Laberinto
Miguel Ángel Flores
El
7 de enero, cuando todavía no se apagaban los entusiasmos y la expresión de los
buenos deseos por un año que se iniciaba, entre las sombras de una crisis
económica y el eco de las balas de una guerra que parece permanente entre Islam
y Occidente (el choque de civilizaciones que muchos niegan), resonó en un
barrio de París el estruendo de los disparos hechos con las armas que entre
nosotros conocemos como “cuernos de chivo”. La agresión al profeta Mahoma,
haciéndolo blanco de burlas, había sido vengada mediante el asesinato de
inermes periodistas que publicaban una revista satírica. La incredulidad por un
hecho tan brutal en un ambiente de una atmósfera pacífica, llenó de congoja al
mundo de herencia cristiana. Las explicaciones y la expiación de culpas aún no
cesan. Y para complicar este panorama, a uno de los terroristas se le “ocurrió”
tomar como rehenes en un supermercado a un grupo de personas de confesión
judía. El estruendo que desataron estos hecho ha sido ensordecedor.
Tres
días antes la efeméride del día había sido el cincuentenario de la muerte de T.
S. Eliot. Sí, el mismo poeta que había escrito que el mundo terminaría no con
un estallido sino con un suspiro. El mismo poeta que había escrito versos con
una innegable carga antisemita. Sí, el mismo poeta que había sido acusado por
Neruda de reaccionario y de escoria de la poesía, mientras el impoluto chileno
se inclinaba a besar los pies de Stalin. Sí, el mismo poeta que al morir fue
declarado, con toda la razón del mundo, un gigante en el panorama de la
creación literaria del siglo XX.
Cuando
se cumplió el centenario de su nacimiento (1988) había sido aclamado
unánimemente. Ahora, a cincuenta años de su fallecimiento, su figura parece una
presencia lejana, opacada por el ruido del mundo; nadie recordó durante la
larga recordación del inicio, hace cien años, de la Primera Guerra
Mundial, el efecto que este hecho histórico tuvo en la obra del gran fundador
de la modernidad de la poesía del siglo XX. El conflicto bélico condicionó toda
su vida y le dio un nuevo rostro a la poesía.
T.
S. Eliot había nacido en San Luis, Missouri, Estados Unidos, en el seno de una
familia de ilustres antecedentes intelectuales, sociales y financieros de la
Nueva Inglaterra, adonde se dirigió, llegado el momento, para inscribirse en la
Universidad de Harvard. Sobre su interés por la poesía primaba su inclinación
por los estudios de filosofía. Al concluir éstos escribió su tesis: Experiencia y objetos de conocimiento
en la filosofía de F.H. Bradley.
No obtuvo con ella el doctorado pues había viajado a Alemania y allí, en 1914,
lo sorprendió el estallido de la Primera Guerra Mundial. Se negó a exponerse al
peligro de que su barco fuera hundido, en su viaje de regreso a su país de
origen, por un submarino alemán. Se mudó entonces a Inglaterra donde permaneció
hasta el fin de sus días. Se convirtió en súbdito de su Majestad Británica. Se
sintió cómodo allí pues su traslado a Europa estaba motivado por la búsqueda y
la restauración de los valores clásicos de la civilización cristiana. El
pensamiento de Bradley ejerció gran influencia en la sensibilidad poética de
Eliot, reforzando su tema del aislamiento humano en la culpa.
No se sentía alcanzado por los
estentóreos ruidos de las vanguardias del continente europeo, pero había leído
a Laforgue e intuía que algo cambiaba en el ámbito de la poesía. Su sentimiento
de excentricidad se acentúa ante el fenómeno de la gran ciudad y el cambio de
valores que la nueva experiencia urbana aportaba. Europa lo defraudaba. La Gran Guerra
profundizó ese sentimiento. Lo profano triunfaba sobre lo sagrado.
Para expresar su experiencia personal y
la del mundo ya no bastaban las estructuras tradicionales de la poesía ni su
lenguaje desgastado por el simbolismo. Una metamorfosis de la tradición
romántica era quizá la respuesta. El yo
había perdido su integridad en su identidad. El tiempo se percibía
fragmentario, lo mismo que la persona del poeta. Sentía que lo habitaban muchas
voces de épocas remotas a las que había que darles actualidad y un nuevo
acento.
