Laberinto
Armando González Torres
El
tema del premio FIL a Bryce se ha vuelto inflamable: provoca tensas sobremesas llenas
de disputas o silencios incómodos. Las posturas
son claras: muchos se han pronunciado contra la premiación con dinero público a
un escritor que practica compulsivamente el acto por definición más
anti-creativo, el plagio; otros han manifestado, con razones atendibles, su
fascinación por la obra narrativa del escritor y consideran que sus plagios no
la empañan. De hecho, basados en la noción de extraterritorialidad de la
literatura, señalan que el juicio literario está más allá de cualquier
consideración moral o judicial y tachan de moralistas a quienes se
escandalizan. Yo no concuerdo con ningún
linchamiento, pero me asombra que un premio, patrocinado por importantes
instituciones educativas y culturales, reviva a un cadáver literario y avale un
ilícito creativo. Por lo demás, repudiar a un plagiario no es un acto de moralina:
ya se ha dicho hasta el cansancio, el delito de Bryce no es extraliterario,
sino que atañe directamente al oficio creativo. ¿Quién pondría en duda, por
ejemplo, los valores y la integridad literaria de la obra de Celine, Pound,
Brasillach, Drieu La Rochelle, Borges, Genet, Hamsun y tantos otros personajes controvertidos,
satanizados por la moral convencional o el culto a lo políticamente correcto de
su tiempo? Sin embargo, Bryce no es, a
diferencia de esos autores, un gran transgresor o chivo expiatorio de las
convenciones; es, simplemente, un escritor tramposo que ha incurrido en delitos
de plagio nocivos para el acto y el pacto creativo.
Bryce
representa un caso extremo de esa economía de la impostura con que la industria
editorial busca perpetuar el prestigio de un autor que ya no produce, nutriéndolo
con lo que se pueda: maquinazos, publicidad, bufonerías, premios y presencia en
las páginas de opinión. Los valores de
libertad expresiva, imaginación y humor que esgrimió en algún momento Bryce se
contrarrestan con esa actitud de profundo desprecio a la creación que lo llevó
a apropiarse de textos de otros para
mantenerse vigente. Más que una víctima
del puritanismo, Bryce es el ejemplo de un escritor famoso que ha aprendido que,
en virtud de su celebridad e influencias, puede pasarse de listo, estafar
autores modestos y defraudar publicaciones y lectores. Algunos piden
comprensión para la travesura senil de un artista exhausto que ya no guarda
energía o talento para responder a la desmesurada demanda, y al que sólo le queda el recurso de robar
textos. Nadie es quien para juzgar ese drama, pero lo cierto es que no todos
los escritores que enfrentan esa encrucijada roban textos. De cualquier manera, como no me gusta ser
considerado un moralista anacrónico, me sumo al piadoso entusiasmo con que se
reconoce la dignidad del plagio: será emocionante ver las gesticulaciones de
los presentes en la ceremonia de premiación cuando, entre aplausos grabados,
intercambien abrazos y elogios.
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