Jornada Semanal
Alicia Migdal
Cuando murió Felisberto,
en 1964, se evocaba el tamaño de su ataúd que no pasaba por la puerta.
El “burlón poeta de la materia” del título de Ángel Rama era un señor
apenas sesentón pero ya veterano para la época, gran comedor de papas
fritas en platos enormes. “Felisbertote”, lo llamaba Paulina Medeiros en
sus cartas de amor, atravesadas todas ellas por el erotismo y la
infantilización. Es que el niño que quería “hacerle abedules al brazo de
la maestra” no sólo no perdió esa condición asociativa y juguetona con
el lenguaje, sino que la convirtió en el centro de su discurso
literario. Ese narrador-niño también quería levantarle las polleras a
las sillas, atisbar sus cuerpos y “entrar en relación íntima con todo
lo que había en la sala”, “dispuesto a violar algún secreto”. El mayor
encuentro entre la erotización infantil de la mirada y los objetos
construidos está en Las Hortensias, donde el narrador se atreve
a todo a partir de la teatralización de la serie de muñecas que son
elaboradas para él y para su mujer, en un juego a lo Buñuel, a lo
García Berlanga, en donde el individuo es derrotado por la realidad
ficticia que él mismo creó.
Esa doble perspectiva: la realidad sensorializada
hasta el extremo y la libertad asociativa y no culposa propia de un
niño, constituyen el toque Felisberto, parte de lo que Italo Calvino
consideraba una novedad sin antecedentes. No hay relato suyo, ni mínimo
ni relativamente extenso, que no esté comandado por una perspectiva
sensorial. El cuento “Nadie encendía las lámparas” es una muestra
impecable de relato donde no pasa nada, todo hecho de climas, de
cercanías mentales y de un abrupto final en el que queda suspendida la
tenue acción de una tertulia y la imagen de una mujer de cabellos
esparcidos cierra lo que para otros narradores realistas debería ser un
comienzo: “Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del
zaguán y me tomó la manga del saco.” Zaguán, luz mortecina porque nadie
encendía las lámparas, mujer recostada, silencio, leve contacto de
aproximación: esto suena a tango, pero también a Robbe-Grillet, a
Antonioni y a ensueño proustiano. Por esos años, Onetti había publicado
La vida breve y Armonía Somers La mujer desnuda. Rastrear las cercanías y distancias entre los tres sería un buen ejercicio de comprensión comparada.
En la historia de la división del trabajo de
escritura entre mujeres y hombres uruguayos, el cuerpo explícito pocas
veces ha sido abordado por el varón, salvo en la limitante de la
literatura pornográfica o en la que está en su borde. En nuestra
literatura canónica, el cuerpo masculino hizo su aparición después de
la dictadura cívico-militar, cuando un amplio registro testimonial se
ocupó de él a partir de la tortura.
Nada más alejado de Felisberto que esta realidad
posterior a su vida y a sus tierras de la memoria, llenas de quintas en
el Prado, con mujeres decimonónicas y tranvías y tiempos quietos. Él se
ocupó de reflexionar sobre las travesuras o las oscuras
psicopatologías de su cuerpo en Diario del sinvergüenza,
buscando entender la hendidura entre su yo, por un lado, y su cuerpo y
su cabeza por otro, como lo declara al comienzo de ese texto.
¿Por qué encanta tanto Felisberto? Niño eterno,
amante y amador de mujeres, pelele de la realidad física, curioso
impertinente, humorista por el solo hecho de mirar al sesgo y hacer
asociaciones inesperadas poniendo el acento en un detalle que se vuelve
central, Felisberto parece estar al margen de la temporalidad
precisamente por internarse en la memoria y en el pasado como tierra de
refundación. ¿Quién puede resistirse a la sorpresa de su mirada, al
juego de sus analogías? A la difusión amplia de su mundo literario
fuera de las fronteras del Plata se le ha sumado un ingrediente nuevo y
extraliterario, un “caso” que no está alejado de su personalidad sino
que es casi detonado por ella.
Su tercer matrimonio de sólo dos años con la
española María Luisa de las Heras, después de un breve encuentro en el
París de la postguerra, ha cobrado en estas décadas una relevancia
sorprendente. Narradores rioplatenses han novelado o autenticado con su
investigación la noticia dada a finales de los ochenta por Cambio 16 de España: María Luisa era en realidad África de las Heras, espía española de la KGB, frustrada ejecutora de Trotsky reclutada por la madre de Ramón Mercader, heroína de la URSS
y matrimoniada con Felisberto para poder introducirse como agente
encubierta en un Montevideo apacible al casarse con un notorio
anticomunista. Felisberto fue elegido por África y la inteligencia
soviética justamente por todas las razones que hicieron de él un
narrador singular, al tiempo que un hombre débil y usable. Sabemos poco
y nada de esos dos años de matrimonio. A María Luisa le dedicó Las Hortensias.
Sabemos más de ella a pesar de no saber nada. Vivió en Montevideo
hasta 1967, como quien dice hasta ayer. Hay amigos que la recuerdan
como la modista española, servicial, sencilla y humana, que después de
divorciarse de aquel escritor especial siguió viviendo sin trazas de él
en su vida y sin otras opiniones políticas que las de su
antifranquismo. Una “gallega” más en una ciudad acogedora de
inmigrantes. Un operativo perfecto de la época.
El fisgoneo literario de Felisberto y su
imaginación violatoria de secretos de estatuas, sillas, muñecas,
escalinatas, mantiene un juego especular con la espía que, en cierto
modo, lo violó a él. Otro operativo, inconsciente, cuya perfección tal
vez no se pueda desentrañar.
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