Jornada Semanal
Marco Antonio Campos
Debo decir, con algún orgullo, que en uno de los primeros libros colectivos de las ediciones de Punto de Partida de la UNAM, donde yo trabajaba entonces como redactor, Evodio Escalante participó con su primer poemario (Crónicas de viaje).
Publicaron también en ese tomo Luis de Tavira, José de Jesús Sampedro y
José Joaquín Blanco. Era 1975. Escalante nació como poeta y creí
entonces que sólo iba a ser poeta. En 1979, sin embargo, nos sorprendió
a todos como ensayista con un libro hondamente maduro (José Revueltas: una literatura del lado moridor).
Desde entonces su coterráneo José Revueltas ha sido para él una figura
tutelar y no lo ha abandonado nunca. Tengo la impresión de que, por un
lado, Revueltas lo llevó también a la filosofía, en especial a la
lectura de Hegel y Marx, y por el otro, su labor docente lo condujo a
los estructuralistas, a quienes, confieso mis limitaciones, cuando los
leo me viene un bostezo tras otro.
Como crítico de poesía, Evodio Escalante ha estado
entre dos columnas: tradición y vanguardia. Si nos atenemos a México,
las columnas las hallaríamos en dos extremos: el grupo de
Contemporáneos y el grupo de los estridentistas, es decir, entre el
estudio exhaustivo del poema reflexivo (“Muerte sin fin” y “Canto a un
dios mineral”) y las andanadas novedosas.
Una cosa no niega a la otra. Si bien en conjunto
los Contemporáneos hicieron una obra superior, los estridentistas
redactaron asimismo obras notables que han sido desdeñadas por cerca de
noventa años, las cuales Luis Mario Schneider, pero sobre todo Evodio
Escalante, han recuperado plausiblemente poniéndolas en el lugar justo.
Pensemos en las lúdicas y extrañas novelas del guatemalteco Arqueles
Vela (La señorita etcétera, El café de Nadie) y de Xavier Icaza (Panchito Chapopote), la poesía desbordante en imágenes audaces de Manuel Maples Arce y el irreverente ensayo collage de Germán List Arzubide (El movimiento estridentista). Las novelas antes citadas, escritas a base de fragmentos que se hilan y se deshilan, y el ensayo collage
de List, se leen con una sonrisa cómplice y una continua delicia.
Escalante ha estudiado la poesía y la prosa del grupo y nos ha hecho
ver sus novedades y bellezas. Téngase en cuenta que quienes los
escribieron eran jóvenes precoces de entre los veinte y los treinta
años de edad, y que estos libros, además de encanto, contenían algo que
no abundaba entre los jóvenes del grupo de Contemporáneos: un delicioso
sentido del humor. Podrá oponerse que Salvador Novo lo tuvo, y es
cierto, pero el suyo era un humor sangriento, de quien arranca con una
frase o un poema un trozo de carne al enemigo… y con alguna frecuencia
del amigo. Más: en cuestión de vanguardia novelística, el jovencísimo
Arqueles Vela se adelanta a todos en 1922 con La señorita etcétera.
No menos graciosos eran los estridentistas a la hora de redactar sus
manifiestos y gritar lemas como: “Chopin a la silla eléctrica” o “Muera
el cura Hidalgo” o, sobre todo: “Los que no estén de acuerdo con
nosotros se los comerán los zopilotes.” Aun Maples Arce, no sé si con
vanidad o humor, o con ambas cosas, subtituló “Urbe” de esta manera:
“Super poema bolchevique en cinco cantos.” “Urbe” es el poema por
excelencia no sólo de él sino del grupo, y cada vez que lo leemos no
deja de cautivarnos su imaginativa novedad. Está de más decir que
Manuel Maples Arce (1898-1981), además de fundador y cabeza, fue el
mejor poeta de este grupo con grupo. Sus principales compañeros
poetas en la aventura y el viaje relampagueantes en aquellos años
veinte fueron el poblano Germán List Arzubide (1898-1998), el potosino
Salvador Gallardo Dávalos (1893-1981) y el veracruzano Miguel Aguillón
Guzmán (1898-1995). Curiosamente los cuatro murieron entre los ochenta y
los cien años de edad.
