viernes, 12 de octubre de 2012

Encuentro de nuevos cronistas de Indias

12/Octubre/2012
La Jornada
Elena Poniatowska

La crónica en América Latina responde a una necesidad: manifestar lo oculto, denunciar lo indecible, observar lo que nadie quiere ver, escribir la historia de quienes aparentemente no la tienen, de los que no cuentan con la menor oportunidad de hacerse oír. La crónica refleja más que ningún otro género los problemas sociales, la corrupción de un país, la situación de los olvidados de siempre. Sus hallazgos bien pueden saltar a la novela y, por tanto, resultan muy difíciles de encasillar. ¿No es ficción o es ficción o es las dos cosas? Monsiváis nunca se preocupó por encontrarle solución a este rompecabezas.
Carlos Monsiváis es, sin lugar a dudas, el mayor cronista del país y, en lo particular, de esta ciudad (prueba de ello es el dominio que logra al describirla en Los rituales del caos, que también habría podido llamar Compendio de catástrofes mexicanas. Con él, los lectores encuentran un nuevo lenguaje, Monsiváis le pone casa nueva a un periodismo anquilosado y tramposo. Logra integrar a los maestros, a los trabajadores electricistas, petroleros, a los empleados bancarios, a los jóvenes que lo leen en un país analfabeta que aún no cuenta con una clase media.
Monsiváis nunca quiso ser novelista, aunque en sus principios escribió alguna que otra poesía, alguno que otro cuento que probablemente conserve José Emilio Pacheco. Monsiváis influye de manera significativa en la opinión pública al pitorrearse de las declaraciones de políticos, empresarios, obispos, embajadores, diputados y demás personajes de la llamada vida nacional a quienes su lucidez endemoniada exhibió con sus propias palabras.
Crítico, analista de los acontecimientos políticos y sociales, biógrafo tanto de celebridades (de Salvador Novo a Luis Miguel, pasando por Spencer Tunick y Octavio Paz), Monsiváis es el testigo de todo evento: terremoto, masacre, inundación, protesta, marcha, coloquio, conferencia, mesa redonda, simposio o manifestación pública. Siempre he pensado que si a él le gustó tanto que Tunick desnudara a los mexicanos en el Zócalo y a las mexicanas viejas y jóvenes en la Casa Azul en honor a Frida Kahlo, es porque él habría querido hacerlo (así como se disfrazaba de obispo), pero su protestantismo no se lo permitió. Durante los pasados 30 años resultó indispensable tanto en los actos universitarios como en los multitudinarios porque reseñaba las tragedias nacionales como las glorias de la farándula y si comía con el rector Juan Ramón de la Fuente, en la torre de Rectoría, cenaba con Madonna. Salir en la foto con Monsi era una consagración, salir con Madonna, una muy probable excomunión.
Hoy ya no nos acompaña la risa de Carlos y su despeinada cabellera blanca. No por nada José Luis Cuevas lo dibuja como un Quevedo posmoderno, que puede darse el lujo de burlarse de quien le dé la gana o deshacer a su mejor amigo sin que se enoje. Sus juicios definieron a los grandes acontecimientos y por lo general tenían que ver con la buena conducta política y con la moral. Lo llamaban para ser el comentarista de cuanto suceso importante en México, porque sin él no quedaban consignados. En el concierto de Pavarotti en el Palacio de Bellas Artes, al referirse a quienes lo vieron en una pantalla gigante en la calle a pesar de la lluvia, sentenció: Este es el mejor público porque viene a ver, no a que lo vean.
–Yo ya no leo novelas –me dijo hace años– pero haré un esfuerzo sobrehumano para tu Tinísima.
–¿Sólo lees crónicas?
–Sí, el documento es el arte del futuro.
Monsiváis ponderó a Tom Wolfe, a Norman Mailer, a Truman Capote. Analizó el New Journalism, porque lo que él hacía tenía mucho que ver con el nuevo periodismo y con el modo en el que utilizaba su información que al final de cuentas era una forma de denuncia y sobre todo de lucha. Él tenía a sus informantes (entre otros yo, a ver, dime qué sabes, qué viste, qué te dijeron), pero a todo le daba un nuevo tratamiento y los burdos informes se transformaban en sus crónicas en materia memorable.
Alguna vez hablamos de Studs Terkel, ganador del premio Pulitzer por su The Good War: An Oral History of World War Two y autor de Working, porque Hugo Hiriart me aconsejó: Deberías hacer un libro sobre el trabajo en México, entrevistar a una enfermera y a un minero, a un cantinero y a un taxista, los grandes sujetos de la llamada oral history o literatura oral, como habría de hacerlo más tarde Oscar Lewis con Los hijos de Sánchez. La voz de los llamados sin voz es una fuente formidable de enriquecimiento. Remiten a una historia colectiva y permiten hacer –claro, dentro de las limitaciones de cada escritor– periodismo de investigación, de denuncia, de resistencia que suele llamarse político. Durante toda su vida, Monsiváis fue un periodista-denunciante, o si a alguien le molesta lo de periodista, un escritor-denunciante.
Reunió a quienes consideraba cronistas y rindió homenaje a sus colegas en A ustedes les consta: antología de la crónica en México, lanzada por la Edciones Era en 1980 (aunque la Universidad Nacional Autónoma de México publicó una primera versión en 1979), en la que recoge y juzga a la crónica en México a través de dos siglos, desde 1806 hasta 1979 y va de Manuel Payno, Guillermo Prieto, Francisco Zarco hasta Hermann Bellinghausen, José Joaquín Blanco, Jaime Avilés y, el más joven, Fabrizio Mejía Madrid.
Todos estos escritores fogueados por la escuela del periodismo, a decir de Federico Campbell; además de reseñar acontecimientos de nuestra vida diaria, reflejan a su época y, en algunos casos, han sido factores de cambio como en el dibujante o monero Gabriel Vargas, quien marcó a los mexicanos con su historieta La familia Burrón. Doña Borola y Cristeta Tacuche son mis heroínas. Por cierto que el apoyo de Monsiváis a los caricaturistas resultó tan valioso como la reciprocidad, por ejemplo, de un artista como Rafael Barajas, El Fisgón, quien resultó definitivo en la creación del Museo del Estanquillo, el de las colecciones monsivaisianas. Finalmente, los caricaturistas son grandes historiadores y les aconsejo a todos leer a El Fisgón, quien es más elocuente que cualquier cuentista.
* Texto de la escritora y periodista leído en el Encuentro Nuevos Cronistas de Indias 2, en el Museo Nacional de Antropología, donde dictó la conferencia De Tlatelolco a #YoSoy132: crónicas de la resistencia

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