Laberinto
David Toscana
El
pasado fin de semana estuve en Besanzón para un festival literario. El programa
del evento pedía que me presentara en el pabellón principal para firmar libros
de nueve de la mañana a siete de la tarde. Esto debe ser un error, me dije.
Dormí
hasta las diez, me puse a pasear por la ciudad y luego fui a comer. Finalmente
me paré en el pabellón como a las tres de la tarde. Me sorprendió ver al menos a
cincuenta escritores sentados ante modestos escaparates en la acción o
disposición de firmar libros.
¿Dónde
estabas?, me preguntó mi librero en turno y me condujo a mi lugar. Al
principio, me sentí una estrella, pues ante mi ausencia matutina se había
acumulado un puñado de lectores toscanianos. Pero pronto mi fila desapareció.
Para agudizar
mi orfandad, me habían sentado entre dos escritores policiacos: el escocés Ian
Rankin y el noruego Gunnar Staalesen. Ambos tenían una inagotable fila de
lectores y pilas de libros en francés. Mis tres libritos se perdían entre las
dos cordilleras.
Aunque
he jurado que nunca escribiré una novela policiaca, en ese momento mi
conciencia se llenó de dudas.
“Veo
que te han traducido como diez libros”, le dije a Rankin en un raro momento en
que se quedó sin admiradores. “Diecisiete”, me respondió. Y pronto llegó otra
ola de buscafirmas rankianos. “Dale mis saludos a Paco Taibo II”, me dijo en
otro respiro.
Esquivo
las firmas de libros porque son para estrellas, no para autores ignotos que se
sientan a esperar con gestos de desamparo. Frente a mí había una escritora
francesa que en actitud de merolico trataba de atraer lectores. Saludaba a
cualquier paseante y lo atrapaba con un discurso sobre las maravillas de su
libro.
Ante
mi intención de huir, el librero me llevó un trozo de Comté y una botella de
vino jaune. Tenga para que se
entretenga. Entonces me sentí el más mimado de los escritores y preferí tomar
las cosas con ironía. Me puse a cantar Largo
al factotum, esa parte que dice “uno alla volta, per carità”.
No
estoy seguro de por qué la gente quiere firmas. El libro no vale más. En su
mayoría, las dedicatorias son automáticas y repetitivas. Se mencionan nobles
sentimientos como el “cariño” o la “amistad” a gente que no se conoce.
Una
vez firmé un libro a una señora y ella me regañó: “Es lo mismo que me
escribiste en tu novela anterior”. Otra simplemente me dijo: “No me gustó.
Escríbeme otra.” Entonces pensé que ojalá algún editor publicara un manual
titulado Antología de dedicatorias de
libros. Creo que ahí me daría por plagiar hasta a autores que no admiro.
“Es pésimo novelista”, diría sobre él, “pero dedica muy bonito”.
Hay
escritores que ante una modesta fila de diez o doce lectores alargan la
conversación con cada uno y diseñan elaboradas dedicatorias. Así, al final
dicen: “¡Uf, pasé dos horas firmando libros!”
De a pocos o de a muchos, a los escritores nos gusta firmar libros. Es una constancia de que ese ejemplar llegó a los ojos de un lector. Además, estamos en terreno seguro: ante lectores agradecidos o al menos interesados. Es muy difícil que alguien nos diga: “Por favor dedíqueme su porquería de libro”, aunque a veces ocurre.
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