En su libro Elevación y caída del estridentismo,
que versa sobre esta vanguardia, la más visible de México como grupo
en el siglo anterior, Evodio Escalante demuestra que las
descalificaciones que hacían algunos miembros de los Contemporáneos
desde los años veinte a sus integrantes se han repetido como cantilena o
tabarra –palabras más, palabras menos– hasta nuestros días, ya por
mala fe, ya por ignorancia, ya por pereza.
Escalante cita de Saúl Yurkiévich las dos suertes de vanguardias primordiales que hubo en el siglo XX, incluyendo a sus seguidores: la modernólatra (futurismo, surrealismo) y apocalíptica o pesimista (Trilce
y podríamos añadir libros de Paul Celan y Juan Gelman). De los
estridentistas, tomando de ambas, Escalante refiere que se trató de una
vanguardia híbrida. Los entonces jovencísimos estridentistas
buscaron, sobre todo Maples Arce, y muy especialmente en “Urbe”, aun a
veces de manera estentórea y facilona, unir cosmopolitismo y
nacionalismo, la Revolución rusa y la Revolución mexicana, una visión
esperanzadora de México con otra próxima a la desesperación, la
individualidad desaforada con un fervor por la izquierda social.
Escalante anota que en “Urbe”, como nunca en la poesía mexicana, la
ciudad –revolucionaria, insurrecta– se vuelve tema y personaje. Es no
sólo una ciudad variada sino total. Los cinco cantos del poema son
momentos del día: mañana, mediodía, tarde, noche, amanecer. En
poquísimas líneas, Octavio Paz, en 1966, en el prólogo de Poesía en movimiento,
como nadie antes ni después, resumió con resplandor meridiano la
lírica de Maples Arce: “El nombre [de estridentismo] fue poco
afortunado y el movimiento duró poco. Pero Maples Arce nos ha dejado
algunos poemas que me impresionan por la velocidad de lenguaje, la
pasión y el valiente descaro de las imágenes. Imposible desdeñarlo, como
fue la moda hasta hace poco. En la Antología de Jorge Cuesta
se le reprochaba su romanticismo. La crítica revela cierta miopía:
Apollinaire y Mayakovsky fueron románticos y el surrealismo se declaró
continuador del romanticismo.”
Lo más encomiable de Escalante en su libro Elevación y caída del estridentismo, así como en sus largos y minuciosos ensayos acerca de las novelas de Arqueles Vela y la revista representativa del grupo (Irradiador)
es la revaloración del grupo con una lectura objetiva y justa. Después
de sus trabajos no pueden leerse del mismo modo a los estridentistas.
A lo largo de los años he admirado de Evodio
Escalante una inteligencia alerta y una sensibilidad abierta a lo nuevo
–si bien se ha dejado engañar en ocasiones por el falso canto de las
sirenas creyendo en novedades como estatuas de aire que caen pronto de
pedestales demasiado frágiles. Escalante ha dado vida con cierta
frecuencia, con sus artículos impetuosos y sus polémicas de fuego, a un
mundo y un mundillo literarios que gustan de enmielarse en los elogios o
regodearse en el fango de los insultos y las descalificaciones.
Pero más allá de eso, por casi cuarenta años no he
dejado de admirar su lucidez, aun en las ásperas discrepancias. Lo
vuelvo a ver, como si fuera ahora, un mediodía de 1973, cuando lo
conocí en el décimo piso de Rectoría de la UNAM, en las oficinas de Punto de Partida.
Me dio entonces la impresión de un joven reservado, tímido, receloso,
pero pronto reveló su espíritu iconoclasta, y pronto asimismo, gracias
en buena medida a la inolvidable Eugenia Revueltas, se dio entre los
dos una amistad que ha permanecido entrañable, inalterable.
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