Laberinto
Gabriela Solis
En
el arte abundan historias de cómo el éxito comercial llega a gente con pocos méritos
o con una obra que, más que profundizar, se aprovecha de modas efímeras. Sin
embargo, también hay historias como la de Cormac McCarthy, un escritor cuyo
compromiso con la literatura redituó en una merecida, aunque no buscada,
popularidad. McCarthy se inscribe en esa tradición de literatos que escriben
por una evidente vocación y con una emoción que no puede ser falseada, pero que
cuando la fama llega a sus manos no saben muy bien qué hacer con ella.
Cormac
McCarthy (Rhode Island, 1933) tiene en su haber diez novelas y un par de obras
de teatro. Aunque ganó algún premio de escritura en la universidad, McCarthy
parecía intuir que terminar o no los estudios no tenía que ver con seguir
escribiendo: él escribía con independencia de la situación. Escribía siempre.
Dejó la universidad y consiguió trabajo como mecánico. Entonces empezó su
primera novela, The Orchard Keeper. Una vez terminada, la envió a
la editorial Random House porque “era la única casa editorial que conocía”. Ahí
ocurrió una afortunada coincidencia: la de cuando una obra artística se
encuentra con unos ojos que saben apreciarla. La novela cayó en manos de Albert
Erskine, quien fue por mucho tiempo el editor de William Faulkner. McCarthy
comenzó a publicar en 1965, sin mucha preocupación por el éxito comercial pero
recibiendo críticas favorables. Se mantenía alejado de los reflectores,
viviendo de becas: ganó la de la Academia de Artes y Letras de Estados Unidos,
la de la Fundación Rockefeller, la de Guggenheim para la escritura creativa y
la Beca MacArthur. Todo ello antes de tener su primer gran éxito editorial, All
the Pretty Horses, publicada en 1992. El éxito llegó en
forma de 190 mil ejemplares vendidos en los primeros seis meses después de la
publicación. Aunque después vinieron más premios y éxito –las ficciones
McCarthianas han sido merecedoras de premios como el Pulitzer y también han
sido trasladadas a la pantalla grande; “No Country for Old Men” ganó el Oscar a
Mejor Película en 2007. McCarthy solo ha dado dos entrevistas en su vida y se
sabe bien poco de él: que su novela favorita es Moby Dick, que no
le gusta Henry James y que detesta hablar sobre literatura y escritura.
Vale
la pena pensar acerca de la cultura de la cual proviene un escritor. El arte
estadounidense refleja las dos características que definen a esa nación: son
prácticos (hacen) y son pragmáticos (solo vale aquello que funciona).
Su literatura, entonces, es precisa, concreta; lenguaje y realidad se moldean
uno a otra y la lengua de cada pueblo refleja su modo de entender el mundo. En
McCarthy no hay sino diálogo y acción: a las personas se les conoce por lo que
dicen, pero sobre todo, por lo que hacen. Es un autor que no presenta juicios
morales: describe, con asepsia casi quirúrgica, sucesos atroces, andares perversos.
En la buena literatura, el lenguaje siempre está al servicio de la historia.
McCarthy cuenta historias sórdidas, de personajes que
tienen una ética que no pasa por los valores tradicionales, de hombres que
dejan a la suerte de un volado de cara o cruz el matar o no a alguien, de
hambreados que se comerían a un niño sin remordimientos. Cormac McCarthy, con
su escritura telegráfica y su rechazo a las entrevistas, parece decir que para narrar
este mundo apocalíptico lo que se necesita son pocas palabras.
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