domingo, 7 de abril de 2013

José Gorostiza: una voz en medio de la ruina y los discursos

7/Abril/2013
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Una tarde de julio de 1963, me dirigí a la Secretaría de Relaciones Exteriores para despedirme de José Gorostiza, poeta y secretario en funciones. Unos días después debía dejar el país para cumplir mi primera misión diplomática en Roma y quería agradecer al maestro el interés que se había tomado para que el nombramiento de tercer secretario, así ordenado por el escalafón, sorteara con buena fortuna el oleaje burocrático y saliera del mundo de los acuerdos, sellos, palomitas rojas y oficialías de partes, con una prudente celeridad.
La cita era a las siete de la tarde y a esa hora fue. Lo veo (cuando la admiración se apodera del entonces primerizo diplomático, la memoria funciona sin tropiezos) viéndome tras los cristales de sus anteojos redondos y sonriendo con tal fineza que de la sonrisa huían la impostación y el deseo de agradar. No se habló mucho:
Esa palabra que jamás asoma
a tu idioma cantado de preguntas,
ésa, desfalleciente,
que se hiela en el aire de tu voz,
sí, como una respiración de flautas
contra un aire de vidrio evaporada,
¡mírala, ay, tócala!
¡mírala ahora!
¡mírala, ausente toda de palabra,
sin voz, sin eco, sin idioma, exacta,
mírala cómo traza
en muros de cristal amores de agua!
Me pidió que lo acompañara al teatro y nos fuimos caminando por la Alameda rumbo a Bellas Artes. No recuerdo guaruras a su alrededor, sólo al amable chofer que ya nos esperaba en la esquina de la catedral de nuestro art déco. Por esa época ya tenía casi listo para la imprenta mi primer libro y don José se interesó por él. Se llamaría Buscado amor y, por eso, pensó que el título tenía una clara influencia de Novo. Lo que yo quería era hacerle preguntas sobre un poema que mucho me inquietaba, “Declaración de Bogotá”:
En la virtud de su mentira cierta,
transido por el humo de su engaño,
he aquí mi voz
en medio de la ruina y los discursos...
Lo único que me comentó fue la circunstancia en la cual escribió el poema:
Detrás de tu figura
que la ventana intenta retener a veces,
la entristecida Bogotá se arropa
en un tenue plumaje de llovizna.
Respeté su silencio y su anhelo secreto de alcanzar una palabra más profunda, más esencial, menos engañosa e inútil:
Esa palabra, sí, esa palabra
ésa, desfalleciente,
que se ahoga en el humo de una sombra,
ésa que gira –como un soplo– canta
sobre bisagras de secreta lama...