Desde su primer poema extenso “La canción de J. Alfred Prufrock”, escrito en 1917, adquirió notoriedad. Pero su más importante contribución a la poesía tuvo lugar cinco años más tarde con el extenso poema La tierra baldía (1922), que como se sabe, su amigo, colega y compatriota, Ezra Pound, ayudó a que adquiriera su forma definitiva. Eliot había intitulado al poema “He Do the Police in Different Voices”, que reflejaba de algún modo la dispersión en la que vivía el poeta. Pound le aconsejó el cambio de título y le recomendó abreviarlo suprimiendo dos tercios de la extensión original del poema. La obra terminó siendo un texto de una extraña perfección. La columna vertebral del poema se apoyaba a veces en referencia del pensamiento esotérico, y hacía que en su transposición de poema a poema Dante hablara como si fuera un poeta moderno. Además, en el poema entraban por derecho propio las palabras del habla cotidiana. Sus versos adquirieron el tono de la conversación que tocaba lo informal. La crítica quedó sorprendida y la influencia de Eliot se extendió por todo el mundo: hay que recordar la declaración de Octavio Paz en relación al impacto de leer, muy joven, en la revista Contemporáneos, la traducción de La tierra baldía. A este poema sucedió “Los hombres huecos” (1927), que estableció la reputación de Eliot como el poeta de la desilusión y la desesperación posterior a la Primera Guerra Mundial. Calificativo que más tarde lamentó el autor. Vinieron después los poemas de Miércoles de ceniza (1930) y, finalmente, Cuatro cuartetos (1947). Su larga trayectoria, su breve pero intensa y renovadora obra poética recibió el honor del Premio Nobel (1948). A la labor poética se había sumado la excelencia de la obra crítica, cuyos pilares eran una sólida cultura y un lúcido conocimiento del fenómeno poético; memorables son sus ensayos dedicados a la tradición clásica y a Dante. Su plataforma como crítico había sido una revista, The Criterion (1922–1939), que había fundado con sus muy modestos medios financieros.
Los comienzos fueron difíciles: el
poeta se veía obligado a desempeñar un empleo que se hallaba muy alejado de sus
intereses intelectuales, en una institución bancaria, y vivía en un constante
desasosiego por el estado mental de su primera esposa Vivienne Haigh–Wood, a quien
le afectaban enfermedades reales e imaginarias. La convivencia marital solo le
aportaba infelicidad. El dinero era escaso. Sin embargo, fue heroico en su labor
de editor. En esos años de juventud casi no escribía: el trabajo en la oficina
lo dejaba exhausto.
Thomas Stearns Eliot se había
distinguido por ser un hombre de gran discreción. No era un hombre carismático.
En los últimos años de su vida ocupaba una oficina en Londres en la editorial
Faber & Faber, de la cual era director. En ella llevaba a cabo los asuntos
editoriales, escribía cartas y artículos, parecía un típico oficinista. Carecía
de gestos extravagantes y era muy correcto y conservador en su forma de vestir;
nada había en él del prototipo del poeta romántico (recuérdese que su juventud
transcurrió en el tránsito de dos siglos). No lo cubría un aura de poeta. Su
gesto era el de alguien angustiado, con desasosiego en la mirada. Acongojado
más por la atrición que por la contrición. De él podría decirse que en la
superficie daba la impresión de ser el hombre sin cualidades, que guardaba una
gran reserva sobre su vida privada. Sus hábitos de trabajo poco o nada tenían
de “poéticos” y evitaba frecuentar bares y cafés: prefería el ambiente ordenado
de su oficina.
El matrimonio terminó mal. Vivianne fue
internada en un hospital por sus desarreglos mentales. Con la fama, la vida de
Eliot pareció iluminarse. Los apremios económicos se fueron diluyendo; desempeñaba
una actividad profesional que lo satisfacía en la editorial Faber & Faber y
contrajo nuevas nupcias con su secretaria Valerie Fletcher, que al morir el
poeta jugó un importante papel en la preservación de su legado. El Premio Nobel
confirmó su gran reputación y prestigio. En su discurso de recepción hay una
posición humanista ante la poesía que lo ennobleció ante sus errores de juicio:
podría parecer que la poesía separa a las personas más que unirlas.
Pero, por otro lado, debemos recordar
que mientras el lenguaje constituye una barrera, la poesía en sí nos da la
razón para tratar de superar esa barrera. Gozar de la poesía que pertenece a
otra lengua es gozar de la comprensión de la gente a cuya lengua pertenece, una
comprensión que no podemos lograr de otra forma. Podríamos pensar también en la
historia de la poesía en Europa, y de la gran influencia que la poesía en una
lengua puede ejercer sobre otra; debemos recordar la inmensa deuda que cada
poeta de mérito ha contraído con los poetas de otras lenguas diferentes a la
suya; podríamos reflexionar sobre el hecho de que la poesía de cada país y de
cada lengua perecería y entraría en decadencia, si no fuera alimentada por la
poesía escrita en lenguas extranjeras. Cuando un poeta habla a su propio
pueblo, las voces de todos los poetas de otras lenguas que lo han influido
hablan también a través de él. Al mismo tiempo, él mismo está hablando a los
jóvenes poetas de otras lenguas, y esos poetas comunicarán algo de su visión de
la vida y algo del espíritu de su pueblo.
