Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega
Una tarde de julio de
1963, me dirigí a la Secretaría de Relaciones Exteriores para
despedirme de José Gorostiza, poeta y secretario en funciones. Unos
días después debía dejar el país para cumplir mi primera misión
diplomática en Roma y quería agradecer al maestro el interés que se
había tomado para que el nombramiento de tercer secretario, así
ordenado por el escalafón, sorteara con buena fortuna el oleaje
burocrático y saliera del mundo de los acuerdos, sellos, palomitas
rojas y oficialías de partes, con una prudente celeridad.
La cita era a las siete de la tarde y a esa hora
fue. Lo veo (cuando la admiración se apodera del entonces primerizo
diplomático, la memoria funciona sin tropiezos) viéndome tras los
cristales de sus anteojos redondos y sonriendo con tal fineza que de
la sonrisa huían la impostación y el deseo de agradar. No se habló
mucho:
Esa palabra que jamás asoma
a tu idioma cantado de preguntas,
ésa, desfalleciente,
que se hiela en el aire de tu voz,
sí, como una respiración de flautas
contra un aire de vidrio evaporada,
¡mírala, ay, tócala!
¡mírala ahora!
¡mírala, ausente toda de palabra,
sin voz, sin eco, sin idioma, exacta,
mírala cómo traza
en muros de cristal amores de agua!
Me pidió que lo acompañara al teatro y nos fuimos
caminando por la Alameda rumbo a Bellas Artes. No recuerdo guaruras a
su alrededor, sólo al amable chofer que ya nos esperaba en la esquina
de la catedral de nuestro art déco. Por esa época ya tenía casi listo para la imprenta mi primer libro y don José se interesó por él. Se llamaría Buscado amor
y, por eso, pensó que el título tenía una clara influencia de Novo. Lo
que yo quería era hacerle preguntas sobre un poema que mucho me
inquietaba, “Declaración de Bogotá”:
En la virtud de su mentira cierta,
transido por el humo de su engaño,
he aquí mi voz
en medio de la ruina y los discursos...
Lo único que me comentó fue la circunstancia en la cual escribió el poema:
Detrás de tu figura
que la ventana intenta retener a veces,
la entristecida Bogotá se arropa
en un tenue plumaje de llovizna.
Respeté su silencio y su anhelo secreto de alcanzar una palabra más profunda, más esencial, menos engañosa e inútil:
Esa palabra, sí, esa palabra
ésa, desfalleciente,
que se ahoga en el humo de una sombra,
ésa que gira –como un soplo– canta
sobre bisagras de secreta lama...
En el escenario de Bellas Artes resonaba la voz de
Vittorio Gassman recitando el Orestes de Alfieri. La escenografía blanca
y el vestuario negro iban cambiando hasta que, al final, todo el
vestuario era blanco y el escenario negro. Gorostiza habló de la
tradición griega y de su continuación latina y renacentista. Lo hizo con
brevedad, usando las palabras estrictamente necesarias. La temporada
del Stabile di Roma, compañía de corta vida, debía terminar
pronto. Sólo quedaba pendiente una obra de Pirandello. Me recomendó la
lectura de dos obras de Ugo Betti: Lucha hasta el alba y Derrumbe en la estación del norte. Betti había sido magistrado y escribía sobre la problemática de la justicia.
Al terminar la obra fuimos a merendar a la Fonda
Santa Anita que estaba en la calle de Humboldt. Ahí me recomendó
escribir por lo menos un verso al día para mantener el pulso de la
tarea poética. Con respeto y admiración me quejé por el silencio en
que se había recluido después de escribir “Muerte sin fin”. Recuerdo
casi literalmente su respuesta: “¿Usted cree que se pueda escribir un
poema después de decir cincuenta veces al día: ‘reitero a usted las
seguridades de mi más atenta y distinguida consideración?’” Repliqué
que Claudel, Leger, Seferis, Gabriela Mistral, Reyes, Nervo, González
Martínez, Neruda y Owen, entre otros, lo habían logrado. No contestó,
pero me quedé con la impresión de que se había inquietado. Ahora siento
que esa impresión era muy pretenciosa, pues Gorostiza ya había escrito
todo lo que consideraba necesario escribir, entre otras cosas, el
poema mayor de nuestro siglo XX. Pensamos
que los dos escritores principales de la poesía moderna de México,
López Velarde y Gorostiza, así como Juan Rulfo, nuestro mayor
novelista, en su obra breve y exacta dijeron todo lo que querían decir.