En el escenario de Bellas Artes resonaba la voz de Vittorio Gassman recitando el Orestes de Alfieri. La escenografía blanca y el vestuario negro iban cambiando hasta que, al final, todo el vestuario era blanco y el escenario negro. Gorostiza habló de la tradición griega y de su continuación latina y renacentista. Lo hizo con brevedad, usando las palabras estrictamente necesarias. La temporada del Stabile di Roma, compañía de corta vida, debía terminar pronto. Sólo quedaba pendiente una obra de Pirandello. Me recomendó la lectura de dos obras de Ugo Betti: Lucha hasta el alba y Derrumbe en la estación del norte. Betti había sido magistrado y escribía sobre la problemática de la justicia.
Al terminar la obra fuimos a merendar a la Fonda Santa Anita que estaba en la calle de Humboldt. Ahí me recomendó escribir por lo menos un verso al día para mantener el pulso de la tarea poética. Con respeto y admiración me quejé por el silencio en que se había recluido después de escribir “Muerte sin fin”. Recuerdo casi literalmente su respuesta: “¿Usted cree que se pueda escribir un poema después de decir cincuenta veces al día: ‘reitero a usted las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración?’” Repliqué que Claudel, Leger, Seferis, Gabriela Mistral, Reyes, Nervo, González Martínez, Neruda y Owen, entre otros, lo habían logrado. No contestó, pero me quedé con la impresión de que se había inquietado. Ahora siento que esa impresión era muy pretenciosa, pues Gorostiza ya había escrito todo lo que consideraba necesario escribir, entre otras cosas, el poema mayor de nuestro siglo XX. Pensamos que los dos escritores principales de la poesía moderna de México, López Velarde y Gorostiza, así como Juan Rulfo, nuestro mayor novelista, en su obra breve y exacta dijeron todo lo que querían decir. López Velarde partió en plena juventud; Rulfo y Gorostiza se decidieron por el silencio y a él se atuvieron. Sabían que “Muerte sin fin” y Pedro Páramo, al lado de la “La suave patria”, eran ya los textos principales de nuestra literatura moderna. Había otras obras más extensas, muy valiosas también y tal vez superiores en su conjunto, pero esos dos poemas y esa novela se habían convertido en los paradigmas de la literatura de un momento histórico del país.}
Más tarde, y en medio de los viajes, vino a mi memoria la cita de Lao-Tsé que Gorostiza destacó en sus “Notas sobre poesía”: “Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja puede saberse menos. Pues sucede que, sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás.” Estas palabras hacían polvo mi pedantería viajera. Algo sospechaba sobre la pretendida utilidad de los peregrinajes, desde el momento de la despedida del Sr. Secretario. Así me dijo: “Recuerde, Hugo, que los viajes ilustran, pero también estriñen.”
Gorostiza nos enseñó que la poesía “se halla más bien oculta que manifiesta en el objeto que habita. La reconocemos por la emoción singular que su descubrimiento produce y que señala, como en el encuentro de Orestes y Electra, la conjunción de poeta y poesía”. Amaba todas las artes y gustaba de encontrar paralelos entre la pintura del Beato Angélico y las estrofas del “Cántico espiritual”, de San Juan de la Cruz, alfa y omega de nuestra poesía. Su pasión por la música lo llevó a afirmar que “la poesía es música y, de un modo más preciso, canto”. Esta realidad artística compuesta de palabras y de silencios (parecida a la del mundo rulfiano), suntuosa en sus imágenes, humilde en su brevedad y casi siempre ubicada en los terrenos de las notas mayores, todavía produce perplejidades en los perezosos o en ese conjunto, afortunadamente pequeño, de pedantes que, con un gesto de suficiencia eurocentrista, aseguran no entender “Muerte sin fin”. No es mi intención asestarles lecciones sobre lo que Auden llamaba, con ironía británica, the meaning of the poem. Que cada quien lo busque y pida a los dioses de la inteligencia, tal vez a Palas Atenea, que iluminen su búsqueda. Lo que sí puedo asegurarles es que el camino, a través del canto, será gozoso y la aventura espiritual llegará a su fin de la mano de la tradición judeocristiana, de la fuerza musical de la alabanza ambigua (“aleluya, aleluya”), del deslumbramiento ante los bellos seres de la creación, del horror ante su decadencia y caída, de la idea del Dios que crea y aniquila y del baile medieval o el día de muertos de nuestro mestizaje, ambos presididos por la “putilla del rubor helado”.
Gorostiza nos enseña (y advierto que nunca actuó como un pedagogo autoritario, dueño de un repertorio de certezas tajantes) que “todo está sujeto a medida, y la libertad puede no consistir en otra cosa que en el sentimiento de la propia posesión dentro de un orden establecido. Las reglas del ajedrez no oprimen al jugador, le trazan una zona de libertad en donde su ingenio se puede desenvolver hasta lo infinito”. Esta poética conduce al poema largo por los caminos del canto y, por otra parte, asegura la libertad asumida por el creador. El “Cántico espiritual”, “El barco ebrio”, “El cementerio marino”, “La oda marítima”, el “Llanto por Sánchez Mejías”, “La suave patria”, “Altazor”, “España, aparta de mi este cáliz”, “Piedra de sol”, el “Canto heroico y fúnebre por el subteniente caído en Albania” y “La tierra baldía”, entre otros, son ejemplos insignes de esa poética del poema largo tan comedidamente definida por Gorostiza.
“Hubo poetas que, a través de toda su obra, no buscaron sino perfeccionar un poema; y hay poemas que, en el dilatado proceso de su maduración, debieron consumir los afanes de muchos poetas”, decía el maestro, pensando en Jorge Guillén, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y otros escritores afines a esa poética nacida de la iluminación y realizada con esmero.
La violeta de Gorostiza, como la margarita de Elytis, son milagros que la prisa del mundo hace que pasen inadvertidos: “Nadie sino el Ser Único más allá de nosotros, a quien no conocemos, podría sostener en el aire, por pocos segundos, el perfume de una violeta.” Gorostiza, como Montale, gozó y sufrió el delirio de nombrar las cosas y de alabar y padecer la grandeza y el horror de lo creado. Por eso le podemos llamar con justicia “un hombre de Dios”. Así lo decimos mientras, en el salón vacío, la putilla del rubor helado lanza una carcajada, la danza y el danzón comienzan y terminan y la luz se apaga lentamente.




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