Confabulario
Verónica Murguía
En la literatura fantástica el libro mágico es un objeto común y corriente. Los libros encantados suelen ser puertas que llevan a otros mundos, grimorios que susurran maldiciones, volúmenes que muerden a los dueños o tratados envenenados. En la vida real, sin embargo, son escasos los libros que provocan reacciones tan intensas en los lectores y, cuando esto sucede, es inolvidable.
El día que leí el ensayo “Nuestra natural inclinación a depredar” contenido en el libro Mors repentina del doctor Francisco González Crussí, sentí físicamente cómo preguntas que me he hecho desde hace muchos años, adoptaban una forma mejor y más clara. En las oraciones diáfanas y concisas que cierran ese hermoso ensayo se resumían algunas interrogantes que me han preocupado siempre, pero que nunca pude formular con esa nitidez.
Experimenté el placer de entender, descrito por mi amigo Juan Almela como una suerte de delicioso acomodo, de tintineo luminoso. Esto podrá parecer banal, una experiencia cotidiana en la vida de un lector avezado, pero es poco frecuente.
La prosa de González Crussí es una mezcla excepcional de erudición, serenidad y humor. Su extenso trato con la muerte y la enfermedad abre panoramas sorprendentes al lector, ya que no hay nada en el cuerpo humano que le parezca indigno de reflexión. Las moscas, el corazón, el falo, la vejez, el intestino grueso, el anorrecto, los monstruos, las dificultades en el parto, lo erótico, los olores, en fin, todo aquello que somos, le interesa y sabe cómo ilustrarlo con anécdotas, citas, diálogos e imágenes.
Hay pocos ensayistas más amenos y elegantes: por los libros de González Crussí desfilan reyes enfermos, niños maltratados, anatomistas heroicos, generales chinos, teólogos, dioses, caníbales y gigantes en una procesión organizada y puntual al servicio de la idea que el autor ensaya.
Su método es atraernos con preguntas y colocarnos ante el diorama de la Historia; señalar aquí y allá lo más colorido, explicar lo más difícil de comprender con el lenguaje más noble y claro, y devolvernos con una idea nueva, brillante como una moneda recién acuñada, a la interrogante inicial.
Antes de llegar a Mors repentina, había leído con alegría Notas de un anatomista y Sobre la naturaleza de las cosas eróticas. Ya había decidido leer todo lo que González Crussí publicara, fascinada por la naturalidad con la que describía la autopsia de un gigante, o por su brillante análisis de los celos. Sin embargo, la lectura de “Nuestra natural inclinación a depredar” lo convirtió en una especie de guía personal, título que quizás le parezca oneroso al autor, pero que justifico de esta forma: después de leer el ensayo decidí que la conclusión pasaría a formar parte de mí, que adoptaría la postura allí descrita y procuraría no abandonarla. Quedé hechizada, como por un libro mágico.
Y es que el tema es, ni más ni menos, nuestra propensión a la violencia, a la destrucción. Sobra decir que a él se han dedicado científicos, moralistas y teólogos. González Crussí traza, desde la perspectiva de un médico, una genealogía de nuestros impulsos que hunde las raíces en el humus primordial del que está hecho el cuerpo, pero el texto no se resuelve en explicaciones meramente biológicas.
Como un árbol, el razonamiento se eleva para ramificarse: comienza por el análisis del hambre y las formas de saciarla; sigue la anatomía del intestino; las enfermedades (por ejemplo, la descripción de un tricobezoar: tumor hecho de pelo comido), pasa por el canibalismo histórico y mítico y culmina con una suerte de plegaria que manifiesta la vocación estoica y afirmativa de un escritor que, desde el primer libro, nos dejó entrever una inteligencia agudísima animada por la compasión.
Inteligencia que, además, suele considerar las cosas desde ángulos insospechados. Quizás se deba al lugar que el doctor González Crussí ocupa en el mundo: es, por cierto, un mexicano que vive en Estados Unidos y que, generalmente, escribe en inglés. Los títulos de sus dos libros autobiográficos se refieren a esta particularidad. El primero lleva en el nombre un verso de Edmond Haraucourt: Partir es morir un poco. El segundo es la respuesta del Coriolano de Shakespeare a quienes lo destierran de Roma: Hay un mundo en otra parte.
Un escritor de esta inteligencia no escoge nada al azar: Partir es morir un poco es el recuento de un desprendimiento, de un viaje sin regreso desde México al mundo. No hay amargura en este libro, pero sí una suave ironía: para el autor, el pasado es todavía más inasible si se vive lejos del escenario de los recuerdos. Hay un mundo en otra parte es la exploración de esta separación: lo que significa en la vida de un escritor estar en otra parte.
Si además este hombre es un artista entre científicos y un científico entre artistas; un escritor de habla española que redacta en inglés; un médico preocupado por el rumbo por el que nos puede llevar la tecnología en momentos en los que el prestigio de ésta es enorme, y un mexicano sin machismo, concluiremos que este autor está habituado a sopesar las cuestiones que lo ocupan desde los lugares más inusuales.
Traducirlo ha sido una de las experiencias más felices de mi vida. Para mí, traducir es hacer una lectura superlativa, intentar sumergirse en un estilo, un método.
Leer a Francisco González Crussí me ha enseñado a pensar con más claridad y a escribir mejor: no se le puede pedir más a un autor.
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