López Velarde partió en plena juventud; Rulfo y Gorostiza se decidieron
por el silencio y a él se atuvieron. Sabían que “Muerte sin fin” y Pedro Páramo,
al lado de la “La suave patria”, eran ya los textos principales de
nuestra literatura moderna. Había otras obras más extensas, muy
valiosas también y tal vez superiores en su conjunto, pero esos dos
poemas y esa novela se habían convertido en los paradigmas de la
literatura de un momento histórico del país.}
Más tarde, y en medio de los viajes, vino a mi
memoria la cita de Lao-Tsé que Gorostiza destacó en sus “Notas sobre
poesía”: “Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo;
sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo.
Mientras más se viaja puede saberse menos. Pues sucede que, sin
moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás.” Estas
palabras hacían polvo mi pedantería viajera. Algo sospechaba sobre la
pretendida utilidad de los peregrinajes, desde el momento de la
despedida del Sr. Secretario. Así me dijo: “Recuerde, Hugo, que los
viajes ilustran, pero también estriñen.”
Gorostiza nos enseñó que la poesía “se halla más
bien oculta que manifiesta en el objeto que habita. La reconocemos por
la emoción singular que su descubrimiento produce y que señala, como en
el encuentro de Orestes y Electra, la conjunción de poeta y poesía”.
Amaba todas las artes y gustaba de encontrar paralelos entre la
pintura del Beato Angélico y las estrofas del “Cántico espiritual”, de
San Juan de la Cruz, alfa y omega de nuestra poesía. Su pasión por la
música lo llevó a afirmar que “la poesía es música y, de un modo más
preciso, canto”. Esta realidad artística compuesta de palabras y de
silencios (parecida a la del mundo rulfiano), suntuosa en sus imágenes,
humilde en su brevedad y casi siempre ubicada en los terrenos de las
notas mayores, todavía produce perplejidades en los perezosos o en ese
conjunto, afortunadamente pequeño, de pedantes que, con un gesto de
suficiencia eurocentrista, aseguran no entender “Muerte sin fin”. No es
mi intención asestarles lecciones sobre lo que Auden llamaba, con
ironía británica, the meaning of the poem. Que cada quien lo
busque y pida a los dioses de la inteligencia, tal vez a Palas Atenea,
que iluminen su búsqueda. Lo que sí puedo asegurarles es que el camino,
a través del canto, será gozoso y la aventura espiritual llegará a su
fin de la mano de la tradición judeocristiana, de la fuerza musical de
la alabanza ambigua (“aleluya, aleluya”), del deslumbramiento ante los
bellos seres de la creación, del horror ante su decadencia y caída, de
la idea del Dios que crea y aniquila y del baile medieval o el día de
muertos de nuestro mestizaje, ambos presididos por la “putilla del
rubor helado”.
Gorostiza nos enseña (y advierto que nunca actuó como un pedagogo
autoritario, dueño de un repertorio de certezas tajantes) que “todo
está sujeto a medida, y la libertad puede no consistir en otra cosa que
en el sentimiento de la propia posesión dentro de un orden establecido.
Las reglas del ajedrez no oprimen al jugador, le trazan una zona de
libertad en donde su ingenio se puede desenvolver hasta lo infinito”.
Esta poética conduce al poema largo por los caminos del canto y, por
otra parte, asegura la libertad asumida por el creador. El “Cántico
espiritual”, “El barco ebrio”, “El cementerio marino”, “La oda
marítima”, el “Llanto por Sánchez Mejías”, “La suave patria”, “Altazor”,
“España, aparta de mi este cáliz”, “Piedra de sol”, el “Canto heroico y
fúnebre por el subteniente caído en Albania” y “La tierra baldía”,
entre otros, son ejemplos insignes de esa poética del poema largo tan
comedidamente definida por Gorostiza.
“Hubo poetas que, a través de toda su obra, no
buscaron sino perfeccionar un poema; y hay poemas que, en el dilatado
proceso de su maduración, debieron consumir los afanes de muchos
poetas”, decía el maestro, pensando en Jorge Guillén, Gilberto Owen,
Jorge Cuesta y otros escritores afines a esa poética nacida de la
iluminación y realizada con esmero.
La violeta de Gorostiza, como la margarita de
Elytis, son milagros que la prisa del mundo hace que pasen
inadvertidos: “Nadie sino el Ser Único más allá de nosotros, a quien no
conocemos, podría sostener en el aire, por pocos segundos, el perfume
de una violeta.” Gorostiza, como Montale, gozó y sufrió el delirio de
nombrar las cosas y de alabar y padecer la grandeza y el horror de lo
creado. Por eso le podemos llamar con justicia “un hombre de Dios”. Así
lo decimos mientras, en el salón vacío, la putilla del rubor helado
lanza una carcajada, la danza y el danzón comienzan y terminan y la luz
se apaga lentamente.
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