La admiración al
poeta fue casi unánime, pero en ese “casi” se contaron quienes le señalaron sus
opiniones y versos equívocos. Poco se conoce, fuera del ámbito de la lengua
inglesa, de las manifestaciones de sus detractores que le reprocharon esos
errores de juicio, como el escritor judío, ya fallecido, Emanuel Litvinoff, quien reconoció su magna obra literaria y no le negó méritos a su escritura,
pero no quiso dejar pasar la oportunidad de escribir unos versos en respuesta a
los del autor de La tierra baldía,
contenidos en su poema “Burbank With a Baedeker: Bleistein With a Cigar”. A los
suyos Litvinoff los intituló “A T. S. Eliot”; Litvinoff siempre será recordado
por ese poema. Lo escribió después de la Segunda Guerra
Mundial y fue incluido en muchas antologías. El poema de Eliot contiene versos
como los siguientes: “Chicago semitas vienés./ Un ojo saltón y sin brillo/ mira
desde el fango protozoario/ con la perspectiva de Canaletto./ El cabo de la
vela humeante del tiempo se consume./ Una ocasión en el Rialto./ Las ratas se amontonan
debajo de los pilotes./ El judío se encuentra bajo el suelo./ Dinero en los
abrigos./ El barquero sonríe”.
Una vez más debemos
concluir diciendo que los poetas no son santos y por eso se irán al cielo.
Había terminado la
guerra con el terrible saldo del Holocausto. Se esperaba de Eliot que repudiara
tal poema, pero, para sorpresa de muchos, el autor no lo retiró de la
reimpresión de sus Poemas escogidos,
divulgada en 1948, el año de su Premio Nobel. Tal gesto indignó a poetas como
Litvinoff, que consideró que no podía haber excusa para lo que había hecho
Eliot. Y escribió su poema de respuesta: “To T. S. Eliot”. El poema comienza
así: “Te has convertido en una eminencia. Ahora cuando la roca golpea/ tu joven
voz sardónica que se estrella sobre la belleza/ y flota entre incienso y
pronuncia oráculos/ como si un dios/ pontificara desde Russell Square y
divulgara, alto en la solemne catedral del aire/ sus sagradas octavillas a
través de millones de radios./ No soy aceptado en tu parroquia./ Bleistein es
mi pariente y comparto el fango protozoario de Shylock,/ una página en Stürm y
debajo de las ciudades/ un refugio de algún modo más despreciable que las
ratas./ Sangre en las cloacas. Pedazos de nuestra carne/ flotan con la basura
en el Vístula./ Querías decir un sermón pero
no era éste”.
A Margali Fox debemos la crónica de
cómo transcurrió el encuentro entre ambos poetas durante una lectura pública. A
principios de 1951, Litvinoff fue invitado a participar en un ciclo de poesía
en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres. Escogió el anterior poema
para dicha ocasión. Al momento de comenzar a leer no tenía la más remota idea
de que quien cruzaba la puerta del auditorio era la encarnación de su poema.
Hubo un murmullo: acababa de entrar y tomar asiento el laureado Premio Nobel
inglés, el mismísimo T. S. Eliot.
Litvinoff lo notó
entre el público y continuó imperturbable su lectura hasta concluir con los
versos: “Deja que tus palabras/ se deslicen suavemente sobre la tierra de
Europa/ Dejad que los huesos de mi pueblo protesten”.
Cuando Litvinoff
terminó su lectura, se armó el escándalo. Aquello era un
pandemónium. El poeta Stephen Spender, que no podía
ser acusado de reaccionario ni de antisemita, había asistido al Congreso de
Intelectuales Antifascistas en Valencia y París en 1937 y tenía a orgullo haber
defendido la causa de la República española durante la guerra civil, se puso de
pie para decir en voz alta que el poema del poeta judío era un insulto a Eliot.
El público gritaba “¡Ya oíste!”, “¡Ya oíste!”, a
manera de aprobación.
Entre aquel tumulto
se escuchó una voz disidente. A un hombre de apariencia débil, sentado en una
de las últimas filas del auditorio, se le escuchó murmurar: “Se trata de un
buen poema. De un buen poema”. El de la voz era Thomas Stearns Eliot.
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