Laberinto
Santiago Gamboa
La semana pasada, el 6 de marzo, se celebró el primer cumpleaños de García
Márquez sin estar él presente. En Ciudad de México un grupo de personas se
reunió en la calle Fuego 144, frente a su casa, y cantó a todo pulmón Las
mañanitas. Es la suerte de los mexicanos: tener un lugar donde
recordarlo y homenajearlo, donde recogerse un momento en silencio, para pensar
en él y en sus libros. Lo que tenemos acá en Colombia, su casa de Cartagena e
incluso un apartamento en Bogotá, en el Parque de las Flores, no tiene ese halo
de casa habitada y vivida por él que sí se respira en la del DF. La casa de
Bogotá, desde que la abandonó a principios de los años ochenta, cuando se
exilió para evitar un peligroso arresto en épocas de Turbay Ayala, fue después
una residencia muy ocasional, casi de paso. Y la de Cartagena es muy posterior.
Nos queda la de Aracataca, claro, pero aún estando en el origen de su obra el
propio García Márquez la fue dejando atrás y, salvo en un par de ocasiones
especiales, todos dicen que no iba nunca. Yo lo comprendo. Debía de ser difícil
enfrentarse con la realidad de su más poderoso fantasma literario. Tampoco
Bolaño quiso nunca regresar a México, a pesar de que fue invitado una y otra
vez. Siempre decía: “El día que vuelva a México ya no tendré de qué escribir”.
Es raro un mundo sin García Márquez. A pesar de que fue fundamental para mí
y de que me ayudó en muchas ocasiones (por un empeño suyo fui diplomático), no
podría considerarme su amigo del modo en que lo fueron otros. Pero lo quise
mucho y la verdad es que no me acostumbro a su ausencia. Ya sé que llevaba
varios años retirado, pero al estar vivo, aún sumergido en la desmemoria,
seguía diciendo cosas extraordinarias. Se hará famoso eso que le dijo a Roberto
Pombo: “Sé que te quiero mucho, pero no sé por qué”. O lo que le dijo a Héctor
Abad, refiriéndose a su casa cartagenera: “No sé de quién sea, pero nosotros
sembramos árboles y nos quedamos”.
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