Laberinto
David Toscana
Pertenecer
a la periferia cultural del mundo nos pone, como escritores, en desventaja;
pero en cambio, como lectores, nos imbuye una actitud de curiosidad, de querer
descubrirlo todo, de no quedarnos en nuestro barrio. El lector de geografía
periférica es lector de espíritu
cosmopolita.
Hay
escritores, lectores, académicos, intelectuales gringos que solo leen
literatura gringa, solo ven cine gringo, solo leen prensa gringa. Es el pecado
del centro. Hacen su canon con sus parientes.
En una
periferia civilizada, como Polonia, lo normal entre la gente educada es conocer
tres, cuatro o cinco lenguas; pues de entrada saben que nadie les hablará en su
idioma. En este rubro, por supuesto, bajan la guardia los países angloparlantes
y también Francia.
Cuando
converso con alemanes, inevitablemente se sorprenden de la cantidad de autores
germanos que he leído; no porque sea yo un especialista en esta literatura,
sino porque por contraste se dan cuenta de que ellos ignoran casi por completo
la literatura latinoamericana. Yo puedo hablarles de su historia, su
literatura, su arte de un modo que ellos jamás podrían hacerlo sobre mi mundo.
Conozco mucho mejor a Federico el Grande de lo que ellos conocen a Benito
Juárez.
Cierta
ocasión estaba cenando en Estocolmo con un grupo de suecos en el que había
académicos, escritores y traductores. Me preguntaron qué me gustaba de la
literatura sueca. Después de mencionarles algunos de sus clásicos, les comenté
que recientemente había leído una novela que me gustó mucho: Kärlekens bröd, de Peder Sjögren.
Enseguida
vino un silencio en el que se intercalaron miradas. Lo primero que pensé es que
había mencionado un nombre incómodo. Luego se paró el dueño de la casa, volvió
con un tomo de la enciclopedia de la literatura sueca y dijo: “Sí, aquí está.
Peder Sjögren…” y comenzó a leer el texto sobre su vida y obra.
Algo
muy parecido me pasó con unos profesores suizos. Entre copa y copa salió el
tema. Entonces les solté el nombre de Robert Walser. “Se llama Martin Walser,”
me corrigió uno de ellos, y no es suizo, sino alemán.
“Martin
Walser no me gusta,” le dije. “Yo hablo de Robert.” No puedo pensar que en
Suiza desconozcan a su Walser, pero sí estoy cierto de que no tiene la categoría
de escritor de culto que se ganó en Latinoamérica. Su mente trastornada quizá
no es para banqueros y relojeros.
Conocemos
a los poetas románticos ingleses de un modo que los lectores ingleses jamás
osarían conocer a nuestros modernistas. Es más fácil encontrar a Boccaccio,
Chaucer y Rabelais en un librero latinoamericano que en uno de los viejos
imperios.
Un
lector latinoamericano conoce mucho mejor a Shakespeare de lo que un inglés
conoce a Cervantes. Un brasileño lee a Maupassant sin esperar que un francés
corresponda con la lectura de Machado de Assis.
En una
olimpiada cultural, los lectores latinoamericanos demostraríamos que volamos
muy alto en conocimiento, imaginación, cosmopolitismo, cultura, dominio de
lenguas, sensibilidad, comprensión, temperamento, hambre de saber.
Lástima
que seamos tan pocos.
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