jueves, 24 de octubre de 2013

Duerme el guerrero

28/Septiembre/2013
Confabulario
Juan Esteban Constain

Álvaro Mutis nació en Bogotá hace 90 años y un mes, el 25 de agosto de 1923, “día de San Luis Rey de Francia”, como a él mismo le gustaba recordarlo con énfasis y un recóndito orgullo. Pasó casi toda su infancia entre Bélgica y Francia, cuando su papá, Santiago Mutis Dávila, trabajaba en la legación del gobierno colombiano ante Bruselas. Allá conoció Álvaro su amor por el mar, por el puerto de Amberes, por París y por la lengua y la literatura francesas.

Pero al morir su padre y luego su abuelo, con quien su mamá y él se habían quedado en Europa, regresó a Colombia en un enorme buque, un transatlántico que muchos años después recordaría como un palacio flotante sobre el que atravesó el canal de Panamá hasta llegar a Buenaventura. Del puerto subió a la cordillera para instalarse otra vez en su país, un país que todavía no era el suyo; la infancia es la única patria que hay.

Entonces se produjo uno de los hechos más perdurables y definitorios en la vida de Álvaro Mutis, en su obra como poeta y narrador: su reencuentro con el trópico, con lo que él llamaba “la tierra caliente”: la vegetación desbocada del Tolima, con sus árboles enormes de frutos prohibidos, sus cafetales, sus ríos abrasadores que bajaban desde el alto de La Línea hasta caer en el valle, y en cuyas aguas Mutis dijo siempre que había descubierto el paraíso, el paraíso perdido y recobrado.

Allí, en la hacienda de Coello que acababa de heredar su mamá y donde él pasaba las horas en una hamaca leyendo a Julio Verne, Álvaro Mutis descubrió también algo que luego latiría en cada una de sus palabras, en sus poemas y en sus novelas y relatos: el poder corrosivo y nostálgico de la naturaleza, la manera en que el tiempo se sirve de ella para consumirnos a todos. Los elementos del desastre.

Pero la felicidad nunca es completa ni eterna —el otro gran tema de Mutis, la desesperanza— y pronto tuvo que dejar sus cafetales y sus ríos para ir a Bogotá, una ciudad que lo aburría en el alma por su clima, por su vocación colonial, por la manera en que hablaba su gente, como entre susurros; como si toda la ciudad fuera una iglesia. Entró entonces al Colegio del Rosario, donde, según sus propios recuerdos, leía cada vez más y estudiaba cada vez menos, rescatado del aburrimiento de las aulas sólo por las clases de literatura de Eduardo Carranza.

A los 17 años Mutis tenía muy claro que era mejor estar en los billares que estar en el colegio, y así se lo hizo saber al rector del Rosario, monseñor Castro Silva. “Mire, monseñor —le dijo—: yo tengo cosas muy importantes que hacer como para seguir perdiendo mi tiempo aquí…”. Esas cosas eran el providencial billar y la poesía, los libros que sólo se pueden leer por fuera de la escuela. La vida.

Así empezó Álvaro Mutis su vida de verdad, a los 18 años: como actor de teatro en Chapinero y como locutor nocturno de la Radiodifusora Nacional, donde un marido celoso una vez casi lo mata (la anécdota la contó Gabriel García Márquez, su mejor amigo), pensando que los comerciales que el joven poeta leía iban con mensajes cifrados para su esposa. Fue allí, en esa cabina, donde Mutis empezó también a escribir sus primeros textos, unos juegos a medio camino entre la poesía y la ficción que acusan la influencia indudable del surrealismo, que entonces lo fascinaba.

Poemas que contaban una historia donde todo era real, en especial lo inverosímil; historias que se iban destejiendo por la acción vacilante de la poesía, esa poesía que aún no sabía si lo era o no, pero en la que ya estaban todos sus elementos para siempre: la nostalgia, la desesperanza, el tiempo pasado y vivo. “Una gran flauta de piedra / señala el lugar de los sacrificios. / Entre dos mares tranquilos / una vasta y tierna vegetación de dioses/ protege tu voz imponderable…”.

En 1948, Álvaro Mutis publicó, junto con Carlos Patiño Roselli, su primer libro de poemas, La balanza. Siempre dijo que era el éxito más grande en la historia de la literatura universal, pues se agotó en menos de un día, por incineración. De hecho el libro salió de las prensas de la Editorial Prag en febrero de ese año horrible para Colombia, pero sus dos autores pudieron juntar la plata para recogerlo apenas en abril: el 8 de abril, un día antes del Bogotazo. Las llamas dieron cuenta de la ciudad con sus librerías y sus poetas y sólo un aguacero apocalíptico y las ruinas pudieron sofocarlas.

Y allí en La balanza aparece ya, entero, como una revelación, el protagonista de toda la obra de Álvaro Mutis, Maqroll el Gaviero. Una especie de vidente —la gavia es también el entablado en el palo mayor de un barco desde donde se presienten el tiempo, las tormentas o la calma—, un héroe que pasa su vida empeñado en las empresas más absurdas y perdidas, a las que se dedica con total seriedad. Maqroll el Gaviero sabe que vivir es siempre sobrevivir; que el mundo nunca es lo que parece.

Lo asombroso de Maqroll es eso: que desde el principio ya estaba allí, como los mejores personajes de toda gran literatura. Que apareció cuando Álvaro Mutis no sabía ni siquiera si iba a ser un poeta o no. Y lo fue en grado sumo (sí: digan lo que digan sus detractores), en libros magistrales que estaban por venir y en los que el Gaviero siempre aparece arrastrando sus heridas y su voz, su lucidez: Los elementos del desastre, Los trabajos perdidos, Caravansary, Los emisarios, Crónica regia.

Luego, cuando después de pensionarse de sus varios y truculentos oficios Álvaro Mutis empezó a escribir de una sola sentada siete novelas, de 1986 a 1993, Maqroll saltó de la poesía a la narrativa para demostrar que en su caso no había ninguna frontera entre la una y la otra, que siempre sería el mismo gaviero desastrado en la tierra caliente o en el mar, que vivir también es sobrevivir. “No olvides su rostro. Amén”.

En 1959, luego de tres años de estar viviendo en México, Álvaro Mutis pasó 15 meses encerrado en el Palacio de Lecumberri, en la ciudad de México. Lo acusaban de haber malversado fondos de la Esso cuando era su jefe de relaciones públicas en Colombia, financiando con esa plata los excesos de sus amigos; “un crimen que todos cometimos y sólo él pagó”, dijo García Márquez alguna vez. Allí adentro escribió uno de los mejores relatos históricos de todos los tiempos, La muerte del estratega, confirmando lo que decía su amigo Miguel de Ferdinandy —el gran historiador— de la visión del pasado de Mutis: que muchas veces la poesía y la ficción cuentan mejor la historia que la historia misma.

El mejor de los amigos, el provocador más eficaz de lecturas prohibidas. Reaccionario, monárquico, legitimista y presidente vitalicio de una organización mundial y secreta para acabar con Julio Iglesias. Maestro de tantos que somos lo que somos en parte gracias a él.

Me dicen que Álvaro Mutis se murió ayer en México, que se le paró el corazón. Lo primero lo creo, lo segundo jamás. “Duerme el guerrero, sólo sus armas velan”.

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