viernes, 25 de octubre de 2013

Rúbrica

5/Octubre/2013
Laberinto
David Toscana

El pasado fin de semana estuve en Besanzón para un festival literario. El programa del evento pedía que me presentara en el pabellón principal para firmar libros de nueve de la mañana a siete de la tarde. Esto debe ser un error, me dije.
Dormí hasta las diez, me puse a pasear por la ciudad y luego fui a comer. Finalmente me paré en el pabellón como a las tres de la tarde. Me sorprendió ver al menos a cincuenta escritores sentados ante modestos escaparates en la acción o disposición de firmar libros.
¿Dónde estabas?, me preguntó mi librero en turno y me condujo a mi lugar. Al principio, me sentí una estrella, pues ante mi ausencia matutina se había acumulado un puñado de lectores toscanianos. Pero pronto mi fila desapareció.
Para agudizar mi orfandad, me habían sentado entre dos escritores policiacos: el escocés Ian Rankin y el noruego Gunnar Staalesen. Ambos tenían una inagotable fila de lectores y pilas de libros en francés. Mis tres libritos se perdían entre las dos cordilleras.
Aunque he jurado que nunca escribiré una novela policiaca, en ese momento mi conciencia se llenó de dudas.
“Veo que te han traducido como diez libros”, le dije a Rankin en un raro momento en que se quedó sin admiradores. “Diecisiete”, me respondió. Y pronto llegó otra ola de buscafirmas rankianos. “Dale mis saludos a Paco Taibo II”, me dijo en otro respiro.
Esquivo las firmas de libros porque son para estrellas, no para autores ignotos que se sientan a esperar con gestos de desamparo. Frente a mí había una escritora francesa que en actitud de merolico trataba de atraer lectores. Saludaba a cualquier paseante y lo atrapaba con un discurso sobre las maravillas de su libro.
Ante mi intención de huir, el librero me llevó un trozo de Comté y una botella de vino jaune. Tenga para que se entretenga. Entonces me sentí el más mimado de los escritores y preferí tomar las cosas con ironía. Me puse a cantar Largo al factotum, esa parte que dice “uno alla volta, per carità”.
No estoy seguro de por qué la gente quiere firmas. El libro no vale más. En su mayoría, las dedicatorias son automáticas y repetitivas. Se mencionan nobles sentimientos como el “cariño” o la “amistad” a gente que no se conoce.
Una vez firmé un libro a una señora y ella me regañó: “Es lo mismo que me escribiste en tu novela anterior”. Otra simplemente me dijo: “No me gustó. Escríbeme otra.” Entonces pensé que ojalá algún editor publicara un manual titulado Antología de dedicatorias de libros. Creo que ahí me daría por plagiar hasta a autores que no admiro. “Es pésimo novelista”, diría sobre él, “pero dedica muy bonito”.
Hay escritores que ante una modesta fila de diez o doce lectores alargan la conversación con cada uno y diseñan elaboradas dedicatorias. Así, al final dicen: “¡Uf, pasé dos horas firmando libros!”

De a pocos o de a muchos, a los escritores nos gusta firmar libros. Es una constancia de que ese ejemplar llegó a los ojos de un lector. Además, estamos en terreno seguro: ante lectores agradecidos o al menos interesados. Es muy difícil que alguien nos diga: “Por favor dedíqueme su porquería de libro”, aunque a veces ocurre.

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