miércoles, 17 de octubre de 2012

Bryce Echenique: Higiene y sentido común

Octubre/2012
Nexos
Armando González Torres

 
Su novela Un mundo para Julius logró la hazaña, en plenos y militantes años setenta, de volver entrañable a un niño rico y ejercer una crítica social sutil y sin consignas.
Después de sus deslumbrantes primicias, sin embargo, Bryce había dejado de ser noticia literaria, mantenía una presencia regular, pero sus nuevos libros no recibían más que los elogios rutinarios y el empuje de la publicidad. Hace algunos años volvió a adquirir notoriedad: en 2007 fue acusado del plagio de numerosos artículos, Bryce respondió con declaraciones que iban desde el realismo mágico (conspiración político-informática, errores de su secretaria) hasta el cinismo (el plagio es un homenaje y la víctima debería sentirse orgullosa de que el consagrado ejerza ese derecho de pernada sobre las ideas de los desconocidos). En 2009 Bryce fue condenado y multado por el órgano oficial de defensa de la propiedad intelectual de Perú por el plagio de 16 artículos. En la red no sólo circularon los artículos sancionados y los originales, sino otros plagios detectados por académicos, haciendo evidente que la costumbre de copiar del escritor era innegable y nada ocasional.

Este año se le otorgó a Alfredo Bryce el Premio FIL de Literatura. La obra de Bryce puede merecer un premio, pero sus antecedentes vuelven definitivamente polémica su elección para un reconocimiento patrocinado con recursos públicos. El fallo resulta controvertible tanto por el hecho mismo, como por el contexto. Recién se debatió en México otro caso donde un autor plagiario (éste muy menor) había sido premiado. El desagradable asunto parecía, al menos, establecer algunos límites a la discrecionalidad en premios con recursos públicos. Sin embargo, la entronización de Bryce parece un ominoso desafío. Los miembros del jurado no niegan los antecedentes de plagio, sino que señalan que, por un lado, este hecho no afecta su obra (“Desde nuestro punto de vista, porque claro, los jurados lo discutimos, creemos que el plagio de unos artículos, sea una o 17 columnas, de pequeñas artículos periodísticos, es algo menor que no toca a su gran obra”)1 y, por el otro, que cuando se escribe mucho el plagio se vuelve inevitable (“y cada escritor que ha hecho esto lo sabe, después de haber escrito 50 columnas empiezas a repetirte, en el caso de Bryce Echenique, cuando hay un tipo de confluencia entre prensa diaria y literatura que es única, hay momentos de crisis como éste, yo no lo llamaría plagio sino plagio inevitable, una repetición inevitable es como lo que pasa con los juegos de palabras, ellos nos inventan a nosotros. Ésa es nuestra posición”).2

Ni el recurso al plagio es una nimiedad, ni es una condena inevitable para el escritor atareado. Por supuesto, no se puede profesar el fanatismo de la originalidad: muchas obras maestras se han realizado utilizando tramas ya existentes o reescribiendo una obra menor, pero si bien el acto creativo admite el préstamo, el guiño, la reelaboración y muchas formas del comercio intelectual, el plagio es algo más: se trata de un intento deliberado, subrepticio y repetido de afirmar como propio un escrito ajeno. ¿Importa que un autor se haga tonto a sí mismo, copie artículos, los publique con su nombre y trate de engañar a lectores despistados? Por lo demás, ¿el que haya actuado de una manera moralmente discutible anula el valor de su obra? Desde mi punto de vista el plagio importa porque no es sólo una venalidad moral, sino una epidemia intelectual que en nuestros países erosiona el ambiente social para la inventiva, degrada el diálogo público, corrompe el prodigio de la creatividad individual y genera numerosos perjuicios económicos. El copiar con ánimo deliberado de engañar se convierte, antes que nada, en un autoengaño, que afecta derechos de terceros, desprotege a talentos desconocidos y, sobre todo, vulnera el contrato social de la escritura que se basa en la buena fe entre autor y lector.

Por eso, si el plagio no anula los valores de la obra de Bryce ni tiene por qué volverlo un apestado, sí afecta gravemente su credibilidad y su representatividad como autor. Creo que esos antecedentes lo hacen inelegible para un premio que involucra dinero público. Cierto, el escritor no es un representante de los valores morales, pero sí de los valores artísticos y desde el punto de vista estrictamente artístico el plagio es malo, porque copiar con fines deliberados de engañar no es creativo. No se trata entonces de moralismo, sino de un principio de sentido común que señala que, para preservar y fomentar la creación, es necesario, antes que nada, procurar parámetros mínimos de integridad y competencia leal. Me sorprende, por ello, el estancamiento de los reflejos críticos: si en el ámbito político se concediera una licitación a una empresa con pésimos antecedentes sería escandaloso, pero el blindaje prestigioso de la cultura permite a un jurado regalar 150 mil dólares a un autor que defrauda su propia inteligencia y la de sus lectores. No se puede ser magnánimo con los recursos de todos si la función de un premio público es establecer un contrapeso a la lógica del mercado, no puede utilizarse para desagraviar autores de franquicia que incurrieron en el descrédito. Los jurados han cometido un error al minimizar el plagio y su fallo, más que un reconocimiento, se vuelve un inquietante mensaje de complicidad e impunidad.


1 Declaraciones del académico rumano Calin-Andrei Mihailescu, vocero del jurado, en Yanet Aguilar Sosa, “Plagios telón de fondo del Premio FIL 2012”, en El Universal, 4 de septiembre de 2012.
2 Ídem.

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