sábado, 6 de marzo de 2010

La industria del deseo

06-03-2010
Suplemento Laberinto
Enrique Serna

Desde el punto de vista del hedonismo ateo, el deseo satisfecho es un bien, pero el deseo frustrado es un mal que puede tener consecuencias funestas desde la amargura hasta los arrebatos de violencia. Todos los días estamos expuestos a un bombardeo de tentaciones que serían estimulantes y gozosas si el público a quien van dirigidas las hubiera imaginado por sí mismo y pudiera sucumbir a ellas. El problema es que la industria del deseo no excita sino embota la fantasía del espectador involuntariamente sometido al diluvio de imágenes lúbricas. La sobreoferta de tentaciones nulifica su poder perturbador, de manera que si el demonio quisiera pervertir a los santos de la actualidad (anticipándose al rector pederasta del seminario) ya no podría recurrir a las imágenes lascivas, que ahora son un componente inocuo del paisaje urbano. El periférico está lleno de espectaculares con modelos semidesnudas, a cualquier hora podemos ver en internet mujeres que se masturban frente a una webcam, los cuerpos perfectos exhibidos en las portadas de las revistas compiten por llamar la atención de los peatones que pasan frente a los kioscos, pero toda la energía libidinal fabricada en serie difícilmente puede traducirse en felicidad o satisfacción. Mucha gente ya ni siquiera puede distinguir sus deseos genuinos de los deseos inducidos por la avalancha de provocaciones mediáticas. Infinidad de mujeres deforman su rostro y su cuerpo con tal de tener nariz respingada, nalgas equinas y senos neumáticos, aunque parezcan travestis, para ceñirse al modelo canónico de belleza que sus galanes autómatas les exigen como requisito para excitarse. Por este camino podemos llegar muy pronto a uniformar el anhelo de posesión que mejor debería expresar nuestra sensibilidad individual.

En El alma del hombre bajo el socialismo, Oscar Wilde hizo una apología del pecado que no ha perdido vigencia: “Lo que se llama pecado es un elemento básico del progreso —escribió—. Si nadie pecara, el mundo envejecería y perdería su color. Con su curiosidad, el pecado enriquece las experiencias de la raza humana. Gracias a su intenso individualismo nos salva de la monotonía del tipo. Al rechazar las normas corrientes de moralidad instaura una ética superior. El pecado es más útil a la sociedad que la continencia, porque no reprime al ser: lo expresa. Cuando llegue el día de la verdadera cultura, pecar será imposible, porque el alma convertirá lo que para el común de la gente sería innoble y vergonzoso en la materia prima de una experiencia más rica, de una sensibilidad más fina y de un nuevo modo de pensar. ¿Esto es peligroso? Claro que sí, todas las ideas lo son”.

La profecía de Wilde se ha cumplido a medias, pues el ideal de vida de la sociedad moderna es gozar el cuerpo con una curiosidad traviesa y abierta a la experimentación. Pero la mercadotecnia siempre ha tenido presente esa búsqueda de sensaciones intensas al diseñar sus estrategias de persuasión masiva. Los dueños del capital se han montado en el carro del liberalismo hedonista para utilizar en su provecho el ansia de placeres. Lo que ningún publicista proporciona son los medios para satisfacer los deseos inoculados a la masa inerme y embrutecida, pues su tarea es torturar al público ofreciéndole goces inalcanzables. La tentación más dañina no es la que induce a pecar, sino la que frustra irresponsablemente al espectador excitado. A semejanza de las mujeres coquetas y crueles que llegan a las citas de amor ligeras de ropa, bailan con voluptuosidad en la discoteca y se permiten algunos escarceos en el coche, pero a la hora de la verdad dejan con las ganas a sus galanes, las grandes corporaciones utilizan la promesa del frenesí para vendernos coches, cremas y baratijas. Sus dueños practican a escala industrial el ruin oficio de las mujeres que los españoles llaman “calientapollas”.

La moral judeocristiana condena esta permanente incitación al libertinaje en nombre de la decencia y la fidelidad, pero la verdad es que la mercantilización del deseo perjudica, sobre todo, a los libertinos, puesto que les impone pautas y cartabones para pecar. La gente que sólo aspira a repetir situaciones lúbricas copiadas de un comercial o de una película porno nunca podrá expresarse por medio de sus pecados, como quería Wilde, porque la verdadera manifestación del ser consiste en realizar las propias fantasías, o en cometer trasgresiones nacidas de una necesidad íntima. Sólo hay un camino para “salvarnos de la monotonía del tipo” en materia de tentaciones: identificar si el deseo que nos asalta viene de una fuente interna y por lo tanto intensifica el individualismo, o nos ha sido endilgado por un publicista calientapollas. No se trata de una tarea banal, pues de ella puede depender la felicidad. Schopenhauer, un filósofo que negaba la existencia del alma, y por lo tanto cifraba en el bienestar del cuerpo las escasas posibilidades de ser feliz en la tierra, definió la felicidad como “el tránsito rápido del deseo a la satisfacción”. Ese tránsito no sólo es lento, sino eterno, cuando la libido vuela con alas prestadas, y se adhiere a una fantasía colectiva de origen espurio. Pero ese mismo tránsito puede ser rápido, y una fuente probable de felicidad, cuando un objeto de deseo cercano y concreto nos cautiva con un gesto, una mirada o una inflexión de voz. Quienes han difundido hasta el hartazgo la figura emblemática de la mujer desnuda enroscada en un tubo, o del striper metrosexual con la tanga a medio bajar, nunca podrán falsificar los estímulos sutiles y sorpresivos de los que brota la excitación natural.

Existe un mecanismo perverso para compensar frustraciones, que explica buena parte de las patologías sociales contemporáneas: los insatisfacción sexual crónica exacerba la proclividad a los atracones de comida, a los berrinches violentos, a la acumulación de riquezas, o a la avidez de poder, es decir, atiza los deseos que Epicuro juzgaba innecesarios y antinaturales. Un deseo frustrado aviva otros deseos, pero se trata de una sustitución fallida, porque el deseo original nos sigue aguijoneando hasta volverse un tumor maligno. Ortega y Gasset expresó esta idea maravillosamente en La rebelión de las masas: “Podemos desertar de nuestro destino más auténtico, pero sólo para caer en los pisos inferiores de nuestro destino”. Los pisos inferiores del deseo están habitados por gente que en algún momento renunció a sus verdaderos impulsos y comenzó a desear en vano los fastos de la carne que le prometían las pantallas de video. Pero esa renuncia sólo puede traer frustración y dolor, un dolor helado que ni siquiera encuentra el alivio de la catarsis. La contrapartida de la utopía wildeana en el mundo contemporáneo es la proliferación de pecadores autistas excluidos del placer. Comparadas con el suplicio de un adicto al cibersexo, las penitencias y las mortificaciones de los viejos anacoretas deben haber sido miel sobre hojuelas.

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