de apuestas,
el músico seudoliterato tiene momios de 10/1.
A Kadaré
no sólo lo admiro. Lo envidio profundamente. Más allá de una obra inteligente,
sensible, extraña, provocadora y bella, tiene una novela que me hubiese gustado
escribir: El general del ejército muerto. Para mí, leer esa
novela fue como enamorarme de una mujer ajena e inalcanzable. Un amor triste,
una obsesión.
Para
quien no la haya leído, resumo el tema: en los años sesenta, un general es
comisionado para que vaya a Albania a recuperar los cadáveres de los soldados
caídos en la Segunda
Guerra Mundial. La aventura se convertirá en un grotesco
símbolo de la inutilidad, tanto de su misión, como de la guerra. Quizá también
de la vida.
Mejor
aún, quien no la haya leído debería dejar en este punto mi texto, el suplemento
Laberinto y dirigirse a una
librería. Pero hay que apurarse, pues en todo México no habrá más de veinte
ejemplares de esta novela. Ya conocen a los lectores que mandan en las
librerías: en vez de buena literatura, quieren leer novelas de chupasangres y
detectives de pacotilla.
El
mismo Kadaré mostró este tipo de envidia por otra novela: Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric,
solo que en vez de verla como mujer ajena, se puso a cortejarla. Acabó
escribiendo El puente de tres arcos,
un texto valioso sobre la construcción de un puente y las historias y leyendas
en torno a él, aunque sin la ambición de la obra maestra del escritor bosnio.
Amigo
lector, si no consigue El general,
puede llevarse alguno de los excelentes premios de consolación de Kadaré. Por
ejemplo, Abril quebrado. Un mundo
donde la tradición es más poderosa que la conciencia; la historia de familias
que tienen siglos matándose unos a otros, pues así lo ordena el Kanun.
Quizás
en alguna librería encuentre El nicho de la
vergüenza. Ahí se enterará de los cuidados que se le dan a la cabeza de
un decapitado para poder exhibirla en una plaza.
O la Crónica de la ciudad de piedra, un terrible y
bello relato sobre un pueblo albanés durante la Segunda Guerra
Mundial.
O
alguna de las novelas donde nos narra los absurdos y las angustias de la vida
en Albania durante los años del comunismo.
Es
difícil hallar un autor que nos haga reflexionar sobre las extravagancias de la
historia, el poder y el individuo de modo tan atinado y profundo como lo hace Kadaré.
Que nos haga comprender nuestra también extravagante situación a través de
relatos que parecen lejanos en la geografía, el tiempo y la cultura. En Kadaré
hay verdad. Esa verdad que sólo puede decirse con novelas.
Si yo
fuera académico sueco no dudaría en darle el Nobel. No para inflarle el ego y
colgarle una medalla y entregarle su chequezote. Sino porque es importante
darle aire a sus libros. Porque es necesario que un habitante de este mundo no
se vaya al otro sin antes haberlo leído.
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