Jornada Semanal
José María Espinasa
Hay autores que uno
recuerda perfectamente cuándo empezó a leerlos. Pero con José María
Arguedas y Emilio Adolfo Westphalen no, de pronto estaban ahí como si
siempre lo hubieran estado. Al primero lo leí entusiasmado en los
finales setenta, como uno de esos enormes narradores que antecedieron
al Boom, como Guimarães Rosa, Rulfo, Carpentier o Borges, con
el vano intento de agotarlo; al segundo lo leí y releí primero en
fotocopias, luego en aquella edición del FCE, Otra imagen deleznable, luego en una poesía reunida que publicó Alianza, y que alguien me pidió prestada y no me devolvió.
No sé quien lo introdujo entre nosotros (me refiero
a mi generación), sí fue Adolfo Castañón quien nos habló de él, o si
Carlos Gaitán nos recitaba sus poemas a voz en cuello y altas horas de
la noche, o Rafael Vargas nos prestaba libros que traía o le llegaban
milagrosamente desde Lima. En todo caso, Westphalen y Arguedas, como el
dinosaurio de Monterroso, todavía estaban ahí, y sentíamos que habían
estado siempre. Pero nunca, yo al menos sentí, que estuvieran juntos,
sólo hasta ahora que leo El río y el mar, la correspondencia entre ambos.
Arguedas fue el novelista capaz de recrear la voz de
la tierra y las raíces ancestrales indígenas; Westphalen el poeta que
nos abría a los registros más profundos del surrealismo y la vanguardia.
No puedo dejar de señalar que ahora me emociona saber que fueron tan
amigos y se admiraron tanto el uno al otro. Unos años después de mis
primeras lecturas, el azar con sus buenos oficios, y la amistad de
Marcos Límenes e Inés Westphalen, me dio la oportunidad de publicar Ha vuelto la diosa ambarina,
así como una traducción del propio Westphalen de una escritora
italiana, María Venezia. Y de organizar una pequeña exposición sobre
César Moro en la Galería de la Casa del Tiempo. Con ese motivo vi y
traté al autor de Las ínsulas extrañas durante algunos días,
unas cuantas horas. He de decir que nunca he conocido a ningún escritor
que se correspondiera tan precisamente con su escritura como él. Diría
que se había escrito a sí mismo. A Arguedas no lo conocí y apenas
recuerdo fotos suyas.
El río y el mar es uno de esos libros que
no se escriben en sentido estricto, sino que se hacen y se viven. Las
cartas son un género muy personal, muchas veces, como las que nos
convocan hoy, de carácter íntimo, que no buscan más que un lector.
Cuando esas cartas son también escritura y admiten sin menoscabo la
lectura de un entrometido lector se vuelven admirables. Hay algunas que
son un simple documento. Pero las reunidas por Inés Westphalen
conforman un verdadero libro literario, una novela de la amistad.
Es a eso a lo que aspiran los epistolarios de este
tipo, sean los de carácter intelectual, como las cartas entre Pedro
Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, o los más declaradamente amistosos.
Ambos cobran importancia por ser los corresponsales quienes son.
¿Habría que preguntarse si sin esa referencia tienen algún valor? Una
pregunta sobre la pregunta misma es, dirían los profesores de retórica,
una trampa. Y en efecto lo es, pues no habrían escrito estas cartas si
no fueran quienes son. Por eso me gusta esa especie de novela
polifónica que a veces se arma en las correspondencias, las pequeñas
anécdotas, incluso hasta los chismes, esa densidad cotidiana de los
viajes, las lecturas, los amores, las bromas, los sobreentendidos. Los
epistolarios –y éste en especial– suelen dar un espacio enorme a esa
condición: “te encargo una tela, dile a fulanito que me mande tal cosa,
vamos a celebrar tu cumpleaños, nos veremos en verano”, etcétera.
En Westphalen uno percibía una absoluta seguridad
en lo que era su escritura, a la vez que un desprecio absoluto por los
fastos que un escritor podía y merecía haber recibido. No le quedaba
duda de que la poesía, como los ríos de su amigo Arguedas, era
subterránea. Diría que fue el poeta, aunque lo traté apenas unas horas,
que mejor encarna la absoluta indiferencia que le producía la fama.
Quería tener lectores, pero no a ese precio. Uno sentía en su presencia
que la poesía sí es de veras un universo ajeno, aunque paralelo, a
éste que vivimos.
Por eso no me sorprende que cada vez que leo y
releo sus poemas me queda la sensación de no entender nada, de no estar a
la altura, de percibir, sí, que allí está la médula de la experiencia
poética, pero que apenas quiero darle alcance se me escapa, como el
gato de Lezama Lima. Y esto me permite tocar, aunque sea brevemente, el
asunto del surrealismo latinoamericano y peruano en especial. No
vayamos a caer en el lugar común de que la poesía no se explica: claro
que se explica. Si después de explicarla seguimos encontrando que es
inexplicable, es otro asunto. Los poemas de este autor duelen en el
pecho, provocan desazón, angustia y vértigo de estar ante la revelación
y no poder asirla. Saber que los escribió un ser humano como el que se
refleja en El río y el mar es verdaderamente emocionante.
Si cambiamos Westphalen por Arguedas, poesía por
novela, las palabras siguen siendo igualmente válidas. La relación entre
ambos en la correspondencia no es, ya lo dije, una relación
intelectual sino afectiva, es decir amistosa, y si bien es inevitable
que haya también elementos intelectuales –ambos son hombres de
palabras– lo que importa es ver cómo dos autores enormes, dos monstruos
literarios, se reconocen entre sí más allá de sus diferencias, el
narrador con preocupaciones sociales e indigenistas junto al poeta de
los abismos expresivos. El río y el mar: un testimonio de una amistad.
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